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Risa y sacralidad

Corderos y elefantes: la sacralidad y la risa en la modernidad clásica (siglos XV a XVII)

JOSÉ EMILIO BURUCÚA

Miño y Dávila, Madrid, 656 págs.

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«El divino discurso de la Sagrada Escritura es un río delgado y profundo a la vez, en el cual deambula un cordero y nada un elefante». Es a partir de esta cita de san Gregorio como José Emilio Burucúa concibió y escribió este magnífico libro que analiza con agudeza los entrecruzamientos renacentistas entre la cultura de los «elefantes», es decir los sabios y letrados, y la cultura de los humildes e ignorantes «corderos». Para san Gregorio, era la capacidad de leer la que distinguía a unos y otros. Después, la frontera cultural se desplazó, oponiendo el conocimiento del latín y el uso de la lengua vulgar, la cortesía de las élites y la cultura folclórica, o el poder masculino sobre la escritura y la oralidad de las sociabilidades femeninas. El libro sigue con cuidadosa atención estos desplazamientos de la distinción, pero hace hincapié también en su reformulación, inspirada por las Epístolas a los Corintios y a los Romanos, en las cuales san Pablo borra la diferencia en beneficio de la constitución de la nueva comunidad de fieles cristianos a la que dirige sus palabras.

El libro discreto y púdico de José Emilio Burucúa puede leerse como una especie de autorretrato. Es el libro de un «elefante» particularmente erudito, pero de un «elefante» que tiene la bondad y la sonrisa de los «corderos», sus amigos. Es sin duda la razón por la cual se dedica ante todo a una forma de risa que no es la risa sardónica, malvada, cruel, sino la risa o sonrisa benévola y amistosa que encuentra sus raíces en la tradición cristiana y que se transforma en el Renacimiento en un instrumento del conocimiento. La «eutrapelia», la risa sagrada de Cristo que promete un mundo reconciliado y redimido, se vincula así con «el cultivo de lo cómico en su potencialidad vital y cognitiva». El libro hace hincapié en la sabiduría de los humildes, en la figura del iletrado sabio que define en la tradición occidental la reivindicación de un conocimiento opuesto a las autoridades. Así es como Michel de Certeau definía la experiencia mística (en un sentido amplio de la palabra): «En una palabra, podría decirse que la mística es una reacción contra la apropiación de la verdad por parte de los clérigos que se profesionalizan a partir del siglo XII ; privilegia las luces de los iletrados, la experiencia de las mujeres, la sabiduría de los locos, el silencio del niño; opta por las lenguas vulgares contra el latín académico». La «docta ignorancia» rechazaba las percepciones ciegas, la aceptación automática de las costumbres, el sometimiento al orden. La encarnaron en los textos por medio de las figuras del salvaje (por ejemplo, los indios brasileños de Montaigne), del campesino (Marcolfo y Bartoldo en la Italia renacentista), o de los animales en todas las ficciones e imágenes del mundo al revés. La inocencia de los corderos, reales o metafóricos, aseguraba la posibilidad de una distancia crítica y otorgaba lo que Carlo Ginzburg ha llamado, siguiendo al semiólogo ruso Chklovski, una práctica literaria del «extrañamiento», del «ostranienie».

El libro de Burucúa ilustra las ventajas del mestizaje intelectual, ya que vincula aproximaciones tradicionalmente separadas. Muy pocos son hoy en día los historiadores que poseen una paleta tan rica como nuestro pintor argentino. Le permite alternar las interpretaciones nuevas de los numerosos textos que constituyen la inmensa biblioteca sin muros de su libro con el estudio de la recepción de las obras (por ejemplo, las lecturas humanistas del Satiricón de Petronio, que trataban de mostrar su compatibilidad con el cristianismo), o, en el último capítulo, el comentario literario y musical de las óperas cuyas heroínas son «elefantas» y, más frecuentemente, «corderas».

