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Permutaciones románticas

DEL NO MUNDO. POESÍA (1961-1973)

Juan Eduardo Cirlot

Siruela, Madrid

934 pp.

42 €

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Si elaboráramos una lista de los «raros» del siglo XX, como Rubén Darío hizo un día con sus antecesores y coetáneos poéticos, en ella entraría, en un puesto destacado, Juan Eduardo Cirlot, y por diversos motivos. Primero, porque ha sido un poeta poco frecuentado, cuyo descubrimiento y reconocimiento fue un proceso lento; después, por lo múltiple de sus dedicaciones: músico, crítico de arte, estudioso de la simbología y la cábala; pero, principalmente, por la «extrañeza» (a veces estupor) que su creación deja en el lector.

Cirlot es otra de esas excepciones que presenta el mundo de la poesía española de posguerra, un matiz más de un panorama que conviene ir abriendo de día en día (ya hace unos meses acudía a estas mismas páginas otro gran exceptuado: Gabino Alejandro Carriedo). Como hacen los postistas y Miguel Labordeta, Cirlot opta, en un tiempo adverso para aventuras experimentales, por el surrealismo y por un vanguardismo que va tomando diversas tonalidades a lo largo de toda su carrera y al que permanece fiel. Sin embargo, frente a la reivindicación que los novísimos hicieron de estos experimentalismos (recuérdese que Martínez Sarrión editó la obra de Carriedo), nadie se encargó de llamar la atención sobre la figura de Cirlot, quedando así maldito entre los malditos. Ello se debe, quizás, a que su obra resultaba más inquietante, más difícil de asimilar y de lectura más ardua, pues no es el suyo un surrealismo puro. Las raíces irracionales de su creación, que adoptan en la superficie formas identificables con la vanguardia ortodoxa (valga el oxímoron), proceden de fuentes más oscuras, obsesivas y de difícil acceso para casi cualquier lector. Como ha señalado Jaime D. Parra, la obra de Cirlot supera lo surrealista para adentrarse en el expresionismo: «La vena alucinada que muchos advertían en Cirlot estaba más cerca de Van Gogh, Munch, Trakl, Schönberg y Kokoschka, que de los Breton, Peret y Eluard»Jaime D. Parra, El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot, Barcelona, Ediciones del Bronce, 2001, pp. 126-127..

En 1974, poco después de la muerte del poeta, Leopoldo Azancot le dedica una antología en Editora Nacional (1974), pero la poesía de Cirlot seguía resistiéndosele al público y no será hasta 1981, a partir de la antología que Clara Janés realiza para la editorial Cátedra, cuando empiece su lento rescate. Clara Janés es precisamente la responsable del volumen que ahora reseñamos y que constituye la última entrega de la poesía completa del autor, a la que preceden, también en Siruela, En la llama. Poesía (1943-1959) (2005) y Bronwyn (2005).

La trayectoria poética que ahora podemos contemplar en su totalidad nos muestra a un mitómano, alguien para quien la realidad no tiene más entidad que la de ser el tímido aflorar de oscuras y poderosas representaciones ancestrales. Clara Janés ha venido estudiando con acierto (y en ello insiste en su prólogo) la influencia de la mística, la cábala o la alquimia en la obra de Cirlot, lo que le ha llevado a titular esta última entrega, de manera acertada, «Del no mundo», tomando la expresión de una entrega de aforismos que publica Cirlot en 1969 y que están recogidos en este volumen (pp. 415-428).

Dicha sensación de «no mundo», tras la que anda Cirlot desde el principio de su obra, se prolonga en la etapa creativa que va de 1961 a 1973, la recogida en este volumen, con la extensión y ahondamiento de tendencias que el lector podía percibir en entregas anteriores. Por una parte, Cirlot ha dejado atrás la tutela del Neruda «residencial», cuya huella es evidente en los primeros poemarios, y las técnicas heredadas del surrealismo francés, cerca del automatismo creativo. Al deshacerse de estas adherencias más superficiales, el poeta ha desarrollado un método propio de creación con la mezcla de diversas tradiciones orientales, míticas y místicas, y sobre todo con el desarrollo de la técnica de la permutación, que conocía bien de su afición y ejercicio de la música dodecafónica. Como explica el propio Cirlot, las diversas formas de abstracción a las que se atiene son manifestaciones de un mismo rechazo al mundo: «En cualquiera de sus formas, la abstracción se opone dialécticamente al mundo-que-existe. Es una visibilización de la energía, en sus ritmos, en sus formas ordenadoras y constrictoras, o en sus formas expansivas y desencadenantes»El espíritu abstracto desde la prehistoria a la Edad Media, Barcelona, Labor, 1966, p. 14..

