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La toponimia no es un juego

Los nombres de Europa

ALBERTO PORLÁN

Turiano, Madrid, 697 págs.

Alianza-Fundación Suanelo

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Alberto Porlan ha publicado un libro de pretencioso título –Los nombres de Europa–, concebido como un juego, que él mismo delata en la cita preliminar de Billy Wilder: «He descubierto un juego nuevo. Éstas son las reglas…». Pues bien, las reglas de ese juego son bien sencillas: consisten simplemente en reunir los topónimos de cualquier país, independientemente de sus características lingüísticas, que ofrezcan entre sí alguna semejanza casual, por débil que ésta sea. Algunos ejemplos: Zaragoza y Ebro en España Saragosse y Yévre en Francia; la serie de Asturias (España) y el Vaud (Suiza): Lozana, Lausanne; Libardón, Yverdon; Sevares,Siviriez; Arnicios, Arnex; Pendás, Penthaz; Zardón, Chardonne; Bobia, Vevey; Ercina, Orzens; Melendreras, Mollendroz; Bulnes, Baulmes; San Román, Romont; Cabranes, Chavornay;la serie La Coruña, Logroño, Locarno: Escaño y Ascona, Ascona; Borroa, Varea, Vira; Canido, Camero, Cannero; Balbén, Valvanera, Verbania; Somoedo, Somalo, Someo; Caaveiro, Clavijo, Craveggia; la serie España, Alemania, Holanda, Italia, Francia: Cádiz, Rota Gaditz, Rotta Kadijk, Rotte Gadir, Rosse Cadix, Rouge, etc.

El gran peligro de las homonimias o paronimias casuales y arbitrarias se eleva cuando, como en el caso de las establecidas por Porlan, son ajenas a toda norma lingüística. En un análisis científico, lo primero que debemos hacer es descubrir el étimo del topónimo o del apelativo, y, a partir de ahí, analizar las diferentes formas, procedentes de una misma raíz, que, según los hábitos de cada lengua y de acuerdo con su evolución natural, han llegado hasta nosotros. Pues bien, la raíz es el rábano, que Porlan olvida enterrado mientras se entretiene en reunir hojas parecidas, de cualquier origen o procedencia, como si todas ellas pertenecieran a la misma rama. Ahora bien, si acudimos a la raíz, al étimo, veremos que el panorma que se nos presenta, en la ramificación de sus formas, es completamente distinto del que nos ofrece Porlan, agrupando topónimos por su semejanza casual. Sólo un especialista del lenguaje podrá identificar nombres apelativos indoeuropeos, por ejemplo, del léxico común español y alemán. Con dificultad, sin tener en cuenta evoluciones fonéticas, morfológicas o semánticas, podríamos establecer una razón de origen entre al. Elche `roble' y esp. `égida ? ind. a i g `cabra', ant. al. bruhhan `gozar' y esp. disfrutar ? ind. b h r u g `productos agrícolas, disfrutar', al. Zahn `diente', y esp. diente ? ind. d e n, al. Herz y esp. corazón ? ind. k e r d `corazón', al. Fuss y esp. pie ? ind. p e d, al. über y esp. sobre ? ind. u p e r `sobre encima', etc. Pues bien, en la toponimia ocurre exactamente lo mismo, formas muy semejantes son puramente casuales y no tiene nada que ver entre sí, mientras que formas muy diferenciadas actualmente tienen un mismo origen (cfr. Sampuoir, en los Alpés, Porrùa y Esporles, derivados de la raíz prerrománica p o r r o `pradera'; Lora, Lérida, Lorca, Eliche, Elvira, Lliria, Alora, Oloron, Colliure, Elda, etc., derivados de la misma raíz ibérica i l i `ciudad, poblado'; Jávea, Isaba, Eslonza, Esgueva, Esca, L'Oise, Yzeron, Guisona, Esera, etc., en relación todos ellos con la raíz hidronímica ligur i s-; o las series peninsulares, derivadas de diferentes formas a que ha dado lugar la voz latina q u e r c u: Cer- ceda, Cercedilla, Puigcercós; Cherco, Chércoles; Corco, Corquieu, Corcales, Alcorcón; Cornello, Corneira, Cornizuelo, Cornago; Cortiza, Cortizos, Cortizada; Cortegada, Corteguera, Cortegana, Alburquerque, etc.).

