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Añoranzas de un sofista

La ignorancia

MILAN KUNDERA

Tusquets, Barcelona

Trad. de Beatriz de Moura

199 págs.

2.000 ptas.

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Si la lengua francesa poseyera el término «añoranza», tal vez este libro de Kundera no se titulase La ignorancia. Señala el autor que la palabra castellana «añoranza» deriva –por vía del catalán– del latín ignorare, y que designa un dolor nacido de la ignorancia. Y, precisamente, lo que se investiga en esta novela es la ignorancia que acompaña al dolor de quien ha dejado su país largo tiempo y, al volver, no lo reconoce ni se siente reconocido por él; por eso el título no es «la nostalgia», pues la nostalgia es «el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar».

En esta ficción regresan los personajes a su Bohemia natal tras una ausencia de muchos años; regresan por un tiempo corto, sin proyectos de reanudar su vida checa ya claramente perdida, sin ansia de reencuentros con familiares o amigos. Irena y Josef –cada uno por su lado– peregrinan a una tierra y visitan a una familia a la que ya no necesitan para vivir. No hay nostalgia en su vuelta, sólo una voluntad de cumplir con lo que vagamente es un deber: ¿cómo no volver después de la caída del comunismo, ahora que nadie se lo impide? Este regreso no es el de Ulises –tan citado en las primeras páginas–, aquí nadie se consume por Ítaca y por Penélope; volver a la patria abandonada no es más que un rodeo para entregarse definitivamente a Calipso: una última aventura que termina por convertir también a la tierra natal en tierra extranjera.

Ese es el momento de esta novela: el del descubrimiento de la extrañeza, de la ignorancia de lo que en algún momento fue propio. Un momento de paradojas en las que se enfrentan pasado, presente y futuro; Irena ve cómo sus amigas checas no se interesan por lo que ella ha vivido en París, y se siente indignada por el empeño que ellas manifiestan en hilvanar el presente y sus lejanos recuerdos; además, en París, Irena ha pasado de ser la pobrecita emigrada a ser la checa que pudiendo volver a su país no lo hace, y que, por tanto, se ha burlado de quienes la han compadecido. Kundera no desaprovecha la ocasión para ser incisivo: «A los franceses, ¿sabes?, les da igual la experiencia. Los juicios, allá, priman sobre la experiencia». Es obvio que el narrador no puede o no quiere impedir que se transparenten los conflictos vitales del autor, y ello aunque éste haya escrito en su Arte de la novela que la ficción no debe ser una confesión, que al verdadero novelista no le gusta hablar de sí mismo, y que detesta a los que buscan en la obra de arte una actitud política, filosófica, religiosa u otra en lugar de buscar «una intención de conocer la realidad».

Cierto que en esta novela interesan más los conocimientos y los desconocimientos que los sentimientos, y quizá por ello la cuidada traducción de Beatriz de Moura conserva como título La ignorancia y no cede ante «la añoranza». Hay, como siempre en la producción de Kundera, una voluntad de aunar ficción y reflexión, y, también como siempre, parece que la ficción se resiente de tal alianza. No es un secreto que sus novelas atraen al público por valores como la causticidad o la mordacidad, y que de ellas el lector retiene sobre todo frases punzantes y máximas atrevidas; la entretela de sus libros es más especulativa que narrativa, y esa predominancia explica las incursiones de Kundera en el ensayo, y muy en particular la emprendida justo después de su mayor éxito novelístico: La insoportable levedad del ser. En realidad no fue sólo un cambio de género, pues El arte de la novela (1986) supuso también un cambio de lengua: del checo al francés. Volvió después momentáneamente al checo con la novela La inmortalidad, pero –como en el caso de Irena y de Josef– esta vuelta a la patria lingüística no fue sino un rodeo para abandonarla; desde entonces, sus ensayos y novelas están escritos originalmente en francés: Los testamentos traicionados, La lentitud, La identidad, La ignorancia.

