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La ideología teórica

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Creo que fue T. S. Eliot quien escribió que para teorizar se requiere una inmensa ingenuidad, así como hace falta una inmensa honestidad para no teorizar. Naturalmente, esta doble afirmación constituye en sí un enunciado teórico, lo que induce a dudar de si el individuo que expone dicha convicción ––provista de un enfático tono moral– no será un cínico o un ingenuo, si no ambas cosas a un tiempo. He traído a colación este aserto de Eliot por dos razones que, aunque parezcan a simple vista muy dispares, se me antojan en este momento fuertemente complicadas: de una parte, para ofrecer un diagnóstico de la situación actual de la teoría literaria se precisa algo de ingenuidad y un tanto de temeridad (a estos efectos, la honestidad huelga o va de soi), habida cuenta de la profusión de perspectivas, la enmarañada o confusa multitud de tendencias y el refinamiento de las polémicas que suelen suscitar, esotérica o públicamente, las formulaciones teórico-literarias. De otra parte, la observación eliotiana es un buen ejemplo de la ambigüedad vertebral y del acervo de ironía, deliberada o imprevista, que caracteriza las proposiciones del discurso teórico moderno, cuya autoridad crítica depende por fuerza de que sus afirmaciones lleven consigo, a modo de sombra amenazadora, la posibilidad tácita o la autoconciencia melancólica de su propia desautorización, y con ella la de los diagnósticos que en su caso puedan recaer sobre la mencionada autoridad. En este sentido, los constantes debates que ha venido provocando la teoría literaria no se deben tanto a la peligrosa radicalidad ideológica que desde ciertos sectores intelectuales y académicos más o menos conservadores se imputa a sus propuestas e innovaciones, cuanto al hecho –por lo general incómodo– de que el estado de la teoría consiste, en lo que tiene de discurso crítico, justamente en cuestionar el status presuntamente sólido de los modelos afianzados e institucionalizados de concepción del lenguaje y la literatura, incluidos aquellos por los que la teoría en cada caso pueda mostrar mayor inclinación. Se comprende así que el «estado crítico» de los discursos teóricos tienda a causar inquietud o recelo, o eso que Paul de Man llamaba resistencia a la teoría, entre los profesionales de la literatura cuya actividad («docente e investigadora» por prescripción legal) está concienzudamente dedicada a perpetuar sus prejuicios o su posición académica, en nombre de verdades científicas inmutables o de perezas estatutariamente consentidas. Por lo demás, entre nosotros los diagnósticos críticos sobre «asuntos intelectuales» se distinguen de los clínicos en que no parece importar gran cosa el hecho de que lleguen casi siempre a destiempo, pues se entiende que la agilidad comporta un exceso de precipitación, y la demora un tributo sensato a lo que forma ya parte de una tradición común. Sin embargo, las actitudes reticentes o morosas respecto de los nuevos enfoques teóricos son, muy a su pesar, lo bastante «políticas» –y continúan en el fondo tan arraigadas en nuestro propio ámbito– como para que tenga algún interés llamar la atención sobre los debates internacionales a que están dando lugar los recientes desarrollos «ideológicos» de la teoría literaria. En lo que sigue me propongo, pues, considerar algunos de los problemas, a mi juicio decisivos para comprender las próximas orientaciones del pensamiento crítico, que plantea bien sea la politización extravertida de la teoría literaria, o bien su ensimismamiento en lo que podría llamarse la ideología teórica.