La simple agrupación de topónimos por su semejanza externa, sin tener en cuenta su origen, carece de todo rigor científico y no conduce sino a elucubraciones banales.

Por otra parte, la desatención del autor del libro reseñado a hechos sobradamente conocidos es sorprendente. Solamente unos ejemplos: de todos es sabido el étimo de Bornos o Bormate derivados del ligur, en relación con el latín formus fornus 1 , significando `aguas cálidas'; pues bien, si además en esos lugares existen baños termales, no se pueden ignorar tales hechos, como hace Porlan, sólo preocupado si el uno está cerca de Blanquita o de Rocena, o el otro cerca de Carreña, porque otros topónimos casualmente semejantes ofrecen una situación aparentemente semejante. En otro caso, conocida es la etimología de Brion y Briones, en relación con el celta b r i g a 2 , pero a Porlan sólo le interesa la relación Brion – Briones, Borrea – Varea, etc. Tampoco se pueden meter en un mismo saco topónimos como Penedo y Pando, el primero derivado de p i n n a `peña' (pena en gallego-portugués) + suf. abundancial -e t u m, y el segundo del lat. p a n d u s `inclinado, curvo'. Son también sorprendentes las relaciones entre Speicher (Alemania), Espejo (España) o Spiazzo (en Italia), sin tener en cuenta que el español Espejo es un derivado del lat. s p e c u l a, s p e c u l u m, no con el significado de `cristal' que refleja una imagen', como cree Porlan, sino de `torre, vigia, atalaya'.

En fin, las observaciones particulares que habría que hacer son infinitas y no caben, naturalmente, en el espacio de esta reseña. Me limitaré, pues, para terminar, a exponer algunas observaciones generales.

Piensa Porlan que un topónimo que significa `agua' «no tiene nombre, pues nada lo distingue de cualquier otro río» (pág. 58). Explicación tan simple es equivocada. Yo paso los veranos en una aldea de Ribadesella (Asturias) a un lado de la cual corre el río Pilañeu y al otro lado se alza la peña de Pagadín; pues bien, los vecinos de la aldea, cuando se refieren a uno o a otra sólo dicen el riu o la peña, porque para ellos no importa ningún otro río ni ninguna otra peña. Sólo los foráneos tienen que adjetivar el río o la peña ajena para diferenciarla de la suya, de nuevo para ellos sin calificativos. La afirmación de Porlan equivaldría a vaciar de significado apelativos como monte, río, valle, etc., porque hacen referencia a muchos de su género. Pero, es que además, los topónimos no aparecen sólo en su forma más simple o sencilla, sino que se nos ofrecen acompañados de sufijos o prefijos, que precisan un significado específico respecto a otras formas de la misma raíz. Así, por ejemplo, a b – a r a > Yèvre en Francia, y en España Abra; en otro caso tenemos a b – i a > Avia, Valdavia, Ribadavia, a b – a m – i a > Abamia, y, por etimología popular, Aguamia, etc. Y, como éste, podríamos añadir otros muchos ejemplos. Sólo recordaré otro: sobre la base i b e r > Ebro o i b a r, tenemos, con s final significativa, Ivars (Lérida), Ivarsos (Castellón), y con otros sufijos: Ibarra (muy extendido por toda la Península), Barco, Barca (también general) ? I b a r + k o, k a; Barcila (Zamora), Bárcina (Burgos), Bárcena (muy general) ? i b a r – k i n a, Barcelona ? i b a r – k – i n – o n a, Baranda (Burgos) ? ib a r – a n d a (cfr. Arganda, Aranda, etc.), Barandón (Asturias), Barandiarán (Guipúzcoa), Barandica (Vizcaya), etc.

