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La tentación del fracaso. Diario personal 1950-1978 Julio Ramón Ribeyro

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No acabo de estar seguro de que La tentación del fracaso sea el título más apropiado para este libro. Las tentaciones que a lo largo de la vida acosaron a Julio Ramón Ribeyro fueron varias, y la principal la literatura. A ella se entregó sin dudas, sin titubear. La obsesión de escribir, de escribir bien («Escribir bien es un acto profundamente moral donde estética y ética se confunden», dice en un momento del libro) se unió al gusto por la lectura, el amor de las mujeres, las charlas con los amigos, el vino, el tabaco, los paseos solitarios, una bohemia de manirroto irrecuperable. Todo ello ocupó su vida y el fracaso anduvo siempre al acecho, e incluso se infiltró en muchos momentos de su existencia, pero no como ese abismo deseable de ciertos malditos, sino como el inevitable punto de llegada de un escritor que llevó a cabo su trabajo más que decentemente sin encontrar el eco lector y mediático que se merecía por su calidad. Pues Ribeyro no tuvo la celebridad de otros escritores de su generación (el boom), varios menos interesantes que él, acaso por elaborar casi toda su obra a través de cuentos («Veo y siento la realidad en forma de cuentos», dice en otro momento de este diario), género mucho menos valorado que la novela por la mayoría de críticos y lectores, pero nunca dejó de escribir y de considerar la escritura como su manera indiscutible de estar en el mundo. Creo que el título trabuca un pensamiento del propio libro: «la sensación de fracaso en que permanentemente me encuentro reside en haber querido establecer un compromiso entre los "placeres de la inteligencia" y los placeres de la vida»…, y tiene algo de regusto romántico. Julio Ramón Ribeyro, y saberlo acaso a él le hubiera sorprendido, es un escritor de estirpe romántica. En estos voluminosos diarios se confiesa «pariente pobre y tardío» de Constant y Stendhal, y opina que no tiene derecho a vivir en «este siglo». No es raro sentir a lo largo de estas intensísimas páginas una nunca confesada nostalgia de la pasión de apurar cada momento sin premeditaciones, mezquindades ni cálculos: «Vivir es resolver, es actuar, es apoderarse constantemente de una fracción de la realidad», dice en una ocasión. «Soy incapaz de tomar una decisión porque me es imposible establecer una jerarquía entre mis deseos», dice en otra. Pero todo esto no es sino apuntar algunas facetas del valor plural y la abundancia de sugerencias del libro. Lector fervoroso y experto de diarios y memorias íntimas, Ribeyro cita muchos de tales textos en los mismos momentos de sus lecturas –Anaïs Nin, Charles du Bos, Stendhal, Jünger…–, en una ocasión enumera sus preferidos (Amiel, Jünger, Kafka, Saint-Simon, Chateaubriand, Casanova) y confiesa que, tras la lectura juvenil del diario de Amiel, él mismo se propuso acometer la empresa de su propio diario íntimo como una labor para toda la vida, lo que lleva a cabo con tenacidad y hasta trazando una teoría de los diarios íntimos a lo largo de sus páginas: «Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa […] es también un prodigio de hipocresía […] [pues] por lo general se analiza el sentimiento pero se silencia la causa […] nace de un profundo sentimiento de soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad […] es un síntoma de debilidad de carácter […] se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte», apunta el 29 de enero de 1954, en París, cuando tiene 26 años y confiesa «haber escrito cuentos y haber conocido mujeres y ciudades». Tales declaraciones a propósito de la naturaleza del género son una especie de bandera sobre la sustancia de su labor, y a menudo ahondará en ello. «Creo haber encontrado la razón intrínseca de los diarios íntimos: tenerse a sí mismo por interlocutor» (30 de septiembre de 1954). «Creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo expresivo, que interese no solamente como testimonio sino también como literatura» (8 de enero de 1960). «Lo que más me ha sorprendido de estos