Quizás no esté de más recordar que la teoría literaria contemporánea se asignó, desde los programas fundacionales de los formalistas rusos, el cometido de responder apropiadamente a la pregunta por el modo de ser o la esencia peculiar de lo literario. «¿Qué es la literatura?» supone, antes que un ambicioso título sartreano o un reclamo editorial del tipo Que sais-je?, un interrogante de ascendencia platónico-aristotélica, esto es, una obstinada cuestión metafísica. El término con que el formalismo ruso, en la figura casi ubicua durante más de medio siglo del gran lingüista R. Jakobson, trató de responder a esa cuestión fue el de literariedad, acuñado, en efecto, según la inveterada costumbre sustantivista de la tradición escolástica (quidditas, haecceitas, etc.). El concepto de literariedad, que designa la síntesis específica de caracteres y procedimientos formales definitorios del texto literario, no sólo recuerda las abstracciones terminológicas habituales en los medios filosóficos, sino que se presenta como una noción cuyos contenidos son inseparables de la teoría lingüística de Saussure y seguidores, es decir, de la fundamentación y extensión del paradigma estructuralista en las ciencias sociales del siglo XX. Y los métodos estructuralistas representan precisamente el último sistema con pretensiones totalizadoras de comprensión metafísica del mundo a través del lenguaje (forma, contenido, unidad, diferencia, identidad, sujeto…).

A diferencia de los estudios literarios historicistas y positivistas, la teoría literaria contemporánea, firmemente fundamentada en los formalismos estructurales y en cierto ascetismo fenomenológico, se desarrolló hasta los años sesenta como un complejo y poderoso sistema de métodos de análisis e interpretación lingüística o inmanente del discurso literario, eludiendo premeditadamente, por sus equívocos debilitadores para el rigor del método explicativo, los accesos que conciben la literatura como una suerte de documento histórico, social, psicológico, etc. En tanto que modelo general de comprensión formal y sistemática de lo literario, la teoría ha sido una disciplina eminentemente sincrónica, paradigmática (léase «logocéntrica», esencial e idealizante) y analítico-explicativa antes que interpretativa y valorativa. Este carácter ahistórico ha sido el reproche que con mayor insistencia se ha hecho a la teoría literaria, desde las acusaciones de Trotski y otros ávidos ortodoxos a los formalistas de la Rusia revolucionada, pasando por las objeciones grosso modo pertinentes de un Bajtin o las reprobaciones cíclicas de los historiadores y sociólogos de la literatura, hasta la disidencia a su manera connivente del neomarxismo de un Fredric Jameson que ve en el formalismo una Prison-House of Language.

En realidad, lo que se ha solido deplorar en las supuestas perspectivas ahistóricas de la teoría literaria no es ya una grave carencia metodológica o una limitación interpretativa lastrante, sino más bien su sospechosa indecisión o su insidiosa neutralidad ideológica aparente, o sea: que la teoría, en lugar de decirnos ––por medio de la literatura– cómo son o deben ser las cosas y el mundo, cómo hemos de pensar, creer o valorar la realidad que la obra literaria evidentemente no haría sino imitar, tan sólo nos indique cómo podemos esforzarnos en prestar atención a los textos literarios como tales textos, y no como cualquier otra entidad, por peregrina que sea a estos respectos. Los movimientos postestructuralistas vinieron a minar y conmover ya sea la hegemonía –a decir verdad tan breve como aún influyente una vez socavada– de las explicaciones sistemáticas que aplicaban los métodos estructurales, o ya la asepsia histórica e ideológica que se les achacaba una y otra vez. Las teorías estructuralistas, que habían tenido una implantación sobre todo europea, consolidada y propalada por la grandeur mesocrática de la intelectualidad francesa de los sesenta, no sólo acogía entre sus filas tendencias tan escasamente afines como la antropología de Lévi-Strauss, el marxismo de Althusser o el psicoanálisis de Lacan, sino también los primeros pasos de los enfants terribles eternos al estilo de un Barthes, un Foucault, un Derrida o un Deleuze. En vista de consignas imaginativas y adoquines en mano, el estructuralismo comenzó públicamente a languidecer, aunque permaneciera apoltronado en lo que para ciertos gauchistes mentales no eran sino reductos academicistas. Es significativo que en 1966 parte de la nueva heterodoxia estructuralista, nimbada por la aureola todavía invisible de un joven Derrida, se traslade a Baltimore para reunirse, bajo el patrocinio de la John Hopkins University, con sus colegas norteamericanos en un encuentro cuyo título no deja de ser sintomático: The Languages of Criticism and the Sciences of Man-The Structuralist ControversyVéase la versión española de las principales contribuciones al congreso de Baltimore en R. MacKesey y E. Donato, Los lenguajes críticos y las ciencias del hombre, Barcelona, Barral Editores, 1972. En torno a la teoría literaria postestructuralista resulta accesible J. Culler, Sobre la Deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1984. Más centrada en la decadencia del New Criticism angloamericano y en el canon heterodoxo de los «críticos de Yale» (H. Bloom, P. de Man, G. Hartman) es la obra de F. Lentricchia, Después de la «Nueva Crítica», Madrid, Visor, 1990.. Puede decirse que este congreso supuso para la teoría crítica el acto de nacimiento del postestructuralismo. De un modo u otro, se revisó, matizó, corrigió o desacreditó «oficialmente» el dominio omnímodo de la categoría de estructura en presencia de los teóricos norteamericanos, poco menos que entusiasmados al comprobar que de nuevo lo que les llegaba del viejo continente resultaba, previsiblemente, old-fashioned.

