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Analectas de la cebolla

PIROGRAFIA

JOHN ASHBERY

Visor, Madrid

Trad. Martín Rodríguez-Gaona

265 págs.

10 €

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Podemos caracterizar la poesía de John Ashbery como una respuesta civil a la enormidad dimanante del lenguaje. La poesía entendida como responsabilidad no agota sus conclusiones en la elevación posible de los límites hasta la nada sino que, muy al contrario, establece afirmaciones en la línea última de la cohesión. Lo que es lo mismo que decir que John Ashbery entiende la poesía como entrega, pero también como afirmación. «Revolución», en este caso, supone defender todas y cada una de las razones por las que el poeta es poeta, sin olvidar el azar, ese viejo amigo de los suicidas y de los olmos derribados por las tormentas.

El párrafo anterior, que no forma parte de la presente reseña, está escrito, voluntariamente, en el estilo que suele ser común en las críticas de poesía. Es fundamentalmente vago, está «bien escrito» de acuerdo con un peregrino criterio de lo que es escribir bien y no dice nada reconocible que uno pueda repetir de forma coherente a un tercero. La idea es, supongo, que la poesía es una experiencia «inefable» que trasciende los límites de lo explicable y que, por tanto, al hablar de poesía uno ha de volverse voluntariamente tonto. Otra idea, supongo, es que el crítico de poesía es un ser especial, muchas veces porque pertenece él mismo a la Sagrada Hermandad de la poesía, y supone que todo lo que ha de salir de su pluma ha de ser, también, indecible.

Estamos acostumbrados a pensar que existen poetas más «difíciles» y poetas más «fáciles», poetas que describen el mundo y poetas que crean sistemas de metáforas, poetas que hablan de «temas» (como le acusaba Wallace Stevens a Frost) o poetas que escriben de «fruslerías» (como le acusaba Frost a Stevens), poetas que escriben poemas narrativos y otros que escriben poemas reflexivos, poetas coloquiales y poetas automáticos, poetas que viven en los malls de la cultura pop y poetas que habitan los Annapurnas de la percepción, poetas que podemos imaginar con una raqueta de tenis entre las manos y poetas que sólo podemos imaginar con un laúd entre las suyas. John Ashbery es todos esos poetas en uno y posee, con la misma convicción y el mismo dominio, todas esas voces. Su triunfo, su magia especial, consiste no sólo en manejar la raqueta de tenis con la misma soltura que el plectro del laúd, sino en hacer convivir en sus poemas el laúd y la raqueta, a Popeye con el Parmigianino, al pato Lucas con Ariosto, sin la menor violencia, y también, por cierto, y esto sí que resulta raro en un escritor posmoderno, sin el menor exhibicionismo. Ya que John Ashbery es no sólo uno de los grandes poetas americanos de todos los tiempos, sino también uno de los escritores más importantes de la posmodernidad.

Me cuesta trabajo encontrar ejemplos similares. En Ulises o en Los sonámbulos , Joyce y Broch juntan tipos de textos que son irreconciliables entre sí (monólogo sin puntuación y novela rosa, ensayo erudito y narración en verso, etc.), pero la unidad de sus obras y gran parte de su fascinación está, precisamente, en la reunión sorprendente de elementos heterogéneos. Vemos a Cortázar muy orgulloso de haber mezclado a Julio Verne con Louis Armstrong, y a Perec sonriendo de oreja a oreja al poner al lado la historia de un antropólogo en las junglas de África con la lista de existencias de una ferretería. Reunión, sorprendente, heterogéneo. En Ashbery, la reunión no parece tan sorprendente y los elementos no resultan tan heterogéneos a primera vista . Es el análisis pausado lo que va revelando la verdadera cebolla de lenguajes que esconde su lenguaje, desde el cobre seco y quebradizo del exterior hasta el homúnculo perfumado y casi líquido que reside en el centro. Quizá sea esto, precisamente, lo que diferencia a Ashbery de otros posmodernos: que su intención no es crear un circo de seres deformes y juntar en la misma pista a la foca, al payaso, al león y al enano, sino ser él mismo, con la misma intensidad y convicción, enano, león, payaso y foca. Por esta razón, y a pesar de la deslumbrante variedad de los lenguajes que intenta, su obra revela una envidiable unidad de tono y de estilo.

