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El libro de los hilos que se entrecruzan

LA IDIOTEZ DE LO PERFECTO. MIRADAS A LA POLÍTICA

Jesús Silva-Herzog Márquez

Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México

188 pp.

11,50 €

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Este es un libro de ensayos muy bien escrito. Y no sólo por el deliberado cuidado del lenguaje, la ligereza en el estilo o el gusto por la cita de poetas y literatos, sino porque está también salpicado de buenas metáforas y enérgicas expresiones. Una calidad literaria, además, no reñida con la claridad, la rotundidad y la eficacia en los conceptos. No es frecuente, creo, la combinación de filosofía política y gusto literario que cultiva el mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez.

El libro contiene cinco inteligentes «miradas a la política», principalmente a través de sendos autores relevantes del siglo XX: Carl Schmitt, Michael Oakeshott, Norberto Bobbio, Isaiah Berlin y Octavio Paz. Digo «principalmente» porque tres de los ensayos contienen, entre las diversas referencias que todos incluyen, un largo apunte sobre otro autor a modo de contrapunto: Ernst Jünger el de Schmitt, Michel Montaigne el de Oakeshott e, inevitablemente, Anna Ajmátova el de Berlin.

Las distintas «miradas» de La idiotez de lo perfecto no pretenden, tal vez, responder a una unidad o relación profunda entre los cinco autores considerados, como no sea, precisamente, la que sugiere el título, tomado de un poema burlón de la premio Nobel polaca Wislawa Szymborska, del que, con perdón por la mutilación, copio aquí la primera y la última estrofa:
 

La cebolla es otra historia.
No tiene entrañas la cebolla.
Es cebolla cebolla de verdad,
hasta el colmo de la cebollosidad.

[…]

Lo de la cebolla, eso sí lo entiendo,
el vientre más bello del mundo:
se envuelve a sí mismo en aureolas
para su propia gloria.
En nosotros: grasas, nervios, venas,
secreciones y secretos.
Y se nos ha denegado
la idiotez de lo perfectoPoesía no completa, trad. de Gerardo Beltrán, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2002. .
 

Sobre el contenido del libro, adelantaré desde ahora mi principal objeción, sobre la que girarán mis comentarios: aunque tiene varios hilos que lo entrecruzan y lo atan, carece de un hilo conductor fuerte y profundo, y la culpa de ello, por varias razones –lo adelanto ya, aunque llegaré a ello al final–, la tiene Carl Schmitt.

Los hilos que entrecruzan a estos cinco autores, que incluyen también a Schmitt, son diversos y parciales: diversos porque algunos son meras coincidencias temáticas o formales, otros son de enfoque ideológico más o menos próximo y otros, en fin, son afinidades personales o filosóficas probablemente profundas; pero parciales porque ninguno de los hilos que pueden considerarse esenciales recorre a los cinco autores a la vez. Si hay, en efecto, hilos profundos y esenciales que unen a varios de los autores, a veces a modo de vidas paralelas, y en otros casos a tres e incluso a cuatro de ellos, pero no a los cinco.

Mencionaré hasta ocho de esos hilos que cruzan y atan esta obra de Silva-Herzog: 1) salvo Octavio Paz, todos fueron profesores dedicados a la filosofía práctica (Oakeshott, Bobbio y Berlin, a la filosofía política, los tres con una común inclinación hacia la historia del pensamiento; Schmitt y Bobbio, también a la filosofía jurídica); 2) cuatro de ellos, pero no Schmitt, fueron más autores de ensayos que de libros (la mayoría de sus libros son colecciones de artículos o ensayos), y en ello hay, quizás, una coincidencia más sustantiva y profunda que formal, si aceptamos la idea de que el libro es síntoma de sistema con pretensiones de racionalidad acabada y cerrada, mientras que el ensayo es más una voz abierta en una larga conversación sin fin (la forma de diálogo filosófico que Oakeshott defiende recordando al modélico Michel de Montaigne); 3) tres de nuestros autores (Schmitt, Oakeshott y Bobbio) tuvieron a Hobbes como uno de sus pensadores de cabecera; 4) dos de ellos, Bobbio y Berlin, tienen en común haber situado en el centro de su pensamiento político, y ambos en el mismo sentido liberal, la distinción entre libertad negativa y libertad posisitva, que, aunque ya avanzada por Kant y por Benjamin Constant, Bobbio formula unos años antes que Berlin, con más rigor y claridad analítica, aunque con menos riqueza filosófica e histórica; 5) nuestros autores se parten en dos en la conocida clasificación de los pensadores entre zorros y erizos, que Berlin utilizó en su libro sobre Tolstói (que, como se recordará, parte de unos versos del poeta griego Arquíloco: «Sabe la zorra muchas cosas, mientras el erizo sabe sólo una pero muy grande»): a mí me parece claro que mientras el propio Berlin y Bobbio son netos zorros, tanto Schmitt como Oakeshott son genuinos erizos; y como no estoy seguro de dónde colocar a Paz, dejo esos dos hilos en empate; 6) al menos dos de los cinco autores (Paz y Oakeshott), aunque de diferente manera, están unidos por la centralidad de la poesía en su pensamiento (y, si somos menos estrictos, y hablamos más ampliamente de literatura, quizá podría incluirse también a Berlin); 7) sólo Octavio Paz tuvo el don divino de la capacidad poética, mientras que los otros cuatro fueron todos, me parece, muy competentes escritores, es decir, transmisores eficaces, claros y contundentes de ideas, todos ellos bien lejanos de las brumas de los pensamientos espesos, cargantes y, a veces (no siempre), oscuramente embaucadores de los que no hace falta citar nombres; 8) en fin, cuatro de los intelectuales estudiados, con la tajante exclusión de Schmitt, comparten la que me parece la afinidad más sólida y profunda de la obra, con la que también se identifica el propio pensamiento de Silva-Herzog: un profundo liberalismo, como respeto a la básica autonomía y libertad humana, que trasciende las diferencias en el acento político de los cuatro liberalismos representados: es decir, por encima del liberalismo conservador de Oakeshott, del liberalismo socialista de Bobbio, del liberalismo «trágico» y más centrado de Berlin y del liberalismo que yo llamaría agónico, en conflicto, de Octavio Paz.

