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Liberalismo y Estado

LA LIBERTAD MODERNA Y LOS LÍMITES DEL GOBIERNO

Charles Fried

Katz/Liberty Fund, Madrid

Trad. de Estela Otero

194 pp.

19 €

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Desde sus mismos orígenes, el pensamiento liberal mantiene una posición ambivalente ante el Estado. Es consciente, por una parte, de que el poder público constituye una permanente amenaza para la libertad. Y su prestigio mismo se fundamenta en haber suministrado ideas y argumentos a quienes, a lo largo de la historia, han combatido las tiranías y el poder abusivo de los gobernantes y han permitido que –al menos en algunas partes del mundo– la gente pueda llevar una vida digna, protegida por las leyes y las instituciones de quienes controlan el poder político.

Pero, al mismo tiempo, los liberales saben que es necesario el Estado para garantizar el ejercicio de su libertad. El pensamiento liberal –a diferencia del anarquista– cree que deben existir instituciones que impidan que algunas personas o grupos violen los derechos de otras. La defensa de la libertad exige, así, el ejercicio de la fuerza en contra de quienes la atacan y para ello es precisa una administración y que la gente esté dispuesta a financiarla prescindiendo de una parte de los recursos que han ganado con su trabajo y sus actividades de cualquier tipo en el mercado.

Este es el problema que se plantea Charles Fried en su libro sobre la libertad moderna y los límites del gobierno. Fried es una figura poco conocida en España, pero que goza de gran prestigio en el mundo del derecho norteamericano. De origen checo –nació en Praga en 1935–, su familia emigró, siendo él muy niño, a Estados Unidos. Tras estudiar derecho, se incorporó al claustro de la Universidad de Harvard, en la que ha sido catedrático muchos años, con intervalos en los que desempeñó diversos cargos en la administración Reagan –entre ellos el de fiscal general del Estado– y en la judicatura, como juez del Tribunal Supremo de Massachusetts. La trágica historia de Checoslovaquia, primero con los nacionalsocialistas y más tarde con los comunistas, lo convertirían pronto en crítico de los regímenes autoritarios y en defensor convencido de los principios liberales, que ha analizado en numerosos trabajos y que constituyen el objeto de este libro, que es, sin duda, su principal aportación al tema.

Pero volvamos a la idea principal de la obra. ¿Cómo resolver el dilema de un Estado que es, al mismo tiempo, enemigo y garante de la libertad individual? La respuesta de Fried es razonable, pero la fórmula que recomienda es más fácil de entender como idea que de aplicar como guía de la política de un Estado: éste debería legislar bajo la guía del espíritu de la libertad. En cada una de sus decisiones, un gobierno puede alejarse más o menos de este principio. Cuanto más lo haga, menor será la libertad de sus ciudadanos. Para ilustrar esta idea, Fried utiliza a lo largo de la obra tres ejemplos, que, en su opinión, muestran cómo el Estado puede actuar dejando de lado este objetivo y reducir así, de forma significativa, la libertad de quienes viven bajo su jurisdicción. Dos se refieren a políticas del gobierno de Québec y una a la del Estado norteamericano de Vermont, pero son aplicables a muchos países; entre ellos –y esto nos interesa especialmente– a España.

La primera de estas políticas contrarias a la libertad es la que se denomina la «policía del idioma», que tiene su origen en la denominada «Carta de la lengua francesa» de la provincia canadiense de Québec. Describe Fried algunos efectos de esta norma dirigida a reforzar el uso del francés en el territorio, que implican ataques a la libertad de los ciudadanos. Sólo dos ejemplos: un artesano judío es amenazado con acciones legales porque el cartel de su taller tenía caracteres hebreos de mayor tamaño que las letras del rótulo en francés; y resulta imposible comprar por catálogo una muñeca parlante que –grave pecado– sólo hable en inglés. A Fried estas imposiciones burocráticas para el uso de una lengua le resultan sorprendentes, lo que indica que vive en un mundo muy alejado de este tipo de restricciones a la libertad. Lo grave es que a los españoles las mismas medidas ya no nos resultan extrañas, tras haber visto cómo se aplican en algunas zonas del país sin que la propia población afectada haya adoptado una actitud decidida de resistencia frente a la violación de sus derechos.

