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Un Weber trágico

La libertad como destino. El sujeto moderno en Max Weber

YOLANDA RUANO DE LA FUENTE

Biblioteca Nueva, Madrid, 240 págs.

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Los clásicos invitan siempre a pensar, y no sólo por sus tesis más gruesas y compactas, sino también, y sobre todo, por lo fructífero de sus tensiones internas, por sus inconsistencias, incluso por esos temas aparentemente menores o anecdóticos de sus sistemas de pensamiento. De ahí que queden siempre abiertos a nuevas exégesis que nos aportan novedosos puntos de vista para dar cuenta del mundo en que vivimos, cuyas claves, de alguna manera, acertaron a apuntar o barruntaron.

Max Weber es uno de esos clásicos seminales de la ciencia social contemporánea. Su obra ha sido muy atendida en nuestro país, donde contamos con una solvente «weberiología» a la que últimamente parecen sumarse jóvenes estudiosos como Yolanda Ruano, la autora del libro que quiero comentar. Su Libertad como destino es, como destaca acertadamente su prologuista, José M.ª González, continuación lógica del libro que publicara hace unos años, Racionalidad y conciencia trágica (Trotta, 1996), que realizaba una exploración sistemática y erudita sobre el núcleo «duro» de la obra de Weber, las relaciones entre la modernidad y la racionalidad. Ahora su atención es más selectiva, pero a mi entender, centrándose en aspectos que podrían parecer algo más particulares de su obra, acaba desvelando su nervio dramático fundamental, el tono dominante e incluso el mensaje clave de ese pensador entre glacial y volcánico que quiso ser maestro de la juventud alemana en tiempos de desconcierto.

Tres son los temas que centran la atención en esta lectura de Weber y los tres se van abordando al hilo de una preocupación unitaria de fondo que no es otra que el destino o la situación del sujeto moderno arrojado por la historia a un mundo racionalizado. Dos de esos temas son canónicos y harto manidos, hasta el punto de que han servido para confeccionar las más extravagantes simplezas sobre Weber que uno puede admirar en manuales al uso, artículos de periódico, discursos públicos o pizarras académicas. Esos dos temas son la génesis del capitalismo en la ética protestante y la distinción crucial entre juicios de hecho y de valor. Ruano entra en ambos, los rastrea con una erudición inteligente, y tiene la enorme virtud de alejarse de los reduccionismos interpretativos dominantes. Y, así, lo que a su entender domina el hiperrelato weberiano sobre la génesis del capitalismo es la ironía que se despliega en el proceso que hace que, paradójicamente, el triunfo de la ética del rigor ascético para con un dios escondido y terrible desemboque en un mundo sin dioses y sin alma: el dios puritano encuentra así en su victoria sobre las almas de los hombres su más humillante derrota en el mundo. Abordando, por otro lado, el otro tema, muestra Ruano que si se atiende adecuadamente al viejo problema de la relación entre el ser y el deber ser en nuestros juicios y reconstruimos con cuidado la posición de Weber, entonces no hay espacio plausible para ninguna de las soluciones polares que se le han dado en las interpretaciones tradicionales. Pues no es cierto que Weber pueda ser interpretado como fundamentador de una ciencia social aséptica que se atiene a lo que el mundo dicta en forma de hechos, libre de todo juicio o supuesto de valor, ni tampoco que pueda ser llevado al extremo opuesto de un relativismo sin norte ni responsabilidad. ¿Dónde se sitúa? No está claro que en una posición virtuosa del justo medio, pero sí en algo que se halla entre ambos extremos y que exige de quien intente dar cuenta del mundo y dictar qué hemos de hacer responsabilidad, entereza y autorreflexividad.

Evidentemente, lo que llevo dicho permite desembocar en el tercer tema que Ruano aborda en la parte final del libro, y que me parece el cierre y conclusión más adecuado para sus análisis anteriores. Es, además, el tema que, a pesar de ser decisivo, ha solido dejarse más de lado en la exégesis de Weber por parecer más propio de una aproximación literaria que del rigor frío y desangelado de la interpretación sociológica. Ese tema es el de la tragedia. Ya otros estudiosos de su obra habían destacado la presencia augusta y terrible del pathos trágico, ya sea en la epidermis más inmediata de algunas de sus afirmaciones textuales, ya en el fondo de la historia que Weber cuenta sobre nuestro mundo y su génesis. Pero Ruano le brinda una atención que permite alcanzar una clave interpretativa crucial para comprenderlo como pensador de la modernidad. Weber es, a su entender, un pensador trágico que da cuenta de un mundo que se atiene a la trama de una tragedia tal como la definieron hace veinticinco siglos nuestros antepasados griegos. De ahí la relevancia de los dilemas de acción que no se pueden resolver sin el sacrificio de la inocencia misma, de ahí el ciego actuar de una fortuna desbridada que hace que los hombres propongan y el mundo disponga, de ahí sobre todo esa idea, tan a lo Jaspers, de una experiencia del mundo como frustración. Y en esto consiste el diagnóstico final que proporciona sobre el mundo contemporáneo de triunfo absoluto de la razón y, consiguientemente, de racionalización sin tasa ni límite de todas las esferas de la experiencia: en ese mundo la razón, siguiendo en esto los pasos del ya arruinado Deus Absconditus de los puritanos, encuentra en su éxito y apoteosis su más soberana derrota y frustración. Frustración porque el mundo racionalizado se convierte en un desierto polar carente de sentido, y frustración porque esa razón que expulsó los plurales demonios del mundo acaba fragmentada en múltiples dioses o razones parciales que impiden resolver unitariamente los problemas sempiternos: qué saber, qué querer, qué esperar.

