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Política y economía en la revolución del siglo XX

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La mayor parte de la gente instruida a quien se le pregunte nos dirá que, si hubo una revolución en el si­glo XX, ésta fue la revolución rusa o la revolución comunista. Si estos respondedores instruidos son lectores fieles de Eric Hobsbawm, la mayoría en favor de esta respuesta será abrumadora. Por fortuna, sin embargo, hay una minoría creciente que se da cuenta de lo profundamente errónea que es esta respuesta. La gran revolución del si­glo XX tuvo lugar sin que el gran público se diera apenas cuenta: la verdadera revolución del si­glo XX fue la implantación de la socialdemocracia, sobre todo en Europa, pero en realidad en todo el mundo; si no se implantó con total generalidad, sí fue casi general su aceptación como modelo a seguir y adoptar. Y hay que recordar que la palabra socialdemocracia resulta especialmente apropiada en este contexto, porque el cambio profundo que esa revolución trajo consigo tuvo lugar en la esfera política con el establecimiento general de la democracia como forma de gobierno y en la esfera socioeconómica con la generalización del Estado de bienestar, es decir, con un incremento muy sustancial del gasto público con fines asistenciales.

La revolución socialdemócrata, por tanto, fue social y fue democrática. Y ambos aspectos vinieron estrechamente enlazados: la democracia trajo consigo el acceso al poder de los partidos socialistas, y éstos introdujeron las leyes y decretos que conformaron el Estado asistencial o de bienestar. Pero la causación, a mi modo de ver, no fue unidireccional: los partidos de izquierda llevaban años, décadas, desde fines del si­glo XIX, presionando en favor del sufragio universal porque esperaban que la democracia iba a producir los resultados deseados, como en efecto así fue; y a su vez esta presión izquierdista en favor del sufragio y la democracia fue efectiva porque los trabajadores urbanos, habitantes de las ciudades, los que constituían la gran mayoría de los votantes de izquierda, eran cada vez más numerosos; y lo eran como consecuencia del desa­rro­llo económico, que durante el si­glo XIX y comienzos del XX se basó en el crecimiento industrial y causó, por tanto, el aumento del empleo en las fábricas. Al ser más numerosos, estos ciudadanos de izquierda se organizaban en partidos, sindicatos y asociaciones cuyo poder y capacidad de presión crecía. Durante la Primera Guerra Mundial el poder de estas organizaciones se hizo sentir con particular agudeza, con lo que lograron imponer sus reivindicaciones en los países europeos más importantes, como Inglaterra, Alemania, Francia e Italia, y en muchos otros. En mi opinión, si no hubiera habido guerra, el resultado habría sido el mismo, aunque la socialdemocracia habría tardado más en imponerse; pero, a la larga, las consecuencias sociales y políticas del desarrollo económico se habrían hecho sentir en todo el mundo, según ya había ocurrido en varios países periféricos como Noruega, Dinamarca, Australia y Nueva Zelanda

¿ECONOMÍA O POLÍTICA?

En las ciencias sociales ocurre característicamente que es imposible separar sectores si quiere comprenderse de manera cabal los grandes fenómenos históricos. Aunque en las universidades la Economía se estudie en unas facultades y en otras la Ciencia Política, la Sociología, la Antropología, y aun en otras la Historia, en la realidad social todos estos campos están inextricablemente mezclados. En muchos casos concretos la separación en campos académicos es conveniente por razones de método; pero nunca debe perderse de vista que el homo economicus, el homo politicus y demás homínidos son abstracciones que deben manejarse con mucho cuidado para evitar peligrosas distorsiones.

El subtítulo del libro que es objeto de este comentario ya expresa gran parte de su mensaje, un mensaje muy interesante pero que, a mi entender, insiste demasiado en esa compartimentación. Sheri Berman, profesora de Ciencia Política en la sección femenina de la neoyorquina Universidad de Columbia (Barnard College), acierta plenamente, a mi entender, en caracterizar el triunfo de la socialdemocracia como el más importante fenómeno político-social del si­glo XX. El libro se abre con la siguiente pregunta (las traducciones son mías): «En la primera mitad del si­glo XX, Europa fue la región más turbulenta del planeta […]. En la segunda mitad estuvo entre las más plácidas, un ejemplo de armonía y prosperidad. ¿Qué cambió?». La respuesta, naturalmente, es la socialdemocracia, que hizo compatibles el capitalismo y la democracia. Este nuevo orden socialdemócrata «debe ser entendido como una solución a los problemas planteados por el capitalismo y la modernidad». Y añade nuestra autora: «Pocos estudiosos o comentaristas han otorgado a la socialdemocracia el respeto o el análisis en profundidad que merece». Esto es lo que se propone hacer ella.

