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¿La propiedad es un robo… o no?

Propiedad y libertad, dos conceptos inseparables a lo largo de la historia

RICHARD PIPES

Rev. Antonio Bustos Gisbert

Trad. de Josema de DIego

Turner/Fondo de Cultura Económica, Madrid y México DF, 450 págs.

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«Todo es de todos», gritaban Thomas Muntzer y sus seguidores cuando en 1525 pretendieron fundar un imperio teocrático-comunista en Frankenausen. Tres siglos después, Proudhon tomó el testigo con su célebre frase «la propiedad es un robo». Pues bien, a punto de finalizar el siglo XX , Richard Pipes, un profesor de la Universidad de Harvard y especialista en la historia de Rusia, publica una obra en la que afirma no sólo la existencia de una estrecha relación entre propiedad y prosperidad sino que pronostica que «a menos que se tomen las mayores precauciones para proteger los derechos de la propiedad, corremos el riesgo de terminar sometidos a un régimen que, sin ser tiránico […], haga imposible la libertad» (pág. 367). Y añade que esa tiranía enmascarada propia de nuestras actuales democracias tiene una manifestación de carácter económico muy evidente materializada en la intromisión del Estado que, en pos de la igualdad de resultados, que no de oportunidades, interfiere en la libertad de contratación «para redistribuir la riqueza u obligar a una parte de la población a costear los autotitulados "derechos" de determinados electores» (pág. 365). Estamos, pues, ante cuestiones que nos son cercanas pero que hasta ahora no solían exponerse de forma tan sistemática como provocativa.

El libro consta de cinco capítulos que analizan la idea y la institución de la propiedad, los dos primeros; su contrapuesta evolución en Inglaterra y Rusia el tercero y el cuarto, seguidos de un quinto dirigido a estudiar la suerte de la propiedad en el siglo XX y concluyendo con unas páginas dedicadas a aventurar la evolución de la propiedad, la libertad y la democracia ante la amenaza que las pretensiones de igualdad y la búsqueda de la seguridad a toda costa suponen para la libertad. Los cimientos de la tesis de Pipes se construyen en los dos capítulos iniciales. En el primero examina la propiedad a lo largo de la historia de las ideas occidentales y a la luz de cuatro enfoques: el político, para el cual la propiedad promueve la estabilidad y limita el poder del gobierno; el moral, que sostiene su legitimidad porque todos tienen derecho a los frutos de su trabajo; el económico, según el cual aquélla constituye el modo más eficaz de producir riqueza; y el psicológico, con su alegato de que la propiedad apoya el sentido de identidad y autoestima de los individuos. Su resumen de la evolución de la idea de la propiedad desde Platón a nuestros días es ameno, aun cuando contiene afirmaciones que los especialistas han rechazado hace tiempo: por ejemplo, la primacía excesiva del sustrato económico en el análisis de los conflictos entre la Corona y los Comunes en Inglaterra durante el siglo XVII . A cambio, su observación (pág. 66) sobre el cambio radical en el concepto tradicional de la naturaleza humana –un tanto pesimista y conservador por influencia de la doctrina cristiana– que a partir del siglo XVIII y por mor de las doctrinas de los philosophes se mudó en la idea de que era factible crear, o manipular, el ambiente social e intelectual en pos de la perfección humana, es plenamente acertada. Más tarde, el comunismo daría un paso adicional e intentaría crear el hombre nuevo. Por cierto, que Pipes no se anda con contemplaciones respecto a las aportaciones marxistas a la historia de las ideas en este campo cuando opina que sus ataques a la propiedad privada se basaban en lecturas acríticas de los historiadores agrarios contemporáneos o de los antropólogos americanos. Su conclusión es que los fundadores del comunismo moderno jamás respondieron satisfactoriamente a la sencilla pregunta de cómo surgió la propiedad.

La propiedad como institución se estudia en el segundo capítulo de la obra. Su propósito es demostrar que la propiedad –o el deseo de adquirir– es universal no sólo entre los hombres sino, también, en los animales «y que está íntimamente relacionada con la personalidad humana, al estimular un sentido de identidad y de competencia» (pág. 96). Basándose en numerosas investigaciones, que van desde la etología –o estudio de los animales en su entorno– a las obras de conocidos antropólogos, y pasando por las pruebas obtenidas por los psicólogos infantiles, Pipes concluye que no sólo la noción de un comunismo primitivo es un mito antiguo disfrazado con un lenguaje moderno pseudocientífico, sino que la propiedad «no es solamente una institución "legal" o "convencional" sino una institución "natural"» (pág. 158). Lástima que los apartados finales del capítulo sean un recorrido apresurado sobre cuestiones esenciales porque afirmaciones tales como «sólo los países que inicialmente limitaron el sufragio se desarrollaron como auténticas democracias» ( pág. 157) o «la noción de "derechos inalienables […]", se desprende del derecho a la propiedad, el más elemental de todos los derechos» (pág. 160), hubieran merecido una análisis detallado.

