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La Esponja

La rabia de la expresión

FRANCIS PONGE

Trad. y prólogo de Miguel Casado Icaria, Barcelona

172 págs. 15,03

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La rabia de la expresión reúne varios textos de Ponge cuyo denominador común es, a primera vista, el elemento de la naturaleza al que todos se refieren: «Riberas del Loira», «La avispa», «Notas tomadas para un pájaro», «El clavel», «La mimosa», «El cuaderno del pinar» y «La Mounine»; el título general del volumen, sin embargo, evita este obvio parentesco y apunta hacia otro rasgo que, aunque aparente ser poco unificador, responde a la globalidad del libro: se trata de la percepción que el autor tiene de su propia escritura. La rabia de la expresión habla de una pasión y de una actividad de lenguaje que al mismo tiempo se escenifican textualmente; hay una rabia de expresión en estas páginas que las abre a la totalidad del fenómeno literario, y hace que el texto absorba y retenga –como esponja– las idas y venidas del escritor en torno al objeto, los avatares del poema mismo, así como la recepción del lector y los ecos de tal recepción en el proceso creativo. Toda una fenomenología de la escritura, o, si se prefiere, la teatralización de un proceso que no cae ni en la tragedia ni en el melodrama, aunque el autor exhiba sus luchas y desalientos con el lenguaje y considere de antemano fallido su proyecto de captación de la «cualidad del objeto». Ponge adopta más bien un tono que es –o quiere ser– científico, un tono que –dado que él mismo llama a sus escritos «documentos»– también podría calificarse de «documental».

No autoriza, sin embargo, el poeta a hablar –aunque la ocurrencia es plausible– de «génesis del poema» para describir la labor de y sobre estos escritos; y así lo muestra protestando ante su amigo Gabriel. Audisio por utilizar tales términos en una carta reproducida en el propio libro: se trata «mucho menos del nacimiento de un poema que de una tentativa (muy lejos de ser lograda) de asesinato de un poema por su objeto». La idea misma de poesía es un revulsivo para Ponge («tengo necesidad del magma poético, pero es para desembarazarme de él»), y a ella prefiere el juego dinámico de disciplinas variadas (ciencias, técnicas, filosofía…) que vengan a ayudar a la escritura; claro que, también en palabras suyas, «algún día una investigación así podrá también legítimamente ser llamada poesía». Entendido que la expresión de Audisio es demasiado lírica, parece sin embargo posible aventurar que quizás a Ponge le molestase menos la expresión de «poesía genética»; y ello porque tal denominación sugiere la idea de que la descripción del objeto que busca su cualidad diferencial –ese «ser de las cosas» del que habló Sartre refiriéndose a su labor de escritura– hace uso de un procedimiento que evoca el de la búsqueda bioquímica de genes: tanteo de aproximación asistido por búsquedas en el diccionario (el Littré de su infancia, que incluye la etimología) y establecimiento de variantes textuales acompañadas de comentarios, evaluaciones y selecciones que desembocan en un puñado de combinaciones de versos. También es significativo que la crítica genética se haya interesado por su obra, y que lo haya hecho –más allá del análisis de manuscritos– con vistas a reconocer en Ponge la invención de un género de escritura.