Conviene tener en cuenta que los más importantes programas postestructuralistas –según parece dotados de una vigencia perenne en virtud de su prefijo– han ido incluyendo bajo una misma denominación corrientes de pensamiento crítico muy heterogéneas. A riesgo de simplificar, el postestructuralismo stricto sensu constituye una prosecución (autocrítica, desmitificadora, deconstructiva…) de los formalismos estructurales, «revisitados» por las aportaciones corrosivas de las teorías contextualistas de la ciencia (del tipo Kuhn, Feyerabend o Rorty), la ontología hermenéutica de Gadamer, la filosofía postanalítica del lenguaje (el segundo Wittgenstein, Habermas, Apel), la Speech Acts Theory de Austin y Searle o la expansión de la semiótica y de las teorías pragmáticas del discursoUna exposición general de la evolución de la teoría literaria, con especial atención al postestructuralismo, se encuentra en el octavo volumen de la gran serie: The Cambridge History of Literary Criticism. From Formalism to Poststructuralism [R. Selden (ed.)], Cambridge University Press, 1995.. Pero a pesar de esta diversidad teórica y metodológica, hay algo en común entre los diferentes planteamientos postestructuralistas: la acentuación de los aspectos históricos, sociales e ideológicos del lenguaje en general, del texto literario en particular y sobre todo del propio discurso teórico-crítico. En breve, la teoría literaria postestructuralista implica el desenvolvimiento bifurcado de lo que llamaré la ideología teórica, cuya asunción manifiesta ha comprometido a la teorización, por un lado, en la tarea de una relegitimación política de las «instituciones literarias» (creación, interpretación y enseñanza de la literatura) y, por otro lado, en la autolegitimación de su propia –y se diría que inerradicable– función metacrítica.

