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Obra coherente

Poesía completa (1953-1991)

CLAUDIO RODRÍGUEZ

Tusquets, Barcelona, 384 págs.

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Se podría escribir una reseña breve de esta edición de los cinco libros de Claudio Rodríguez (1934-1999) partiendo de lugares comunes como «el poeta de la ebriedad», pero resulta que son estos lugares comunes los que han dificultado la comprensión de su obra. Hasta los años ochenta, por lo menos, Rodríguez era un poeta admirado pero muy poco leído. Don de la ebriedad (1953) era supuestamente un libro inmaduro, producto de una especie de delirio juvenil. Conjuros (1958) representaba el costumbrismo rural de la época, mientras que Alianza y condena (1965) se podía leer como un poemario típico de la poesía «crítica» de los años sesenta. En 1980, cuando yo estudiaba la literatura española en Madrid, estos libros ya no se podían localizar: incluso su libro más reciente, El vuelo de la celebración (1976), se había agotado. El reconocimiento llegó con la publicación de Desde mis poemas (1983), recopilación de los cuatro primeros libros, que ganó el Premio Nacional de Poesía. Unos años después, en 1987, entró en la Real Academia. En esa década, la de su consagración definitiva, el poeta no publicó ningún libro nuevo. Casi una leyenda, su último poemario, no saldría hasta 1991.

Los estudios especializados sobre la obra de Claudio Rodríguez fueron escasos hasta la década de los noventa. Si comparamos las fechas de publicación de los libros de Rodríguez con la cronología de su recepción crítica, comprobamos que hay dos fases sucesivas: la primera, entre 1953 y 1976, cuando el poeta escribió y publicó cuatro de sus cinco libros; la segunda, de 1983 en adelante, cuando esta obra empezó a ser leída y meditada. Desde la época de la poesía social, pasando por el auge de los «novísimos» y llegando al momento actual, esta recepción ha sido lenta y desfasada. Esta poesía, que deslumbra ya desde una primera lectura, requiere una aproximación demorada y cierto nivel de madurez literaria. Se ha repetido hasta la saciedad que Don de la ebriedad es un libro inmaduro, pero el problema no está ahí: la juventud del autor sirvió de coartada para una cultura literaria inmadura, empobrecida, que no supo leer el libro ni en el momento de su aparición ni en las décadas siguientes. Cuando se habla de este libro como si fuera el producto casi inconsciente de la inspiración, o «ebriedad», se produce una confusión muy elemental entre el supuesto origen de esta poesía y la inspiración poética como temática. Lo que hace el joven Claudio Rodríguez es desarrollar toda una teoría de la inspiración poética, investigando la siempre compleja relación entre el poeta y la realidad en un lenguaje nada sencillo. Con frecuencia se plantea la cuestión de qué hacer en los momentos después de que la visión poética ha abandonado al poeta.

Esta búsqueda consciente de la visión perdida, evidentemente, es muy diferente de una celebración ingenua de esta visión. A diferencia de José Ángel Valente, Rodríguez nunca asumió un papel de liderazgo poético o intelectual; ha tenido seguidores, pero es un poeta difícil de imitar, ya que sus rasgos estilísticos –su uso de frases como «tan sin dolor», por ejemplo– son demasiado identificables. Sólo en la poesía catalana de Pere Gimferrer, a mi parecer, se produce una influencia saludable: «Amb tan llum, el cel ja no rentava / la foscor de la mar…».

Tal vez sea la diferencia de lengua lo que permite este homenaje menos explícito a la cosmovisión del poeta zamorano. Escribir, como Rodríguez, en castellano sería invitar a una comparación demasiado directa.

En el espacio que me queda me gustaría reivindicar la inteligencia crítica de Claudio Rodríguez, algo que no queda tan claro para los que lo consideran como un idiot-savant de la poesía. Yo lo había tenido como profesor antes de escribir sobre su obra. Era un hombre culto que había traducido la poesía de Eliot. Su punto fuerte, no obstante, no era la erudición ni el pensamiento sistemático, sino la intuición. Era el antiBousoño: a nosotros, los alumnos norteamericanos, Carlos Bousoño nos brindaba definiciones, clasificaciones, sistemas. Con la arrogancia de mis diecinueve años, abandoné su curso, «Teoría de la expresión lírica», después de la primera clase, razonando que podría aprender lo mismo en el libro homónimo de Bousoño. Aquel día quiso demostrarnos que el primer verso del «Romance de la Guardia Civil española» era de veras poesía, por su desviación respecto al habla normal. (Lorca escribe «los caballos negros son» en vez de «los caballos son negros».) Pocos meses más tarde constaté que un análisis idéntico de este verso figuraba en la edición más reciente del célebre libro de Bousoño. Claudio era otra cosa, claro. Aunque luego me he dado cuenta de la importancia de Bousoño como crítico y teórico de la poesía –entre otras cosas, es el autor de uno de los estudios fundamentales sobre Claudio Rodríguez––, sigo pensando que mi profesor me ofrecía algo más esencial: un modelo vivo de pensamiento poético. Su insistencia de que la poesía no era vitalicia, o sea, que un gran poeta puede dejar de serlo, también me impresionó.

Lo cierto es que Rodríguez jamás escribió un libro mediocre simplemente para ejercer profesionalmente de poeta. Sus largos silencios responden a la necesidad interna de no escribir el típico poemario decepcionante del gran poeta en decadencia. La brevedad de esta Poesía completa, unas 365 páginas, podría ser engañosa en este respecto, ya que se trata de 365 páginas de poesía, quitando los folios en blanco. Rodríguez es el autor de poemas tan magistrales como «Espuma» y «Herida en cuatro tiempos», pero resulta que apenas se nota decaimiento de calidad en muchísimos otros poemas menos conocidos. Tal consistencia es extremadamente infrecuente, aun entre los poetas importantes, que, con mucha suerte, podrían acertar en un poema de cada diez. Afirmar que Claudio Rodríguez es el poeta más significativo de su época podría ser arriesgado, pero no soy el único en opinar así. Gil de Biedma y Valente han tenido más influencia sobre los otros autores, han creado escuela, pero Rodríguez, a mi parecer, supera a todos sus contemporáneos, no sólo en el talento innato, sino en calidad y coherencia de su obra completa.

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