Pero ha sido el siglo XX el escenario de los más graves atentados a la propiedad privada, tanto por motivos económicos como políticos. Afortunadamente, el comunismo, el fascismo y el nacionalsocialismo constituyen peligros pasados a los cuales Pipes dedica sendas necrologías, breves pero enjundiosas, aunque su preocupación reside en otra amenaza. Concretamente, el Estado de bienestar social, que ha «transformado al gobierno democrático moderno en un gigantesco mecanismo de redistribución del capital privado» (pág. 294), y amenaza con alcanzar la igualdad social a expensas de la libertad, pues considera la propiedad privada no como un derecho fundamental, que debe ante todo proteger, sino como un obstáculo a la justicia social. ¡Vergonzoso diagnóstico!, afirmarán algunos que calificarán de retrógrado al profesor de Harvard. Pero sus argumentos merecen, cuando menos, ser discutidos. Y es que Pipes no rechaza la intervención del Estado y acepta que la democracia puede precisar la limitación de ciertas libertades, pero critica ferozmente el proceso que ha hecho surgir, junto al concepto tradicional de libertad de el de derechos a, pues este compromiso abre el portón a una proliferación de exigencias cuya provisión necesita, inexorablemente, la intervención del Estado y asegura una demanda infinita, financiada con pólvora del rey; es decir, a expensas de otros. «La noción de que toda necesidad crea un "derecho" ha adquirido un status cuasi-religioso», afirma (pág. 315), ilustrando su tesis con ejemplos característicos, pero no exclusivos, de la historia americana contemporánea y referentes a cuestiones tales como la protección del medio ambiente versus la propiedad privada, las expropiaciones, ayudas sociales, diversas modalidades contractuales y la discriminación positiva.

¿Cuál es la conclusión final? Pipes aceptaría el sacrificio de ciertas libertades personales si ello garantizase una mejora en la situación de los menos favorecidos de la sociedad; la realidad muestra, sin embargo, que esa mejora no se ha producido. La razón es para el autor muy sencilla: «el bienestar social incita a la dependencia y la dependencia promueve la pobreza» (pág. 356). Y concluye: «El derecho de propiedad no garantiza en sí y de por sí los derechos y libertades civiles. Pero, históricamente, ha sido el mecanismo más efectivo para asegurar ambas cosas […]. De ahí que pueda afirmarse que es aún más importante que el derecho de voto» (pág. 357).

Cruciales afirmaciones que nos ponen sobre la pista de la que resulta ser la falla más clara del libro. La primacía de la propiedad difícilmente puede aceptarse como única fuente de las complejas relaciones que a lo largo de la historia han trenzado la naturaleza humana y el poder social. Las sociedades son producto de lo que Michael Mann Michael Mann, Las fuentes del poder social, I, Alianza Editorial, Madrid, 1991. calificó como «las cuatro fuentes del poder social»; es decir, las relaciones ideológicas, económicas, militares y políticas. Singularizar el derecho a la propiedad presta brillantez y pujanza a la tesis de Pipes, pero origina confusiones y apresura innecesariamente lo que debería haber constituido uno de los capítulos esenciales de la obra. Me refiero al análisis de lo que son derechos objetivos y subjetivos y a la trascendental distinción entre derechos «positivos» o «legales» y los que se suelen calificar como «morales», «naturales», «humanos» o «fundamentales». Hubiera sido deseable que nuestro autor explicara, por ejemplo, cómo surgió en Occidente la idea –relativamente nueva– según la cual los individuos tienen derechos, y todavía mucho más necesario para su tesis ––aun cuando lo señala en varias ocasiones ( págs. 314, 315 y 366)– resulta el estudio detallado del cada vez más difícil equilibrio a que los conflictos entre derechos positivos y derechos humanos o fundamentales exponen a nuestras modernas sociedades. Pero, con todo, el lector no perderá el tiempo que dedique a esta obra, cosa que no se puede decir de la mayoría de los ensayos que hoy en día se le ofrecen en las librerías españolas.

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