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“Sistemar esta inmensa Monarquía”

La Monarquía de España

MIGUEL ARTOLA

Alianza, Madrid, 641 págs.

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No obstante, si no me engaño, estas reflexiones pueden llevarnos a principios sólidos para sistemar esta inmensa Monarquía y apartar de los ojos envidiosos y codiciosos de las demás potencias toda facilidad de enturbiar nuestras posesiones sin un riesgo evidente de escarmiento.

ALESSANDRO MALASPINA
Axiomas (1789) 

En 1479 –reténgase la fecha, porque es la fecha– no escaseaban precisamente los pronunciamientos proféticos en un ambiente peninsular de cierta intensidad escatológica. Uno de esos pronunciamientos viene a cuento aquí y ahora. Un oscuro bachiller, de apellido Palma, desveló cuál habría de ser el tiempo final de lo que allí se fraguaba: «los rreynos d'Espanna –afirmaba– en un rreyno vendrán»Palma, Divina retribución sobre la caída de España, 1879, pág. 79.. Es el guión del último libro de Miguel Artola. Desactivada la tonalidad apocalíptica, reemplazada por la más newtoniana de Malaspina, se tiene con La Monarquía de España la crónica de ese nacimiento anunciado, la reconstrucción historiográfica del cumplimiento de esa profecía. Atenerse al lenguaje de Malaspina para hacerse cargo del argumento de Palma –profetismo, proyectismo–, esa es la operación. Para un fin de siglo que además es fin de milenio, y que al menos desde hace cincuenta años espera «el libro» que contenga ese «desvelamiento»En 1950 y desde Cambridge: «"el Libro" sobre la Monarquía de los Austrias o Imperio Español todavía está por escribirse, pero antes de que sea posible llevar a cabo cualquier obra acabada y completa sobre esta asociación de Estados y países hace falta mucho trabajo de azada», así J. M. Batista i Roca, presentando el estudio sobre Sicilia de H. G. Koenigsberger que luego comentaré. Y este último, casi veinte años después, mediando un considerable trabajo de azada, propio y ajeno: «No está lejos la posibilidad de escribir "el libro" de la Monarquía de los Austrias del que J. M. Batista i Roca hablaba»., no puede decirse que esté nada mal, tener, por fin, que habérselas con los axiomata de este texto.

El libro transparenta, quizás más que otros anteriores, talante y obsesiones del autor. El talante es el de quien –y recurro a testimonio autorizado– procede, antes y quizás más ahora, «con el fervor científico de un hombre de letras creyente en los principios de la termodinámica»J. A. García de Cortázar, «Miguel Artola y los ámbitos de nuestro mester: historia universal, historia nacional, historia regional», Revista internacional de Sociología, 47/3, 1989, pág. 482.. Enfrentarse a diez siglos de desenvolvimiento constitucional de radio más que peninsular –de hecho, universal– rindiendo seiscientas páginas donde no falta un hilo conductor para todo ese laberinto: eso puede hacerse cuando –y recurro, de nuevo a testimonio no menos autorizado– «la más favorita de las obsesiones» consiste en «que los árboles no impidan ver el bosque»P. Fernández Albaladejo, La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa, 1766-1833: cambio económico e historia, Madrid, Akal, 1975, pág. 12.. En cualquier caso, con La Monarquía de España se consigue la cancelación de una asignatura pendiente en nuestra historiografía: para una historia moderna general, genéricamente «de España», una primera identificación del sujeto en su globalidad. Es buena noticia, ahora que, a punto de agotarse el siglo, también parece en trance de resolución otra anomalía, la otra gran asignatura pendiente de esa historiografía: la construcción por la Academia del correspondiente Diccionario BiográficoEl País, 25 julio, 1999, pág. 36.. Puede que tengamos así biografía mayor y biografías –miles– menores. No cabe historia sin ambas.

El lector puede felicitarse. Si es que consigue llegar al final del viaje que supone la lectura. El texto no se lo pone fácil. Ya se ha dicho que con el último Artola se tienen muchos árboles, pero sobre todo se tiene el bosque. Pero con el bosque se tienen, también, Holzwege, «caminos de bosque»: caminos que «medio ocultos por la maleza, cesan bruscamente en lo no hollado»M. Heidegger, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, pág. 9.. El bosque de plantación artoliana, notoriamente animado, está repleto de esos «caminos de bosque». Interesa hacerse con el principio de su animación, con su esprit –antes que acometer la poda, o tala, de los árboles–. Identificar el gesto, el rasgo, con el que se figura La Monarquía de España, es la tarea primordial de la lectura. Vengo haciéndolo, quizás precipitadamente, desde mi primer párrafo. Artola, que desconfía de las sirenas –suelen presentarse en forma de «doctrina»Página 28, discutiendo con Kelsen sobre formas de Estado: «Al igual que ocurre con las sirenas, la definición es precisa; lo difícil, encontrarlas».– advierte, desde el mismísimo arranque, que procede desde cero, sin más autoridades que la de los «hechos» y las «fuentes primarias». No es, desde luego, la primera meditación acerca de una monarquía y su constitución, que anuncia el resultado de esa meditación –su criatura– como prolem sine matre creatam. Maternidad la hay, sin embargo. Antes de recobrarla, conviene presentar a la criatura.

