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Ensimismamiento y segundo sentido

ELOGIO DEL INDIVIDUO. ENSAYO SOBRE LA PINTURA FLAMENCA

Tzvetan Todorov

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores,

Trad. de Noemí Sobrequés

304 pp.

25 €

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A aquellos que no siguen asiduamente la evolución de la escena intelectual, puede que les resulte extraño oír en la actualidad de Tzvetan Todorov; en más de un sentido, leerlo ahora suscita recuerdos del pasado, cuando París marcaba el rumbo de la filosofía y la crítica literaria; o, quizá mejor dicho, cuando allí se producía una singular emulsión no sólo de filosofía y crítica literaria, sino de psicoanálisis y marxismo, de experimentalismo frenético y de formalismos propios de los maîtres penseurs.

Deleuze y Guattari, Derrida y Lacan, Philippe Sollers y Julia Kristeva, Foucault y Lyotard, Barthes y el propio Todorov, fueron algunos de los grandes sacerdotes de este culto que poseía en la revista Tel Quel (1960-1982) a su más elocuente órgano de expresión. No todos los integrantes de este hermético círculo, sin embargo, eran iguales ni han sobrevivido de la misma manera; muchos resultan hoy día poco más que curiosidades eruditas. ¿Quién se acuerda en la actualidad, por ejemplo, de Marcelin Pleynet y sus apriorísticos criterios estéticos de support/surface? ¿Quién recurre ahora, excepto quizá con ironía, a «rizomas» edípicos o contrapone langage-objet a meta-langage? Curiosamente (o quizá no tan curiosamente), los protagonistas de este movimiento que siguen interesando mayoritariamente en la actualidad, que siguen, en definitiva, teniendo algo que decir, son aquellos que, supremo sarcasmo, mejor escriben o escribieron. Para una corriente de pensamiento que, entre otras cosas, se proponía la deconstrucción/destrucción del lenguaje (y la practicaba hasta la extenuación del lector en el nouveau roman) no deja de ser significativo que sólo haya podido seguir circulando a través del valor literario, a través del placer del texto; este fue el caso, por ejemplo, de Michel Foucault o Roland Barthes. Pero también lo es, y superlativamente, de Tzvetan Todorov.

Todorov encarna a la perfección la figura del intelectual europeo desgarrado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría y encarna igualmente una metamórfica capacidad de adaptación a nuevos entornos y nuevas lenguas. Huido de su Bulgaria natal en 1963 y nacionalizado francés (aunque se autodefine como un «hombre desplazado»), su manejo de la lengua de adopción es tan preciso y fluido como el de un Panofsky o un Nabokov escribiendo en su inglés adoptivo.

En este proceso de adaptación de Todorov desempeñó un papel sumamente influyente Roland Barthes, con el que estudió filosofía del lenguaje; influyente por partida doble, pues, si, por un lado, fue seguramente a través de su seminario de 1966 como conoció la obra teórica del formalista ruso Mikhail Bakhtine, de quien derivaría algunos conceptos claves, por otro, del propio Barthes debió de aprender su extraordinaria precisión en el discurso y esa capacidad para desmenuzar analíticamente los fenómenos sociales que el maître penseur francés exhibía con auténtica perversidad en sus Mythologies (1957)aplicándola a las más banales experiencias.

Sin embargo, a partir de 1982, cuando publica el libro La conquista de América: el problema del otro, donde aplica el concepto bakhtiniano de exotopia, el interés de Todorov se aleja del campo, quizás excesivamente artificioso ya, de la semiología, para virar hacia temas históricos y, en definitiva, morales, desde los campos de concentración nazis al espíritu de las Luces; y también para adentrarse en el terreno de la historia del arte, con trabajos como su Eloge du quotidien. Essai sur la peinture hollandaise du xviie siècle» (1993) o el que ahora nos ocupa, Elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento (1.ª ed. francesa, 2000).

