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La historización del terrorismo: el Informe Foronda

Informe Foronda. Los efectos del terrorismo en la sociedad vasca

Raúl López Romo

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015

176 pp. 16 €

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El científico social Jared Diamond explicaba en su libro El mundo hasta ayer. ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales? cómo estas «resuelven sus conflictos mediante procesos de compensación que no tratan de determinar el bien y el mal, sino sólo de restablecer la relación entre sus integrantes, mientras que las sociedades estatales modernas acuden a la ley porque su propósito no es restablecer la relación, sino determinar qué está bien y qué está mal». Por su parte, otro autor de moda, Ian Morris, nos recordaba en su ¿Por qué manda Occidente… por ahora? aquello de que cada edad consigue el pensamiento que necesita, porque los intelectuales hacen las preguntas que el desarrollo social les obliga a plantearse. Dicho desde la clásica perspectiva de los historiadores, cada generación tiene sus preguntas concretas dirigidas hacia el pasado desde su particular presente y desde sus necesidades.

La cuestión del terrorismo en el País Vasco está condicionada y limitada en estos instantes por estas dos consideraciones y por dos hechos principales:

1) El de que su final obliga a buscar una solución que integre el reconocimiento del bien y del mal que necesitan el Estado de Derecho y la sociedad democrática en que vivimos junto con las posibilidades de rearticulación de una sociedad fracturada (y recordemos que en el País Vasco el terrorismo se ha caracterizado por contar con un importante apoyo social y con una ciudadanía hasta muy tarde ajena a implicarse en la cuestión). Volviendo a Diamond, la justicia transicional trata de aportar en esa dirección, buscando a un tiempo exigencias jurídicas (garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición) y políticas (la necesidad de una paz estable).

2) Y el de que su final nos obliga a empezar a cerrar el pasado mediante la formulación del relato de lo ocurrido; en definitiva, mediante su construcción y consiguiente «elección» por parte de la sociedad. En este sentido, estamos en condiciones de hacer una historia bien distinta de la que se ha hecho sobre el terrorismo vasco en tanto que podemos/debemos hacernos preguntas diferentes, contar con otro tipo de fuentes y testimonios no mediatizados, y alejarnos de lógicas comprensivas que funcionaron en otros tiempos.

Todo esto está siendo valorado desde diferentes ámbitos y a partir de diferentes presupuestos, muy distintos de los que aquí se defenderán. Destacaré dos de ellos, distintos pero en ocasiones coincidentes por la «gramática nacionalista común» que los anima. Me refiero a los procedentes del mundo civil de ETA, de la izquierda abertzale, y a las políticas de memoria del actual Gobierno Vasco de Íñigo Urkullu. Ambos coinciden en que un determinado relato del pasado del terrorismo condiciona los pasos políticos futuros. El terrorismo en el País Vasco se hizo defendiendo unos objetivos nacionalistas, por lo que quienes se reconocen en ese espacio político tienen una relación especial con el mismo. La contaminación de los fines por los medios es en este asunto palmaria y les conduce a posicionamientos coherentes con su lógica de pensamiento e ideología. Podríamos decir que están «defendiendo lo suyo».

