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¿El fin de la gran muralla?

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A lo largo de los últimos años se ha producido una destacable llegada de autores chinos contemporáneos a nuestra literatura. Se trata, sin duda, de una excelente noticia, ya que la traducción no solo da vida a una obra fuera de su estricto contexto lingüístico, sino que fortalece el sistema cultural receptor, que se convierte así en más heterogéneo y completo. La vida eterna que, como predicaba Walter Benjamin, otorga una traducción a su original y que lo acerca a su pleno significado, tiene, aparentemente, más de un beneficiario.

La traducción de autores como Yu Hua, Mo Yan, Han Shaogong, Wang Anyi o Su Tong –plumas que en China aúnan el reconocimiento de crítica y público, y que en el extranjero han recibido ya algún que otro premio– colma un vacío importante en la literatura en lengua castellana que, a inicios del siglo XXI, había llegado a ser tan inexplicable como sonrojante. En cierto modo, pues, el desembarco de estos autores de calibre universal a nuestras editoriales es una noticia tan reseñable porque, hasta ahora, el panorama era francamente desolador.

Las recientes traducciones han conformado ya un selecto catálogo de autores chinos contemporáneos muy notable, a pesar de que son obras habitualmente poco visibles en los estantes de nuestras librerías y autores con esporádica presencia en la prensa, más allá de algún que otro artículo panorámico o de alguna reseña o entrevista puntual, a menudo gracias a la visita del autor en esforzada promoción. Hasta cierto punto, se trata de una invisibilidad comprensible: más allá del –minoritario pero creciente– público especializado que se interesa activamente por esta literatura, para el lector corriente, cómodamente instalado en su universo eurocéntrico, fenómenos como Haruki Murakami o algún Nobel ocasional como Gao Xingjian o, incluso, V. S. Naipaul ya colman la ración mínima de autores remotos para hacer gala de una sana dieta interculturalSobre los procesos de reconocimiento literario intercultural, véase Shu-mei Shih, «Global Literature and the Technologies of Recognition», PMLA, núm. 119, vol. 1 (2004), pp. 1-29. Sobre los problemas de la literatura china para ser traducida e interpretada interculturalmente, véase Carles Prado-Fonts, «Against a Besieged Literature: Fictions, Obsessions and Globalizations of Chinese Literature», Digithum, núm. 10 (2008), pp. 26-34. Sobre el caso específico de los premios Nobel, véase Julia Lovell, The Politics of Cultural Capital: China’s Quest for a Nobel Prize in Literature, Honolulu, University of Hawai’i Press, 2006. . A la crítica, Murakami y Gao también le bastan: representan el «particular excepcional» digno de ser incluido en un canon universal que aspira a una apariencia plural y reluciente, supuestamente acorde con los nuevos tiempos.

Sea como fuere, China ya está aquí, también en lo literario. Y hay que celebrar que, por fin, resulte cada vez más difícil encontrar a algún autor chino contemporáneo de calidad que no tenga por lo menos uno de sus títulos traducido al castellano. Entre otros, tenemos a Yu Hua, probablemente el escritor chino actual con más talentoYu Hua (1960), Brothers (trad. de Vicente Villacampa, Barcelona, Seix Barral, 2009) y ¡Vivir! (trad. de Anne-Hélène Suárez, Barcelona, Seix Barral, 2010).. A Han Shaogong, el autor de una de las novelas más excepcionales de los últimos tiemposHan Shaogong (1953), Diccionario de Maqiao (trad. de Claudio Molinari, Kailas, 2006) y Pa pa pa (Trad. de Yung Qing Yao, Madrid, Kailas, 2008).. A Mo Yan, el Faulkner chino, firme candidato a premio Nobel Mo Yan (1955), Sorgo rojo (trad. de Ana Poljak, Barcelona, Muchnik, 1992), Gran-des pechos, amplias caderas (trad. de Mariano Peyrou, Madrid, Kailas, 2007), Las baladas del ajo (trad. de Carlos Ossés, Madrid, Kailas, 2008), La vida y la muerte me están desgastando (trad. de Carlos Ossés, Madrid, Kailas, 2009) y La república del vino (trad. de Cora Tiedra, Madrid, Kailas, 2010).. A Wang Anyi, escritora versátil y ambiciosa que ha escrito mucho más que la gran novela sobre ShanghaiWang Anyi (1954), Baotown (trad. de Herminia Dauer, Barcelona, Juventud, 1996) y La canción de la pena eterna (trad. de Carlos Ossés, Madrid, Kailas, 2010).. O a Su Tong, un narrador excelente, capaz de adentrarse con maestría en psicologías de lo más diversasSu Tong (1963), Mi vida como emperador (trad. de Domingo Almendros, Barcelona, JP Libros, 2009)..