Los topónimos, pues, con valor genérico son significativos, y tal valor no se les puede negar de forma absoluta, como quiere Porlan. Ahora bien, existen evidentemente anomalías a la hora de atribuir un significado a muchos topónimos. Yo he repetido en varias ocasiones que la toponimia es extraordinariamente estable, y nos conserva con frecuencia viejísimos testimonios de los siglos más alejados de nuestra historia; pero los topónimos, en su evolución o por el desuso de la lengua que les dio origen, pueden hacerse opacos, y entonces es cuando tiene lugar la reinterpretación, operada en la conciencia lingüística del hablante, que tiende a reagrupar formas etimológicamente oscuras con raíces de aspecto semejante 3 . Con palabras muy parecidas, Porlan reproduce mi juicio: «Todas estas alternativas son efecto de la tensión semantizadora, en virtud de la cual tienden los nombres no significativos a convertirse en significativos en boca de los hablantes» (pág. 57). Y si yo rechazo la pretendida zoonimia, y, con cierta ironía, titulo un apartado «Águilas, cuervos, perdices, buitres y palomas en la oronimia» 4 , para excluir pretendidas etimologías, Porlan, siguiendo mis pasos, utiliza el subtítulo de «Cigüeñas y palomas» (pág. 93), para impugnar también las falsas etimologías. Ahora bien, de nuevo Porlan toma, a mi juicio, el rábano por las hojas. Mi argumentación me lleva a rechazar las etimologías populares que proporcionan significados inadecuados a los topónimos, por lo que debemos eliminar las deformaciones introducidas por la etimología popular para bucear en la verdadera raíz del topónimo. Así, por ejemplo, debajo de la forma Gallocanta, a que ha conducido la etimología popular, se descubre una forma tautológica, de origen celta, compuesta de k a l (l) i u `piedra' (cfr. fr. caillou) y k a n t o (lat. canthus) `orilla pedregosa'; o los Moros de la toponimia son derivados de la raíz preindoeuropea m o r `montón de piedras', etc. Pero de tal argumentación, Porlan, ridiculizando sólo las ramplonas etimologías populares (sin entrar en la verdadera raíz de los topónimos), deduce que debe desecharse cualquier valor significativo de los topónimos, pues hay que considerar a estos «exclusivamente como formas lingüísticas» y «renunciar al prurito significativista». Pero una cosa es rechazar las etimologías populares, como yo vengo haciendo desde hace mucho, y otra cosa es negar un valor significativo originario a los topónimos. En todo caso, en la afirmación extrema de Porlan, existe una contradicción con relación a sus propios argumentos: ¿si los topónimos son sólo formas lingüísticas arbitrarias, que no tienen ningún valor significativo, cómo se repiten tanto, según él, en lugares tan diferenciados, y no sólo de forma aislada, sino también agrupados en series binarias, ternarias, etc.?¿Qué razón existe para tanta analogía de formas caprichosas, que carecen de contenido? Son estos interrogantes a los que no se les da respuesta adecuada, porque, si arbitraria es la recopilación de datos, escogidos al azar «en los atlas europeos en una tarde de lluvia» (como declara el autor, pág. 695), sin más criterio que la semejanza externa y casual de sus formas, el libro carece de verdaderas conclusiones, como no podría ser de otra forma, por otra parte, dado el carácter arbitrario de sus datos. El autor, pues, se limita a generalizaciones vagas e imprecisas, según las cuales los nombres de lugar son antiquísimos, «son anteriores a los de los pueblos que los ocupaban» (pág. 295), y son vanos «los intentos para categorizar las diferencias étnicas» (pág. 62), pues las concordancias prueban su «índole paneuropea» (pág. 282), siendo «consecuencia de un sistema de ordenación territorial generalizado y vigente desde la remota antigüedad» (pág. 511), como resultado de «un patrón toponomástico arcaico asociado a la geografía europea» (pág. 697). Son estas vagas afirmaciones, todo lo que puede deducirse de la, por otra parte, desordenada argumentación. Todo un enorme esfuerzo, en cerca de 700 páginas, por agrupar arbitrariamente topónimos europeos según su semejanza casual, para no poder ofrecer ninguna razón de todo ello.

Lo triste es que una obra tan inútil haya sido acogida por una editorial de prestigio.

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Ficha técnica

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