Básicamente son dos las propuestas para ese reconocimiento del pasado que se nos formulan desde esos dos ámbitos políticos. Primero, la reivindicación sedicente del terrorismo. Una postura ya muy minoritaria incluso en la propia izquierda abertzale, pero mucho más contumaz de lo que parece en sus facciones intelectuales y en el colectivo de presos de ETA. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta el papel central y seminal que ha desempeñado históricamente ETA en ese mundo, el rechazo de esa experiencia terrorista pondría en solfa y cuestionaría toda su historia como cultura política en este último medio siglo (además del sentido de la acción de sus propios activistas, muchos de ellos todavía encarcelados). En segundo lugar, la mezcla forzada de situaciones de violencia y, por lo tanto, de víctimas. Ahí sí coinciden en lo genérico el PNV y la izquierda abertzale: en una reiteración de la tesis del conflicto histórico, se establece que el sufrimiento ha sido mucho y diverso, y desplegado a lo largo de los decenios, de manera que las víctimas de la lejana Guerra Civil se juntan con las del franquismo y, finalmente, se suman a las del terrorismo de ETA y a las producidas por terrorismos contrarios a esa organización o por excesos policiales. En ocasiones se arranca hiperbólicamente de un tiempo remoto, de las guerras carlistas del siglo XIX. El objeto principal, se insiste, es alimentar la teoría del conflicto histórico y la victimización del Pueblo Vasco, aquejado por una suerte de fatalidad que concentraría contra él todas las violencias seculares. Pero también intenta desdibujar la naturaleza política de las víctimas y el hecho de que, en concreto las del terrorismo, fueron asesinadas por un determinado proyecto político: una lectura en clave totalitaria del nacionalismo vasco.

El hallazgo más feliz de esa política basada en la mezcolanza de víctimas y motivos es la memoria, y su objetivo más definido es tratar de «minorar los efectos de la historia»

Las actividades a diverso nivel que realizan las diferentes facciones del nacionalismo vasco van desde la disputa descarnada y abierta por ganar la «batalla del relato» –algo que caracteriza a la izquierda abertzale a través de diferentes recursos editoriales, propagandísticos o telemáticos– a la configuración de un Instituto de la Memoria que trata de preservar el recuerdo «de todas las víctimas de todas las violencias», desde 1936 hasta 2011. En los dos casos, por diferentes caminos y con distinta intención, tratan de eximir de responsabilidad a los terroristas o a la sociedad vasca de lo ocurrido entonces. El Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos recién creado por el Gobierno Vasco se llama Gogora (en euskera, «traer a la memoria o recordar»). Su actividad futura se debate entre dos presupuestos aparentemente compatibles, pero que no lo son tanto: el precepto de que, tratándose de víctimas, «a igual vulneración de derechos corresponde un igual amparo», y el de que el Centro ha de contener a todas las víctimas, «sin exclusiones ni equiparaciones»; es decir, todas, pero no de la misma manera. Los preceptos, como se ve, están guiados por un criterio moral no discutible, pero sí de claras consecuencias para el conocimiento y, por ende, para las políticas de memoria y de reparación (y para los propios presupuestos políticos de la Euskadi del futuro). Como veremos, el hallazgo más feliz de esa política basada en la mezcolanza de víctimas y motivos es la memoria, y su objetivo más definido es tratar de «minorar los efectos de la historia». Al fin y al cabo, el sufrimiento común –un genérico «nosotros sufriente»– refuerza los lazos de identidad y de reconstrucción comunitaria, mientras que la historia amenaza con colocar cada cosa y a cada uno en su sitio, en el que actuaron en el inmediato pasado.

Para combatir ese intento de minorar su efecto, algunos historiadores insistimos en la necesidad de historizar el terrorismo en el País Vasco (y España) del último medio siglo. Historizar es un término que todavía se nos hace raro, pero en este caso la Real Academia de la Lengua se nos ha adelantado aceptándolo y asumiendo su semántica de «dar carácter histórico a algo o tomar algo carácter histórico». Pues de eso se trata y por eso se ha acudido a semejante palabro que, sin embargo, es ya palabra sancionada. Dar significación histórica, «convertir en historia» el terrorismo que hemos conocido y padecido, es algo que tiene múltiples consecuencias y, entendemos, todas buenas. Planteemos sólo algunas en términos sintéticos:

1) Proporcionar identidad y sentido a cada una de las víctimas sin desfigurarlas en una genérica e incomprensible violencia (y sufrimiento) poco menos que atávica, fatal o de castigo contra la comunidad vasca.