¿Se trata del fin de la gran muralla que había estado separando la literatura china de nuestro mundo literario? En cierto modo, sí, en caso de que atendamos al calibre de estos autores. No obstante, la buena noticia no deja de albergar también algunas sombras o matices. Todas estas obras más que notables nos llegan acompañadas de (y, algo aún peor, a menudo silenciadas por) un auténtico ejército de autores y obras de calidad menor o, cuando menos, dudosa. Para entender también la llegada de este pelotón más visible y ruidoso es esencial dar cuenta de dos procesos interrelacionados que se han producido recientemente dentro y fuera de la propia literatura china.

En primer lugar, las coordenadas impuestas en el mundo literario chino a lo largo de la década de 1990 han marcado su desarrollo hasta nuestros días. La auténtica mina de la creatividad literaria china se limitó a un período tan fértil como fugaz: la segunda mitad de los años ochenta, los de la conocida fiebre cultural. Posteriormente, tras la tragedia de Tiananmen de 1989 y el gran salto a la economía de mercado, los escritores han visto coartada su libertad literaria: no tanto por la censura política (como nuestros medios insisten en recordarnos sin cesar), sino más bien por la vorágine del mercado y el impacto de géneros afines, como la televisión y el cine. El escritor profesional que, en los años ochenta, podía madurar su obra y vivir sin estrecheces, en los noventa se vio obligado a colocar sus obras, cuantas más mejor, en un mercado comercial ferozmente competitivo si no quería malvivir en la miseriaConsidérese el siguiente dato: ya en los años noventa, una revista literaria «pura» (es decir, interesada en obras literariamente arriesgadas o experimentales, dirigida y controlada directa o indirectamente por alguna entidad pública) pagaba unos treinta yuanes por millar de caracteres; una de las nuevas revistas de literatura comercial (gestionada por una empresa privada) podía pagar unos cien yuanes por la misma extensión. Véase Li Chen, «Kunjing yu tuwei –dui jingji tizhi zhuangui shiqi shang hai zuojia qiangkuang de tiaocha» [Dificultades y progresos: una investigación de las condiciones de los escritores de Shanghai durante el período de cambio en el sistema económico], Shehui kexue [Ciencias Sociales], núm. 1 (1995).. Los grandes autores chinos que acabamos de citar son, probablemente, los que se han adaptado a este nuevo escenario con mayor elegancia y sin perder un cierto anclaje en lo literario. Pero en otros muchos casos la espiral de la comercialización ha sido vertiginosa. No es de extrañar, pues, que críticos occidentales como el sinólogo alemán Wolfgang Kubin hayan proclamado a los cuatro vientos que la literatura china actual está repleta de obras mediocres escritas por autores incultosVéase, por ejemplo, la entrevista «Wolf-gang Kubin: Le romancier chinois type est un inculte», en Books, núm. 10 (octubre de 2009), pp. 12-13. Puede consultarse en http://www.booksmag.fr/focus/wolfgang-kubin—le-romancier-chinois-type-est-un-inculte–336..