Cualquier lector interesado por la historia del arte habrá podido comprobar reiteradamente cómo las aportaciones más sugerentes en este terreno se deben en general a autores de fuera de la disciplina, exotópicos, por decirlo con Bakhtine. No es un fenómeno absolutamente nuevo: el propio Burckhardt (1818-1897) fundador de la misma, se formó en la historia cultural y sólo se centró en enseñanza de la historia del arte a partir de 1886; de hecho, en el libro que funda científicamente la historia del arte, La cultura del Renacimiento en Italia (1860) apenas se mencionan las obras de arte excepto por su valor documental.
Esta comprobación empírica se confirma con el libro de Todorov –entre otras cosas, filósofo, semiólogo, historiador, crítico literario, etc.–, cuyo título mismo constituye ya toda una provocación. En efecto, unir en un mismo enunciado nociones como «pintura flamenca» y «Renacimiento» seguramente resultará incompatible para muchos (excepto si se usa en un estricto sentido cronológico); en realidad, la pintura flamenca ha sido tradicionalmente tenida, desde una perspectiva «italocéntrica», como una especie de fenómeno exótico, refractario al desarrollo «normal» del arte europeo: incluso se ha llegado a acuñar para poder clasificarla la noción de un Rinascimento senza Antichità.

Por otro lado, el concepto de individuo, es decir, el concepto de hombre capaz de asumir conciencia de sí mismo y, entre otras consecuencias, capaz de escapar del determinismo estamental medieval por medio de su virtù había sido definido ya por Burckhardt en su Cultura… como uno de los pilares que definen el inicio de la Era Moderna, que él, naturalmente, aplicaba al caso italiano. Peroresulta insólito encontrarlo referido al mundo flamenco del siglo xv, que, por utilizar la expresión de Huizinga, continuaría viviendo en el siglo xv un prolongado «otoño de la Edad Media»Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media. Estudios sobre las formas de vida y del espíritu durante los siglos xiv y xv en Francia y los Paí­ses Bajos (1.ª ed. hol., 1919), trad. de Luis Blanco Vila, Madrid, Torre de Goyanes, 2006.. Son justamente estas contradicciones, sin embargo, las que surgen cuando se intenta aplicar el esquema interpretativo convencional del arte del Renacimiento a una realidad distinta de la italiana, las que otorgan mayor densidad al ensayo de Todorov y le permiten emplear a fondo su capacidad analítica, como, para empezar, resulta obvio con esa propia noción de individuo.
Ya en su libro clásico Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento (1.ª ed., 1927)Curiosamente no citado por Todorov en su bibliografía. Cito por la edición francesa, Individu et cosmos dans la philosophie de la Renaissance, París, Éditions de Minuit, 1983., Paul Oskar Kristeller destacaba el papel fundamental de Italia y, más específicamente, del círculo florentino de la villa de Careggi, con Ficino, Landino y Benivieni, en el de­sarro­­llo de una teo­ría moderna del individuo, fundamentada en el Eros platónico. Las aportaciones de Bartolomeo Fazio, Manetti, Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa y tantos otros pensadores confluyeron igualmente en esta nueva ubicación del hombre en el cosmos. Y parece innegable que la nueva valoración del individuo, que es perceptible en el arte italiano del siglo xv, estuvo influida hasta cierto punto por esa corriente teórica, que tuvo como resultado, entre otras cosas, el de­sarrollo, tanto en pintura como escultura, de un género como el retrato, casi inexistente en la Edad Media.

Paradójicamente, en el «retardatario» ámbito flamenco, y contemporáneamente, se produjo también un espectacular desarrollo del arte del retrato, ya como género autónomo, ya formando parte de imágenes de devoción. Ahora bien, existirían significativas diferencias entre el retrato italiano y el flamenco; o, por decirlo de otra manera, entre la representación del individuo en ambas tradiciones artísticas. En la tradición del retrato italiano siempre estuvo presente un sustrato de idealización, una cierta tensión entre los polos de verdad y belleza, que Miguel Ángel encarna en su forma más extrema; baste recordar en este sentido cómo, ante ciertas críticas por el nulo parecido que los Capitani mediceos, Lorenzo y Giuliano, esculpidos por el artista en la Sacristía Nueva de la basílica florentina de San Lorenzo, guardaban con sus modelos, su respuesta fue que en mil años nadie se acordaría de cómo fueron éstos realmente, pero todos seguirían admirando la grandeza que él les había otorgadoÉdouard Pommier, Théories du portrait de la Renaissance aux Lumières, París,Gallimard, 1998, p. 137..