2) Significar cada una de esas víctimas en razón de la intención política del victimario. Todas las víctimas son iguales, porque no querían serlo, no aspiraban a serlo ni hicieron nada que justificara su muerte o su agresión. Pero la intención particular y concreta de cada verdugo actuando es la que da sentido a cada víctima, la que las distingue e identifica. También la que nos permite visibilizar y expresar el rechazo a la intención política que justificó su muerte para sus verdugos, sean estos una partida de la noche fascista, una turba de milicianos enfurecidos, un comisario franquista torturador o un nacionalista vasco metido a terrorista.

3) Evitar lecturas ahistóricas, ausentes de contexto explicativo. Tratar a las víctimas sin contexto histórico explicativo hace que no las reconozcamos ni nos reconozcamos en relación con ellas, permitiéndonos así no asumir las diferentes responsabilidades que como sociedad podamos tener, ni tampoco los compromisos de futuro que nos exigen. Esa ausencia de sentido no puede alimentar políticas de memoria, de reparación o de reivindicación democrática, mucho menos de responsabilidad social, porque el ciudadano no las aprecia producidas en razón de algo, sino como situación desgraciada, aleatoria, sin sentido, cosa de locos, inevitable, irresponsable, fatal; por lo tanto, ajena a nosotros como sociedad, alejada de nuestras posibilidades tanto de ayer como de hoy.

4) Explicarnos cómo el terrorismo ha mediatizado nuestra sociedad durante medio siglo y cómo condiciona todavía la sociedad posterior al trauma, la que vivimos hoy. Como explicaremos más adelante, el terrorismo tuvo efectos múltiples, letales y constantes en el tiempo, que incidieron en lo social, económico, político, cultural, etc. en todos los aspectos de la realidad. Y todavía hoy afecta a nuestra sociedad de una manera que aún no conocemos bien; sólo nos limitamos a metabolizarlo de la mejor manera posible y a convivir en esa realidad postraumática.

5) Y conocer fehacientemente en todos sus extremos lo ocurrido para poder determinar en el futuro qué recordamos y qué echamos al olvido. Las sociedades –y los individuos–, para sobrevivir, olvidan, y para ser ellos mismos, recuerdan. Pero lo hacen desde un determinado conocimiento. Si este es lo más cercano a la realidad ocurrida se estará en condiciones de recordar u olvidar con criterio, racional y razonablemente, sin falsas verdades que terminan volviendo a nosotros como fantasmas al cabo de años o generaciones.

Resumo: historizando el terrorismo producido en el País Vasco en el último medio siglo, combatiríamos la ignorancia buscada por algunos poderes y bien recibida por una mayoría social vasca que prefiere olvidar, pasar página sin conocer lo ocurrido; sabríamos a ciencia cierta cómo, cuánto y en qué parte ha afectado a nuestra sociedad pasada y cómo puede estar haciéndolo a la presente y futura; nos explicaríamos lo ocurrido en sus contextos precisos, que son los que permiten conocer adecuadamente, a la vez que por eso son los que otorgan a los ciudadanos responsabilidad por lo hecho y no hecho, y sentido histórico, esto es, consideración de lo que debe cambiarse para que en el futuro no vuelva a ocurrir; y recuperaríamos y podríamos reivindicar la significación política de cada víctima para así poder protegernos de ideologías que se nutren o que utilizan procedimientos u objetivos totalitarios rechazables.

Desentrañar y explicar el pasado es cosa de los profesionales que utilizan el método histórico de conocimiento; es decir, sobre todo los historiadores (o profesionales de otras disciplinas que usan básicamente esa metodología: periodistas, analistas diversos…). Esto parece evidente, pero no lo es tanto. El conocimiento del pasado se ha poblado de nuevos profesionales que nos han devuelto al fetichismo de antaño, bien aceptado en una sociedad de conocimiento epidérmico y efímero, y que privilegia lo visual. Explica más un forense con el cráneo de una víctima en la mano que diez páginas extraídas del archivo o de diversas fuentes que den cuenta pormenorizada de quién era esa persona, por qué murió, cómo, en qué contexto y por quién. Antaño los historiadores decíamos que los documentos no hablan ellos solos, sino que únicamente responden a nuestras preguntas y estas cambian en el tiempo. Ahora parece que la calavera hamletiana nos lo explica todo. Por no hablar de los diversos moralistas que, muchas veces sin razón, nos advierten de los males de la cosificación histórica, de la frialdad del dato histórico frente a la potencialidad y riqueza –e imprecisión, añadiría– de otras miradas menos científicas. Aparece ahí de nuevo una de nuestras competidoras: la hermanastra memoria, a la que todos prefieren frente a la historia, casquivana aquella y rigorista esta. «Los historiadores estáis robándonos la memoria», gritaba una congresista en una reunión en Alemania hace unos años. Efectivamente, ¡cuánto mejor que cada cual o cada grupo tengan su memoria, a su gusto y acomodo, ajenos todos a las exigencias de una historia probada, o por lo menos plausible en sus conclusiones, que nos obliga a tomar medidas, que nos hace ciudadanamente responsables!

