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La travesía del desfiladero. Narradores españoles de los noventa

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I

A finales de los años sesenta existió en España un mito, acogido con entusiasmo beligerante por los jóvenes escritores, de que en algún lugar del país –preferentemente, en los lugares de residencia de los jóvenes escritores– había una casa que contenía una mesa en uno de cuyos cajones reposaba (si existía, decían otros, más escépticos) una obra maestra desconocida. El desconocimiento se achacaba, sobre todo, a la miopía y al escaso sentido del riesgo de los editores, y era así porque, en aquel entonces, los jóvenes narradores tenían contadas oportunidades de ver su novela o su libro de relatos impreso. Hoy, casi treinta años después, las cosas han cambiado mucho. El cambio lo ha conducido un fenómeno que considero decisivo en la evolución de la edición en nuestro país: el progresivo interés del lector español por las novelas españolas.

No voy a detenerme en conjeturas o evidencias que pertenecen a la sociología de la literatura y que otros sabrán hacer mejor que yo. Sólo quiero señalar, antes de seguir adelante, que la novelística española de la época, en términos generales, o bien era oficialista y su interés era inversamente proporcional al de la realidad circundante, o bien, intentando reflejar esa realidad, se amparaba para sobrevivir bajo el franquismo en un hermetismo de secta. La única sacudida importante que, desde el campo de la literatura y no desde el de los prejuicios en que se movía la narrativa española, se produjo en nuestro país fue la que provocó el desembarco masivo de la narrativa latinoamericana. Porque, desde dentro, los intentos mejor o peor resueltos de Martín Santos, Juan Goytisolo o Juan Benet fueron relegados o silenciados de entrada. Y en cuanto a otros autores de relevancia como Ferlosio, Aldecoa, Martín Gaite, García Hortelano, etc., no puede decirse que contaran con el favor del gran público. Y esto era así o porque el lector español medio se acomodaba con dificultad a las exigencias de la buena escritura o porque aún no sabía que podía llegar a ser lector. No había más adictos de los que había y el botín estaba repartido… hasta que los latinoamericanos captaron una nueva masa de lectores y dividieron a la existente. Pero ¿quién iba a interesarse, en estas condiciones, por autores que, además de jóvenes desconocidos eran desafiantes y probaban, con atrevida ingenuidad, a buscar nuevos caminos?

Hoy, treinta años después, los editores se disputan a cualquier autor español por el mero hecho de serlo, los lectores tienen sed de historias escritas por compatriotas, los novelistas españoles ocupan preferentemente las listas de libros más vendidos. Hay que decir, aunque parezca una paradoja, que en esto también nos hemos europeizado. Cito un ejemplo: una vez estábamos cuatro novelistas españoles reunidos en Alemania con los responsables del más prestigioso suplemento cultural de la prensa alemana, quienes nos preguntaron: «¿Cómo se explica el hecho desproporcionado de que ustedes los españoles tengan un conocimiento tan notable de la literatura alemana contemporánea y, en cambio, la literatura contemporánea española sea una desconocida para nosotros los alemanes?». Uno de los españoles, Juan Benet, contestó con su habitual ingenio: «Porque nosotros, que somos de un país pobre, necesitamos sentirnos cosmopolitas, y ustedes, que pertenecen a un país rico, pueden permitirse el lujo de ser provincianos». Una ojeada a las listas de libros más leídos de cualquier país de Europa no desmentirá aquella afirmación: cada país lee, ante todo, lo suyo.

De manera que, por fin, el anhelado noviazgo del novelista español con su público español va camino de convertirse en boda. ¿Qué dicen a esto los escritores españoles? Lo que suele decirse en estos casos: que son felices. Y es ahora cuando, volviendo del revés el mito de finales de los sesenta, yo me atrevería a decir que la obra maestra desconocida, hoy, al fin de siglo, viviendo como vivimos entre un bosque de libros jaleosos y jaleados, sigue siendo desconocida, pero no está en un cajón: es más que probable que, si existiese, esté publicada, repose en un fondo editorial y nadie se haya percatado de su existencia.