Un somero repaso a la pintura italiana de los siglos xv y xvi evidencia que el retrato se debatió entre la fidelidad al individuo y la tentación del tipo; y parece también claro que, cuando la balanza se inclinó decididamente del lado de la verdad del individuo, como en el retrato de un anciano de nariz deforme de Ghirlandaio (Louvre), ese realismo implacable se debió a una fuerte influencia de la pintura flamenca, tan admirada por el florentino, como ya pusiera de relieve Venturi hace añosLionello Venturi, Il gusto dei primitivi (1.ª ed., 1926)..

En este sentido, y en contraste con el medio italiano, Todorov señala cómo la nueva valoración de lo humano –de lo individual– en el mundo flamenco se produjo, más que a través de especulaciones filosóficas, a través de la corriente espiritual conocida como devotio moderna, plasmada, entre otros, en los escritos de Jean Gerson y, sobre todo, de Tomás de Kempis. De­sa­len­ta­dos por la artificiosidad y sutilezas de la teología escolástica, los adeptos a la devotio buscaron una espiritualidad más simple y directa, más humana, donde lo material, lejos de ser algo despreciable per se, adquiriese nueva dignidad, hasta el punto de superar las limitaciones del dictum de san Buenaventura de ser una mera «via per visibilia ad invisibilia». Siguiendo esta misma corriente, sería lo individual concreto, no lo genérico o tipológico, lo que vino a predominar en el retrato flamenco; la plasmación de lo real con todos sus valores, pero también con todos sus defectos e imperfecciones.

Siguiendo una noción barthesiana, Todorov apunta cómo, en la Flandes del siglo xv, la pintura comienza a «espesarse»; en la Edad Media, la función de la imagen había sido, en general, la de conducir la mirada y la mente fuera de ella, literalmente fuera del cuadro, convertido en mero signo capaz de elevarnos a lo trascendente. La pintura, de este modo, debía ser «transparente», sin capacidad para entorpecer su verdadero objetivo. Con la nueva concepción de lo humano, aun sin perder un carácter trascendente, éste permanecerá en arrière-plan, mientras se superpone paulatinamente un placer por lo real; o, diríamos más bien, un placer por lo «hiper-real».

En The Doors of Perception, Aldous Huxley escribía, para explicar el resultado de la mescalina en su visión, cómo, cuando estaba bajo su efecto, al mirar sus piernas, le parecía que la raya de su pantalón la hubiera dibujado Van Eyck. Y, en efecto, ese alucinado realismo, esa visualidad agudísima de los artistas flamencos que hace que podamos prácticamente contar cada cabello de la cabeza de un ángel, o que podamos reconstruir con toda precisión el minúsculo reflejo de un espejo, como el Johannes de Eyck fuit hic 1434 del Matrimonio Arnolfini descubren una fascinación por el universo material y humano que lo sitúa bien lejos, pero en absoluto a un nivel inferior, de los artistas italianos.

Ahora bien, siendo esto así, siendo los retratos flamencos de un verismo portentoso, ¿por qué nos siguen pareciendo menos reales que los italianos? Para Todorov, parte de la extrañeza que nos producen y que es simultánea con su fascinación, residiría en la incapacidad o, mejor dicho, desinterés de los artistas flamencos por construir el espacio de un modo racional. Lejos de la costruzione legittima, teorizada por Alberti y Piero della Francesca, el espacio en Campin, Van Eyck o Van der Weyden es un espacio construido empíricamente, con varios puntos de fuga. Pero sería ingenuo achacar a incompetencia esta circunstancia; es más probable que, al mismo tiempo que la figuración de lo humano se reafirmaba en su propia naturaleza con su animoso fuit hic, el espacio, en vez de permanecer como mero contenedor, adquiriese también nuevos valores simbólicos.