San Sebastián, 1981

El griego Tucídides pasa por ser uno de los padres de la disciplina de la Historia. Decía que el objeto de la misma era explicar las causas reales y fehacientes de lo ocurrido. Para ello recurría a un método que no es perfecto, pero que, a diferencia de la leyenda anterior, sí que venía presidido por su intención de conocer lo ocurrido realmente. Pero esa intención le enfrentaba al menos a dos agentes principales: a los gobiernos y a las sociedades. A los gobiernos, porque en toda la historia humana han preferido bien su versión de los hechos, bien, por lo menos, una que no dificulte sus intenciones de mantenerse en el poder. A la sociedad también, no se olvide, porque muchas veces esta no quiere saber ni recordar lo que realmente ocurrió, y elige la leyenda –la memoria, podríamos decir ahora– frente a la historia. Leyenda viene del griego legere, que significa escoger o elegir. Y consiste en eso, en escoger la versión que explica y da fundamento a una determinada cultura. Es decir, la necesita una sociedad para seguir viéndose a sí misma sin dificultades ni contradicciones, al margen de la verdad. La leyenda tiene, entonces, un carácter etiológico, perpetuador y sostenedor de lo que colectivamente preferimos, elegimos, suponemos o queremos creer que somos. La historia, por el contrario, pretende ser una revisión crítica y fundamentada del pasado en la búsqueda de la verdad, sin subordinarse ni a los criterios de los poderes ni a las convenciones sociales. El historiador debe estar, de alguna manera, tan en contra de los poderes de su tiempo como en contra de su sociedad. El historiador debe ser contemporáneo y debe reclamar su condición de ciudadano que le obliga a responder a las preguntas de su presente, a tratar de aportar algo de claridad para tomar las mejores decisiones. Si ese no es nuestro empeño, sin urgencias ni exageraciones presentistas, nuestra profesión no difiere mucho de la del anticuario o de la del cronista.

Ha llegado ya de una vez el momento de aplicarnos a la historia para conocer qué ha pasado aquí con el terrorismo. Diría que al menos por tres razones. Primero, porque las víctimas están ahí, tanto para exigirnos ahora que lo hagamos como para proporcionar información que con ellas se perderá en el futuro (cuestiones como la extorsión económica dependen para su conocimiento de esa fuente). También porque son testimonio vivo y presente de lo ocurrido e incluso, a otro nivel, porque encarnan los valores democráticos que se pretendieron anular cuando se atentó contra ellas. Segundo, porque –como señalaba al principio– estamos en la disputa en la plaza contra el negacionismo y el olvido, contra la confusión y la consiguiente invisibilidad de las víctimas, en la lucha por el relato, respondiendo a aquella pregunta de la madre del ertzaina Jorge Díez: «¿Quién escribirá nuestro pasado?» Es, por tanto, un compromiso como historiadores, en nuestra doble condición profesional y ciudadana. Y tercero, porque –incluso hoy prosperan y– pueden triunfar sin violencia terrorista los mismos que la usaron ayer y con los mismos objetivos políticos. Si esto pasa con los votos –algo que no puede impedir el historiador–, al menos que estos no se soporten ni en la ignorancia ni en el olvido buscado. Y podría añadirse también que, aunque es cierto que la generación inmediata al fin del drama colectivo prefiere olvidar (caso de la Transición) o que la Realpolitik cuestiona que el conocimiento de la verdad y el fin del trauma puedan ir de la mano (otra vez la Transición) –¿es mejor no buscar una verdad a corto plazo para dar tiempo y ocasión a la reparación, a la reconciliación y a la justicia?–, el historiador debe reclamar para sí un tiempo y unas lógicas de trabajo diferentes a las de su sociedad o a las de sus políticos (o a las de su generación).

