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Memorias que cuentan

La playa del horizonte

JUAN CRUZ RUIZ

Destino, Barcelona, 240 págs.

Los decorados del olvido

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Renacimiento, Sevilla, 542 págs.

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Dentro de ese territorio ambiguo, como bien supo señalar Rafael Cansinos-Assens en su trilogía La novela de un literato, donde lo recordado avanza con un ritmo narrativo intenso, que podría hacer confundir memoria con novela, se mueve La playa del horizonte del canario Juan Cruz Ruiz, que compagina la literatura con otras esferas de la comunicación, así la radio y el periodismo. La playa del horizonte, y vayamos entrando en materia, es un libro caudaloso y sentimental en el que el protagonista, un álter ego de Cruz cuando no directamente él mismo, se desenvuelve en una franca bipolaridad con visos de esquizofrenia. De desdoblamiento de personalidad explícito, siendo así que el sujeto activo de La playa del horizonte, en las páginas tal vez peor empastadas del libro, se deja ver en un frenopático, al que lo llevan sus delirios o alucinaciones, por momentos los del propio escritor, lo que nos conduce a la citada bipolaridad. Que refleja, igualmente, ese paralelismo entre memoria y ficción que Juan Cruz Ruiz parece haber buscado deliberadamente. Y ahora llega la reflexión obligada a quienes gustamos –también– de los escritores memorialistas en estado puro, que es lo que el autor no ha querido ser aquí. Y apunta esta reflexión la posibilidad de que Cruz Ruiz hubiera podido ir más lejos, dada la abundancia de su material autobiográfico, de la riqueza humana del nutrido plantel de escritores que ha conocido (y que en este libro aparecen), habiendo demostrado –simplemente– voluntad para ello. De esta manera, viajes, incidentes eróticos y familiares y encuentros literarios hubieran servido para montar unas memorias de primera mano sin necesidad de coartadas narrativas. Es decir, Juan Cruz Ruiz, escritor muy interesante, dueño de recursos líricos, y aun épicos, notables, hubiese podido enlazar libremente toda su parafernalia sin necesidad de la vaselina que le suministran los espacios oníricos ni las visiones o delirios de ficción que en su libro –seguramente antecesor de otros– se prodigan. De las realidades que aquí se muestran las hay tan recurrentes en libros de memorias de estos años como la llegada del aspirante a escritor al Café Gijón, o a la aparición de mitos como Jaime Gil de Biedma o Juan Benet. También la presencia de aspirantes a mitos a la manera de Ángel González o Joaquín Sabina. Y muy por encima, desde su voluntario enclaustramiento, libros, whisky y escritura, la figura de Juan Carlos Onetti, cuya semblanza alcanza cotas muy altas en La playa del horizonte, como también las páginas más canarias del libro, en las que Juan Cruz recuenta su vida y alza –de nuevo– la de su padre, convertido así en personaje brillante en paralelo relativo con José Hierro, otro que tal baila. Como César Manrique o Saramago en Lanzarote con sus perros: Camoens, Greta y Pepe.

Más, muchos más escritores salen en Los decorados del olvido de José María Álvarez, libro muy voluminoso que, al contrario que el de Juan Cruz Ruiz, ni es novela ni pretende serlo, salvo cuando intercala fragmentos de obras narrativas del propio autor, cuentecillos eróticos escritos para revistas de cuando el erotismo era en España género comercial, poemas y por ahí seguido. Es decir, cuando José María Álvarez pretende darle variedad a un libro tan opulento que de pura autosatisfacción –pocas veces encontraremos un autor más encantado de haberse conocido– podría derivar en la monotonía. De ahí, supongo, ese deseo del poeta cartagenero de crear un libro poliédrico donde también cabe, entre otras técnicas, la del diario. Memorialista, pues, y también dietarista resulta este autor levantino, huésped de los NueveNovísimos de Castellet, reivindicador de Ezra Pound cuando ello resultaba políticamente incorrecto, cínico, libertino, viajero, bon vivant y nadador contracorriente de las aguas de la vida, lo que sin duda le ha conseguido boicots y ninguneos, tal vez, menos abundantes que aquellos de los que Álvarez se pavonea. Porque este libro, dígase ya, tiene mucho de pavoneo, lo que probablemente enfurecerá a algunos y ha de alegrar a otros –entre los que me cuento–, que consideran que la pública exhibición de vicios y virtudes puede resultar compensadora del mundo asfixiado y aun asfixiante en que vivimos. En este sentido, las peripecias de Álvarez, bebedor y amante fogoso (por más que ambas cualidades pudieran contradecirse), lector compulsivo y melómano, viajero decadente y degustador de nínfulas, amigo de luminarias del mundo literario y estudiante en una universidad zopenca, pudieran hartar a quienes no gustan del exhibicionismo, menos todavía cuando éste no va acompañado del esperado –y santificante– «mea culpa». Lo estimulante de este libro, en mi opinión, y aparte de la escritura desenfadada y liviana que lo envuelve –Álvarez, en honor a la verdad, no se pone nunca estupendo–, es el toque cínico que lo acompaña; un agradable bouquet que nos reconcilia con la especie escritora, y como Álvarez parece vivir bien y disfrutar de la vida como una especie de Blasco Ibáñez aunque –la verdad– visto con unos gemelos puestos del revés, este grueso volumen hace concebir la esperanza de que para ser escritor no hace falta pasar privaciones ni ejercer hábitos vergonzantes ante ningún poderoso. Los decorados del olvido, en fin, y para no desmentir recurrencias sentimentales del grupo generacional del cartagenero, se detiene con delectación en Venecia, resultando casi guía literaria y artística de tan decadente ciudad. Hermosas son también las páginas dedicadas a Roma. De los escritores enunciados por Álvarez resultan sintomáticos todos aquellos que circulaban por el Madrid del tardofranquismo y la transición pero –sobre todo– brilla la contrafigura de Borges, María Kodama. Y luego todo el sexo y el alcohol de que fueron capaces aquellos años tremendos pintados por un desaforado, tierno, elegante y con capacidad de diluir venenos que surtan efecto, como es José María Álvarez, viejo novísimo.

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Ficha técnica

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