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El hombre acorazado

La verdadera

SAUL BELLOW

Alfaguara, Madrid, 1998

Trad. de José Luis López Muñoz

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Un hombre tarda cuarenta años en hacer una proposición de matrimonio: ha pasado toda la vida escondido dentro de sí mismo, hablando dentro de sí mismo con la mujer amada. Es Harry Trellman, el narrador de La verdadera (The Actual, 1997), de Saul Bellow, traducida con maestría y respeto hacia el autor y el lector por José Luis López Muñoz). Dice que vive en Chicago, jubilado o casi jubilado, observando a los otros, extranjero en su ciudad. Dice que parece chino y parecía huérfano, y, ni chino ni huérfano, nunca desmintió los malentendidos. Es judío, pero no se relaciona con la comunidad judía. Como todos los personajes principales de Bellow, vive en sí mismo como en un escondite o un exilio, porque los personajes de Bellow parecen vivir perdidos o en camino de perderse. Después de algunos años en Oriente, Trellman, hombre de negocios, parece ser exportador de antigüedades chinas, o de piezas que pasan por antigüedades chinas. Confiesa que ha vuelto a Chicago porque en Chicago están sus raíces sentimentales, como las de Saul Bellow, y tiene asuntos sentimentales pendientes: una mujer en la que lleva pensando cuarenta años.

Es prodigioso el sentido del tiempo en esta historia prodigiosa: como si el tiempo fuera un merodeo por una habitación cerrada, el viaje del protagonista hasta llegar al objeto de su amor. El azar lo reúne con el millonario Sigmund Adletsky, anciano emperador de hoteles, compañías aéreas, minas y laboratorios de electrónica. Un día, tras abdicar en sus nietos y a punto de volar a la eternidad, Adletsky observa a sus semejantes, y descubre a un observador no menos perspicaz que él: Trellman, nuestro narrador, que se convertirá en su asesor en cuestiones de buen gusto durante años. Ya han pasado los años. Así son los cuentos: basta volver una página para que los años vuelen.

Y un día los caminos conducen a la mujer amada cuarenta años, Amy Wustrin: será la limusina fabulosa del millonario fabuloso la carroza que transportará a Trellman hasta su amor del bachillerato, chica sobre patines o en el baile de disfraces del instituto, imágenes fijas para siempre, como en el álbum de fotos de un poema de Philip Larkin. Trellman lleva cuarenta años de conversaciones imaginarias con Amy, medio siglo de fantasías y sentimientos invertidos en Amy. Una vez, hace treinta años, Trellman la vio desnuda. Hace diez años, se la encontró en la calle y no la reconoció: no reconoció la realidad, traidor a la realidad. No reconoció a la mujer con la que llevaba cuarenta años en el más íntimo de los contactos: en contacto mental. Amy no es una foto: es una ruina en la ciudad real y nublada de la que huyó Trellman, sólo una gastada ama de casa que ha salido a descambiar unos zapatos para su hija mayor.

Trellman mantiene largos diálogos mentales con Amy, una muchacha de quince años eternos que huele a cosméticos y abrigo de pieles mojado por la nieve de hace cuatro décadas. Es como si Saul Bellow hubiera inventado una versión comprimida, sentimental, de su novela Herzog (1964): también Moses Herzog se comunicaba imaginariamente con vivos y muertos, Dios o Spinoza o el presidente de Estados Unidos: Herzog escribía cartas imaginarias, más que para acercarse a otras personas, para alejarse y mantenerse a salvo de la realidad, como señaló Cándido Pérez Gallego en 1987. Los héroes de Bellow conocen bien la tentación de la fuga y el delirio razonable, el escondite en sí mismos: Harry Trellman dice que la historia de uno es siempre un exilio. Volver a la identidad primitiva es volver del exilio, dice Trellman. ¿Qué es la identidad primitiva? ¿Lo que uno pensó que podría llegar a ser antes de dejarse tragar por el mundo incomprensible y enemigo? (Y quizá lo único que uno quiso ser fue el enamorado de una compañera del instituto.)

En La verdadera, Bellow ha concentrado y purificado su universo: el laberinto ideológico y político de las ciudades contemporáneas parece reducirse aquí a un mundo estrictamente familiar. Pero Bellow sabe que las historias de familia son disparates tragicómicos, como la historia del fabricante de alienígenas de juguete que en un aparcamiento subterráneo se salva del asesino contratado por su esposa, de la que se divorciará para volver a casarse con ella después de librarla de la cárcel. El amor conyugal suele acabar en un crimen o un micrófono oculto bajo el colchón de una cama adúltera, y el amor de dos es casi siempre cosa de tres o cuatro. Trellman y Amy se encontrarán por fin en la limusina del millonario Adletsky, decrépito Cupido de ojos agudos, frente a la tumba de Jay, que fue el primer amigo de Trellman y el segundo divorcio de Amy: están exhumando un cadáver.

El muerto es Jay, el amigo íntimo, un caso excepcional de excitación sexual, en fiesta entre esposas infieles y maridos traicionados: cuarenta años de conquistas memorables que había que contar al amigo íntimo, Trellman, a quien también robó el amor de su vida (también Moses Herzog se dejaba robar el amor por su mejor amigo). El libertino Jay, de pies ágiles y bailarines, logrará escapar de la tumba unos minutos, antes de que Trellman y Amy lo entierren para siempre. El testigo perpetuo, Trellman, ha encontrado a la real Amy y se arrepiente de su falsa existencia de mirón: según el dios Adletsky, observar es una manera de vivir. Es una opción moral, podría decir Saul Bellow: elegir, frente al desorden universal, la fría tranquilidad del encierro o exilio dentro de uno mismo, detrás de una máscara, hombre acorazado, tramposo, estafador con aspecto –como tantos bribones– de solitaria dignidad. El amor adolescente era una vergüenza para alguien como yo, confesará Trellman: mi misterio sólo era sufrimiento. La máscara duele.

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Ficha técnica

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