Desde el momento en que palabras como «ideología» o «política» se incorporan a la discusión sobre el estatuto de la teoría literaria, todos los afectados se ponen en guardia ante la suposición de que el discurso teórico pueda revelar su conexión con una praxis –ética, institucional, social– que en apariencia contamina o menoscaba la pureza o la candidez del trabajo cognoscitivo y reflexivo. Uno está dispuesto a admitir sin mayor renuencia que el carácter práctico de una teoría como la literaria estriba en la aplicación de sus postulados a la explicación e interpretación de objetos textuales como «la novela moderna», «la estructura de la lírica» o «la ficción postmodernista»; pero resulta más difícil aceptar con la misma serenidad o indiferencia que las consecuencias aplicativas de una teoría como la literaria sean, además de epistemológicas y metodológicas, decididamente axiológicas o, por decirlo claramente, políticas. En su escoramiento expresamente sociopolítico, las teorías postestructuralistas propugnan tres principios intransgredibles (lo que de por sí deviene autocontradictorio): pluralismo, relativismo y consensualismo. Es pluralista que haya tantas interpretaciones válidas de una obra literaria cuantas propongan, atinada o disparatadamente, sus múltiples lectores; es relativista que todas las teorías, todas las interpretaciones y todas las valoraciones sean igualmente válidas y estimables en sentido epistemológico y axiológico; es consensualista que cada modo de concebir, comprender y apreciar la literatura adquiera validez social e histórica en la medida en que sea sancionado por el acuerdo de lo que un autor como Stanley Fish denomina interpretive communitiesVid. St. Fish, Is There a Text in This Class? TheAuthority of Interpretive Communities, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1980. Es significativo que Fish haya sido uno de los principales promotores de la incursión de la teoría literaria en las discusiones jurídico-políticas de los llamados Critical Legal Studies que en los últimos tiempos han ganado protagonismo en los debates norteamericanos., algo similar a corporaciones anónimas (S.A.) de lectores unidos por su derecho a equivocarse en la elección del libro o de la interpretación. En sus versiones más autocomplacidas y políticamente correctas, las llamadas «teorías de la lectura» (reader-oriented theories de base pragmática o de sesgo hermenéutico, como la Rezeptionsästhetik de la Escuela de Constanza), que conceden la máxima importancia a los procesos multívocos y cambiantes de la recepción literaria, han promovido este pluralismo relativista de corte histórico-social que, para ser moderado, calificaré de poco plausiblePara una crítica sistemática al relativismo de las teorías de la respuesta lectora véase A. García Berrio, Teoría de la Literatura, Madrid, Cátedra, 1994..

La función políticamente legitimadora de este relativismo interpretativo de la teoría, insinuado en pleno apogeo estructuralista por la muy invocada Opera aperta (1962) de U. Eco, hace ya tiempo que no es ningún secreto. En un artículo sobre «Interpretation and the Pluralist Vision», publicado a principios de los ochenta en la Texas Law Review, St. Fish advertía –en defensa de su enfoque teórico – que pluralismo y liberalismo son una y la misma cosa, que uno y otro se identifican porque, oponiéndose a lo sectario, a lo autoritario y a lo normativo, conceden valor al «libre mercado de las ideas» (the free marketplace of ideas), a la «suspensión del juicio» (the suspension of judgement) y a las consideraciones «imaginativas y simpatéticas» sobre los otros puntos de vista. Pero este pluralismo que, en aras de la libertad de mercado intelectual, preconizan las teorías de la respuesta lectora oculta un vicio monista menos confesable: pues una cosa es optar por una interpretación formalista, historicista, marxista, psicologista, etc., de la literatura, y aun por una complementación mejor o peor articulada de varios métodos, y otra bien distinta encastillarse en una lectura autista o tribal que sólo reconoce a las demás en la medida en que su derecho a ser afirmada la distinga de ellas o sin más las excluya amablemente. El pluralismo teórico encubre así un monismo atomizado que se empeña, abierta o solapadamente, en legitimar el estado sociopolítico y económico de facto («libérrimamente pluralista, relativista, corporativista, consensualista y consumista») que también afecta de lleno a las instituciones culturales del capitalismo avanzado. Es esta estrategia ideológicamente legitimadora la que fue denunciada hace unos años por F. Jameson en The Political UnconsciousVid. F. Jameson, The Political Unconscious.Narrative as a Socially Symbolic Act, Ithaca, Cornell University Press, 1981 (trad. esp. en Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor, 1989); los textos programáticos de Jameson sobre las «políticas de la teoría» están recopilados en su The Ideology of Theory. Essays 19711986, London, Routledge, 1988, vol. 1., cuando sostiene que el programa al que se adhieren con pasión las ideologías actuales del pluralismo es profundamente negativo, puesto que trata de impedir las articulaciones sistemáticas de los distintos resultados interpretativos que no pueden llevar sino a embarazosas preguntas sobre la relación entre ellos y sobre el sentido históricopolítico y el fundamento último de la producción literaria.