Hay un Ashbery al que podríamos definir como el Escenógrafo. El Escenógrafo se deleita en la descripción visual, minuciosa y casi siempre irónica de escenas del mundo real. Es el autor, por ejemplo, de «El manual de instrucciones», que trata (sí, es un poema con tema, personaje e incluso situación) de un hombre que tiene que escribir un manual de instrucciones para un nuevo metal, pero se siente tan aburrido con su trabajo que se dedica a imaginar que está en Guadalajara, México (ciudad que «casi no vio»), contemplando una boda popular, que describe a continuación con todo lujo de mariachis y buganvillas, en una sucesión de imágenes resplandecientes y totalmente «realistas». Al Escenógrafo, que también podríamos describir como El Pintor, corresponden poemas como «Ríos y montañas», cuyo tema es la contemplación de un mapa que, muy borgianamente (o muy pynchonianamente, si pensamos en las primeras páginas de La subasta del lote 49), resulta ser tan vasto y complejo como el propio territorio que representa o, desde luego, «Autorretrato en un espejo convexo», inspirado en el cuadro del Parmigianino, uno de los grandes poemas de Ashbery. He aquí unas líneas de «El manual de instrucciones»: «La banda está tocando Scheherazade de Rimsky-Korsakov. / Alrededor están las chicas de las flores, entregando flores rosadas y de color limón, / Todas atractivas en sus vestidos a rayas de rosado y azul (¡Oh, esos tonos de rosado y azul!) / Y cerca está la pequeña barraca en la que mujeres de verde te sirven fruta verde y amarilla».

Tenemos también el Ashbery Conversador, que juega no ya con las imágenes, sino con un tono muy próximo al del habla: poesía que conversa con nosotros como lo haría una persona sentada en el otro extremo del sofá. Tomemos un ejemplo de «Sentimientos confusos»: «Me gusta la forma / en que miran, se comportan y sienten. Me pregunto / Cómo se volvieron así, pero no voy / A desperdiciar más tiempo pensando en ellas. / Ya las he olvidado / Hasta cierto día en un futuro no demasiado distante / En el que nos encontremos posiblemente en la sala de un moderno aeropuerto…». Nada hay de difícil ni de hermético en este lenguaje absolutamente transparente, casi anodino –aunque Ashbery nunca es totalmente transparente mucho rato, y muchas veces el inicio totalmente límpido de un poema (como en «Paradojas y oximorones», «Eco tardío» o incluso «Sortes Vergilianae») no cumple otra función que la de ser la odorífera flor destinada a atrapar al lector-abeja para enredarle a continuación en una planta de lo más oscuro y retorcido. «Éste, por fin, lo voy a entender», se dice ufano el lector que se adentra en «Sortes Vergilianae», «en este por fin "dice" algo»: «Llevas ya un largo tiempo viviendo y pocas cosas hay que tú no sepas: / Es posible que algo que leíste en el periódico te influyera, y eso sucedió con frecuencia…», para encontrarse en seguida en un lenguaje cuya majestuosidad recuerda las vastas frases resonantes de Robinson Jeffers, en otra vuelta de tuerca de la danza y contradanza permanente de Ashbery con el sentido y con la comunicabilidad.

