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Hawking resuelve una paradoja y pierde una apuesta

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Los agujeros negros, iconos ya en la cultura de hoy, son regiones del espacio cuya gravedad es tan grande que nada puede escapar de ellos, ni siquiera la luz. Fueron descubiertos teóricamente en 1939 por Robert Oppenheimer, director más tarde del proyecto Manhattan, y su estudiante Hartland Snyder como una consecuencia inevitable de las ecuaciones de Einstein (aunque éste no recibió bien la idea, intentando probar que son objetos imposibles). Se forman en el violento colapso de estrellas que agotan su combustible nuclear, de modo que nada puede oponerse ya al ingente peso de las capas exteriores. Su borde es una frontera con el resto del mundo, llamada hoy horizonte de sucesos, que sólo puede cruzarse hacia adentro. De esa propiedad viene su nombre: Archibald Wheeler, un físico imaginativo, los bautizó hacia 1970 al entender que su efecto es el mismo que si cortásemos una bola de espacio y la hiciésemos desaparecer. Tendríamos así un abismo invisible e insondable donde caen las cosas sin poder escapar luego, algo así como una especie de cósmico castillo de irás y no volverás. Pero, entonces, ¿cómo observarlos, si nada puede salir de ellos y llegar hasta nosotros? El movimiento de los cuerpos cercanos ofrece, sin embargo, pruebas de su existencia. Algunos forman pareja con una estrella ordinaria, orbitando mutuamente la una alrededor del otro, de modo que algo de la materia de la estrella cae al agujero con tal violencia que emite intensos chorros de rayos X antes de ser deglutida tras el horizonte de sucesos. La detección de esos rayos X permite una observación indirecta. Otros, calificados de supermasivos, participan activamente en la formación de galaxias, muchas de las cuales tienen uno en su centro (como el Sol entre sus planetas), que se manifiesta en las enormes velocidades de las estrellas que orbitan a su alrededor. La masa del agujero negro de la Vía Láctea, nuestra galaxia, es como la de unos tres millones de soles. Es decir, que su efecto no es meramente succionar materia y energía: también desempeñan un papel importante en dinámica estelar y en cosmología.

Hasta los años setenta, los agujeros negros se consideraban como objetos propios de la física clásica, pero cuando Stephen Hawking decidió aplicarles las leyes cuánticas, descubrió algo cargado de consecuencias: tienen temperatura (tanto menor cuanto mayor es su masa), por lo que deben emitir radiación térmica, como lo hacen los cuerpos a nuestro alrededor. No son, por tanto, completamente negros, sino más bien grises, pues algo de la materia y la energía que absorbieron puede salir de ellos en forma de la llamada radiación de Hawking. De ese modo y debido a los efectos cuánticos, van perdiendo energía inevitablemente, pudiendo llegar a desaparecer por completo en un proceso conocido como evaporación. En otras palabras, su frontera admite tráfico en los dos sentidos, si bien el de salida puede ser muy lento.

Una de las ramas más activas de la ciencia es hoy la teoría de la información, iniciada en 1948 por Claude Shannon en los Laboratorios Bell, elaborando algunas ideas anteriores. En física, la información contenida en un sistema cualquiera es el conjunto de datos numéricos que necesitamos para determinar o reconstruir su estado. Si ese sistema es clásico, por ejemplo el Sol y los planetas, esa información es el conjunto de las posiciones y velocidades de los corpúsculos que lo componen. Es importante saber que su valor se conserva, lo que significa que podemos reconstruir el pasado o predecir el futuro a partir de la información de hoy, como cuestión de principio. Prescindiendo de los efectos de la física cuántica, esto es, sin evaporación, la información sobre el estado de la materia y la energía que cae en un agujero negro se queda allí encerrada para siempre. Se conserva sin destruirse, pero sería inaccesible desde el exterior: estaría allí guardada, como precintada eternamente. Hawking lo expresó diciendo «No sólo Dios sí juega a los dados sino que los tira donde nadie los puede ver», en alusión a la famosa frase de Einstein. Poco después, él mismo propuso otra idea curiosa, con base en las propiedades geométricas que el espacio-tiempo tiene en relatividad general, la teoría que usamos para describirlo: los agujeros negros podrían ser algo así como las entradas de túneles que conectarían nuestro universo con otros paralelos, saliendo nuestra materia y energía a través de sus otros extremos, a la manera del agua que mana de una fuente. Tales extremos podrían llamarse justamente agujeros blancos. De modo simétrico, a nosotros nos llegaría materia y energía de otros universos a través de nuestros propios agujeros blancos. Más aún, si al final del túnel no había antes nada, la materia y la energía que llegarían a través suyo podría dar lugar al nacimiento de un nuevo universo, un universo bebé. Si así fuese, el mundo sería un ingente conglomerado de subuniversos interconectados por esos túneles, entre los que algunos nacerían como bebés, mientras otros morirían como ancianos o, siendo jóvenes aún, en enormes cataclismos cósmicos. La estructura global sería parecida, si bien no igual, a la del multiverso de Martin Rees Véase Revista de libros, núm. 72 (diciembre de 2002), págs. 32-33, y núm. 78 (junio de 2003), págs. 23-24. . La información sobre todo lo ocurrido en el mundo –de modo más poético, su recuerdo– no desaparecería. Aunque no podríamos o no sabríamos llegar a ella, es decir, recuperarla, estaría en alguna parte, quizá en otro mundo. Esta intrigante idea gustó mucho a los amantes de la ciencia-ficción y en las humanidades, de modo especial en poesía, siendo relacionada con textos tales como los famosos primeros versos de Four Quartets de T. S. Eliot: «El presente y el pasado / están quizá presentes en el futuro, / y el futuro contenido en el pasado. / Si todo tiempo está eternamente presente, / todo tiempo es irredimible».