CRIATURA

En La Monarquía de España Artola propone un tríptico dotado de movimiento. Primero se ofertan las opciones. Luego se decide a favor de una de éstas. Más tarde, esa opción se reconduce, cuando menos tendencialmente, hacia la opción en principio desestimada. Fin de la historia, y sin dialéctica. Pero no final de las tribulaciones para la lectura, que debe atender, quiera o no, más allá del texto, a un desarrollado paratexto: lema, capítulo de agradecimientos, pórtico teórico de monarchia, recapitulación final «en mil palabras» –más los oportunos índices, nada inocentes, «de cosas» y «de personas»–.

Las opciones, primero. La primera parte –son doscientas páginas–, «los reinos medievales», las ofrece. Territorios nivelados en un solo espacio, para componer «el reino» de Castilla, por una parte; y por otra, territorios que al compaginarse entre sí conservan su capacidad de distinguirse y forman «la Monarquía», de Aragón y de Navarra. A su vez, se ha tomado nota, al rendir cuenta del «reino», de una distinción notable en su seno: la que representa otro tríptico, el territorial del señorío de Vizcaya, provincia de Guipúzcoa y hermandad de Álava. Todo este paisaje se recorre dos veces, se pasa y repasa: para contemplar en una primera vuelta, cómo se «legisla», y en una segunda, cómo se «gobierna». Cada uno de los nudos del tejido institucional –Corona, Corte, Cortes, Consejos…– recibe la correspondiente atención sin perder nunca de vista el jalón en torno al cual pivota el argumento: mediados del siglo XII , constitución de la monarquía aragonesa. El cuadro así compuesto va precedido –como será norma en el resto de la exposición– de un arranque algo más movido, de constitución y conformación de territorios al compás de la cronología, «reyes y reinos». Aquí, en el arranque real del libro (p. 41), la prosa misma, la piel del texto, sorprende a la lectura con una acometida a cuya cita no me resisto: «Primero fueron los hombres, cientos, miles, montados y armados, en busca de refugio en las montañas o de protección entre los francos. Cuando el flujo se interrumpió, los de Asturias se encontraron bastantes para gobernar la tierra». Y cuatro páginas más allá: «Más tarde fueron los reinos, tantos como príncipes, constituidos al ritmo de las conquistas, con fronteras discutidas y revisadas una y otra vez». Si el lector se recupera, no tiene, por lo demás, dificultades mayores para extraer el mensaje central de este primer tiempo: el modelo está en Aragón, en la monarquía aragonesa, compaginación territorial catalanoaragonesa que deja su impronta sobre el correspondiente esquema de gobernación.

Segundo tiempo (en trescientas páginas): esa monarquía, aragonesa, se disuelve al formarse una «Monarquía» más dilatada, pero sobre la que preside la misma lógica de distinción de territorios. La fecha es 1479, y la construcción resultante, la «Monarquía de España». Se repasan los territorios, reinos o no, que la componen. Se vuelven a repasar «legislación» y «gobernación» para cada uno de ellos, desde la clave de bóveda de la corte –secretarios, consejos, juntas, validos– hasta el mosaico territorial de un solar notoriamente incrementado: el «reino» de Castilla (de nuevo abrigando distinciones: Asturias, Galicia, Canarias, además de las apuntadas), «los reinos» en la Península (ahora con Portugal), y los reinos más allá de la Península (Indias, las islas, la Italia y la Europa española). La correlación entre producción normativa mediante consentimiento, y la que procede mediante consejo, con su basculamiento a favor de esta última, así como el conjunto dispositivo resultante se lleva un buen puñado de páginas. Y de nuevo: esa dilatación territorial que se ha repasado pieza a pieza, ha sido antes presentada en el consiguiente intermezzo de fisonomía cronológica, «constitución y composición de la Monarquía», con su punto de partida en 1479, y su redondeamiento a finales del XVI , sin que falten perspectivas sobre tensiones y desgarramientos del tejido territorial en el XVII . De los Presidios de Toscana a Portugal, no parece que falte pieza alguna, tomándose nota de entradas y salidas.