Está el Ashbery de las Melodías Animadas de Ayer y Hoy, el enamorado de los dibujos animados, uno de los más posmodernos, aunque, ¿por qué había de ser «posmoderno» hablar de dibujos animados en un poema serio, más «posmoderno», queremos decir, que hablar de águilas y halcones como Robinson Jeffers (ya que nos acordamos de él), de cuadros de Picasso (Stevens), de costumbres de labranza (Frost), de «sangre periódica» (Adrienne Rich), de perales y rododendros (H. D.), del puente de Brooklyn (Hart Crane), de la consulta del dentista (Elizabeth Bishop) o de mensajes de la Ouija (James Merrill)? ¿Acaso no son los dibujos animados parte de la realidad, parte de la superrealidad? Tenemos así «Implementos granjeros y rutabagas en un paisaje» (sobre este título, véase al final), donde el lenguaje maravillosamente complejo y la prosodia inimitable de Ashbery acogen, sin perder un ápice de felicidad, a los personajes populares, Popeye, Cocoliso, Pilón, Olivia y la Bruja Marina, que se relaja en un diván verde rascándose el único pelo de su barbilla partida. Esta onda pop también incluye no sólo poemas como «Daffy Duck in Hollywood» («El pato Lucas en Hollywood», no incluido en la presente antología), cuyas primeras líneas reúnen referencias a La Celestina, una canción llamada «He pensado en ti», el Amadís de Gaula, una levadura de marca Rumford, el ratoncito Speedy González, etc., sino también líneas como éstas, tomadas de «Las canciones que mejor nos sabemos»: «Demasiado a menudo, cuando esperabas ser bañado en confetti / te tiraban en cambio un plato caliente de spaghetti».

Está el Ashbery al que llamaremos Homérico, es decir, el autor de poemas de estilo narrativo. Podemos relacionarlo con el Escenógrafo, pero lo cierto es que el estilo y el ritmo verbal del Escenógrafo de «Ríos y montañas» y los de, por ejemplo, el Homérico de «El pintor», son tan diferentes como una piña y un gato. «El pintor» tiene casi el tono y el ritmo de una fábula. El pintor coloca su caballete frente al mar, pero no quiere pintar al mar, no quiere que el mar sea su «tema», sino que el mar esté en su lienzo. Esta es la traducción de la primera estrofa: «Sentado entre el mar y los edificios / Él disfrutaba pintando un retrato del mar. / Pero al igual que los niños que imaginan que una oración / Es meramente silencio, aguardaba a que su tema / Se abalanzara a las arenas, y, apoderándose de una brocha / Pintara su propio retrato en el lienzo». Al Ashbery Homérico corresponde también uno de los más felices y fantásticos poemas de todo su canon, «De Los patinadores », cuya parte II, en la que el narrador se prepara para embarcarse en un barco, o quizá en un tren (o quizá en un «tren-barco») rumbo a un lugar maravilloso («No más aburrimiento, sólo películas, y amor y risas, sexo y diversión») siempre me trae a la memoria el difuminado resplandor de oro y rosa de «El embarco para Citerea» de Watteau, y también el «barco del alma, viajando, viajando, viajando…» de Whitman, una presencia que detectaremos de vez en cuando en Ashbery. La sección IV del mismo extenso poema también pertenece al Ashbery Homérico, y se centra en las confesiones indudablemente chinas del «gobernador de la provincia C» en su año decimocuarto, que nos cuenta los acaeceres, situados como casi siempre en Ashbery en el umbral entre lo sugerido y lo semientendido, de la «quietud de su retiro floral».

Porque siempre estamos en el umbral, en la puerta entreabierta entre dos mundos, observando de reojo lo que pasa al otro lado de la puerta, sin verlo bien, sin entenderlo del todo, como le sucedió a Henry James con la familia cuáquera que vio al pasar a través de una puerta entreabierta y de donde extrajo su Arte de la Novela, o como el paisaje que vio Conrad una mañana al subir a una colina en la costa de Venezuela y a partir de la cual inventó todo un país y toda una leyenda, Nostromo, la puerta entreabierta, la visión parcial y fugaz de dos modos de comprender complementarios y que quizá sean los dos modos básicos en que opera el lenguaje de la literatura: el del que comprende lo que lee (lo que escribe) pero no entiende lo que significa y el del que no comprende lo que lee (lo que escribe) pero entiende lo que significa, obliterados los dos, o co-incidiendo, digamos al estilo de Andrés Ortiz-Osés, en una tercera forma, la del lenguaje total de la música de la mente del Músico de la Mente.