Y, sin embargo, frente a los ocho hilos anteriores, meramente parciales o sin suficiente entidad, el título de nuestro libro sugiere un hilo común más profundo, que en su introducción y en su contraportada se condensa en «quizá una sola pista común»: la idea de que, en política, la búsqueda de la perfección, la utopía de una convivencia humana más allá del conflicto, es no sólo una ilusión vana, sino también dañina, como lo habrían mostrado los totalitarismos del siglo XX. Comparto en lo sustancial este juicio crítico, al menos sobre una cierta forma de entender la utopía, si bien tampoco puedo dejar de reconocer con Max Weber, como hecho incómodo que explica parte de la historia humana, «que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez». Pero compartiendo aquel juicio, no veo, sin embargo, la pista común, y por dos razones distintas, aunque sólo la segunda es para mí decisiva.

La primera es que Bobbio –como Habermas y yendo más allá de Kant, aunque en su misma línea– se hartó de ser un defensor de la posibilidad de la utopía de un mundo pacífico y relativamente justo mediante un adecuado control internacional (en dos palabras, aunque habría que matizar, un gobierno mundial). Su propuesta partió de una hipótesis probabilística, que me parece compartible: si no se llega a un suficiente control internacional en armamentos (y hoy podría extenderse al problema ecológico y a la desmesura de la población mundial), es poco probable que la especie humana, o al menos la civilización, pueda sobrevir mucho tiempo. Su conclusión, que también comparto, era la creencia en la mera posibilidad, no en la necesidad, de tal control internacional (se trata de una posibilidad que hoy vemos, sin duda, como muy remota, pero que al fin y al cabo forma parte de los supuestos kantianos de la libertad humana y del propio futuro del ser humano). Junto a ello, añadiría sólo que el liberal-socialismo, que constituía el ideal regulativo de Bobbio, era para él una fórmula en cierto modo inestable, siempre abierta a distintos compromisos y posibilidades dentro de la libertad democrática y, por tanto, no una utopía perfeccionista y agresiva (por ponerlo en términos actuales, creo que se habría conformado, como yo lo hago, con un gobierno mundial imperfecto, que mantuviera la paz y un nivel aproximado de derechos de libertad y asistenciales como los que hoy mantienen, tan deficientemente como se quiera, los Estados europeos).

La segunda razón, decisiva, por la que no veo la pista común en el libro es, como lo anuncié, Carl Schmitt: sencillamente, además de comportarse vilmente en su participación en la expulsión de Kelsen, quien años antes había apoyado su entrada en la Universidad de Colonia, Schmitt fue uno de los creyentes en la perfección política: por ello justificó y sirvió a la más negra utopía del siglo XX, la entrega de un pueblo al carisma racista de un Führer y al consiguiente sacrificio de todo enemigo. Hay algo común a los cuatro restantes autores a lo que Schmitt se enfrentó esencialmente: el liberalismo y, con él, al Parlamento, instrumento esencial de la democracia liberal, precisamente el lugar en que se habla antes de decidir, incluso, si se quiere, sobre todo se habla más que se decide. En las diferentes formas de liberalismo que encarnan Oakeshott, Berlin, Bobbio o Paz, Carl Schmitt es un cuerpo extraño, agresivo y fuera de lugar. Por añadidura, Schmitt ni siquiera fue un genuino crítico de la creencia en un futuro mundo pacífico: no afirmó nunca, me parece, que tal mundo no sería posible, sino únicamente que si llegaba a existir –lo que no excluía– desaparecería la política, esencialmente definida para él por la oposición amigo-enemigo. Le agradecemos la noticia, que no es más que una mera definición persuasiva y muy poco convincente de la política, pero que no nos aporta nada realmente serio sobre cómo es el mundo o cómo podría o debería ser.

Una observación más: la lejanía, más aún, la oposición entre Schmitt y el resto de los autores estudiados en este libro queda para mí perfectamente reflejada en la diferente forma de rendir cuentas por él y por Bobbio. Schmitt, como la mayoría de los verdugos nazis, nunca consideró realmente que había hecho nada malo. Bobbio, cuando ya en su vejez salió a la luz su pecado juvenil de haber intentado librarse de la cárcel con una obsequiosa carta a Mussolini en la que mentía sobre sus convicciones fascistas, expresó su vergüenza y su culpa en términos raramente protestantes para un hombre de una cultura y un país católico: se trata –dijo– de una falta inexpiable, un mal que me acompañará siempre. Bobbio tuvo también la lucidez de reconocer que es el tirano el que humilla y envilece la dignidad de las víctimas. En todo caso, la inversión entre el verdugo que se sigue enseñoreando sin reconocerse como tal y la víctima humillada que vive siempre bajo el peso de la deshumanización infligida –una inversión compleja que se observa con distintos matices en Primo Levi, en Jean Améry, en Imre Kertész– es la mejor síntesis de por qué me perturba el capítulo dedicado a Schmitt en este libro.

Con todo, puede haber, y ya termino, una buena excusa para la elección de Jesús Silva-Herzog que no tengo reparo alguno en reconocer: que seguramente sería una idiotez pretender que para que un libro sea bueno tenga que ser, además, perfecto.

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