Y (en setenta páginas) tercer acto: la «Monarquía» deviene «reino», abrazándose ahora la opción antes desestimada. Habiéndose declinado entrar en el debate historiográfico –abrazo mortal– acerca de castellanización de España e hispanización de la Monarquía, se viene ahora a caracterizar la condición, ahora sí «absoluta» de la Monarquía, en cuanto forma de gobierno, y la fisonomía, como «Reino» , del conjunto –sin desatender, sin embargo, la condición de un «régimen foral» cuyas transformaciones, en cualquier caso, no se presentan como resultado de un diseño sino de avatares circunstanciales. Para el «Reino de España» y –casi telegráficamente– para «Indias» se vuelve a plantear el juego de «legislación» y «gobernación», tomando nota, para la primera, de la mutación constitucional experimentada por las secretarías, ahora dotadas de responsabilidad. También ahora, todo este cuadro institucional, punto de llegada del relato, se dibuja tras el correspondiente acceso cronológico, «De la Monarquía al Reino de España e Indias», donde los avatares del conflicto civil y europeo acerca de la sucesión de la Monarquía a principios del XVIII sirven para plantear la cuestión de la abolición y reducción de fueros, y su engarce con lo que realmente importa: no tanto esa reconducción foral, cuanto una nueva forma de legislar a partir de la posición constitucional alcanzada por los secretarios de Estado y del Despacho.

La dinámica en tres tiempos que forma el cuerpo del libro enraiza en un capítulo inicial, «Monarquía» –así, a secas– donde, arrimando el hombro Aristóteles y Kelsen, se reconstruyen las premisas más teóricas de la construcción toda, y se apuntan vistazos comparativos respecto a otros edificios de planta semejantemente monárquica –Monarquía de Francia, Reino Unido, Monarquía Austriaca–. Se deja claro aquí que nos movemos en las coordenadas de una historia del poder, de la que no se sale cuando de legislación se trata –poder siempre–, y se introduce la posibilidad de limitación de ese poder siempre como hipótesis doctrinal, sin otra plasmación que la especulativa. No están de paso Aristóteles y Kelsen, en todo este trasiego. En torno al primero se construye lo fundamental de un argumento de historia del poder que llega a un punto de inflexión crucial cuando –mediados del siglo XIII – con la actividad traductora de Guillermo de Moerbeke, su idea de monarquía se convierte en fuente para la especulación sobre la limitación de ese poder. En torno al segundo, se trenza la cuestión de la «forma de Estado», zanjada mediante el par «Monarquía»/«Reino». Al final de este arranque (p. 38) se señala sin posibilidad de equívocos hacia el centro gravitacional de todo el sistema, «el paso de la monarquía al reino», producto de «la aparición de una forma de legislar nueva». Al principio del libro, el final de la historia. Ya hemos visto que también acababa aquí el cuerpo del relato. La recapitulación final «en mil palabras» termina en el mismo sitio: en la «responsabilidad» de los secretarios como fuente de poder, y su manifestación en una forma nueva de legislar. El acorde final, diez últimas líneas, vuelve a arracimar sus notas –esta vez, europeas– en torno a la noción de poder. Da capo, pues. El sistema se cierra sobre sí mismo. A la vista del lema con que se presenta –«De eso se trata, de construir el mundo»–, no puede decirse que no se proceda con consecuencia, en todo este esfuerzo por «sistemar esta inmensa Monarquía».

PROLE ARTOLIANA

Hasta aquí, el texto. Conviene rastrear sus orígenes. Esto es, ponerlo en el contexto de la obra propia. Puede darse así con alguna de sus claves. Supone dar espesor a ese «dada la falta de ideas con que comencé» (p. 17) con que en el capítulo de agradecimientos se recapitula sobre la génesis del libro. Afortunadamente, para esta invitación a la arqueología el momento es propicio: en este mismo 1999 en que aparece F, se reaparecen algunos de los hermanos mayores –por primeros– de la prole artoliana: se reeditan –por la Academia– sus estudios introductorios a ediciones de textos en la Biblioteca de Autores Españoles; también se recupera el monumental Reinado de Fernando VIILos primeros, como Hombres en tiempo de crisis, Madrid, RAH/Clave Historial, 17, 1999. El segundo, en Espasa Calpe/Ensayo y Pensamiento, Madrid, 1999.; en fin, se prepara –en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales– la reaparición de Los orígenes de la España contemporánea, que sin ser primogénito resultaría un poco el mayorazgo de toda esta historia. Con esto a la vista, orígenes al cuadrado, repasemos una trayectoria. Es la raíz de todo.