Un cambio sociológico y profesional de tal envergadura ha tenido, lógicamente, repercusiones directas sobre los textos. El cuento, que durante todo el siglo XX había sido el género canónico por excelencia en China, pierde importancia: los escritores prefieren dedicarse a la novela, un género más rentable por ser más fácilmente exportable al cine o al mercado de traducciones, a pesar de que muchos de estos autores no lo dominen aún. En este sentido, el éxito internacional se convierte en la meta deseada, casi en una obsesión. Y muchos autores descubren que no hay mejor manera de conseguir visibilidad internacional que protagonizando algún tipo de controversia local, confirmando así la ecuación casi infalible que sostiene que ser cen–surado en China equivale a llamar la atención de unas editoriales occidentales que, desgraciadamente, solo suelen interesarse por determinadas tonalidades de la producción literaria periférica. Descrito así, el proceso puede parecer algo simplista y exagerado, pero en cierto modo es un círculo «virtuoso» que realmente está produciéndose en multitud de casos: las editoriales apuestan por obras que refuercen nuestras propias expectativas orientalistas y muchos autores chinos, deseosos de ser traducidos, hacen lo posible por colmarlas.

Y aquí es donde entra en juego un segundo factor determinante: para entender la reciente llegada de la literatura china a nuestros estantes, resulta indispensable destacar la irrupción de los agentes literarios en este proceso de importación. Hasta hace relativamente poco, las escasas traducciones de obras chinas (clásicas, modernas y contemporáneas) eran generadas bajo criterios espontáneos de lo más variopinto, o venían sugeridas por académicos que, en la mayor parte de los casos, ejercían también de traductores. Seleccionaban la obra a partir de criterios de calidad literaria o de interés sinológico, buscaban (o suplicaban a) una editorial que se interesara en el proyecto, y traducían el texto, si bien no siempre en este orden. Algo similar sucedía décadas atrás en las traducciones al inglés o al francés, hasta el punto de que los propios escritores chinos, conocedores del canal adecuado para que su obra viajara al extranjero, buscaban –a veces con insistencia o, incluso, con auténtica de-sesperación– la complicidad de un traductor prestigioso. El norteamericano Howard Goldblatt, por ejemplo, fue (y probablemente aún sigue siendo) el mayor objeto de deseo de cualquier escritor chino viviente. Pero las cosas han cambiado. El mercado chino de autores, virgen de agentes hasta hace poco, ha suscitado el interés de múltiples agencias literarias que han visto allí un páramo de inmensas y suculentas posibilidades. Algunas editoriales europeas incluso han decidido abrir delegaciones en China. «Ponga un chino en su catálogo» es la consigna de moda en ferias y convenciones, probablemente bajo la promesa de encontrar un nuevo Murakami o un filón como la novela negra sueca.

Este cambio de dinámica tiene también consecuencias muy visibles en el terreno literario. Llegan a nuestros catálogos obras de reseñable éxito comercial (en China o en otros países occidentales), pero de calidad literaria escasa: ese pelotón ruidoso y visible que comentábamos anteriormente. Así, al elenco de autores espléndidos pero silenciosos que hemos mencionado se les unen también obras como Tótem lobo de Jiang Rong, un auténtico best-seller en China por interesantes y particulares motivos socioculturales, pero de discutible calidad literaria. U obras en las que el éxito de ventas que las precede va estrictamente asociado a la controversia que han suscitado en China: desde la pésima Shanghai Baby de Wei Hui hasta la reciente Servir al pueblo de Yan Lianke, algo más ingeniosa y con cierta gracia. Naturalmente, para estas obras, un «censurada en China» en la solapa es un reclamo añadido nada despreciable. En el pelotón más ruidoso se da incluso el fenómeno de obras que no están escritas originalmente en chino y que se han concebido especialmente y de un modo muy rudimentario para el consumo del lector occidental, pero que, sin embargo, se presentan como auténticamente chinas. La autobiográfica Cisnes salvajes de Jung Chang fue la pionera, y su estela fue seguida por Amy Tan, Xinran, Dai Sijie o Shan Sa, por citar solo unos pocos.