Para Cirlot, el verdadero mundo es el mundo de los símbolos, el del sentido puro. En determinado momento escribe: «Esto significa que estamos todos presos en una enorme red de sentido. No hay salida y si, como en los vagones del ferrocarril, “es peligroso asomarse al exterior”, siempre habrá hombres que amarán ese peligro»Juan Eduardo Cirlot, En la llama. Poesía (1943-1959), Madrid, Siruela, 2005, p. 553.. Ese exterior absoluto es el de la intemperie del sentido, y varias son las ventanillas que Cirlot abre para asomarse a su peligro.

En primer lugar, siguiendo el recorrido que nos propone esta última entrega, encontramos poemas que tienen como motivo el mundo romano (Once poemas romanos, Marco Antonio, Poemas de Cartago). Podría pensarse que Cirlot se adelanta así al culturalismo que dominará buena parte de la poesía de los sesenta y setenta, pero no se trata de eso; la referencia a Roma sirve para elevarse a otro nivel de significación no referencial y la Historia es sólo un pretexto para el despliegue de símbolos. Otra forma de abrir el sentido es el recurso a los mitos fundacionales, especialmente el de Orfeo, junto con una constante presencia de la figura del eterno femenino: la sombra de Bronwyn (la obsesión central de Cirlot) se extiende por doquier en esta obra, que es como un poliedro cada una de cuyas facetas refleja el resto.

Puede detectarse, en este abigarramiento de mundos, la historia romana, la magia alquímica, el medievo noreuropeo, los mitos arcaicos, un lazo de unión en la insistencia en escenas de martirio, tortura y desmembramiento, como representaciones del sacrificio iniciático, punto final de la narración órfica y punto de partida de la creación poética. Podríamos incluso pensar que esta fijación en el desgarro es manifestación de la violencia que se hace al ente al intentar diluirlo en el sentido absoluto y que ello está también en la raíz de la técnica formal de la permutación, además de la influencia reconocida de la música de Schönberg y de la afinidad, no destacada, con el Raymond Queneau de Cien mil millones de poemas. En la permutación, el lenguaje se desmembra de manera literal, pero la libre disposición del material poético huye de lo aleatorio al poner de manifiesto que toda construcción poemática es siempre un fragmento de algo mayor, y, como la totalidad es inabarcable, cualquier combinación alcanza un carácter inevitable y definitivo. De hecho, incluso en los poemas no aleatorios, construidos generalmente a partir de enumeraciones y yuxtaposición de impresiones y sonoridades, el lector tiene la impresión de que los versos podían haberse dispuesto en otro orden.

La permutación es, además, una técnica antisentimental, como el propio Cirlot reconoce, aunque extraña esta declaración en un autor cuyas raíces románticas son tan acusadas. Es el suyo, en verdad, un romanticismo antiindividualista, vertido hacia el interior y transpersonal. Sus referentes son los visionarios Blake, Nerval, Rimbaud, pero Cirlot, en lugar de tender hacia la mudez, como en el caso del último, multiplica la palabra en un intento desesperado de atrapar algo de la totalidad imposible. La multitud de obsesiones y símbolos siguen a este raudal verbal en la tarea límite de no dejar escapar esa «realidad». De manera que nos parece al final como si poeta y poema fueran manipulados por poderosos símbolos que actúan más allá de su poder, lo que nos sitúa en el centro de la condición moderna de la literatura: la del hombre que es interpretado por sus representaciones verbales.

Y, finalmente, esta sensación de no mundo es de alguna manera una sensación de final de mundo, pues, como parte de una dialéctica irreductible, Cirlot ve el siglo XX como un límite, al haberse hecho consciente de los mitos fundacionales: «Vuelvo a mi casa viva en Barcelona / una tarde de agosto como tantas / en este siglo veinte que se asoma / a los espejos todos de los ciclos» (p. 200). En un tiempo que ya no vive los símbolos, sino que los estudia (y el propio Cirlot lo hizo), la poesía tiene como misión la de volver a hacerlos vivibles. El problema es que un lector no avisado corre el riesgo de querer descubrir una clave, un centro de sentido que no existe, lo que le niega de continuo esta obra donde perderse o encontrarse son en el fondo una misma cosa.

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Ficha técnica

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