J. A. Maravall, recapitulando en mayo de 1982 acerca de esa trayectoria, adelantó una atinada observación: desde su producción primera, cada una de las entregas «va saliendo articulada de tal manera que cada obra nueva se solapa sobre las que la anteceden y prolonga hacia delante su marco». Se mueve Artola, con el tiempo, «en el sentido de la flecha del tiempo»J. A. Maravall, en «Discurso de contestación» al de M. Artola, de recepción en la RAH, Declaraciones y Derechos del Hombre, Madrid, 1982, págs. 80-81. Secundado en esto por G. Anes, «Presentación» de M. Artola, «El Antiguo Régimen», conferencia de febrero de 1992, Ciclo de conferencias de la Real Academia de la Historia pronunciadas en la Fundación Ramón Areces, Madrid, 1993, pág. 52.. La observación es justa. Pero quizás incompleta, porque puede apuntarse que no menos Artola procede en transgresión de la flecha del tiempo. Un poco como el letrero de ese tranvía polaco que evocaba Finkielkraut en su último libro: «Avancen hacia la parte de atrás»A. Finkielkraut, L. Ingratitude, París, 1999; y ElPaís, 23 agosto, 1999, pág. 10.. Ya en Los afrancesados (1953)Desde aquí puede ayudar la bibliografía señalada en Antiguo Régimen y Liberalismo. Homenaje a M. Artola, vol. 1: Visiones Generales, Madrid, UAM, págs. 193-196.la investigación sobre el tiempo de la Guerra de Independencia constituía también una meditación entre líneas acerca de la identidad de la élite ilustrada de tiempos de Carlos III. Con El reinado de Fernando VII (1968) se avanzaba hasta 1833: no sin el contrapunto de un retroceso hacia el XVIII en un artículo muy significativo, «América en el pensamiento español del siglo XVIII » (1969). La ampliación del panorama, siempre adelante, hasta 1868 ––en La burguesía revolucionaria (1973)– y aún más allá –en Partidos y programas políticos, 1808-1936 (1974), no se hizo sin rendir, al mismo tiempo, una imagen global del «Antiguo Régimen» firmemente asentada sobre el XVIII , con atrevimientos hasta tiempos de cartularios y monasterios: era, en 1978, Antiguo Régimen y Revolución liberal.

El salto viene ahora. El salto adelante que es «avance hacia la parte de atrás» definitivo y que contiene algunas de las claves cifradas del libro que nos ocupa. Hacia 1977, Miguel Artola se embarca en dos proyectos que le obligan a una excavación sistemática de siglos bajomedievales y sobre todo altomodernos. Rinde cuenta de ellos en publicaciones de 19821983: exactamente en el punto en que el capítulo de agradecimientos de La Monarquía de España (p. 17) nos dice que se ha concebido la criatura, iniciándose la gestación. Son La hacienda del Antiguo Régimen (1982: con su complemento en ese mismo año, La economía del Antiguo Régimen, IV: Las Instituciones); y La legislación del Antiguo Régimen, donde Artola anima la encuesta de un colectivo, el Grupo 77, a cuyo trabajo se da publicidad a finales de 1982. Ha sido entre 1977 y 1982. Cuando en mayo de 1982, con el discurso de ingreso en la Academia de la Historia, Artola hace avanzar sus preocupaciones hasta el ahora mismo de ese momento –mayo de 1982: buen momento para hablar de derechos y deberes del ciudadano– en un ejercicio de perfecta, olímpica, simetría, ha concebido, contrariando a la flecha del tiempo, la constitución de la Monarquía, la decisión de toda esta historia en torno a 1479. En el puñado de páginas que prologan las obras que acabo de citar se adivina ya La Monarquía. Puede recurrirse a ellas todavía con provecho para luego intentar hacerse con la mole del texto de 1999.

Se trata de una encuesta sistemática que ha obligado a Artola a enfrentarse frontalmente con la constitución territorial de la monarquía, al compás de la interrogación acerca de sus entresijos fiscales y laberintos normativos. Allí se ha topado Artola con los materiales de composición de la «Monarquía de España». Allí está la concepción, en todos los sentidos. No es instantánea, va de 1977 a 1983. Luego viene la gestación, entre 1983 y ahora mismo. Durante esa gestación, y en sucesivos raptos de distracción, Artola se inventa una revista, saca adelante una Enciclopedia de Historia de España, reescribe La burguesía revolucionaria. Y escribe y descarta borradores de la Monarquía. Algunos pueden leerse: el capítulo El Estado de la mencionada Enciclopedia (1988), o el resumen (en 1997), no sé si «en mil palabras», de toda la operación al compás de una reseña sobre «Las leyes del Reino»«Las Leyes del Reino», en Saber Leer, 109, noviembre 1997, págs. 6-7, que me parece más diáfano, en cuanto a posiciones artolianas, que la citada «revisión en mil palabras»..