Desde el punto de vista de un historiador de la circulación de los textos, quisiera subrayar dos aportaciones fundamentales del libro. La primera aclara los lazos múltiples que unen en la Italia del Renacimiento las prácticas de la oralidad y la escritura literaria. Por una parte, son numerosos los textos de diversión que se presentan como transcripciones de palabras vivas, traslados de chistes, canciones, tertulias, y que, por lo tanto, conservan en su composición y estilo «indicios de oralidad» (según la expresión de Paul Zumthor). Por otra parte, la oralidad, en sus diversas formas (lectura en voz alta, recitación, canto), constituye una modalidad esencial de la publicación y transmisión de muchos géneros u obras renacentistas: las comedias humanistas, las novelle, los poemas. Mientras que la omnipresencia de la lectura en voz alta fue bien reconocida por la España del Siglo de Oro gracias a los estudios de Margit Frenk o María Cruz García de Enterría, este no era el caso para Italia.

La importancia del manuscrito en la edad de la imprenta es otro tema presente en el libro. Así, los estudios recientes que para la Inglaterra del siglo XVII (por ejemplo, los libros de Harold Love o H. R. Woudhuysen) o para la España áurea (con el libro de Fernando Bouza, Corre manuscrito) hacen hincapié tanto en las diversas formas de la publicación manuscrita como en la actividad de los copistas, profesionales o no. José Emilio Burucúa nos recuerda que el taller tipográfico y el libro impreso no suprimieron de ninguna manera los múltiples papeles desempeñados por los textos escritos o trasladados a mano.

La mezcla constante de diversos registros de análisis y de referencias intelectuales otorga su encanto a este libro que tiene algo de la seducción de las obras que analiza. El autor confiesa este parentesco secreto cuando desea que su relato «asuma una cierta ligereza, un vaivén, un carácter rapsódico, que encierre una miscelánea de episodios, expuestos a la manera del desopilante, y a la par poético caos del Satiricón». Es verdad que Corderos y elefantes no está «desopilante» en todas partes, y que no tenía que estarlo. Pero su composición y escritura saben transmitir al lector algo de la vitalidad y del humor de los textos abigarrados y exuberantes del Renacimiento.

José Emilio Burucúa establece más claramente que sus predecesores en «risalogía» (si puedo decir así) la diferencia entre el reír y el «hacer reír». La propone para entender la importancia de la risa en la retórica antigua, «ya sea como aspecto de la conducta, ya sea como herramienta estético-retórica», o para descifrar los dibujos grotescos de Leonardo de Vinci que, a la vez, muestran y provocan «los caracteres brutales de la risa». Semejante distinción procura el hilo conductor de toda la demostración que siempre confronta una reflexión sobre la risa entendida en su dimensión universal (el hombre es «el único animal que ríe» según Aristóteles) con el estudio histórico de los temas, figuras y palabras que producen la risa del lector o del espectador y que cambian según los momentos, los lugares o los públicos. Esta es la razón por la que esta obra constituye una contribución fundamental en la reflexión que, siguiendo a Aby Warburg y Carlo Ginzburg, plantea la cuestión de la posible (o imposible) articulación entre invariantes antropológicas y variaciones históricas. El hombre ríe, pero no reímos siempre de lo que hacía reír a los lectores o espectadores del Renacimiento. ¿Por qué? ¿Debemos pensar que hemos perdido la inocencia y la naturalidad de los «corderos»? ¿O bien que el proceso de civilización que caracterizó la época moderna aseguró la incorporación de controles y censuras desconocidas por los hombres y mujeres de los siglos XVI y XVII y que hacen rechazar groserías y crueldades que les divertían?

Sin embargo, compartimos con los reidores renacentistas los tres caminos que siguieron y que José Emilio Burucúa designa como «la crítica satírica de las costumbres, el juego compensatorio de los pesares de la existencia humana, el conocimiento sublime del mundo». ¿Cuál es el camino de risa que deberíamos tomar hoy en día, en uno de estos «momentos de crisis de la sociedad en los cuales todos nos sentimos lanzados hacia situaciones-límite de la existencia, el mundo se nos torna incomprensible, se desmoronan los sistemas y las axiologías y, a pesar de ello, sentimos la obligación de actuar sin que el apelativo de "hombres" nos avergüence»? El libro no da la respuesta, pero incita y ayuda a cada uno de nosotros, varones y mujeres, a pensar y actuar sin que «el apelativo de "hombres" nos avergüence».

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Ficha técnica

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