Estas y otras reflexiones nos animaron en el Instituto de Historia Social «Valentín de Foronda» a abordar el estudio de los «contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y la consideración social de sus víctimas». Contábamos con la experiencia previa de trabajos sobre la historización de la represión franquista durante la Guerra Civil y durante la dictadura, y de dictámenes e informes sobre excesos policiales (Dictamen sobre el 3 de marzo de 1976 para la Diputación Foral de Álava; participación en la Comisión de investigación de abusos policiales y violencia contraterrorista del Gobierno Vasco). De la misma manera, el tema nos había obligado a reflexionar sobre la compleja semántica y características de la violencia política en sus diferentes expresiones, con reuniones de expertos de diversas disciplinas para abordar la cuestiónAlgunas de esas reflexiones se contienen en obras colectivas como Violencia política. Historia, memoria y víctimas (Madrid, Maia, 2010), Construyendo memorias (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2013) o en el libro recién aparecido titulado El peso de la identidad. Mitos y ritos de la historia vasca (Madrid, Marcial Pons, 2015)..

El punto de partida era el estudio de los contextos históricos del terrorismo y la consideración social de las víctimas. Se trataba, en primer lugar, de estudiar el terrorismo en su conjunto y en su contexto –«la historia del País Vasco del último medio siglo […] con el terrorismo dentro»–, no como sujeto y objeto al margen de la sociedad en que se producía. Un punto de partida analítico y metodológico que, como veremos, proporciona una visión muy diferente de la más habitual hasta ahora en trabajos sobre ETA. En segundo lugar, de colocar voluntariamente a las víctimas como sujeto protagonista, trastocando por completo el sujeto de atención (del victimario a la víctima) y tratando de lograr tanto resultados historiográficos novedosos como consecuencias de aplicación social y política (en políticas públicas de memoria, reconocimiento de las víctimas, etcétera). Y, en tercero, de dedicar una especial atención a los efectos del terrorismo en la sociedad vasca (y española), en todos sus ámbitos, en el tiempo en que aquel se produjo e incluso en la actualidad, atendiendo todavía a sus influencias.

Se trataba de estudiar el terrorismo en su conjunto y en su contexto, no como sujeto y objeto al margen de la sociedad en que se producía

Somos conscientes de que no llegábamos los primeros al tema. Sobre el terrorismo en el País Vasco se ha escrito mucho, pero habría que señalar cómo. Básicamente, dedicando una especial atención a los sujetos activos, a las organizaciones terroristas, a sus activistas, a las estrategias de aquellas, a sus hechos; obviando hasta hace muy poco la existencia de las víctimas del terrorismo y, por extensión, la de la sociedad, a la que se adjudicaba un papel pasivo en tanto que afectada por unos efectos no calculados, imprecisos; asumiendo mayoritariamente las mismas lógicas que animaron a los terroristas: la del conflicto vasco, la de la victimización histórica del Pueblo Vasco y la de las explicaciones estructurales y deterministas (por ejemplo, la represión franquista, la respuesta al cambio industrializador de los años sesenta, las necesidades de la nueva generación nacionalista, el antifranquismo, etcétera); y obviando casi por completo una hipótesis contraria decisionista, que responsabiliza a los sujetos concretos al liberarles en parte del peso de los condicionantes, de las circunstancias.

