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La lujuria o Aristóteles cabalgado

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Desde siempre, la lujuria goza de buena salud, pero de mala prensa. Vivimos en una sociedad altamente sexualizada. Vean los anuncios en la tele, sin ir más lejos: un porcentaje nada despreciable de ellos nos invita a perdernos (directa o vicariamente) en lo que el Diccionario de Autoridades designa como incontinencia y propensión a las cosas venéreas. Nos lo ponen delante. O recuerden esos videoclips en los que ellos y ellas (jóvenes, perfectos, con los abdominales lustrosos) nos cantan canciones mientras se retuercen en plan hard-porno. Y todo ello tongue-in-cheek, según esa intraducible expresión anglófona que significa, más o menos, decir algo medio en broma, algo que sobreentiende todo el mundo y de lo que no se debe hablar más que de modo elusivo. Todo invita a la lujuria, una emoción que, sin embargo, sigue estando tan mal vista como cuando Gregorio Magno (siglo VI ) la incluyó entre los siete pecados capitales, los definitivos, las raíces de todos los demás.

Lujuria, lascivia: las raíces latinas de ambos sustantivos remiten a la propensión a, o al abuso de, los carnales deleites. Y también a cualquier forma de exceso en los apetitos, sea cual sea su objeto: los anglófonos hablan de lust for power, por ejemplo, porque la etimología del antiguo inglés conserva también ambos significados y añade el de «entusiasmo por algo». Entre nosotros no decimos lascivia por el poder, sino que atribuimos al poder cierta «erótica»: queda más suave. La mala prensa de la lujuria, al menos en lo que llamamos Occidente, se remonta filosóficamente a los clásicos grecolatinos. Acuérdense de Platón: en el Fedro (253 d), el auriga, el componente más noble y racional del alma tripartita, refrena al caballo negro, capaz de llevarnos al desastre, y da rienda al corcel blanco, más apolíneo y apropiado. O en Banquete (189 e), cuando Aristófanes habla de nuestros antepasados de aspecto redondo (¿como esas desoladas montañas de carne humana que abundan en el país de la fast-food?) y con dos sexos, a los que los dioses dividieron por la mitad y que, desde entonces, se buscan sin descanso hasta encontrarse –los privilegiados– para, acoplándose, volver a la unidad primigenia.

La lujuria para Platón no es mala en sí, pero distrae, necesita ser controlada, es incompatible con la búsqueda de la sabiduría, estorba. A los estoicos tampoco les gustaba: si las emociones que dificultan el autocontrol son las enemigas, la lujuria se lleva la palma. O, dicho al modo de Séneca, nada por placer, lo que es todo un programa de vida que heredará el cristianismo. Claro que no era igual para todos los griegos. Ahí tienen a Diógenes, el líder espiritual de los cínicos, que creía que la lujuria distraía menos si se focalizaba en uno mismo, convirtiéndose de ese modo en esforzado defensor de la masturbación: se adelantaba de ese modo más de dos milenios a Oscar Wilde –o a su discípulo Woody Allen–, que afirmaba que la variante unipersonal era más limpia, más eficiente y permitía relacionarse con mejores personas: uno mismo. Otro cínico, Crates, estaba convencido de que no había nada que reprocharle a la lascivia: para demostrarlo, sigue la leyenda, él y su mujer, Hiparchia, se lo montaron frente a todo el mundo en la misma escalinata del templo. «Coito en vivo», como anuncian los clubs especializados de todos los barrios de «luces rojas» del mundo: lujuria bajo control, como habría querido el auriga platónico.

Otros maestros antiguos, como Epicuro o Lucrecio, pensaban que la lujuria era menos peligrosa para el crecimiento espiritual si se la despojaba de la ilusión del amor, esa forma de locura que obnubila mucho más (y más permanentemente) que el sexo. El amor era el verdadero peligro: comenzaba así una larga tradición de descrédito hacia Cupido y sus obras (y hacia la mujer, como tentadora) que se prolongará hasta el Barroco, y cuya más repugnante expresión podríamos encontrar en el consejo burlesco que daba Jonathan Swift a los trastornados por Amor: para curarse nada como hacer descender a la amada del pedestal en que se la colocó, y el mejor método es que el mozo enamorado contemple a su dama a escondidas, mientras ésta deja caer «en el maloliente arcón» sus excrementos.

El sexo como algo denigrante o, al menos, opresivo: de Kant (que pensaba que el matrimonio era un contrato que facultaba para manipular los genitales del otro) a Sartre (que creía que el sexo objetualizaba al otro), pasando por Freud, ese etnólogo de la burguesía vienesa que sabía bien que una cosa era la esposa y otra la amante. La lujuria debe ser furtiva y quedar para alcobas furtivas.

Y todo eso sin hablar de la Iglesia. Para los griegos el defecto de la lascivia era, simplemente, que debilitaba. San Agustín, heredero de los maniqueos –y de San Pablo– le añade la nota que la definirá durante mucho más de un milenio: la culpa. La lujuria quedará unida no sólo al pecado, sino al asco. Al principio de modo radical: para los cristianos más apocalípticos la esperada proximidad de un segundo y final Advenimiento eximía del deber de la procreación, que era la gran excusa moral para dejarse llevar por la lujuria. Algunos llegaron a castrarse. Santo Tomás –que fue tentado-le dio de nuevo carta de naturaleza como subproducto necesario para la conservación de la especie.

El poder de la lujuria es capaz de trastornar incluso al gran hombre: nada más patético que el anciano enloquecido por la pasión concupiscente. En plena guerra ideológica medieval, surge un motivo que fecundará el arte y la literatura de los siglos siguientes: Aristóteles, el filósofo por excelencia, cabalgado. La leyenda cristaliza en el Lai d'Aristote, de Henri d'Andeli (siglo XIII ), y se convierte en muletilla de sermones y prédicas, en auténtico ejemplo moral empleado y glosado en grabados, lienzos (incluyendo un magnífico Lucas Cranach) y objetos artísticos. Un aguamanil de bronce llamado «Aristotle Ridden by Filis», que se conserva en el Metropolitan de Nueva York, me lo recordó: en él se representa al filósofo cabalgado por la cortesana. La leyenda cuenta que el Estagirita convenció a Alejandro, su discípulo, de que abandonara a Filis, la cortesana con la que compartía sus ocios, bajo el pretexto de que le distraía de la sabiduría. Filis, indignada, decidió vengarse: durante semanas se paseó a diario por el jardín, frente a la ventana del austero estudio del maestro, cantando suaves canciones y danzando al son de voluptuosas melodías. Finalmente Aristóteles sucumbió a sus encantos y le propuso sexo. Filis accedió, pero sólo a cambio de que el viejo le demostrara sus buenas intenciones concediéndole un deseo: el filósofo, puesto a cuatro patas y ensillado, debía cargar con ella durante un corto paseo por el jardín. Aristóteles, encelado, aceptó. Alejandro, oculto, presenció la escena: «Maestro, ¿qué es esto?», exclamó ante la visión del humillado. La verdad es que el filósofo estuvo listo: «Es la demostración de lo que tanto te he explicado. Si la lujuria es capaz de hacer esto conmigo, qué no será capaz de hacer contigo, más joven e inexperto». Hasta Aristóteles fue cabalgado en aras de la lujuria. Que su imagen embridada nos sirva de consuelo.

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