II

El fenómeno de la avidez del lector por la novela española se debe, en términos generales, a dos factores. El primero de ellos es que, liberada la narración del cielo oficialista y del infierno de la secta, parece que se ha dedicado a reflejar el mundo que interesa al lector español y que lo hace con tal sentido del entretenimiento, que ha logrado incorporar un amplio registro de lectores y apiñarlos en torno a sus productos. El segundo es que una crítica mayoritariamente complaciente ha hecho de escaparate de esos productos, con lo que puede decirse que se ha producido, en realidad, un menage a trois entre autor, lector y crítico, aunque aceptemos que la crítica, por sí sola, ha hecho mucho menos por el afán de lectura que la transmisión de información que corre de boca en boca de los lectores.

La cuestión del entretenimiento es evidente. El lector desea participar de la vida que ve alrededor y, además, desea, yo creo que aún con más fervor, que le cuenten su propia vida; o, por decirlo de otra manera: desea sentirse protagonista de novela y para ello exige elementos que él pueda reconocer y asimilar fácilmente. La suya es una relación especular con el libro. La novela está, pues, muy cerca de la «crónica de la vida de nuestro espacio vital» y me parece significativo al respecto que buena parte de los éxitos novelísticos vengan de la mano de periodistas y comunicadores convertidos en narradores. No va esta afirmación en detrimento suyo sino que, como decía Guillermo Brown, yo me limito a hacer constar un hecho; porque los casos de admirables narradores que, además, han ejercido el periodismo, son edificantes; pensemos en Mark Twain o en Ernest Hemingway.

En cuanto al crítico, se ha librado de un gran peso, cual es el de tener que entender todo lo que lee. El axioma por el que suelen moverse ahora es: «sólo es bueno lo que yo entiendo». A partir de ahí, su trabajo, en lugar de estar constreñido al penoso ejercicio de descifrar lo que a menudo considera impenetrable, se libera y ya puede operar sobre un campo de producción mucho mayor, con lo que esto tiene de expansivo para su mente y la del público en general.

Un último personaje, y no el menos importante, tiene un destacado papel en la situación actual; se trata del editor. Es cierto que el propiamente llamado editor ha sido sustituido en muchos casos por el que podríamos denominar «ejecutivo editorial». No es alguien nuevo en el oficio; es alguien que siempre ha estado ahí, ha triunfado al fin y se le reconoce porque suele decir frases como «esto vende» o «¿por qué no editamos sólo lo que vende?» o «hay que cambiar de imagen ya» o, en conversaciones más distendidas, «todos los negros tienen un gran sentido del ritmo». La frase actualmente de moda es «el negocio de la edición está en el show business». Esta última frase quiere decir que todo lo que no es comunicable y promocionable, no existe; así de sencillo. Mientras tanto, los llamados, simplemente, editores también siguen editando y, contra lo que a veces se piensa, su interés en vender sus productos es tan intenso como el del más aguerrido ejecutivo; y se desviven buscando un público para sus autores; y lo consiguen en muchas ocasiones, tanto si es un público amplio como reducido o minoritario. Aún diré más: algo han de tener cuando todos los del show business quieren adquirir sus modestas casas editoriales.

En cuanto a los narradores, me atrevo a simplificar –con todo lo injusto que eso es– para elegir dos tipos. Así como los libros de entretenimiento exigen ser devorados para alcanzar el triunfo, los libros de sabiduría exigen la lectura detenida para alcanzar su éxito. Los narradores correspondientes a cada uno de estos estados del alma se atienen a las consecuencias. Así, el narrador de entretenimiento es hoy el deseado por el show business y nadie con dos dedos de frente dejará de entenderlo. Cualquiera que sea su edad, es buscado y perseguido; si es un veterano, porque su asentamiento le precede y le bendice; si es un joven, porque su inexperiencia asegura un caudal de mundos reales incontaminado por la literatura; si es de edad intermedia, por su capacidad transicional de contarle al lector su vida misma (la del lector). Creen firmemente en la popularidad, pero acostumbran a llamarla éxito, no se sabe bien por qué.