El segundo ejemplo se refiere también a una política del gobierno de la provincia de Québec, donde existe una prohibición absoluta de adquirir u ofrecer seguros de salud privado por servicios que están disponibles en el sistema público de salud y se impide, además, que un hospital –o un médico– puedan trabajar al mismo tiempo dentro del sistema y fuera de él. Con ello se busca un objetivo que puede ser perfectamente defendido por un liberal: que todo el mundo, al margen de sus medios económicos, pueda obtener una buena asistencia sanitaria. Pero la política elegida, al impedir que quienes no quieran el sistema público puedan encontrar alternativas en el mercado, viola sus derechos. Esta regulación, en resumen, no se ha realizado en el marco del espíritu de la libertad.

El tercer caso, que también nos resulta muy familiar a los lectores españoles, es la política dirigida a prohibir –o al menos a restringir– la apertura de grandes superficies para defender al pequeño comercio. Es esta la estrategia seguida por el Estado norteamericano de Vermont, con el argumento de que sus atractivos pueblos y pequeñas ciudades sólo podrán conservar su encanto y su tradición si se mantiene vivo el pequeño comercio local, lo que implica prohibir que grandes cadenas como Wal-Mart se establezcan en aquel Estado, aunque sus habitantes prefieran hacer en ellas sus compras por sus mejores precios y la mayor variedad de productos que ofrecen. Nadie que conozca Vermont es insensible al atractivo de muchas de sus localidades y hay muchos argumentos para apoyarlas. Pero hacerlo impidiendo que la gente compre donde más le conviene va, de nuevo, contra el espíritu de la libertad.

Muchos otros ejemplos podrían citarse. Como señala Fried, el mayor enemigo de la libertad ha sido siempre algún tipo de bien colectivo, referido a la gloria de una nación, a una raza, a un partido o –¿por qué no?– al bienestar o a la felicidad de una población. Quienes imponen su voluntad están convencidos, a menudo, de que el objetivo que persiguen redundará en beneficios para todo el mundo, por lo que llegan a argumentar que las víctimas de sus programas, simplemente, no existen.

Si la gente no sabe elegir lo que realmente le conviene, ¿no aumentaría el bienestar de todos si el Estado –benevolente y mejor informado que sus ciudadanos– decidiera lo que éstos puedan consumir o no consumir, dónde deben vivir o de qué forma deben practicar el sexo? Un régimen totalitario –el de Pol Pot en Camboya es seguramente el más cruel ejemplo que presenta la historia de la tiranía– puede intentar fijar hasta el último detalle la forma en la que sus súbditos deben trabajar, vivir y hasta pensar. Pero no hay que ir tan lejos para encontrar intromisiones importantes del Estado en nuestras vidas. Los sistemas democráticos, en principio, no nos imponen lo que tenemos que consumir; pero pueden quitarnos la mitad de nuestra renta mediante impuestos y devolvérnosla en forma de servicios públicos con respecto a los cuales tenemos muy poca capacidad de elección.

No es Keynes el economista que ha diseñado los principios económicos del Estado socialdemócrata. Este papel le corresponde a un economista mucho menos conocido: Arthur Cecil Pigou. Fue él quien –en las décadas de 1910 y 1920– formuló el diseño más claro del moderno Estado del bienestar. Y explicó de una forma sencilla por qué el Estado debe intervenir dirigiendo el gasto y el consumo de los ciudadanos. Es más fácil ganar dinero –escribía en su obra La economía del bienestar– que saber gastarlo bien. El argumento tiene una conclusión clara: como la mayoría no sabemos gastar bien nuestro dinero, es el Estado el que debe decirnos cómo hacerlo, reduciendo nuestra capacidad de elección mediante su regulación o disminuyendo, mediante impuestos, la parte de nuestra renta de la que podemos disponer a nuestro gusto.

¿Es, por tanto, incompatible el Estado del bienestar y el respeto a la libertad plena de los ciudadanos? Esta pregunta no tiene una respuesta clara, ya que la frontera que separa la regulación necesaria para garantizar la libertad y la que atenta contra ella es muy difusa. Como señalaba más arriba, utilizar el espíritu de la libertad en la legislación como criterio de distinción es una idea difícil de criticar. Analizar normas y políticas concretas a la luz de este principio es otra historia.

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Ficha técnica

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