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Entre cultura y horror vacui

Los mundos y los días

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Visor, Madrid, 336 págs.

Poesía 1972-1998

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Proust definía los grupos humanos en «constelaciones». Acaso sería posible reunir las escrituras poéticas, con sus innatas diferencias, en constelaciones también, sin mermar la factura y el sentido noble que aún parece conservar el ámbito poético. Acaso nadie podría negar esas agrupaciones extrañas, mitad mito, mitad biología, más que fuentes, contagios y generaciones.

Luis Alberto de Cuenca reúne en este libro entregas que, como en todo escritor, exponen un proceso de sus «constantes», y que mantienen un núcleo conductor idéntico; a modo de un ADN de mayor calado y ramificaciones. Esa liana que ata o agavilla los poemas crece desde el origen con un caudal cultural denso y una crecida vitalidad.

Sobre un soporte constante de «cultura», L. A. de Cuenca introduce sus variaciones vitales, cotidianas, reflexivas, sentimentales; con dos tonalidades muy evidentes: la sentimental y la irónica. Produciendo ese efecto a través de la amplia memoria literaria, en los momentos estelares, elegidos, junto a una posible sorpresa de la peripecia vital. Es en la profusión de voces, espejos y pronombres por donde florece un abultado mito idealizante, que no deja de fustigar la empobrecida «realidad» que mira.

Otras voces no dejarían de hilarse, con la distancia obvia, a los poetas de la baja latinidad, en sus amores, sus pullas y sus tristezas contenidas; especialmente en los temas conviviales, del amor, los amigos y el erotismo; acompañados de agudeza e ingenio, lo que da un tono inconfundible. Acaso podría otearse la presencia de una exhibición esceptica, incluso nihilista; con una insistente y no velada filosofía de «collige virgo rosas». Mejor un «carpe diem» posmoderno, más revitalizado, que nutre el abultado ego del «héroe poemático». Lenguaje muy cuidado y fugas de jugosa gracia que no quiere, antes desecha, los alardes graves y trágicos. Cosa adecuada a la «filosofía» que se desprende de la escritura.

Hay unas constantes en el modo vital: amor a los libros y despecho a lo rudo o feo de la «vida». No la «realidad y el deseo», sino el «deseo y la cultura» como apuesta noble del «cuidado de sí» que, así nos parece, la escritura poética de L. A. de Cuenca con sus repudios a una realidad inhóspita.

L. A. de Cuenca lo dice en varios poemas, ama los «libros». Desde las viejas culturas a la modernidad; no obvia nada y a veces integra o interpola temas y contenidos al ritmo que él ordena. De ahí esa sincronía de citas, figuras, escenarios y sentidos, donde busca la proyección de su «emotiva privacidad». De algún modo, pero con una dinamicidad no trágica, nos recuerda una quintaesenciada, orgánica y fría «máscara» de Cernuda; o los poemas-cita de Cavafis. No será la naturaleza sola, sino la fascinación de metrópolis y paisajes de «final de imperios», al modo «rico» de algunos poetas cordobeses, pero sin su empaque untuoso.

Hay, en Los mundos y los días, una gradación exigente que toca amplias zonas de culturas antiguas y modernas, así como los nuevos hallazgos del cine, lo cotidiano y lo siniestro; sin que falten «roces» con la epidermis maquillada de las «subculturas», que ponen su aguijón rojo o negro en la constante «belleza», a la que el poeta aspira. Pinceladas de lujo cruel y portuario que no deja de contrastar con la buscada «belleza», el lenguaje rico y las tematizaciones sentimentales.

L. A. de Cuenca no pertenece ni a la búsqueda ontológica, ni al silencio abismático y menos a ningún tipo de malditismo; tampoco la fijación obsesiva del «lenguaje» como único espacio. No. Cabría hablar de una clasicidad redimida, ya imposible, con muchos residuos idealistas aun para los tiempos que corren, a la que habría que integrar ese cotidiano convivial y un fresco humor que relentiza irónicamente a la «sublime cultura». Una metafísica cultural que evoluciona a lo largo de un cuarto de siglo de escritura de L. A. de Cuenca, con clara línea diáfana.

Las entregas que reúne este libro de L. A. de Cuenca han ido, como es obvio, desde la juventud a la madurez, y de un «culturalismo» fuerte a una mayor vitalidad jugosa, cargada cada vez más de una cierta lamentativa piedad nihilista. Nadie es más «triste» que un amante de la vida… Y que a través de una indudable riqueza léxica y numerosas «máscaras» de cultura, se ve avanzar ese espejismo estético sobre el que crece la nada y rebosa esa «rata del baño» –de la vida–. Ciertamente esos dos conceptos, «erudito y rata de baño», sí podrían elegirse como representación idealista, nihilista. Entre cultura y horror vacui

La lectora ha creído «leer» durante gran parte de estas entregas a un héroe poemático, «ese erudito viscontiano con su profusa corte de "mujeres"»; una galería de espejos con imaginario masculino común y fácil de detectar.

La temática «amorosa» es profusa y variada, así corrobora la confesión del «dolorido sentir». El tema más denso y constante es el amoroso, y sería prolijo ahora ceñir y comentar su visión, de las «mujeres» cuando escribe: «mira que las deseo / y qué poco me gustan» (pág. 292).

También ciertas connotaciones modernistas que van por el borde del cine negro y la siniestra estética –sin duda actual– como en «Nuestra vecina» (pág. 261), «Recaída» (pág. 262) y «Light Sleeper» (pág. 263), donde al fin se pone en su sitio justo los altos pensamientos falsos del amor y sus variantes. Cultura y deseo de imposible ajuste con lo que se quiere…

A partir de las últimas entregas, Porfuertes y fronteras (1996) y El bosque y otros poemas (1997) se observa una mayor reflexividad y un deje escéptico más acentuado; no exentos de una cierta «pedagogía» que podrían ejemplificar textos como «Libros» (pág. 293). «Sobre una carta de John Keats» (pág. 297) o, «Sobre un tema de Büchner» (pág. 323). Temas, formas y visión que en sus variaciones y en crescendo, han persistido a lo largo de toda la escritura de L. A. de Cuenca.

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