La eficacia y popularidad de esa producción literaria tradicional explica la sorpresa e inmediata reacción que han causado cuatro afirmaciones contenidas en el Informe Foronda. Más que de afirmaciones, se trata más bien de cuestiones de método, como explicaré, lo que indica aún más el cambio de lectura histórica en que ya nos encontramos:

1) La historia del terrorismo en el País Vasco (y España) es la historia de ETA.

2) Las víctimas del terrorismo son todas políticas, en razón de la voluntad, naturaleza y objetivos políticos de sus verdugos.

3) El terrorismo no fue algo inevitable, sino que supuso una elección dentro de una estrategia política dirigida a un objetivo preciso: un País Vasco uniforme, una nación exclusiva y excluyente.

4) Y la violencia terrorista no fue una «equivocada elección» de unos vascos, sino la expresión de la voluntad de un grupo político por imponer un proyecto totalitario.

Alguien podría despachar esas cuatro afirmaciones como aprioris ideológicos sin más fundamento. Pero, insisto, el problema es que, al contrario, son posicionamientos metodológicos para intentar comprender adecuadamente y que se desprenden de los datos básicos. A saber:

La historia del terrorismo es la historia de ETA: las diferentes ramas de ETA fueron responsables del 89% de las víctimas mortales del terrorismo. Sólo ETA tenía un proyecto político. Sólo ETA duró todo ese tiempo. El resto de violencias fueron bien reactivas, bien subordinadas a las de ETA. Por tanto, no pueden disolverse todas las víctimas en una idea general de «vulneración de derechos humanos» o de común reactividad ante «el conflicto». Aún más: no se puede, a la vista de las cifras, reiterar el argumento de «las víctimas de uno y otro lado», el de las violencias simétricas o, mucho menos, el de las comunidades enfrentadas (tesis, por fortuna, poco manejada en nuestro caso).

Las víctimas del terrorismo son todas políticas: la común condición de todas las víctimas deriva de su condición pasiva, de ser instrumento de un objetivo ajeno a ellas. Pero la intención política del verdugo distingue a las víctimas, les proporciona una condición política no por su realidad anterior, su profesión, sus actividades o sus posicionamientos, sino por esa decisión del victimario. Todas las víctimas son iguales políticamente: representan valores positivos que los verdugos trataron de doblegar (como el derecho a la vida, a las ideas propias, a la libertad de expresión, a la diferencia de criterios, a la competencia pacífica entre ideologías). Pero los verdugos son todos distintos porque tienen objetivos políticos diferentes: eso hace que distingamos a una víctima de los franquistas de una víctima de los terroristas. Si no se hace valer esa condición política de las víctimas –ese morir por causa de alguien que mataba en pos de algo– no se entiende absolutamente nada y todo se interpreta por mor de la fatalidad inevitable, como algo ahistórico, sin razón ninguna. Faltaría añadir todavía –en una consecuencia social y política de la afirmación de lo político de las víctimas– que sólo cuando así se manifestaron, cuando se visibilizaron como agentes sociales, el asunto del terrorismo dio un giro de ciento ochenta grados, invirtiéndose la percepción de víctimas y verdugos, y cambiando las posibilidades de éxito de unos y otros.

El terrorismo no fue inevitable, sino una elección: surgió más en el franquismo que por el franquismo

El terrorismo no fue inevitable, sino una elección: el terrorismo surgió más en el franquismo que por el franquismo. No había una tradición violenta en el nacionalismo vasco. El País Vasco no había sufrido más represión en la Guerra Civil ni tras ella que la mayoría de lugares de España. La represión se disparó en el País Vasco a principios de los años sesenta por las huelgas obreras (igual que en Asturias o en otros lugares) y claramente a partir de 1968 por la acción de ETA (y su eficaz estrategia de acción-represión, expresada en la sucesión de estados de excepción). Las condiciones socioeconómicas en el País Vasco de los años sesenta no invitaban precisamente a la violencia. No puede hablarse, comparativamente, de realidades estructurales ni sociales ni políticas que empujaran allí más a la violencia que en otros lugares del país. Los entornos políticos principales de ETA estaban abandonando definitivamente la violencia política (Partido Comunista de España o Frente de Liberación Popular, por ejemplo; otros entornos nacionalistas minoritarios la alimentaron, es cierto). El terrorismo en el País Vasco tuvo una razón y etiología (origen) más nacionalista antiespañol que antifranquista y demócrata (lo dicen ellos mismos desde el principio hasta el final). Y su objetivo no era otro que establecer un proyecto político de nacionalismo revolucionario anticolonialista. El terrorismo, en consecuencia, fue una decisión de economía de recursos para alcanzar logros políticos de manera más inmediata y eficaz que acudiendo a otras estrategias de la política convencional.