La exaltación del pluralismo y el relativismo interpretativo es la consecuencia de una politización de los estudios literarios que responde con gestos legitimadores a su necesidad de inserción y «utilidad pública» en un contexto social y cultural que, si bien demarcado en principio por los establishments angloamericanos, tiende a expandirse más allá de sus límites. El criticismo insaciable y omnicomprensivo de las corrientes teóricas postestructuralistas debía rendir cuentas de su capacidad de adaptación a los cambios sociales y culturales, así como no podía sino renunciar de una vez por todas a su denostada ambigüedad política. Y he aquí que, desde los años setenta, movimientos como el New HistoricismSe tiene por uno de los primeros manifiestos del «neohistoricismo» el artículo de St. Greenblatt, «Towards a Poetics of Culture», Southern Review (Australia), 20, 1987, págs. 3-15. Sobre las diversas conexiones teóricas de esta corriente puede consultarse la compilación de H. Aram Veeser (ed.), The New Historicism, New York, Routledge, 1989., el Cultural Materialism y los Cultural Studies llegan para superar las ambigüedades políticas de la teoría a fin de conquistar nuevos «espacios críticos»: historia política de la literatura, literatura de minorías, crítica feminista, cine y cultura pop, discriminaciones socioculturales positivas y negativas, colonialismo, etc. En términos generales, la riqueza de perspectivas y la plétora de intereses de los «estudios culturales» están fuera de duda, pero conviene no confundir la superioridad ético-política de los derechos civiles con su presunta e incondicional eficiencia epistemológica, al menos en beneficio de una división intelectual del trabajo que sea plena y pluralmente satisfactoria. Sucede entonces que la celebrada y pantagruélica interdisciplinariedad de los Cultural Studies responde legítima o legitimadoramente a los intereses ebullentes (multirraciales, multinacionales, babélicos…) que van imponiendo los sistemas institucionales –masivos, corporativos y mediáticomercantiles– de las sociedades occidentales desarrolladas a imagen y semejanza de los prototipos estadounidenses. Sin embargo, el hecho de que exhiban a placer una filiación ideológica o política («liberal», «progresiva», «postmarxista», etc.) no convierte a los estudios culturales en una teoría crítica libre de ambigüedades y suficientemente sistemática, ni siquiera en una Ideologiekritik a la Frankfurt llena de promesas emancipatorias e ilustradas; sino que tal exhibición hace de esos estudios la penúltima authorized version de una variopinta politización del discurso teórico propiciada por reformulaciones, con frecuencia prêt-à-porter, de pensadores como Nietzsche, Freud, Lukács, Adorno, Benjamin o FoucaultEn torno a los «usos políticos» de los clásicos del pensamiento filosófico (Platón, Kant, Hegel, Heidegger…) en las teorías postestructuralistas es inteligente el libro de St. Rosen, Hermeneutics as Politics, New York, Oxford University Press, 1987..