MATERNIDAD DESCARTADA

¿Qué se tiene? Artola ha penetrado en el material de un «Antiguo Régimen» para toparse con la realidad de una «Monarquía de España». Esta inmersión se ha hecho bajo el signo de «hacienda» y «legislación». La excavación procede siguiendo esas dos vetas. Sólo ellas, o cuando menos primariamente ellas. Desde luego sale a superficie un espléndido material. Y se abandona otro, quizás no menos precioso, en las profundidades. El abandono es irreversible. Las condiciones de concepción se convierten en rasgos de identidad genética de la criatura que al final se alumbra. Son las preocupaciones propias del proyectismo del XVIII . Preocupaciones que, si bien familiarizan con el universo plural, para empezar territorial, de la Monarquía, fuerzan, si sólo se persigue esa veta doble, a pensar ese material con sus conceptos: «sistema de rentas», «ciencia de la legislación». No es el primero que empieza con lo del «sistema de rentas», y desemboca en lo de «constitución» –del «reino»–, conseguida mediante más o menos legislaciónP. Fernández Albaladejo, «El decreto de suspensión de pagos de 1739. Análisis e implicaciones», Moneda y Crédito, 142, 1979; y luego «León de Arroyal: del sistema de rentas a la buena constitución», en Haciendas Forales y Hacienda Real, E. Fernández de Pinedo, ed., Univ. Del País Vasco, 1988, págs. 95-111.. Es, cabalmente, Malaspina: «El nivelar a pocos principios políticos el sistema implicado de las Rentas de España […] siempre me ha parecido un estudio tanto más agradable cuanto mayor era la oscuridad de que le veía rodeado y mayor el número de los que se habían desbandado en esta empresa»A. Malaspina, Axiomas Políticos sobre la América, ed. M. Lucena y J. Pimentel, Aranjuez, Doce Calles, 1991, pág. 145. También a partir de aquí mi cita preliminar (pág. 202).. Es Malaspina quien escribe, abriendo ahora sus Axiomas, pero podría firmarlo Artola con los suyos, La Monarquía de España.

La historiografía, en bloque, parecería «desbandada». Mientras se aprovechan las incitaciones de un material, se descartan las que provienen de una disciplina. Mientras se somete a la criba del par «hacienda»y «legislación» el ingente material que sale a la superficie, se pone entre paréntesis, literalmente se suspende, buena parte de las incitaciones que la disciplina histórica, en materia de historia constitucional y política, venía adelantando desde los años veinte de este siglo. No es cuestión de hacer el censo de quienes animaron o animan esa historiografía, habida cuenta del punto de partida de La Monarquía de España –descansar exclusivamente sobre «fuentes primarias», y tratar sus datos, leer los «hechos», sin atención a «palabras» (p. 257). Un puñado de nombres puede apuntarse, con la sugerencia de que, atendidos, la criatura hubiera sido, probablemente, otra. Conviene ahora retroceder a los años veinte del presente siglo. Nadie malicie: no arranca mi argumentación de otro jalón importante de la trayectoria de Artola (San Sebastián, 1923), sino de otro nacimiento un poco más lejos: 1920, recién nacida República Federal austriaca, con Constitución de este año. Con Kelsen de por medio –autoridad artoliana después de todo–. No tiene nada de extraño que un siglo, como el XX , que se desplegó al compás de olas de democracia procediera, también y desde temprano, a una generalizada meditación historiográfica de monarchia. Algunas –cuatro o cinco– de las formas de declinación, en historiografía, pero no sólo, de esa meditación coral pueden aludirse, porque arrojaban hacia principios de los años cincuenta un balance que constituye todo un horizonte de referencia. La más anómala de las construcciones monárquicas que el siglo XIX arrojó sobre las playas del XX , la monarquía austriaca, provocó precisamente –entre otras muchas cosas, de Hoffmansthal a Wittgenstein– la más radical de las respuestas historiográficas. Fue precisamente la meditación acerca de la monarquía de los Habsburgo austriacos, en el horizonte constitucional republicano y federal abierto en 1920, lo que llevó a un punto de no retorno –más de allá de O. Hintze y F. Meinecke– a la historiografía constitucional, a finales de los treinta. Del laberinto monárquico austriaco partió, según confesión propia, Otto Brunner, para componer Land und Herrschaft, en 1939, la obra de ruptura en todo esto, cerrando ese texto en los cincuenta con un capítulo final sobre la monarquía y sus territorios. Otra Monarquía, la por definición Imperial, y su orden jurídico pretendidamente universal, provocaba, de los veinte a los treinta, un vuelco en la historiografía jurídica italiana, cuando al compás de los estudios sobre el unum ius del uum imperium, y sus tropiezos regnícolas, comunales y eclesiales, se renovaban ––Brandileone, Calisse, Ricobono, luego Calasso, Ermini, Besta, Orestano– las posibilidades de comprensión, ahora como ius commune, del orden jurídico altomoderno. También a partir de los años veinte y treinta, concretándose con el paso a los cincuenta, los episodios de «monarquización» –Milán, Nápoles– que plagaron el renacimiento italiano, con el paso del XIV al XV , se reconstruyeron –Hans Baron-mediante el espejo curvo de la resistencia republicana. En fin, la quiebra de la monarquía británica y su Empire está, como se sabe, en el punto de partida (1923) de la trayectoria de Ch. H. MacIlwain, cuyo Constitutionalism, Ancient and Modern (1940) pasó a constituirse en referencia obligada para quienes indagaban acerca de las relaciones entre poder y derecho, asunto de la historia constitucional. Son botones de muestra en el estricto terreno de la disciplina de la historia. Fuera de ella ––teología, derecho– interesaba también la materia de monarchia, en cualquier caso con implicaciones para la historiografía, al compás del debate, no muy aireado, entre Erik Peterson y Carl Schmitt en torno a las posibilidades y límites de una teología política: de la definición de monarquía aristotélica al monoteísmo, de ahí a la Trinidad, a la monarquía eclesial y a la religión cívica. Eran todas sugerencias que, con el paso a los cincuenta, dejaban ya tras sí una importante estela de trabajo historiográfico. No sólo Kelsen meditaba en torno a «formas de Estado». Austria daba más de sí, puestos a pensar la monarquía. 