La violencia terrorista no fue la «equivocada elección» de unos vascos, sino el intento de un grupo político por imponer un proyecto totalitario: el terrorismo provocó pocas víctimas mortales en la dictadura y muchas en la democracia, porque el suyo era un proyecto revolucionario que pugnaba en los últimos años setenta y en la década de los ochenta con el institucional de la reforma democrática española y del autogobierno vasco. ETA era menos terrorista y más «política» con Franco que con la democracia: 5% versus 95% de víctimas mortales en un tiempo y otro; 5,6 víctimas/año en el franquismo y 25 después (56, 33 y 6 anuales para 1975-1982, 1983-1995 y después de 1995, respectivamente). Los años más letales son los decisivos en el proceso democrático y de autogobierno: 1980, 1979 y 1978 (elecciones al Parlamento Vasco, Estatuto Vasco y Constitución Española, respectivamente). Los llamados «años de plomo» constituyen el escenario del «pulso de legitimidades» que se libró en ese tiempo entre ETA y la novedad institucional democrática (incluso en ese tiempo ETA pensó que era posible ganar y la mayoría social pensó que era imposible vencerla: aquello del «empate infinito» o la imposibilidad de derrotarla por la vía policial-judicial). De ahí que el asunto haya que leerlo no de una manera teleológica (aceptar la lógica de lo que al final se impuso; analizar la realidad desde el presente hacia atrás), ni tampoco desde el determinismo, como se ha solido hacer, sino desde el decisionismo, desde la human agency, condicionada, eso sí, por determinados contextos ideológicos que hicieron posible el salto en la elección: lo que Joseba Arregi (El terror de ETA, Madrid, Tecnos, 2015) ha llamado una «lectura endógena» de temas como la fe en la historia característica de la crisis cultural del 68, la legitimidad de la violencia revolucionaria, la retórica anticolonialista de Fanon y Sartre, la visión apocalíptica nuevamente sabiniana del cambio socioeconómico vasco de la industrialización de los años sesenta, la insistencia en la tesis del conflicto y el victimismo del Pueblo Vasco, etcétera. En ese contexto, el tránsito de dictadura a democracia bien no significaba nada, bien, de triunfar, desactivaba la propuesta política de ETA. Por eso su insistencia en la violencia terrorista, que debe ser interpretada doblemente: como ventajoso instrumento de acción, pero también como mecanismo aglutinador y distintivo del elemento nacional, de conformación semántica de la nación y de génesis purificadora. En ese sentido, la propuesta de ETA sería totalitaria no sólo por el procedimiento violento, como tantas veces se ha denunciado, sino también por lo que supone la violencia como implacable determinación de cómo debe ser la futura nación y quién debe y quién no pertenecer a la misma. Muy pocos nacionalistas vascos (Juan de Ajuriaguerra, Manuel de Irujo) fueron capaces de ver que con ETA el problema no residía sólo en los medios, sino también en los fines, que la nación no era la misma en todos los casos. Un comentario que puede extenderse hasta muy tarde a amplios sectores de las izquierdas no nacionalistas, tanto vascas como españolas (e incluso europeas).