A este propósito, son esclarecedoras algunas consideraciones hechas por J. Hillis Miller, con ocasión del congreso de 1986 de la Modern Language Association, en un discurso inaugural que lleva uno de esos títulos entre polémicos y partisanos frecuentes en las discusiones teóricas de estos años: «The Triumph of Theory, the Resistance to Reading and the Question of the Material Base» («El triunfo de la teoría, la resistencia a la lectura y la cuestión de la base material»). Hillis Miller señala cómo las posiciones de derecha y de izquierda son proclives a coincidir en las objeciones que oponen a los «extravíos logomáquicos» de la teoría que acostumbra a abismarse en la reflexión del lenguaje sobre sí mismo: unos claman que es inmoral descuidar las funciones históricas y sociales de la literatura; y otros condenan que se pasen por alto los valores humanísticos tradicionales a favor de perniciosos escepticismos o de nihilismos que se reducen a jugar irresponsablemente con el lenguaje. Hillis Miller destaca que a menudo los dos bandos atacan a la teoría –en lo que sería su irritante «pureza ideológica»– recurriendo al término estéril, a través de cuyas resonancias sexuales se sobrentiende que la teoría peca de narcisismo u onanismo (nunca de virginidad o inocencia), si es que no adolece de impotencia crónica. Con todo, estas curiosas censuras nos conducen al siguiente corolario: la politización creciente de la teoría literaria constituye, por encima de motivaciones socioculturales concretas, una reacción que evade o intenta reprimir los problemas especiales que ofrece la «ideología teórica». Los problemas a que me refiero tienen que ver con una diferente comprensión de la índole política atribuible a los discursos teóricos. Así, en un libro sobre la teoría literaria y los límites de la filosofía, Christopher Norris escribe que: «Hemos llegado a un punto en que la teoría, efectivamente, se ha vuelto contra sí misma, generando una forma de escepticismo epistemológico extremo que reduce todo –la filosofía, la crítica y la «teoría», todas por igual– a un nivel nulo de efecto suasorio o retórico en que los valores de consenso son el último (y desde luego el único) tribunal de apelación»Vid. la reciente traducción de C. Norris, ¿Quéle ocurre a la postmodernidad? La teoría crítica y los límites de la filosofía, Madrid, Tecnos, 1998, pág. 17. En un libro anterior, titulado Uncritical Theory (trad. esp.: Teoría Acrítica. Posmodernismo, intelectuales y la Guerra del Golfo, Madrid, Cátedra/Univ. de Valencia, 1997), Norris arremete certeramente contra el irrealismo de ciertas postmoderneces expuestas durante la Guerra del Golfo por francotiradores como Baudrillard.. No estoy seguro de que estas palabras de Norris quieran culpar a una disciplina veneranda como la retórica de los males que aquejan al discurso teórico, pero sí de que la dimensión ideológica y política de cualquier teoría crítica depende de su comportamiento inevitablemente retórico.

Puede decirse que la ideología teórica está ligada de raíz a la «autoconciencia retórica» de los discursos críticos, no ya porque la retórica sea una antigua técnica persuasiva que surgió de una concepción prevalentemente política o forense del lenguaje y la comunicación, sino más bien por la mera razón de que una interpretación retórica nos enfrenta tarde o temprano a los poderes y efectos prácticos, coercitivos o mistificadores, del lenguaje y de la propia teoría en cuanto «hecha de palabras». La lectura retórica de los textos acaba por desvelar que la naturaleza retórica del lenguaje es siempre prescriptiva y normativa en la medida en que pretende conferir autoridad (cognoscitiva, estética, moral o política) al discurso. Por ello el momento esencialmente práctico de la teoría literaria tiene lugar cuando nos percatamos de que todo lo que ésta puede decir y hacer se refiere antes que nada al funcionamiento del lenguaje, y no a una experiencia extralingüística inmediata, a la realidad tout court, a las cosas desnudas o a la naturaleza. En esta praxis tan retórica como reflexiva y crítica, abocada a reconocer sus límites como metalenguaje, radica la ambigüedad subversiva e inquietante (puede que involucionaria, puede que no) de la teoría, cuya comprensión es ideológica en la misma medida en que es crítica: ideológica y crítica en el sentido de que se empeña en discriminar los procedimientos de configuración de lo real y las pretensiones de acción y dominio en el lenguaje sin confundirlos con los estados de cosas de un mundo o un trasmundo anterior, posterior y exterior. Desde este punto de vista, hay que recordar la lucidez de Paul de Man cuando afirma, en The Resistance to TheoryP. de Man, The Resistance to Theory, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1986 (trad. esp.: La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990)., que lo que llamamos ideología es precisamente la confusión de la realidad lingüística con la natural, de lo referencial con lo fenomenal. La crítica lingüística de la teoría se vuelve una poderosa arma para desenmascarar las «aberraciones ideológicas»; y por eso mismo, arguye De Man, quienes reprochan a la teoría literaria obviar la realidad social e histórica no enuncian más que su temor a que sus mistificaciones ideológicas sean delatadas por el instrumento que están intentando desacreditar. Según el admirable colofón demaniano: «Son, en resumen, muy malos lectores de la Ideología alemana de Marx», ya que (me atrevo a añadir) son incapaces de reconocer que la crítica de la falsa conciencia no supone en sí misma la superación de ésta, sino solamente su reexposición negativa o dialécticaLa última etapa de la obra de De Man está dedicada casi por entero a una revisión ideológica del lenguaje filosófico y estético moderno (Kant, Schiller, Hegel): vid. P. de Man, Aesthetic Ideology, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1996, ed. por Andrzej Karminski (trad. esp.: La ideología estética, Madrid, Cátedra, 1998). En cierto modo, la propuesta demaniana de un análisis crítico-lingüístico del concepto de ideología está implícita en la revisión del pensamiento marxista que ofrece J. Derrida en Espectros de Marx (Madrid, Trotta, 1995), donde La ideología alemana es interpretada en términos de un «eterno retorno» de la problemática sobre nominalismo, realismo, retórica, sentido literal, figurado, etc..