Llamemos al primero de éstos el Alienígena Amistoso. Su lenguaje imita casi perfectamente el lenguaje «humano», tanto que al leerlo tenemos la sensación de que el poema «dice» algo perfectamente articulado y dotado de una lógica y coherencia impecables, pero que a causa de un error de atención que ha tenido lugar, suponemos, unas líneas más arriba (estábamos distraídos: por espacio de un segundo nos hemos puesto a soñar), no acabamos de comprender de qué nos están hablando. Sin embargo, será inútil volver al principio, poner atención, observar la extraña forma de las frases que se estiran interminablemente como hilo de pescar a fin de unir el verbo dolorosamente doblado y a punto de romperse con su lejano objeto directo que chapalea brillante en las aguas, porque este lenguaje parece que significa algo, pero su referente nos elude constantemente. No es poesía «oscura» en el sentido de la «noche idumea» de Mallarmé o del «me da miedo este chorro, señor fuerte» de Vallejo, lenguajes autorreferenciales que no pretenden extender su mano al espejo del mundo: es oscura porque su lenguaje tiene todo el aspecto de ser referencial y de referirse a algo muy concreto que, como en el estado de duermevela, estamos todo el rato a punto de comprender pero que se nos escapa como ese «tú» del poema de Lezama que huye en el momento que estaba a punto de «encontrar su definición mejor». Es difícil encontrar ejemplos rotundos para algo tan sigiloso –para algo tan hermoso, a menudo, como este final de «Los bungalows» (mi traducción): «Porque sólo tú podrías mirarte a ti mismo con tanta paciencia desde la lejanía / De la forma en que Dios contempla a un pecador camino de la redención, / Hundiéndose a veces en los valles, pero siempre en camino, / Porque todo acaba convirtiéndose en algo, con sentido o sin sentido / Como la arquitectura, dado que fue planeado y luego abandonado al terminarse, / Para vivir más tarde, en el sol y en la sombra, un cierto número de años. / ¿A quién le importa lo que había allí antes? Volver atrás no es posible, / Porque estar inmóvil significa estar muerto, y la vida es movimiento, / Movimiento hacia la muerte. Pero a veces quedarse inmóvil también es vivir». Porque todo acaba convirtiéndose en algo, con sentido o sin sentido, nos dice el poema, igual que sucede en el caso de la arquitectura, añade, precisamente porque (y esta es la extraña lógica de la sintaxis de Ashbery) fue planeado y luego abandonado. Nos detenemos en unas líneas y de pronto las arañas del sentido empiezan a trazar a nuestro alrededor su conspiración: entendemos, sí, pero, ¿qué es exactamente lo que entendemos? Los fragmentos de lo que entendemos no pueden unirse en una totalidad de sentido, las vagas conspiraciones que se insinúan a nuestro alrededor no se suman a medida que avanza el poema, sobre todo cuando se trata de poemas extensos como, por ejemplo, «Un mundo perdido» o «Una ola», desafíos deslumbrantes a nuestra memoria, a nuestra atención y a nuestra sensación del sentido, o lo que es lo mismo, a nuestra sensación de humanidad.

El dioscuro alternativo al Alienígena Amigo es el que llamaremos el Maestro de los Disfraces, cuyo lenguaje no es el propio de un alienígena que imita casi con éxito el nuestro, sino el de un terrestre que crea, bien a sabiendas, un lenguaje deliberadamente autocancelador. Tomemos, por ejemplo «Una bendición oculta» (o «Una bendición disfrazada») ¿Es un poema de amor? No podemos estar seguros. Está dirigido a un «tú» que la voz del poema dice desear conocer, un «tú» que le dice que ambos son el mismo. Tú y yo se enredan, el yo del poema busca a ese tú, no se encuentra a sí mismo, se encuentra a sí mismo como tú, etc. Más tarde, la voz del poema se compromete «por la luz de este salvaje día de enero» a serle fiel para siempre a ese «tú» que «no puede parar de recordar». Entonces, es que ya lo conoció antes, en el pasado. Pero, ¿no lo buscaba (o la buscaba), no lo deseaba (la deseaba)? Y además, ¿cómo serle fiel a alguien a quien ya no se tiene? «A ti, a quien no puedo parar de recordar», y a continuación: «recordar para perdonar». Y llegamos así al final del poema, donde la voz que habla afirma que prefiere «tú» en plural (en inglés, you significa «tú» y «vosotros»), es decir que ese «tú» del poema es en realidad «vosotros» y el otro esencial (¿el objeto erótico?) se deshace en una otredad colectiva. Pero, ¿quiénes son esos vosotros? ¿Esos «ellos» o «ellas» a los que se hacía mención en el primero y extrañísimo verso, «Sí, ellos (o ellas) están vivos y pueden tener esos colores» (¿de qué colores habla?)? Y luego you must come to me all golden and pale, un verso que admite, por supuesto, cuatro traducciones, en singular o plural, masculino o femenino: desde «debes venir hacia mí, todo pálido y dorado» (que es la que elige Rodríguez-Gaona) hasta «pero debéis venir a mí, todas pálidas y doradas». «Y entonces», termina el poema, «comienza a invadirme una sensación de exaltación».