diarios –su relectura– es la cantidad de cosas que uno olvida […] la fugacidad de los sentimientos […] y la permanencia de los rasgos caracterológicos, de mis rasgos, desorden, improvisación, despilfarro, incapacidad de integración» (22 de julio de 1969). «Lo que me horroriza es que mi diario, si alguna vez se llega a publicar […] pueda convertirse en un libro "formativo" en el sentido de encontrar en él algo de ejemplar o recomendable […] Yo temería que alguien se pareciese a mí […] carezco de voluntad […] de ambición […] de coraje […] de lealtad […] de previsión […] En suma, soy el mal ejemplo, lo que debe descartarse» (9 de diciembre de 1975) «Leyendo el diario de Léautaud me doy cuenta del carácter estéril, irritante, de este tipo de obras, refugio de escritores fascinados por su propia persona y que no pudieron nunca emanciparse de la autocontemplación para acceder a la esfera verdaderamente creativa y superior de la impersonalidad» (22 de marzo de 1977). Basten estas muestras para apuntar por dónde van los rumbos básicos de los diarios de Ribeyro. Expresión de soledad, sentimiento de lo efímero, autocrítica y distanciamiento del yo. La tentación del fracaso abarca, a través de 33 fragmentos cronológicos, los diarios entre 1955 y 1978. En ellos el autor confiesa haber destruido los de los años 1947, 1948 y 1949, «que estaban dedicados en su mayor parte a comentar los libros que leía». Es decir, que desde los dieciocho años Ribeyro se había propuesto poner metódicamente por escrito sus reflexiones y comentarios de lectura, y registrar los aspectos más destacables de su experiencia vital desde una mirada de escritor. El propio Ribeyro señala «cierta estructura cronológica» en ellos: estaría primero la década de los cincuenta –con sus viajes a Europa y el retorno a Lima–, luego la de los sesenta –cuando consigue trabajo fijo en París, en la Agencia France-Presse– y, por último, la que él llama «década de la burocracia», a partir de 1970, cuando trabaja en la embajada de su país en París y en la Unesco. Ciertamente, tal estructura se corresponde con cierta organicidad de diferentes partes de los diarios. La década de los cincuenta –viajes a París, Madrid, Alemania, Amberes, Lima– estaría marcada por una gran narratividad, incluso difusamente organizada en ciclos, con mucha actividad exterior e interior del personaje narrador, el propio Ribeyro malviviendo de becas y sablazos, esperando giros que no llegan, dedicado a trabajos esporádicos de ínfima categoría, enamorándose, leyendo, entregado a la difícil escritura de cuentos y de novelas que nunca termina, al fervor de los amigos, a una vida desordenada y noctámbula. Soledad, depresiones y exaltaciones, un sentimiento recurrente de abandono, de incomunicación, de incapacidad para la vida social, se recogen a menudo en esas páginas. En este período aparecen, magistralmente relatadas por medio de un juego de sugerencias y confesiones veladas, dos historias de amor, la primera con C. y la segunda con Mimí –«la maravillosa niña de la bicicleta»– y sin duda el «Diario antuerpense» (1957), cuyo núcleo es la relación con Mimí y su familia, constituye en sí mismo un extraordinario relato lleno de atmósfera, sentido del tiempo y matices preciosos en la composición de conductas. Pero al hilo de esos motivos amorosos que centran ciertas partes hay muchas más cosas, amores secundarios, consideraciones sobre escritura y estilo, lúcidos autoanálisis, impresiones ambientales bien conseguidas, una descripción concisa y nada mitificadora de la vida de un joven que, con buena formación, vive a salto de mata, atraviesa momentos en que no tiene ni los céntimos necesarios para comprar un lapicero y se debate entre cierta angustia existencial y un sueño de gloria literaria nunca expresado directamente. Lo que Ribeyro llama «década de la FrancePresse», a partir de 1960, le trae más estabilidad económica, aunque el personaje nunca deja de sufrir las escaseces y hasta miserias propias de esa pasión dilapidadora que puede hacerle gastarse en una juerga el dinero necesario para vivir un mes: deudas, cortes de luz, gas y teléfono… Sin embargo, la