El narrador de sabiduría tiene otros asuntos que atender. El primero, que escribe para intentar saber, por lo que obliga a su lector a enfrentarse a un problema, cosa que requiere tiempo y pensamiento. El segundo, que deja espacios al lector para entrar en la novela con su propia imaginación y con su propio pensamiento, lo que requiere la cooperación del tal lector. En tercer lugar, distingue a la perfección entre éxito y popularidad y, aunque no desdeñe esta última, sabe que raramente la alcanzará. Por último, sabe también que su satisfacción se encuentra en el hecho de conseguir acordar su visión del mundo (lo que requiere tener una visión del mundo) con su escritura. Pero, en este punto, dejemos hablar a uno de ellos, Belén Gopegui: «Ahora la novela no se enfrenta a un problema de ámbitos ni de públicos sino, me parece, a un problema de configuración. Así como una línea describe una trayectoria pero sólo el vector del sentido introduce un hacia dónde, así el trazo de la experiencia contiene los sucesos, pero sin el sentido no es más que una vía muerta. La novela que no nombre el significado, que no ilumine el sentido, la novela que sólo quiera ser emoción y no ser emoción que se sabe a sí misma, terminará por confundirse con cualquier otro medio de entretenimiento».

III

Imaginemos un desfiladero hundido entre dos formidables paredes de roca por cuyo fondo caminan seis personajes muy distintos entre sí. Imaginemos que en una de las alturas, aparentemente ocupados en muchas cosas, hay una o dos decenas de ciudadanos ya maduros y reconocidos más o menos ampliamente, que se asoman de vez en cuando a contemplarles y o bien vuelven a sus ocupaciones, o bien se dicen: «¡No les falta nada aún!» o «¿Te acuerdas de cuando entonces?». Imaginemos que, arriba de la otra pared, grupos de jóvenes excitados corren de un lado a otro, unos exultantes y otros inquietos, tan ocupados en reconocerse entre risas o llantos, que no ven a los caminantes de abajo con tanta bulla como forman ellos.

Yo voy a hablarles de esos seis –he elegido a los seis que veo, pero es seguro que hay más por detrás o por delante– que caminan penosamente aunque no especialmente desanimados y que se dirigen a un lugar del que les hablaré luego y que ellos están convencidos de que existe. Pues así, más o menos, aparecen los narradores de sabiduría que han quedado emparedados entre dos grupos, generaciones o como se los quiera llamar, de escritores hoy vigentes en la literatura española. Son todos ellos narradores entre los treinta y cinco y los cuarenta años, han publicado sus primeras novelas o su novela de importancia en el decenio de los noventa y llevan sobre sus espaldas la presión indeseada de un grupo de veteranos que ha conquistado su lugar dejando muchas bajas por el camino y de un grupo de noveles arrebujados mayoritariamente bajo la bandera del ya tan mencionado show business. Los unos por resistencia y tenacidad, los otros por su oportuna aparición, parecen haber dejado medio olvidados del público que asiste a la gran fiesta de la literatura a los que caminan por el fondo del desfiladero. Pero ¿quiénes son esos intrépidos y desventurados viajeros?