Este ir a remolque de agentes y editoriales internacionales tiene como consecuencia funesta un cierto desprestigio de la traducción. La mayor parte de las obras chinas que se publican en España son traducciones indirectas a partir de versiones inglesas o francesasSobre la traducción indirecta del chino al castellano, véase el excelente Maialen Marín Lacarta, «La traducción indirecta de la narrativa china contemporánea al castellano: ¿síndrome o enfermedad?», 1611. Revista de historia de la traducción, núm. 2 (2008). Puede consultarse en www.traduccionliteraria.org/1611/art/marin.htm.. Sin ir más lejos, de las doce obras notables de autores de calidad que el lector ha encontrado citadas en las notas al pie en lo que va de artículo, sólo una (¡Vivir!) ha sido traducida directamente del chinoEl artículo de Marín Lacarta aporta los siguientes datos específicos: en la narrativa china publicada en castellano entre 1980 y 2007, más de la mitad de las traducciones son indirectas (trece directas frente a diecinueve indirectas, tres de las cuales son indirectas camufladas). Mi hipótesis estima que, en el período del boom de traducciones del chino entre 2008 y 2010, el desequilibro es aún mayor.. Desde la perspectiva del negocio, la práctica es de una lógica aplastante: traducir del inglés o del francés es más rápido y, sobre todo, más barato. Pero, desde el punto de vista ético, es quizás algo más discutible, especialmente para el prestigio de un catálogo editorial. Probablemente por ello es una práctica que, a veces, es encubierta o, como mínimo, ligeramente disimulada en los créditos y portadas. Ante un público cada vez más atento y especializado, que va teniendo ya a sus traductores del chino de cabecera, tal práctica desmerece los esfuerzos de las editoriales por publicar este tipo de obras. Cada año se gradúan en España varias decenas de especialistas en estudios de Asia y el chino es un idioma de crecimiento exponencial en las escuelas de idiomas y los centros de enseñanza de lenguas. Estos nuevos lectores constituyen un segmento de mercado con criterio que se percata rápidamente de si le están dando gato por liebre. .

En algunas ocasiones, la propia idiosincrasia de la obra en cuestión provoca desaguisados formidables al ser traducida de un modo indirecto. Es el caso de Diccionario de Maqiao, de Han Shaogong, que, traducida a partir de la versión inglesa, se erige prácticamente en un más difícil todavía. Diccionario de Maqiao es una obra ambiciosa, probablemente la más brillante de las últimas décadas en China. Transitando hábilmente por el límite entre la narrativa, la etnografía y el ensayo, está organizada como un diccionario en el que cada entrada nos cuenta un pequeño relato sobre el origen de algún término típico del dialecto local. Esto no es más que una excusa para ir tejiendo una red de historias locales interconectadas, aliñadas con lúcidas reflexiones de alcance universal sobre múltiples aspectos de la lengua, la historia o la cultura. Este magistral e inseparable encaje entre forma y contenido la convierte en una obra de difícil traducción, como bien constata Julia Lovell, traductora al inglés, en su versiónLovell añade que en su versión se omitieron, con el permiso del autor, cinco entradas, ya que su narración se basaba en juegos de palabras entre el chino y el dialecto que no tenían sentido alguno en traducción. . En un caso de este tipo, una traducción del chino al castellano pasando por el inglés constituye una pirueta lingüística que, si bien puede resultar hasta curiosa como ejercicio posmoderno de retraducir lo intraducible, al final del trayecto no hace más que desmerecer un original sublime, al tiempo que emborrona la excelente selección de la editorial que ha apostado por él. Diccionario de Maqiao es, ciertamente, un caso extremo por su naturaleza, pero significativo y, en fin de cuentas, revelador de lo que implican y esconden las traducciones indirectas.

Pero, más allá de aspectos lingüísticos, la mayor sombra que se cierne sobre la literatura china actual que llega a España está en el tipo de interés que esta suscita y en la interpretación o apreciación que, en consonancia, se le impone. Es obvio que el reciente interés por la literatura china nace de la cada vez mayor presencia mediática de este país asiático. Los Juegos Olímpicos de Pekín fueron uno de los puntos culminantes. Como ahora mismo lo es el revival del «peligro amarillo» dentro de la crisis y de los nuevos equilibrios geopolíticos mundiales. Para el lector corriente, el posible interés de los textos que nos llegan de China estriba en lo sociológico más que en lo literario: queremos saber qué leen, qué escriben, qué piensan y cómo viven los chinos de hoy, para así entender a (¿y protegernos de?) este país que nos dicen que va a comerse el mundo.