Quienes hayan leído la reseña que de mi Los orígenes del si­glo XXI se hizo en estas páginasManuel Pérez Ledesma, «Europa y el mundo: tres siglos de historia», Revista de Libros, núm. 130 (octubre de 2007), pp. 15-20., o haya leído ese libro mío o el anterior, La revolución del si­glo XX, comprenderán que hasta aquí no puedo sino estar muy de acuerdo con Berman. Y no sólo en lo dicho hasta ahora, sino en lo que sostiene en buena parte de su libro, que es, naturalmente, acorde con el contenido de las primeras páginas, que acabo de resumir. Sin embargo disiento, cómo no (¿qué estudioso no disiente en algo de otro?), del mensaje contenido en el título: «La primacía de la política». Sheri Berman es socialdemócrata, o al menos se siente muy identificada con la socialdemocracia, y uno de sus hé­roes, quizás el personaje que más admira, es –nada hay de raro en ello, y yo comparto su admiración– Eduard Bernstein, el fundador de la socialdemocracia alemana (aunque, en mi modesta opinión, Ferdinand Lassalle, a quien ella no menciona, merecería el título de precursor)No se vea aquí un reproche, que sería injusto: Lassalle murió en 1864 y el libro de Berman se circunscribe, como indica su título, al si­glo XX. En cambio, Berman no es marxista: le parece Karl Marx profundamente equivocado y denuncia repetidamente los que ella considera sus dos principales errores, la lucha de clases y el materialismo histórico o determinismo económico. Con arreglo al principio de la lucha de clases, el proletariado está llamado a llevar a cabo la revolución e implantar el socialismo (o el comunismo, que eso nunca ha estado muy claro); el corolario táctico es que no debe pactarse con los representantes de otras clases sociales. El materialismo histórico significa que la evolución económica conduce inexorablemente a la polarización de la sociedad en dos grupos antagónicos, la burguesía opulenta y el proletariado miserable, y que de ese enfrentamiento surgirá la revolución. Por lo tanto, ésta será un fenómeno inevitable: sus enemigos no la podrán evitar, pero sus partidarios tampoco podrán hacer gran cosa por propiciarla. Para Marx, por tanto, el papel de los partidos socialistas era didáctico más que nada: luchar para poner de manifiesto las «contradicciones» y las injusticias del sistema capitalista, para despertar la conciencia de los trabajadores y estimularles a la lucha; pero esencialmente eran las fuerzas impersonales de la Historia las que traerían la revolución futura proletaria, al igual que en el si­glo XVIII habían traído consigo la revolución burguesa.

Frente al determinismo económico de Marx, Berman propugna el voluntarismo político que ella atribuye a la socialdemocracia. No hay tal inevitabilidad económica, nos dice; la revolución no va a caer como un fruto maduro en el regazo del proletariado, entre otras razones porque los obreros no llegan nunca a ser mayoría en las sociedades modernas. El desarrollo económico, como Bernstein puso ya de relieve, no produce esa polarización que Marx anunciaba, ni la depauperación de las clases bajas. Al contrario, las sociedades capitalistas, cada vez más complejas, producen una gran clase media cuyos estratos altos se identifican con la burguesía y cuyos estratos bajos se confunden con el proletariado, de modo que una gran parte de ese proletariado se aburguesa al tiempo que el proletariado puro se hace cada vez más raro y adelgaza como estrato social. Esta sola razón derriba, así, por su base los dos postulados de Marx: ni la revolución viene por sí sola, ni puede el proletariado ser su único protagonista. Para lograr sus reivindicaciones, el proletariado, los obreros industriales, deben diseñar una táctica y aliarse con otros grupos: campesinos de un lado (a los que Marx siempre despreció) y clases medias por otro. De ahí «la primacía de la política».