Lo que quizas ya no daba tanto de sí era, hacia parecido momento –años cuarenta–, el ambiente historiográfico que nos era más cercano. Acaba de reconstruir sus coordenadas de fondo, estupendamente, Carolyn Boyd, –situando precisamente el jalón que da paso a un cierto aireamiento en 1953C. Boyd, Historia Patria. Politics, History and National Identity in Spain, 1875-1975, Princeton, 1997, interesando aquí sus dos capítulos de cierre, 8 y 9, págs. 232 y ss.. Cuando Artola iniciaba su primerísima andadura –finales de los cuarenta, principios de los cincuenta: tiempo de Afrancesados (1953)– la monarquía española era objeto de indagación desde dos ángulos distintos. J. M. Jover y H. G. Koenigsberger rindieron cuenta de esa a la vez divergente y convergente indagación en 1949 y en 1951, respectivamente. Interesaba a uno la reconstrucción del encuentro de ideas, la confrontación en el terreno del pensamiento. Al otro, «la práctica del imperio», en una monografía sobre la Sicilia de Felipe II. Jaume Vicens zanjó la cuestión de manera decisiva, a finales de los cincuenta, basculando decididamente hacia Koenigsberger y tematizando un intenso malestar hacia cualquier forma de estudio de la monarquía española que no primara la aproximación a la «estructura efectiva del poder». Otros –así I. A. A. Thompson, con una contribución decisiva en este sentido, su Guerra y Gobierno de 1976– recogerían esa herencia, abundando en ella más que en la de Jover. A finales de los sesenta y principios de los setenta no se registra el problema: se disuelve, con la obra de Maravall, que en contribuciones de 1972 y 1975, redimensiona la vieja «historia de las ideas» como «historia social de las mentalidades»; o se contempla sólo desde el exterior –y ya es bastante––, con Díez del Corral, cuyo La Monarquía Hispánica en el pensamiento político europeo data de 1975. Precisamente cuando Vicens pedía, en 1960, atención hacia la «estructura efectiva de poder», Díez del Corral emprendía la encuesta que le llevaría a Velázquez, la Monarquía e Italia (1977). La historiografía jurídica tampoco es que ayudara mucho a estas alturas, con el predominio casi incontrastado del manual de García Gallo, si se exceptúa una rareza, donde las haya, con la obra de Rafael Gibert, que precisamente entonces tiene la ocurrencia de componer una Historia General del Derecho articulada en torno a la monarquía y a su compaginación territorial: pero también esto quedó en torso, sin llegar al XVIII , sin alcanzar a América… Así las cosas, a mediados de los setenta, y con la generalidad de la historiografía, por lo demás, afrancesada, no es una situación que, desde luego, pudiera haber servido a Artola a la hora de concebir –mediados de los setenta– su proyecto. En cualquier caso, el filo rosso que une la atención hacia «la estructura efectiva de poder» y la propia posición de Artola puede apuntarse. Cuando, en 1975, se traduzca al castellano la monografía siciliana de H. G. Koenigsberger, La práctica del Imperio, lo hará en una colección de Revista de Occidente, «Biblioteca de Ciencias Históricas» de cuyo consejo asesor forma parte Miguel Artola.