Este reduccionismo interpretativo llega a extremos sorprendentes. El mismo lector moderadamente culto y sofisticado que se fascina ante los jugueteos pseudoautobiográficos de un Javier Marías o de un Enrique Vila-Matas, se convierte de repente en un lector inocente y crédulo ante una obra de marcado tinte experimental como El libro de un hombre solo de Gao Xingjian, en la que las similitudes autobiográficas no son más que una excusa –banal, argumentaría el propio Gao– para tensar y explorar la relación entre memoria, historia y literatura. O en un lector simplón que, ante La montaña del alma del mismo autor, solo ve referencias autobiográficas y tratados etnográficos, sin atender a la dimensión artística y literaria –más o menos lograda– del experimento y que constituye el quid de la obraGao Xingjian (1940), La montaña del alma (trad. de Liao Yanping y José Ramón Monreal, Barcelona, Ediciones del Bronce, 2001) y El libro de un hombre solo (trad. de Xin Fei y José Luis Sánchez, Barcelona, Ediciones del Bronce, 2002)..

Este fenómeno se ha extendido a interesantes novelas de reciente traducción. Es el caso de Pekín en coma, de Ma JianMa Jian (1953), Pekín en coma (trad. de Jordi Fibla, Barcelona, Mondadori, 2008). . En este colosal relato que gira en torno a la tragedia de Tiananmen de 1989, Ma Jian, escritor exiliado en Londres, pone en órbita una serie de interesantes dispositivos narrativos que conforman una ambiciosa propuesta literaria. Es desolador ver cómo las reseñas y entrevistas que merecieron la novela y su autor se limitaron, en la mayoría de los casos, a destacar el carácter autobiográfico de la obra y a bombardear a Ma Jian con cuestiones relativas al gobierno de Pekín, a los derechos humanos y al futuro de China como primera potencia mundial que, sin pretender desdeñarlas, desvían la atención del auténtico centro de gravedad literaria de la novela.

Pero quizás el caso más excepcional de interpretación sesgada sea el de la ya citada ¡Vivir!, de Yu Hua, traducida directamente del chino por Anne-Hélène Suárez. Esta novela y su adaptación cinematográfica de la mano de Zhang Yimou no deben confundirnos: que transcurra a lo largo de cuatro décadas de la historia china reciente, que esté repleta de guerra, miseria y desgracias, y que sus protagonistas sufran infortunio tras infortunio no nos sitúa ante un nuevo Cisnes salvajes, ni mucho menos. Al más puro estilo Alain Robbe-Grillet (por cierto, el autor más traducido en China durante la década de los ochenta), ¡Vivir! es una novela de personajes planos y narración superficial, aséptica, casi clínica. El contraste entre esta aparente indiferencia y la trágica densidad del argumento y de la propia historia moderna de China es espeluznante. Es precisamente esta irónica discordancia la que hace imperativa una lectura literaria de esta obra y la que le confiere un valor universal. ¡Vivir! exige que el lector despliegue la misma mecánica interpretativa que requiere Sin destino, de Imre Kertész, por poner un ejemplo. Sin este empeño en atender a lo literario, ¡Vivir! deja de ser una obra maestra y se convierte en un vulgar folletín de serie B.

Bajo todas estas sombras, el reciente y celebrado desembarco de obras chinas –más o menos visibles, de mayor o menor calidad– a nuestra parte del mundo genera algunas dudas de cierta envergadura. ¿Realmente la globalización ha derribado la gran muralla que nos había separado de esta literatura tan lejana? ¿O bien, en el fondo, estas obras y la manera como circulan en nuestro entorno no hacen más que recordarnos que estamos frente a una literatura distinta y distante, con lo cual la muralla no hace más que reforzarse? ¿No será que el perspicaz argumento de Naoki Sakai –la traducción no solo nace a partir de la percepción de la diferencia sino que, además, la refuerza– es siempre pertinente?Naoki Sakai, Translation and Subjectivity: On «Japan» and Cultural Nationalism, Minneapolis y Londres, University of Minnesota Press, 1997. Quizá la vida eterna del original en traducción que celebraba Benjamin tenga también algo de perverso.

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