Cambiar de lengua de creación no le ha sentado forzosamente bien al humor cáustico de Kundera; los títulos que acabo de nombrar son de ánimo más ensombrecido que los más antiguos en checo: La broma, El libro de los amores ridículos, El libro de la risa y el olvido. El autor se lastra en francés de una aridez que sacrifica la ironía en aras del puro tono sentencioso. Kundera ha dejado de degustar el sabor ácido y jubiloso de sus máximas. Quizá le ocurre como a sus personajes, Irena y Josef, quienes para percibir el poder de excitación de las palabras groseras necesitan que éstas sean pronunciadas en su lengua materna. O quizá ha desteñido en su escritura esa proverbial seriedad que la lengua francesa pone en conceptos y juicios. Pero Kundera no es Deleuze, y, a pesar de las pretensiones de sus títulos, sus novelas no acuñan conceptos sino más bien ocurrencias cuyo ingenio es a veces dudoso; sirva un ejemplo de La ignorancia: «Todas las previsiones se equivocan, es una de las escasas certezas de que disponemos los seres humanos». Se echa de menos en este libro la provocación y la mordacidad de otros tiempos, cuando, por ejemplo, buscaba la complicidad misógina del lector afirmando que «Dios ha inculcado en el corazón de las mujeres el odio de las demás mujeres porque quería que el género humano se multiplicara» (El vals del adiós), o que «la mayor desgracia del hombre es un matrimonio feliz, porque no hay esperanza de divorcio» (El libro de los amores ridículos). O aquel despropósito de La inmortalidad: «El sujetador tiene por función sostener algo más pesado de lo previsto, cuyo peso ha sido mal calculado, y que hay que apuntalar a posteriori de la misma manera que se apuntala con pilares y contrafuertes el balcón de un edificio mal construido».

Hay una perla engastada en La broma en la que el misógino se confiesa además sofista: «El manejo del pensamiento femenino tiene reglas inflexibles: el que se empeña en persuadir a una mujer, en refutar su punto de vista con buenas razones, tiene pocas posibilidades de lograrlo. Es mucho más juicioso localizar la imagen que ella quiere dar de sí misma (sus principios, sus ideas, sus convicciones), y luego tratar de establecer (mediante sofismas) una relación armoniosa entre dicha imagen y la conducta que uno desea que ella tenga». Actualmente, Kundera no parece ya interesarse por ese registro misógino de provocación (también le interesan menos las clasificaciones de las actitudes masculinas donjuanescas), pero lo que no ha perdido es el pulso de sofista. De hecho, la cita está dando pistas sobre su propio sistema de escritura, por mucho que en su reflexión ensayística el autor diga que una novela es una larga persecución de ciertas definiciones huidizas, que es un territorio en el que el juicio moral queda suspendido, que el novelista no debe persuadir a los demás de su verdad, sino inspirar en ellos otra manera de pensar diferente de la que poseen… Le ocurre a este autor lo que a muchos espíritus que alardean de transgresores: son devotos de las máximas, y las utilizan de manera que lo chocante de su enunciado esconda su inevitable dogmatismo. A menudo, las fórmulas son inofensivas de puro vacuas, pero en ocasiones tal devoción lleva a Kundera hasta el punto de sugerir abusivas interpretaciones: «El comunismo en Europa se extinguió exactamente doscientos años después de que se encendiera la mecha de la Revolución francesa», se lee en La ignorancia.

De curiosas coincidencias como la que la frase reseña está el libro lleno. En La insoportable levedad del ser se afirmaba si no la creencia al menos la utilidad del azar: el azar es mensaje en el que tratamos de leer como los gitanos en los posos del café. Kundera parece querer que leamos en los múltiples azares de La ignorancia algún mensaje; después de muchos años Josef e Irena coinciden en el momento de su breve vuelta a Bohemia y tienen un encuentro amoroso que, aunque también breve, cambiará sus vidas; Irena reencuentra a una amiga que resultará ser hija de la primera mujer de Josef (ninguno de los dos protagonistas sabrá de esta coincidencia). La madre de Irena había elegido para ésta un primer marido, y el segundo marido de Irena se convertirá en amante de la madre… Lo que el libro da a leer como mensaje es una pasmosa frecuencia de coincidencias, y el azar no parece ser sino compulsiva necesidad de repetición. El azar se parece sospechosamente al determinismo.

Como siempre, Kundera tiene los dados trucados, y diciendo que juega al azar nos cuela de rondón un fatalismo sin contemplaciones: todo destino está inscrito en el origen, es decir, la regla del destino es la repetición. La ignorancia trata al lector como La broma aconsejaba tratar a las mujeres: averiguar cómo quiere verse a sí misma y luego llevarle mediante sofismas hacia las ideas del autor. De repente uno se da cuenta de que Kundera no ha perdido sus habilidades del pasado; el gitano-lector que consulte el azar en los posos del café de este libro se quedará verdaderamente con el poso amargo y fatalista que el autor-sofista pretende hacerle degustar.

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Ficha técnica

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