Pero la radiación de Hawking cambia completamente las cosas, pues, siendo una radiación térmica, con algún parecido a la que nos llega de los radiadores en nuestras casas, consiste en una superposición azarosa de ondas diversas, sin correlaciones. No contiene ninguna información. Es como un texto cuyas letras se suceden al azar, sin que pueda tener por ello ningún significado. Por eso, al evaporarse un agujero negro, la información que allí estaba guardada no sale con la radiación, de modo que, cuando el agujero se evapora del todo y desaparece, la información no se encuentra en ninguna parte: se ha destruido. Esos agujeros serían algo así como borradores de información (o de recuerdos) del mundo. Así lo resumió Hawking en 1975: bien la información del cosmos contenida en un agujero negro se destruye, bien se va a otro universo. Como esta segunda alternativa es sin duda más especulativa, la reflexión de los cosmólogos se centró en la pérdida de la información.

Pero un teorema de la mecánica cuántica asegura que la información sobre un sistema nunca se pierde, siempre está en alguna parte, aunque pueda ser imposible o muy difícil recuperarla. Este enunciado desempeña en la teoría cuántica un papel parecido a la parábola de Laplace de 1819 sobre la física clásica, en la que un ser hoy llamado «demonio de Laplace» era capaz de conocer la posición y la velocidad de todas las partículas del universo, de tal modo que «el pasado y el futuro estarían presentes ante sus ojos». Es decir, que podría recuperar la información sobre los eventos pasados a partir de los datos de hoy. Aunque en general es muy difícil hacerlo así en la práctica, es posible de hecho recuperar información, del mismo modo que lo haría tal demonio. En uno de sus libros, el historiador griego Herodoto informa de una batalla entre los medos y los lidios, finalizada cuando «el día se transformó súbitamente en noche», ante lo cual los asustados contendientes cesaron el combate y acordaron la paz. Herodoto no dice la fecha de la batalla, pero sabemos hoy que tuvo lugar el 28 de mayo del año 585 a.C., y por la tarde además. Basta para ello con integrar hacia el pasado las ecuaciones de Newton del sistema solar, descubriendo así que en el lugar del encuentro hubo en esa fecha un eclipse, hoy llamado de Herodoto o de Tales, pues parece que este último lo había predicho. La información sobre ese eclipse sigue estando contenida hoy en el sistema solar. Como la posibilidad de recuperar la información (si bien no se usaba entonces ese lenguaje) fue la base del llamado mecanicismo, que tanto éxito tuvo en el siglo XIX, esta cuestión no carece de interés: muy al contrario, debe estar presente en cualquier concepción del mundo que aspire a ser completa. En todo caso, se planteó así una contradicción entre ese teorema y la incapacidad de la radiación de Hawking para transmitir información, pronto bautizada como paradoja de la información en los agujeros negros, aunque no se trate de una paradoja en el sentido de la lógica.