No es fácil ajustar definiciones sobre la escritura de Ponge, y con cuidado y tino anda Miguel Casado no sólo en la precisa traducción de los textos, sino también en el estudio que abre el volumen y que titula «Espiral para un Ponge»; el envolvente desarrollo de la reflexión acierta a restituir a la obra del poeta todo el beneficio de la contradicción entre las palabras y las cosas que algunas sentencias aisladas del propio Ponge hubieran podido borrar. Casado dota a ese género nuevo de un nombre: el cuaderno (autorizado por el título El cuaderno del pinar) y lo describe como poético: «un texto capaz de interiorizar –sin metalenguajes– la crítica del lenguaje, el debate entre éste y la realidad, y convertirlos en su materia, en su forma». En cuarenta páginas, se analiza la voluntad de tabla rasa de Ponge frente a la escritura, la interdependencia entre el objeto y la técnica que sirve para «escrutarlo» en cada texto, la «toma de partido por las cosas» (que esconde el verdadero nudo: «el desafío, el pulso entre las cosas y las palabras» en el que las segundas tratan de dar cuenta de las primeras, tratan de alcanzar infructuosamente su referente); con este «acercar de nuevo el nombre a la cosa, concebida en su espesor y su diferencia verdaderos», dice el crítico que la «tabla rasa es ahora un túnel excavado hacia el origen del lenguaje, un gesto de búsqueda que rememora una fundación mítica»; asoma, pues, aquí un Ponge cuya ciencia posee una entraña mágica que concibe la posibilidad de alcanzar esencias con palabras; Ponge busca un lenguaje que, en palabras de Blanchot, «viene de antes del diluvio» y en el que «se reconoce el trabajo profundo de los elementos»; no es que Ponge reclame conjuros de brujo que al nombrar hagan aparecer la deseada esencia; pero lo que sí pide es un enunciado poético que no concilie con la imprecisión ni con la evocación azarosa y vagarosa, y que, antes bien, sea pariente de la fórmula gnómica y de la definición capaz de expresar la exacta coincidencia entre palabra y cosa y, por tanto, de sugerir que al llamado de una acude la otra. La ciencia de escritura de Ponge es una alquimia lingüística que espera ver formarse en su crisol la realidad del objeto.

O, por lo menos, lo es en este libro, que data de 1946. Será mucho más tarde –en El jabón (1967)– cuando Ponge –cansado de la larga polémica mantenida con Sartre en torno a la «petrificación» de la palabra en el objeto–, elabore la noción de «objoie», noción que –en cierto modo– releva al objeto en su papel de último objetivo de la escritura: «l'objoie» es el resultado de un rozamiento que tiene lugar entre la palabra y la cosa a causa de la inadecuación entre ambas, y no de la petrificación de la una en la otra; «l'objoie» es, pues, una relación entre dos alteridades irreductibles, y su nombre mismo expresa el placer de escritura que proporciona. Ponge pretende poner así una distancia definitiva con la filosofía y su tentación metafísica (que ya llevaba veinte años repudiando). Al lector le queda sin embargo una duda: ¿no será que abandona un cierto tipo de filosofía en favor de otro? Ciertamente, en los años sesenta la hegemonía existencialista empezaba a ser socavada por Tel Quel y sus teorías, grupo y revista con los que Ponge estuvo a partir un piñón (más bien el famoso Higo) hasta que, en 1974, les espetó el libelo ¿Pero quién se cree esa gente que es? ; y, de hecho, El jabón contiene otra noción –la de «objeu»– en cuya definición resuena el vocabulario de la semiótica de Kristeva (destacada «telquelista»): el «objeu» es la actividad de aprehender el mundo mediante «el espesor vertiginoso del lenguaje»; en cuanto al «objoie» y su placer basado en una inalcanzable alteridad, es difícil no reconocer en él la inspiración de otra filosofía. El texto de Ponge no puede dejar de ser una esponja, y esto le ocurre a La rabia de la expresión y también a El jabón, por mucho que este último se haga el resbaladizo y decida suprimir toda explicación y entregarse a la descripción en exclusiva.

Con filosofía o sin filosofía, seguimos leyendo a Ponge precisamente porque su proyecto de escritura es imposible y porque su teoría hace aguas, aguas que empapan su «texto-esponja» («signéponge», lo llamó Derrida). La ciencia que busca Ponge tiene por materia «las impresiones estéticas», y también de este modo se garantiza en origen una contradicción que, al término, conduce al proyecto de Ponge hasta la poesía. Así se salvan también la dubitación, la excrecencia sintáctica y la íntima desazón lingüística que alejan al género del «cuaderno» del diccionario Littré que le nutre y le inspira; y así puede Ponge escribir con palpitación emotiva sobre el cielo de «La Mounine»: «Es como si el día estuviera velado por el exceso mismo de su resplandor. Ese día equivale a noche aquel día luz ceniza. Mantiene su sombra difuminada en su resplandor. Mantiene su sombra en las garras de su resplandor». Sea, pues, esta poesía una ciencia, si así lo quiere Ponge, pero una ciencia especulativa y no positivista.

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