Esta situación sufrió un vuelco paulatino desde mediados de los setenta. El cuarto de siglo transcurrido desde entonces hasta hoy, coincidiendo con el tiempo de concepción y gestación de La Monarquía de España, ha modificado notoriamente el panorama. El libro de Artola forma parte de este remonte y, con su fisonomía propia e irreductible, no comparece en solitario. John Elliott, precisamente en intimidad con los entresijos de la Monarquía de España, ha podido airear el tema desbordándolo precisamente hacia Europa, ahora «Una Europa de monarquías compuestas»«A Europe of Composite Monarchies», Past andPresent, 137, 1992, 48-71.. La cuestión de Díez del Corral puede reinscribirse y reescribirse, como lo ha hecho, en esta estela, Gil Pujol«Visió europea de la monarquia espanyola com a monarquia composta, segles XVI i XVII », Recerques, 32, 1995, págs. 19 y ss.. Y mientras, el compartimento de los juristas interesados por la historia ha experimentado una revolución copernicana, cuya pieza clave es la obra, densa y extensa, de Bartolomé Clavero: desde sus breviarios de 1977, compaginando derecho de los reinos y derecho común, hasta su «Anatomía de España», y piezas conexasLa anatomía, en Hispania. Entre derechos propiosy derechos nacionales, P. Grossi. F. Tomás y Valiente, y B. Clavero, eds., Milán, Giuffrè, 1990, vol. I, págs. 47 y ss. De la multitud de piezas conexas, y por entresacar alguna, «La Monarquía, el derecho y la Justicia», en Instituciones de la España Moderna, I: Las jurisdicciones, Madrid, Actas, 1996, págs. 15 y ss.. Atendiendo al potencial de revisión que se brinda desde este último ángulo del cuadro, aunque no sólo, se viene tejiendo una reconsideración de la «Monarquía» que, produciéndose fragmentariamenteDe nuevo, P. Fernández Albaladejo, Fragmentosde Monarquía, Madrid, Alianza, 1992., parece apuntar al más difícil todavía: a una fusión de las perspectivas encarnadas por Jover y Koenigsberger/Vicens.

Como se ve –y quedan nombres en el tinteroMuy poco más allá, ahora al alcance de la mano, el espectáculo del replanteamiento de la historia toda, a lo largo y a lo ancho, de la monarquía británica, a partir de los planteamiento, en los setenta, de J. G. A. Pocock: resumen de sus posiciones en La Ricostruzione di un Impero. Sovranità Britannica e federalismo americano, Roma, Lacaita, 1996. E introducción al debate –no es coincidencia– en el «Epílogo» de P. Fernández Albaladejo a H. Kearney, Las Islas Británicas. Una historia de Cuatro Naciones, Madrid, Cambridge Univ. Press, 1999 (en prensa).– la animación es muy superior a la de hace medio siglo, o un cuarto de siglo. La comparecencia, así, de La Monarquía de España podría incluso incrementar esa animación, cuando menos, por lo provocador de su esprit de système, por lo ferozmente espartano de su economía. El ambiente, si no explosivo, parece lo suficientemente cargado. No debiera escamotearse la oportunidad de la confrontación.

MATERNIDAD RECOBRADA

Con los mimbres de toda esta historiografía se podría intentar una interesante operación: «sistemar» la «inmensa Monarquía» que es el texto de Miguel Artola. El ajuste de cuentas con La Monarquía de España. Para ello habría que figurar un «Alien», criatura «otra», por agregación de objeciones. Así, por ejemplo, contando con otra noción de «territorio», menos espacial y más «jurisdiccional». Dando cancha a la noción de «frontera» en todo el juego constitucional, sin reducirla a un mero «límite lineal» entre espacios políticos. Dando entrada a la jurisprudencia precisamente como poder, por el juego de interpretación que permite y promueve, recluyendo así a la «legislación» en un ámbito más restringido. Articulando historia del orden posesivo e historia constitucional de una manera que haría irreconocible el capítulo sobre, por ejemplo, mayorazgos, inexistentes en el siglo XIII , y no sólo un sistema de sucesión… Y así ad infinitum. Con gran esfuerzo, se levantaría «otra» criatura, de «planta» ya no tan regular, no tan cartesiana.