Por supuesto, el razonamiento de Berman es muy sensato y muy claro, y nos explica en gran parte lo que ocurrió en Europa en el si­glo XX, como ella pretende. Pero ella es politóloga y quien esto escribe es economista aficionado a la historia, y si las tesis de ella llevan el agua hacia su molino, un servidor tiende más bien a llevarlas al molino económico. Porque si bien es cierto que el determinismo de Marx era demasiado mecanicista y simplista, sí tenía él razón en la fuerza inexorable del desarrollo económico. Es cierto que ese desarrollo produjo otras consecuencias que las que él preveía: ni polarización ni pauperización, como hemos visto, sino más bien un relativo aburguesamiento del proletariado. Ahora bien, aunque de manera muy diferente a como Marx la imaginó, la revolución socialista sí se llevó a cabo en forma de revolución socialdemócrata. A mi juicio, pese a sus errores, la Historia ha vindicado a Marx, siquiera sea parcialmente: el capitalismo, tal como él lo conoció a mediados del XIX, era inviable a la larga. Lo que él no reconoció, aparte del crecimiento de la clase media, fue la flexibilidad del sistema: en las sociedades desarrolladas, en los momentos de confrontación, empresarios y trabajadores estuvieron dispuestos a transigir, por una razón muy simple: el crecimiento económico, el aumento de la productividad, era tan grande que daba para que todos mejoraran al tiempo que la población crecía en proporciones inauditas. En términos modernos, la economía no era un juego de suma cero, todos podían mejorar, y la transacción era mejor que la confrontación. Pese a su gran admiración por la burguesía que, «[e]n el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana […] ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas»Karl Marx y Friedrich Engels, El manifiesto comunista, Madrid, Ayuso, 1974, p. 77., Marx no comprendió, por su obcecación en la plusvalía y la ley de bronce de los salarios, que esas grandiosas y colosales energías productivas iban a dar de comer a todo el mundo e iban a permitir mejorar el nivel de vida de la mayoría de la población. Fue esa enorme abundancia la que permitió que las sociedades desarrolladas del si­glo XX pudieran doblar e incluso triplicar sus ingresos fiscales para financiar los carísimos programas de asistencia social y de seguro contra el desempleo que a mediados del si­glo XIX resultaban utópicos e inconcebibles. En otras palabras, para que hubiera pacto político era absolutamente necesario que antes hubiera habido un sólido proceso de desarrollo económico. ¿Primacía de lo político o de lo económico?
 

LO QUE QUEDA DE MARX
 

En cualquier caso, el cuerpo del libro de Berman es una excelen­te historia político-social del mo­vimiento obrero en la Europa de entreguerras, y, por lo tanto, del período formativo del Estado de bienestar. Son particularmente interesantes, de un lado, su narración de la batalla ideológica entre reformistas y conservadores dentro del movimiento socialista, con especial atención a Francia y Alemania, pero también a Italia, y su capítulo sobre «La excepción sueca»: Suecia fue la excepción porque allí la transición a la socialdemocracia fue prácticamente completa durante los años treinta, cuando en el resto de Europa aún se libraba una incierta batalla que en varios casos terminó con la derrota completa que significó el triunfo del fascismo-nazismo o regímenes afines (Alemania, España, Portugal, Rumanía, etc.). Pese a todas sus virtudes, sin embargo, el ­libro de Berman tiene una grave carencia: «excluye […] países como Inglaterra y España, donde el marxismo se vio eclipsado por otros tipos de pensamiento socialista (como el laborismo y el anarquismo)» (p. 18). Pase el prescindir de España, donde la historia del movimiento obrero siguió una ruta bastante peculiar; pero no incluir a Inglaterra en una historia del socialismo europeo del si­glo XX, sobre todo una historia centrada en el revisionismo socialdemócrata, es como representar Hamlet excluyendo al príncipe de Dinamarca. Inglaterra es el país donde Marx vivió gran parte de su vida adulta, donde estudió y produjo lo más importante de su obra. Por otra parte, ¿qué diferencia hay entre laborismo y socialdemocracia? En mi modesta opinión, el deslinde de Berman es puramente nominalista. El laborismo es la socialdemocracia inglesa, con la virtud añadida de su enorme originalidad. Berman lo reconoce implícitamente cuando menciona que Bernstein empezó a dudar del materialismo histórico en una conferencia que dio en la Sociedad Fabiana en Londres (p. 39). La influencia de los fabianos en Bernstein es generalmente reconocida. La consecuencia de esta grave y extraña omisión por parte de Berman es que su narración quede coja en numerosas ocasiones: uno se queda esperando el reconocimiento de las relaciones entre los socialistas de un lado y otro del canal de la Mancha, y la esperanza se frustra. La importantísima contribución británica a la socialdemocracia, y la indudable relación que esta contribución tiene con el desarrollo económico y social inglés: todo esto se pierde y la historia, por tanto, queda incompleta y, en consecuencia, parcialmente incompren­sible.