La necesidad de «humanizar» la historia sacra, abandonando las abstracciones medievales, influyó, sin duda, en los artistas y en sus comitentes para situar las escenas evangélicas en ámbitos domésticos contemporáneos, como plasmación de unos acontecimientos que no sólo habrían sucedido en un momento histórico concreto, sino que seguirían repitiéndose cotidianamente. El espacio de la pintura flamenca del siglo xv vendría definido, pues, no por una razón geométrica, sino por impulsos emocionales y por los esquemas representativos medievales a los que estaban habituados.

Desde luego, en la pintura italiana contemporánea también se produjo –y quizás aún más– esa confusión entre los planos terreno y divino: baste pensar, por ejemplo, en los frescos del ya citado de Ghirlandaio en la capilla Tornabuo­ni de Santa María Novella; pero un mun­do de diferencias separa esos frescos de una tabla flamenca.

Estas diferencias se deben seguramente, más que a divergencias generacionales, a circunstancias muy concretas. Como ya estudiara magistralmente Aby Warburg, la capilla Tornabuoni de Ghirlandaio constituye una elocuente muestra del mecenazgo ejercido por el patriciado florentino en el Quattrocento: la función de los frescos era exaltar a los patronos, que aparecen minuciosamente retratados, mezclados con las figuras sacras y en interiores redolentes de sus propios palacios. Precisamente por su misma naturaleza laudatoria, se trataba de grandes ciclos al fresco que estaban expuestos a la contemplación pública.

Los retratos flamencos, por el contrario, particularmente aquellos en los que los retratados aparecen en sacra conversazione, cumplían una función bien diversa: eran una pintura privada, propia de oratorio. Su ejecución, gracias a la refinadísima técnica del óleo, permitía un grado de definición incomparable y, por tanto, una mirada cercana. En suma, se trataba de una pintura hecha, no como vehículo autocelebrativo, sino como ayuda a la contemplación, religiosa o no.

Lejos, pues, de una exhibición de estatus social, al modo italiano, las imágenes sacras con orantes de la pintura flamenca del siglo xv, pese a toda la minuciosidad que nos hace percibir cada detalle de los rostros, de las manos, de las texturas, conserva un aura de espiritualidad que impregnará también los retratos aislados. Y es ese quid inmaterial –que, por falta de calificativo mejor, sólo podríamos indicar como ensimismamiento– el que otorga una turbadora presencia a los efigiados. De hecho, se produce la paradoja de que los rostros que nos parecen tan reales, tan próximos, encierran algo que se nos escapa, que no podemos definir. Como escribe Todorov, «reproducen los rasgos par­ticulares […] y a la vez sugieren un segundo sentido».

Este mismo clima de misterio llegaría a impregnar toda una corriente de pintura «quietista» holandesa, y no solamente en los retratos. En escenas aparentemente banales como las representadas por Vermeer, por ejemplo, intuimos igualmente tras la figuración de lo cotidiano un hálito trascendente, hasta el punto de que una criada vertiendo leche de un jarro adquiere un sentido de deliberación y seriedad casi sacramental.
Las reflexiones de Todorov –que, por otro lado, hacen referencia a otros momentos de la historia del retrato, como las imagines maiorum romanas o las efigies a la encáustica de el-Fayum– constituyen una extraordinaria síntesis sobre un género absolutamente en crisis actualmente e incluso menospreciado por la crítica, pero al mismo tiempo nos abre un resquicio para explorar una realidad remota. Por lo demás, la claridad y precisión del autor, perceptible incluso en la traducción, hace que la lectura del libro sea un auténtico placer.

 

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