La situación así creada era atractiva para muchos físicos. John Preskill la comparó en 1992 a la de finales del siglo XIX, cuando no se entendía el problema de la radiación de un cuerpo negro (o de una cavidad), pues su energía se hacía infinita a pequeñas longitudes de onda según la física clásica, un resultado absurdo en total desacuerdo con la experiencia. Para salir adelante, Max Planck propuso su famosa hipótesis que abrió la puerta a un nuevo paradigma. Preskill y otros pensaban por ello que quizá estuviésemos al borde de un cambio tan espectacular como el nacimiento de la teoría cuántica. Podemos comprender la importancia de las posibles aplicaciones conceptuales de todo esto mencionando una propuesta curiosa y original. A pesar de calificarse a sí mismo de agnóstico, Frank Tipler, profesor de la Universidad de Tulane en Nueva Orleans y cosmólogo competente, escribió un libro titulado Física de la inmortalidad Véase Revista de libros, núm. 1 (enero de 1997), págs. 42-44., razonando que la información sobre todo lo ocurrido podría recuperarse y ordenarse en un fin del mundo, resucitando entonces las personalidades de todos los individuos, si bien grabadas en otro soporte. Tipler elabora así el concepto de un Dios inmanente, análogo al punto Omega de Teilhard de Chardin, pero basado en las leyes de la física. Es una obra seria, si bien poco convincente.

Pocos años después, en 1997, Stephen Hawking, Kip Thorne y John Preskill, los dos últimos de Caltech (Instituto Tecnológico de California), discutían sobre esta cuestión. Los dos primeros opinaban que la información almacenada en un agujero negro se pierde totalmente en la evaporación, pero el tercero estaba en desacuerdo, provocándose así una apuesta en la que el perdedor o los perdedores deberían entregar al ganador o ganadores una enciclopedia a su elección, objeto adecuado al tema en disputa ya que puede recuperarse fácilmente la información en ella depositada.

Tras pensarlo mucho durante siete años, Hawking concluyó que estaba equivocado y debía aceptar su derrota. Lo hizo tras calcular lo que se llama sumas de Feynman sobre historias, teniendo en cuenta diversas topologías para el universo y admitiendo que el horizonte de sucesos es algo más complejo de lo que se creía, no una simple superficie. Ello le llevó a asegurar que en la radiación saliente de un agujero negro hay sutiles correlaciones. En vez de ser como una sucesión de letras al azar que no puede contener ningún mensaje, sería más bien como las palabras de un idioma, que tienen relaciones mutuas y no se suceden aleatoriamente. Así por ejemplo, son diferentes las frecuencias con que aparecen las letras o, en castellano, tras una «q» viene siempre una «u» y tras una «h» una vocal, no hay «uves triples», y cosas así. Sin correlaciones que limiten el azar de las letras de un texto es imposible redactar un mensaje con sentido. Finalmente, a principios de julio, Hawking escribió a Curt Cutler, investigador del Instituto Albert Einstein de Alemania y presidente del Comité Científico de la 17ª Conferencia Interracial de Relatividad General y Gravitación que se iba a celebrar poco después en Dublín, diciéndole: «He resuelto la paradoja de la información en los agujeros negros y quiero hablar sobre ello». Rompiendo las normas establecidas sobre los plazos, su petición fue atendida y pudo presentar allí su idea el día 21 de julio.

Hawking expuso entonces las razones matemáticas que lo llevaron a pensar que la información ni se pierde ni pasa a un universo paralelo. En sus propias palabras: «Me alegra haber resuelto un problema que me incita desde hace treinta años, incluso si la solución a que he llegado es menos emocionante que la alternativa que sugerí antes […] La información permanece firmemente en nuestro universo […] Siento decepcionar a los aficionados a la ciencia ficción pero no es posible usar los agujeros negros para viajar a otros universos […] Si alguien cae en un agujero negro, su masa y su energía volverán a nuestro universo, pero de una forma distorsionada que contiene, sin embargo, la información sobre cómo era esa persona, aunque de forma irreconocible».

Este episodio es también una muestra del modo en que otro sentido de la palabra información, el de los medios de comunicación de masas, está cambiando la manera de trabajar de los científicos que tratan de temas estrella. En vez de publicar primero en una revista especializada y esperar los análisis y las opiniones de los colegas antes de dar por probada una afirmación, se piensa a veces en la repercusión mediática. Ello podría tener una consecuencia en este caso, pues Kip Thorne no está convencido todavía. Hawking decidió dar por cerrado el asunto, enviando por su cuenta una enciclopedia sobre baseball a Preskill y esperando a que Thorne acepte sus argumentos para cobrarle luego la mitad del precio. Pero, ¿y si Thorne tiene razón? Dada la complejidad del problema, esa es una posibilidad que hay que mantener abierta, al menos durante un tiempo.

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