estabilidad parece aminorar su acendrada voluntad dietarista. En esta etapa abundan imágenes de paseante y la reproducción de escenas callejeras de fuerte significado expresionista que a menudo resultan estupendos relatos. También se insiste cada vez más en el sentimiento de soledad, la sospecha de «utilizar la literatura como coartada para librarme del proceso de la vida» y la idea de que «nunca he podido deslindar lo que debo saber y lo que debo ignorar», los «domingos brumosos y pobres» y frecuentes disquisiciones sutiles sobre literatura y arte. Sin embargo, el concepto de diario ha cambiado, ya carece de los temas narrativos de largo recorrido, como el de C. o el de Mimí, que dieron a los primeros su fuerte sabor novelesco. Ahora, el diario tiende a la reflexión aislada, al relato autónomo, incluso al aforismo. Ya he señalado que, para su autor, lo que pudiera considerarse como tercera parte –«década de la burocracia»– comenzaría en los años setenta, pero yo creo que el tercer punto de inflexión del diario se produce a partir de 1968, tras su matrimonio con Alida y el nacimiento de su hijo, que sin duda cobran mucha importancia en su vida, aunque no modifiquen lo fundamental de su comportamiento. Nos encontramos desde entonces un texto que sigue en la línea de los diarios inmediatamente anteriores –reflexiones, aforismos («Cuando recobro la razón me vuelvo loco»), crónicas de soledad, relatos, súbitas añoranzas de lugares remotos, perdidos, siempre desmentidas por el gusto sincero de las calles de la gran ciudad, el refugio de sus bares, las tertulias nocturnas con los viejos amigos, colegas literarios, a los que nunca dejará de ser fiel. En estos años irrumpe en su siempre precaria salud el cáncer («el cangrejo») y las operaciones, pero en la acedía de eco existencialista se percibe un tono estoico, el asumir con ironía una condición de «asceta involuntario» y, con los episodios de sufrimiento físico, los también al parecer inevitables períodos de desesperación económica. Incluso llega a escribir su propio epitafio, de sabor modernista. Esta parte abunda también en comentarios de muchas lecturas –sus compañeros de generación García Márquez, Vargas Llosa, Roa Bastos, Carpentier, pero también Quevedo, Cervantes, Bukowski, Maupassant– y la irrupción de súbitos recuerdos. «Decididamente me estoy convirtiendo en el personaje de uno de mis cuentos», llega a decir, sin perder nunca el espíritu distanciado que preside todo el libro. Aunque todo diario íntimo esté escrito pensando en los ulteriores lectores –escribir lleva siempre en sí el afán de la permanencia–, en este de Julio Ramón Ribeyro hay que celebrar al menos dos cosas: la falta de autocomplacencia –en cualquier caso, el diario pecaría de un exceso de rigor por parte del autor hacia sí mismo– y la ausencia de animosidad, de malevolencia hacia los demás. Cercano a algunos escritores de éxito, las opiniones de Ribeyro nunca dejan traslucir envidia ni resentimiento. Este escritor que se considera a sí mismo oscuro y solitario es siempre ecuánime, como si hubiese asumido su vida, en la frontera del fracaso –más que en su tentación–, como un camino de serenidad. En la breve introducción a los diarios, el propio autor señala que «el diario íntimo es una ocupación peligrosa, que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto». No es este el caso, pues su publicación entre nosotros nos permite a los lectores españoles acercarnos más al extraordinario escritor que fue Julio Ramón Ribeyro y nos da claves para enriquecer la lectura de sus ficciones. Hay que hacer observar, por último, que aunque el libro se acompaña de sendos prólogos de Ramón Chao y Santiago Gamboa, útiles para ampliar la semblanza del personaje, se echa de menos alguna aclaración que nos permitiese conocer si Ribeyro continuó escribiendo diarios hasta su muerte, en 1994. La citada introducción del autor, firmada en 1992, deja demasiado tiempo vacío de palabras íntimas –entre 1978 y 1994 median dieciséis años–, muy enigmático viniendo de quien acometió con tanto afán y durante tantos años esta tarea.

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