IV

Belén Gopegui (Madrid, 1963) había publicado dos novelas antes de dar a conocer La conquista del aire. Ya desde su primer libro llamó la atención de la crítica y los lectores más atentos, pero es en este libro donde consigue lo que en verdad es hoy una rara avis: una verdadera novela. Todos los elementos que componen tal obra de arte: pensamiento, intención, sentido, estructura, trama, personajes y escenario acuerdan entre sí; y acuerdan partiendo de una regla de oro: que la narración ha de tener pensamiento, pero no se debe notar. Precisamente porque la literatura es sugerencia, esa es la actitud que la distingue del discurso lógico. Belén Gopegui elige un tema: el dinero. No la posesión, la acumulación o la carencia; no el poder ni la codicia, ni la avaricia…, no, simplemente el dinero, pero en una dirección clave:su capacidad de modificarla conciencia de quienes no dependen moralmente de él, pero, en el fondo, han edificado en torno a él la aparentemente firme convicción de sus vidas. Entonces, basta que una pieza se desajuste para que todo el bloque resulte afectado y, lo que es peor, la afección no se atiene solamente a la necesidad o la presencia del dinero, sino que éste acaba siendo el origen indeseado e impensado que abre la grieta que acaba atravesando el edificio de arriba a abajo. Los personajes de esta novela se sentían a salvo de esa necesidad del dinero gracias a sus convicciones personales y a sus actitudes vitales. Y hete aquí que algo que se considera secundario y convencional se convierte en la punta de lanza de su crisis. La repentina necesidad o ausencia de dinero modifica la corriente de sus vidas; es decir, hay algo en ellas que estaba oculto y sale a la luz; y lo que hay es que la sustancialidad de sus vidas debía demasiado a la insustancialidad del dinero como moneda de nuestro tiempo sin que ellos lo supieran: hasta el momento en que la novela se pone en marcha. Y eso es exactamente lo que atraviesa todos los elementos de esta historia para levantarla como una novela de ley.

Juan Miñana (Barcelona, 1959) es autor de un par de novelas (una de ellas es un ejercicio de novela histórica realmente exigente aunque irregular), un libro de relatos y una última novela, La playa de Pekín. La novela –copio del texto de contraportada– «nos convierte familiarmente en testigos de una experiencia llena de humor, sensualidad, viajes imaginarios, afecto y complicidades». Jamás he leído algo que, siendo tan cierto, resulte tan vulgar. Es verdad que la novela es eso, pero dicho así, pasaría por ser una de tantas novelas de juventud envejecida que ensueña marginalidades modernas para matar el tiempo que les queda de vida. La playa de Pekín es justamente lo contrario: uno de esos libros que, entrando en todos los vicios de la novela de joven posmoderno, se va librando de ellos a lo largo de la historia que cuenta para convertirse en una reflexión perfectamente literaria sobre la búsqueda de la felicidad (temporal, siempre temporal) que se establece en el afortunado punto de juntura entre la realidad y la imaginación. El leitmotiv de la novela es la venta de un valioso cuadro y la novela funciona como la presencia de ese cuadro. Una serie de capas, como en pintura, van poco a poco creando la imagen global; lo que seguimos es la aplicación de esas capas; no exactamente en el acto de pintar el cuadro sino a la inversa: en el paulatino acto de ir descubriendo su polivalencia. El muy inteligente uso expresivo de la mezcla de tiempos mental y real (recuerdo y actualidad) va trayendo la inevitabilidad del encuentro amoroso de atrás adelante. Así conoceremos el camino de la historia de Sofía Beccari y Matías Briz, un camino que los va acercando paulatinamente, por más que ellos intenten disimularlo, como un designio del destino, pero contado de tal modo que Miñana consigue que el lector sea, con su lectura, el brazo ejecutor del destino. Pues así obra la novela, sin que por eso pierda un ápice de interés. Muy bien montada paso por paso, a partir de la desaparición de un personaje (Lorca) la narración se apoya sobre sus bien formados cuartos traseros y se pone en pie con verdadero poderío. Toda una lección para quienes creen que la modernidad, la fantasía y la marginalia crean por sí mismas un relato, sin necesidad de trabajo ni de talento.