Después de estos diagnósticos, ¿cabe pronosticar cuáles serán las próximas orientaciones críticas de la teoría literaria? Lorenz von Stein sostenía que es posible predecir el porvenir, siempre que no se quiera profetizar lo particular. Este postulado, lejos de ser trivial o inverosímil, revela un modo de proceder que con frecuencia comparten el clarividente, el político y el historiador. Previsiblemente, la teoría literaria tomará, sin perjuicio de su pluralismo creciente, un camino de «regreso» y otro de «progreso» cuyas propuestas ya no podrán pretenderse ideológicamente indiferentes. El camino de «regreso» se dirige a una legitimación sociopolítica de la teoría crítica que ha de pasar por una relegitimación cultural y canónica de la institución literaria a través de un retorno a la interpretación histórica y «humanística». Esta tarea no está exenta de dificultades e inconsecuencias, puesto que la revisión de los valores históricos, sociales y políticos de la literatura se enfrenta a una crisis crónica de las explicaciones históricas y a la «mala salud de hierro» de la producción literaria en el contexto descanonizado de una modernidad tecnocrática, multimedial y –contra lo que pueda parecer– tendencialmente «iletrada». El camino de «progreso» continúa la exploración de los procedimientos formales de configuración e interpretación del texto literario, sin desatender el análisis de las pretensiones ideológicas que lleva consigo la propia labor teórica. Pero de esta segunda vía autocrítica, que representa la pureza insidiosa de la «ideología teórica», se sigue una desfundamentación parcial de la validez ética, social y política que se asigna a la literatura y a su interpretación históricocultural. Es cierto que la ideología teórica corre sus riesgos. Acaso puede entregarse a una negatividad total que deslegitime ideológicamente cualquier forma de discurso (literario, filosófico, político…) obteniendo con ello una fantasmagórica legitimidad formal. Esta legitimidad consistiría en desmitificar la autoridad o las pretensiones de validez de los textos a fin de que el discurso teórico se reafirme circularmente en la sola raison d'être de su interpretación omnicrítica de cualquier manifestación del lenguaje. Sin embargo, la teoría literaria sólo puede «progresar» en tanto continúe profundizando en la conciencia reflexiva del poder creativo y los límites formales del lenguaje, aun cuando de ello se siga el reconocimiento de las aporías y de la precariedad que arrastra consigo el proyecto teórico mismo y su atención rigurosa al sentido epistemológico e ideológico que pueda tener aún el estudio de la literatura.

BIBLIOGRAFÍA

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