Mucho me temo que se recorrería un camino ya hecho. La «otra» criatura existe. Se diseñó desde el interior de la misma Monarquía, cuando –segunda mitad del siglo XVII – la identidad de ésta se recortaba ya «extrañamente» contra un horizonte europeo surgido de Westfalia. Hubo que hacerse cargo de esa identidad, figurarla, y ahí están los Sacra Themidis Hispaniae Arcana, «Sagrados Misterios de la Justicia Hispana», de Lucas Cortés Frankenau (1703) o el Teatro Monárquico de Pedro de Portocarrero (1700). El primero, con su compaginación de derechos territoriales sin más clave de bóveda que el ordenamiento común europeo; el segundo, con todo su aparato de teatralidad gobernando la respiración –«aumentar, mantener, arruinar»– de la Monarquía. Precisamente lo que sugiere esa historiografía es que se tenga en cuenta el testimonio de esas representaciones de la Monarquía de España: sirvieron entonces y pudieran servir ahora.

La operación de Artola, con la Monarquía de España, consiste precisamente en refundir las dos perspectivas de Portocarrero y Frankenau/Lucas Cortés en el crisol de Charles de Secondat, barón de Montesquieu. Eliminada la teatralidad barroca de uno, y lo misterioso de la justicia del otro, tendríamos la «física de la Monarquía»: su «legalidad». El esprit que anima toda la construcción es el de esa legalidad. Esta es la maternidad: efectuada la operación, caminar así hombro con hombro con Montesquieu y quienes en España hacen sus veces: de Juan Enrique de Graef a Malaspina, pasando por un Jovellanos que en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia en 1780, pedía exactamente lo que trae Artola: historia civil a golpe de legislación. Malaspina resulta ser, literalmente, figura de Artola. Su tipo. Montesquieu es la matriz común de sus criaturas, de sus axiomata de monarchia. Los hechos, y no su legitimidad: la Monarquía, «cual es», y no «cual debía ser» –sigue siendo cita de Malaspina–. Estas son las afinidades electivas de Artola, así el último de los proyectistas cuando creíamos extinta la especie. Es la razón legisladora, con su raíz en la ciencia natural. La Monarquía de España, desde las setenta páginas de su tercer tiempo, proyecta esa razón legisladora sobre el material de tiempos anteriores, organizados según sus categorías. No es casual que como traductor de Aristóteles sólo se retenga a Moerbeke, el escolástico, después de todo, gente adicta al esprit desystème: y no a Bruni, el otro traductor, en el siglo XV : gente de letras, humanista por lo demás cívico, cuyo Aristóteles cobra un semblante republicano. Ese «momento», como se sabe, recorrió como un espectro Europa durante los siglos modernos. Es, frente al gesto de Montesquieu, el gesto de J. J. Rousseau. Con el primer gesto, la razón legisladora del XVIII se superpone sobre el material de los siglos XV XVII y los domina. Ese tiempo es contra-figura. En la página 577 ––cuando el lector cree que le van a faltar las fuerzas para terminar– está el centro neurálgico del libro, su palanca: «La participación de los secretarios de Estado en el proceso legislativo es una consecuencia de la nueva concepción del poder. La gestión política deja de concebirse como el ejercicio a posteriori de la jurisdicción» para pasar a concebirse «como un proyecto que se impone a los súbditos para mejorar su situación, proporcionando a la vez a la Corona los medios necesarios para mantener su posición en el tablero internacional. Es precisamente, la capacidad de proyectar…». No puede expresarse con mejor economía de medios. Sólo que no se adivina, por ningún sitio, cómo se inventa esa nueva concepción del poder. Si del texto se expulsa el Teatro de Portocarrero, con su barroquismo, o a la diosa de la Justicia de Frankenau/Lucas Coertés, con sus Misterios, no se explica la invención. No se sostiene el invento. Es el proyectismo, nuestra «ciencia de la legislación». La Monarquía de España debe leerse sobre una superficie que abunde en frenos y contrapesos. Acaba de aparecer una excelente edición del Teatro, ya citado, de Portocarrero. Y Rodríguez de la Flor ha publicado recientemente su Península Metafísica. Reequilíbrese el contrapeso con La física de la Monarquía, inteligente reconstrucción de Malaspina por Juan Pimentel de la que me vengo sirviendo líneas arriba. Se evitaría, así, que el texto de Artola legisle sin límites sobre el espacio de trabajo de la lectura. Frenos y contrapesos: después de todo, vengo comentando un texto de física, reseñando La Monarquía de España. Pero en cierto sentido, quizás con Portocarrero y compañía, estoy disponiendo abalorios para un conjuro. El texto de La Monarquía de España, con toda su física, contiene más que de sobras hechicería.

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Ficha técnica

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