Agustín Cerezales (Madrid, 1957) había publicado dos libros de relatos antes de enfrentarse a este monumental armatoste literario titulado La paciencia de Juliette. ¿Quiere usted jugar al juego del lector leyéndose?: busque este libro. Concebido como literatura dentro de la literatura y como experimentación formal, el autor propone un viaje al centro de la conciencia, de una conciencia que percibe la realidad y trata de interpretarla perdido en un bosque de símbolos, un poco a la manera de Baudelaire. Sustituyamos «Naturaleza» por «Literatura» (con toda intención) y en tal caso yo propondría la lectura de esta novela desde el primer cuarteto del famoso soneto de las Correspondencias: «Es la Literatura templo, de cuyas bases / suben, de tiempo en tiempo, unas confusas voces; / pasa, a través de bosques de símbolos, el hombre, / al cual éstos observan con familiar mirada». ¿Dónde se encuentra el centro de la conciencia? Evidentemente, según este libro, en el sentido del tiempo, pero también, a escala intimista, en la habitación de una muchacha en cuya casa se queda a dormir, accidentalmente, el protagonista de esta novela. Concebida bajo la idea de la circularidad del tiempo, la novela propone un mundo de símbolos que observan al protagonista, Andrés Sedeño, reconociendo en él ciertos rasgos familiares. La búsqueda por el propio Andrés de un centro en el que entenderse va, poco a poco, llamando por su orden a esos símbolos, a esos elementos de la vida que, queriendo o sin querer, forman parte de su existencia, pero a los que sólo el reconocimiento de Andrés les otorgaría su lugar, por lo tanto, su orden de distancia con respecto al centro. La novela adolece de un exceso de «jugar a jugar», pero el riesgo, el talento y el humor (que viene ya de sus relatos) que el autor pone en ella, compensan las posibles dificultades de lectura.

Andrés Ibáñez (Madrid, 1961) es autor de una novela, La música del mundo, de extrema ambición, como en el caso de Cerezales. Así como hay autores que ajustan lo que dicen a lo que quieren decir con una pronta eficiencia, así los hay que su ambición es tan desmesurada que el ajuste ha de intentarse de arriba a abajo, de la ambición extrema a la realidad de la escritura, en una especie de «más difícil todavía». Andrés Ibáñez ha querido escribir una novela sobre la percepción de la vida como totalidad. Es más: lo ha hecho, y el resultado es excelente, pero no escapará al lector la mezcla de ingenuidad y soberbia satánica que se necesita para tal empeño.

Ese deseo de percibir la vida como totalidad o, dicho de otro modo, de anhelar (inútil, pero espléndidamente) vivir todas las vidas posibles de uno mismo está ligado en la novela de Ibáñez a la propia concepción del arte como la única forma de percibir la totalidad anulando a su principal enemigo: el tiempo. Tres personajes coinciden en una ciudad de ciudades llamada Países y la imaginación hace el resto. La novela es, por necesidad, desmedida, pero ahí actúa algo muy a tener en cuenta: que el autor ha empleado cerca de diez años en escribirla. Así que, aun resultando desmedida, está sujeta a un rigor de escritura que la saca de casi todos los aprietos en los que se mete. Es una novela muy rica en imágenes y en vuelo imaginativo. Es una novela de episodios, hay secciones en ella que están concebidas musicalmente (de hecho, la música es un elemento esencial), no tanto en su organización como, si puedo decirlo así, en su ejecución: el episodio de la Praderabruckner o todo el primer paseo por el parque Servadac están entre lo mejor que he leído en años. Contiene una gran cantidad de material que, con toda seguridad, el autor irá depurando y decantando con el tiempo. Es una de esas novelas en las que uno presiente que el autor ha puesto todo lo que tiene y sólo ha empezado a desarrollarlo.

J. A. González Sainz (Soria, 1956) ha creado en Un mundo exasperado a un personaje extraordinario que, a decir verdad, tiene poco de extraordinario. El tono de escritura es el de la voz y mente del personaje: minucioso, obsesivo, un maníaco de la cotidianidad a cuya mirada nada escapa, pero que nunca resulta repetitivo al lector, como si su patetismo sólo se justificara en el del propio lector enfrentado a una inevitable lectura de la realidad. Así, llegamos al absurdo por la minuciosidad, a la exasperación por la insistencia en los matices. Es un personaje insignificante al que todo le fastidia, pero que, naturalmente, desea gustar. Es el hombre que, por tanto, siempre molesta, siempre está de más o en el fondo, y nunca encaja. Una especie de víctima propiciatoria, no se sabe si de los demás o, antes que de ellos, de sí mismo. Pero no deja ni de saber ver las cosas ni de tener razón y eso, esa paradoja, es lo que le hace tan interesante. No es difícil rastrear al personaje en la literatura: es un personaje del subsuelo. Lo que ocurre es que González Sainz lo agarra por el cuello y sigue con él a costa de toda exigencia y por eso logra un personaje de primera. Poco a poco va desvelando matices y pasamos del aspecto de víctima propiciatoria al de tipo excluyente e incluso autoritario reprimido, incapaz de soportarse y de ser soportado, mas siempre con esa mirada sobre la realidad que lo devuelve al mundo en los ojos del lector. Llega un momento en que su lucidez, su inútil lucidez, alcanza su último valor: la lucidez es, para él, como el respirar, nada más; pero esa respiración es la que leemos en la novela y su potencia expresiva opera sobre la realidad que le circunda con una eficacia admirable.