El Alienígena Amistoso nos proporciona, pues, un lenguaje que comprendemos pero que no sabemos a qué se refiere; nos comunica algo con pasión y urgencia, y sentimos su pasión y su urgencia e incluso la húmeda sensación de la comunicación, pero no acabamos nunca de saber qué nos comunica. El Maestro de Disfraces, por otra parte, juega a confundirnos con frases que se anulan mutuamente, ambigüedades que entran y salen de las habitaciones de la gramática como los ratones de los dibujos animados, pero entendemos, a pesar de todo entendemos.

Lo cual nos deja con el último Ashbery, el corazón húmedo e intoxicante de la cebolla, el Músico de la Mente. La música de la mente, tal como la practica Ashbery, tiene una característica sobresaliente que ya veíamos anunciada en la Séptima Sinfonía de Sibelius y luego hallaremos a menudo en la música de vanguardia del siglo XX : la ausencia de repeticiones, la idea de la transformación constante, la ruptura sistemática y casi de una nota a otra, de una palabra a otra, de toda posible expectativa. Un ejemplo: «¿Cuánto más tiempo seré capaz de habitar el divino sepulcro?», uno de esos poemas grandiosos, elusivos, irritantes, geniales, que incluye a todos los Ashbery conocidos, el Escenógrafo, el Conversador, el de las Melodías Animadas, el Homérico, el Alienígena Amistoso, el Maestro de los Disfraces y el Músico de la Mente. Paul de Mann habla de una coerción de la referencialidad opuesta a una coerción de la retórica: la poesía del Músico de la Mente avanza en ambas direcciones, y en unas cuantas más también, sin que la coerción, o la noción de límite, sea visible en parte alguna.

John Ashbery, luminaria de la poesía americana, enseña poesía en el Brooklyn College, fue crítico de arte, vivió en París, estudió en Harvard y Columbia y nació en Rochester, Nueva York, en el año en que se publicaron Al faro y El lobo estepario y Lindbergh realizó el primer vuelo transatlántico y Buckminster Fuller presentó su casa automática Dymaxion y Walt Disney creó a Mickey Mouse y se estrenó El cantor de jazz, la primera película hablada, y Heisenberg enunció el Principio de Incertidumbre: mil novecientos veintisiete.

Es una lástima que la selección de Visor, basada en la que el propio Ashbery preparó en 1985 para Penguin, se vea ensombrecida por una traducción mediocre y llena de errores, errores muchas veces obvios como traducir thechime goes unheard por «las campanas van sin que nadie las oiga» (¿van adónde?) en vez de «nadie oye la campana», «la campana suena sin que nadie la oiga»; what do you make of this? por «¿qué haces con esto?» en vez de «¿cómo interpretas esto?»; that's my luck por «esa es mi fortuna» en vez de cualquier expresión española que signifique «no tengo suerte», todo eso por no entrar en el intrincado y personalísimo inglés de Ashbery, lleno de recovecos y ambigüedades. Como tantas veces sucede, el traductor inexplicablemente cambia concreto por abstracto y, más raramente, abstracto por concreto, y busca soluciones peregrinas y en el borde de lo agramatical cuando el original puede verterse directamente sin mayores problemas. Ejemplo; el título Farm implements and rutabagas in a landscape, fantásticamente traducido como «Implementos granjeros y rutabagas en un paisaje», en vez de, con sólo mirar el diccionario Larousse, «Colinabos y herramientas de granja en un paisaje».

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