Alguno pensará que un Weber con ropajes de Sófocles es de poca ayuda en la actualidad. Evidentemente, que sea o no de ayuda puede ser un argumento menor, pues lo que en primera instancia habría que resolver es si se atiene a lo que es constitutivo de su obra. La opinión de este lector es que sí se atiene y que desde luego lo ilumina de manera especialmente reveladora. El componente trágico y sus consiguientes proyecciones analíticas no son un rasgo menor o anecdótico de su obra; no son un además prescindible, sino una condición de inteligibilidad. Y así, un Weber leído al modo de Yolanda Ruano nos deja entender mejor su complejísima obra, no porque nos proporcione la hiperclave unitaria, la matriz que todo lo genera y desvela, sino porque nos pone ante los ojos uno de sus fundamentales pliegues intelectuales, un aspecto de su obra, de su concepción del mundo, que es crucial y no se puede dejar de lado. El no considerarlo produce ceguera interpretativa.

Y en cuanto a si un Weber trágico es de ayuda para pensar el mundo actual, mi impresión es que sí: es de ayuda, de mucha ayuda. Vivimos una época de estruendosos derrumbes. Alguno de ellos se celebró como fin de la historia e inauguración de la bendita paz de los mercaderes: me refiero, obviamente, a la caída del muro de Berlín. Pero septiembre del año pasado nos sorprendió con nuevos y más tremendos derrumbes en directo y desde Nueva York. No está siendo época de jolgorio la que arrancó de esas fechas, sino más bien de inquietud, miedo, gestos desabridos y expectativas de catástrofes que, por lo impensable de lo ocurrido, parece que nada dejan exento. Una aproximación al mundo en clave de tragedia que destaque lo irrisorio de esa hybris o desmesura y jactancia de los poderosos y de sus pretensiones de meter al mal en cintura, que subraye la opacidad del mundo, lo abierto y potencialmente destructivo de los procesos que ponemos en marcha, que atienda a la ganga de sinsentido e irracionalidad que acaba depositando lo que aparentemente brilla por su racionalidad y sensatez: una aproximación así es, a mi entender, una buena plataforma de observación o, para ser más rotundo, define el mínimo de realismo y responsabilidad intelectual con el que deberíamos cumplir al decir y al hacer. Weber se exasperaba ante la tontuna del «mandevillismo» de fondo del nuevo capitalismo que aseguraba el mejor de los mundos posibles a partir de las acciones egoístas y de corto horizonte de los actores inmediatos. Frente a eso que llamó heterogonías positivas (buscando el mal se encuentra el bien) destacó las heterogonías negativas (buscando el bien se encuentra el mal). Algunos han interpretado esto en clave conservadora: mejor es dejar las cosas como están, prescindir de la búsqueda de la perfección porque detrás de ella y de la mano de sus aparentes triunfos está Satán –o el Gulag que es su nombre contemporáneo–. Pero esta es una interpretación sesgada de la enseñanza del Weber trágico. Que la historia se desarrolle en forma de heterogonías positivas y/o negativas y que, en consecuencia, sea paradigmáticamente irónica es un hecho; la ventaja de pensarla al modo de Weber es que no nos quedamos entrampados en la estulticia del panglossianismo intelectual tan propio de economistas, filósofos de la historia y políticos del día a día que insisten en decir que, hagamos lo que hagamos, cada cual en función de sus saberes e intereses y atento exclusivamente a la gloriosa redondez de su ombligo, un buen dios benevolente se encargará de sacar a la luz el mejor y más habitable de los mundos posibles. Weber supo que éstos eran simplemente cuentos para críos y que la historia no hacía más que reírse una y otra vez de relato tan plano. Tal como la entendía, la historia no se muestra como una comedia que disipa los malentendidos y acaba resolviéndolos en forma de reconciliación o, al modo en que la pensaba Hegel, en un Domingo del Espíritu. Lo interesante del libro de Yolanda Ruano es que nos muestra en sus múltiples caras a un Weber que desconfía y se mofa de la concepción moderna del mundo sociohistórico en clave de comedia y que, en razón de ello, apuesta por el saber trágico y su realismo sin tapujos. Surge así un retrato intelectual convincente de un pensador que se puso a la tarea de retratar la tragedia del mundo contemporáneo y, en términos especialmente dramáticos, el duro destino de su sujeto típico, un ser humano hijo de la razón y sus ilustraciones arrojado a una libertad que nada le garantiza: ni su felicidad, ni el sentido del mundo, ni siquiera la supervivencia de la especie, como empezamos a saber ahora los descomprometidos hijos de los compromisos de Kioto.

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