Luis Mangrinyà (Palma de Mallorca, 1960) es autor de relatos. Su territorio es el de la apariencia literaria. Toda su escritura está centrada en un estilo denso, alambicado, de gusto tradicional y ecos jamesianos, que avanza entre interrogantes y disquisiciones y parece indicar que el autor se desentiende de las exigencias del realismo. ¿Para traspasar la realidad o para llegar a ella? Magrinyà (tomemos Belinda y el monstruo como su mejor ejemplo) deposita una gran confianza en la capacidad del lenguaje literario como modo de constituirse en una realidad, por lo que no le importa contar historias de dudosa o incierta relación con la realidad vigente o, al menos, con el sentido de verosimilitud vigente. Quiero decir con esto que una lectura de corte realista hará parecer absurdos o desimplicados sus relatos, pero una lectura literaria llevará al lector a la idea que los sostiene. El caso de Belinda es ejemplar: los dos amigos apegados a la realidad que contemplan desde puntos de vista opuestos la relación entre Belinda y el monstruo tratan de comprender sin resultado la desigualdad de esa relación. Cuando el acto que los iguala y cuya intención última queda en el misterio –lo que es tanto como decir que en la imaginación del lector atento– sucede, cada uno de ellos lo aplicará a su sentido de la realidad, lo que, paradójicamente, establece con toda nitidez y sugerencia la distancia que separa sus mundos del de los extraños amantes. Este juego de inteligencia, que se resuelve en literatura, muestra perfectamente las intenciones y el territorio de Magrinyà. Un excelente dominador de los recursos del texto literario.

V

Hay quienes dicen, con un último tufo de victimismo en la afirmación, que no son éstos buenos tiempos para los escritores exigentes, pero me temo que son los escritores exigentes los que siempre transitan por malos tiempos. Antes me referí a los escritores que dejan espacio en sus textos para que se adentren en ellos la imaginación y el pensamiento del lector. Quizá aquí venga a cuento la imagen de la ventana y el espejo. Hay escritores que ponen el espejo ante el lector y éste sólo se ve a sí mismo y los hay que abren la ventana y le invitan a mirar lo que está más allá. Los segundos sustentan la curiosidad que da pie al misterio, a lo distinto; los primeros, en el mejor de los casos se entregan al costumbrismo –lo cual, en un país afecto al realismo como es éste, se tiene por mucho mérito, pero no dejan de ser creadores de estampas– y, en el peor, a la vertiente literaria del talkshow televisivo que hoy impera.

Independientemente del lugar que lleguen a conquistar, estos seis nombres son un ejemplo de resistencia contra la banalidad, contra el show business que se quiere hacer pasar por literatura (¿es que no tienen bastante con ser los reyes del show business?) y, sobre todo, son hijos de la curiosidad, de la duda, del deseo de saber. Lo suyo es el riesgo.

En el desfiladero imaginado, hay un tramo, antes del final, en que por un lateral se accede a un majestuoso circo de montañas ante el que no cabe más que la admiración y la plenitud. En la tierra al pie del circo, escondida entre la vegetación, hay una diminuta iglesia mozárabe con mil años de antigüedad que muestra no sólo el lugar y la existencia del hombre en medio de esa formidable naturaleza, sino que con el circo forma una hermosísima representación de la imagen del escritor como el «hombre en diálogo silencioso con el Universo». No sé si estos seis viajeros lo saben, pero allá es a donde se dirigen. Ojalá que la fortuna acompañe a su talento.

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