En compensación, el libro de Berman tiene rasgos de verdadera originalidad que resultan muy interesantes, en especial los paralelos que traza entre socialdemocracia y fascismo (empleada aquí la palabra en sentido lato, incluyendo el nazismo y otros totalitarismos de derecha). En su crítica al modelo marxista, Berman le reprocha su excesivo mecanicismo y también su internacionalismo, que pretendía meter a todos los movimientos obreros en una camisa de talla única, sin la menor atención a las particularidades nacionales o regionales. Sin duda tiene en esto razón nuestra autora y delata así una fuente de errores y mio­pías por parte del ala marxista del movimiento obrero. Pues bien, ella señala cómo, paralelamente a la crítica revisionista, se produce una especie de rebelión intelectual dentro del movimiento obrero no sólo por las críticas revisionistas bien conocidas, sino también en contra de ese excesivo racionalismo marxista que no reconocía factores emocionales o antropológicos. Entre estos críticos incluye señaladamente a Georges Sorel con su elogio de la acción directa y la violencia, pero también con su atención a los factores emocionales, individuales e incluso míticos que mueven al hombre a rebelarse contra la sociedad. Ella señala acertadamente las conexiones del pensamiento de Sorel con el de Bernstein, pero también con el fascismo italiano y con la extrema derecha francesa. Y en repetidas ocasiones pone de relieve que este rechazo del internacionalismo marxista se ajustaba a los deseos de muchos trabajadores, cuyos horizontes geográficos e históricos eran limitados y que respondían más a factores que los encuadraran en sus comunidades nacionales o locales que a los que los alistaban en un distante «internacionalismo proletario». Así, los socialdemócratas insistieron más que los marxistas de la vieja escuela en los sentimientos y los encuadramientos comunitarios, lo mismo que hicieron, de manera extrema, los partidos de corte fascista.

¿Qué fue lo que determinó la mayor o menor rapidez con que se impuso el modelo socialdemócrata? Ya hemos visto que Suecia fue donde más totalmente se impuso, aunque con un cierto retraso. El primer país donde se implantó fue Alemania, la República de Weimar, para luego venirse abajo con estruendo a manos de Hitler. Como ha señalado FriedenJeffrey A. Frieden, Global Capitalism: Its Fall and Rise in the Twentieth Century, Nueva York, Norton, 2006, pp. 241-247., los países que tenían un poderoso partido socialista fueron los que más rápidamente implantaron el sistema socialdemócrata. Pero no siempre, porque, como el mismo autor pone de manifiesto, en Inglaterra hubo que esperar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, mientras que, en Estados Unidos, donde el socialismo era debilísimo, el New Deal de Franklin ­Roosevelt se aproximó en muchos aspectos al modelo socialdemócrata. Frieden subraya otro factor que Berman apenas tiene en cuenta: la actitud de los capitalistas. En muchos países, como el propio Estados Unidos, y también en Suecia, muchos empresarios se manifestaron dispuestos a colaborar con los socialistas, y esto facilitó la introducción y establecimiento del modelo. También influyeron, sin duda, los economistas: tanto Berman como Frieden consideran el papel de John M. Keynes en todo esto; no cabe duda de que fue muy importante, aunque Keynes jamás se tuvo por socialista y su mensaje práctico llegara antes a otros países que al suyo, Inglaterra. Tampoco debe olvidarse el papel de los economistas suecos: la herencia de Knut Wicksell, y el activo papel de Gustav Cassel, Eli Heckscher, Bertil Ohlin y Gunnar Myrdal, que asesoraron a los gobiernos socialistas con gran éxito.

Pero el modelo socialdemócrata hoy tiene un problema serio: su éxito ha sido tan completo que queda muy poco por hacer y los partidos socialistas, antes la vanguardia de la democracia y del progreso, hoy se parecen más a esas fundaciones creadas para defender la memoria y el patrimonio de un glorioso antepasado que a ese mismo glorioso antepasado. Dice Berman: «En las décadas recientes el movimiento socialdemócrata europeo se ha convertido en una sombra de lo que fue» (p. 210). La misión actual de los partidos socialdemócratas parece ser defender con uñas y dientes las instituciones legadas por sus mayores, escandalizándose ante cualquier intento de reforma como un sacerdote ante el sacrilegio del templo. Para evitar esta posición poco airosa e intelectualmente escuálida, los socialdemócratas hoy se buscan nuevos empleos: defensores del multiculturalismo y de ciertas minorías, críticos dubitativos de la globalización, luchadores cautos contra el cambio climático. A Berman el multiculturalismo no le gusta nada, porque contradice el comunitarismo y el igualitarismo que fueron patrimonio orgulloso de la socialdemocracia. Cita a Todd Gitlin, que señala que a principios del si­glo XXI es la derecha la que defiende la igualdad de derechos y la izquierda la que insiste en la diversidad y la diferencia (p. 212). Ha sido un largo y accidentado viaje desde el internacionalismo proletario hasta el multiculturalismo. Cuántas cosas se han quedado por el camino: al socialismo de hoy no lo reconocería ni su padre, el mismísimo Karl Marx. Quizá sea más propio llamarlo antepasado; o, mejor, ancestro.

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