Como puede verse, puntos de partida teóricos y metodológicos distintos dan lugar a informaciones y resultados harto diferentes. Cada generación o cada momento preguntan al pasado con diferentes motivaciones. Pero otro tanto puede decirse que ocurre con las fuentes. No insistiré en la fuente testimonial de las víctimas del terrorismo, que sólo puede utilizarse si, como se ha señalado, se pone a estas en el centro de atención del objeto de estudio. Veamos cómo funcionan recursos más simples que hasta ahora no se habían utilizado demasiado.

La gran pregunta que se hace en este momento en torno al terrorismo en el País Vasco es cómo y por qué duró tanto, por qué se convirtió en un determinado instante en una anomalía europea. Pues bien, si se recurre a tres fuentes sencillas se encuentran respuestas a esa pregunta. En primer lugar, me refiero a las cifras brutas y a su manejo estadístico, sin sofisticaciones ni retorcimientos. Estas hablan, en lo conocido, de una importante capacidad letal (914 víctimas mortales); de una determinada selección de tipologías en el tiempo (primero uniformados policiales y militares: el gran grupo en conjunto (397 y 97 víctimas mortales, respectivamente); luego civiles expulsados previamente de la comunidad: «chivatos», «confidentes», «traficantes»; finalmente, civiles cualificados: intelectuales, universitarios, periodistas, jueces y fiscales, representantes políticos e incluso intento de magnicidios); de una concentración estratégica de diversas acciones en el tiempo (asesinatos y estragos al principio, violencia de baja intensidad en algunos períodos de tregua); de una generalización de objetivos al final de su trayectoria (hasta catorce mil informados, más de mil personas protegidas por escoltas a un mismo tiempo); de una progresión ascendente de encarcelados de la banda terrorista; etcétera. Todas esas cifras básicas proporcionan información esencial sin necesidad de «trabajar» o «hacer cocina» con las mismas. Para eso hace falta contar con buena información cuantitativa: alguna se tiene, otra mucha todavía no. En segundo lugar, tenemos las imágenes de la época. Los fondos de fotografía y audiovisuales de los años setenta y ochenta, poco manejados pero disponibles, proporcionan una información del contexto en que se produjo el terrorismo que resulta difícil de igualar con la prosa literaria o histórica. Por último, contamos con la identificación cuantitativa y cualitativa de la actitud y reacción de la sociedad ante las acciones terroristas de cualquier tipo, que dan cuenta de la evolución y cambio de tendencia de la misma. El Informe Foronda se entretuvo en estudiar unas pocas catas en diversos momentos sobre esa reacción, con fuentes periodísticas de la época. El resultado es que podemos saber por el seguimiento o no de esas respuestas quiénes eran en cada momento identificadas como víctimas y quiénes no lo eran; cómo las simpatías por esas víctimas fueron cambiando; qué tipo de protesta se expresaba; qué grupos sociales o políticos se identificaban con las víctimas; etcétera.

Con simplemente esas tres fuentes tan básicas que se han utilizado se proporciona información para explicar que la longevidad del terrorismo en el País Vasco tuvo que ver básicamente con dos factores: la escasa y tardía respuesta contraria de la sociedad, y la disponibilidad, acierto y eficacia del Estado para cumplir su primer precepto: ser capaz de proteger la vida de sus ciudadanos. Las fotos y los números nos dicen cuándo la sociedad vio a las víctimas del terrorismo. Trabajos de historización del terrorismo que están haciéndose a la par que el nuestro –evaluando, por ejemplo, su financiación– informan sobradamente sobre esa capacidad del Estado: cuando se mostraba débil o ineficaz se incrementaba el número, por ejemplo, de secuestros; su incapacidad para proteger al empresario secuestrado ejercía de «efecto llamada» en diversos grupos de terroristas. Y así podríamos seguir hablando de la posibilidad de explotar las nuevas fuentes y procedimientos de análisis.

Queremos ofrecer a la sociedad una explicación distinta de la que proporcionan los victimarios o los partidarios del «borrón y cuenta nueva»

En definitiva, estamos defendiendo sin ambages la convicción de que también mediante el método historiográfico puede conocerse lo ocurrido, sin dejarnos ganar por posmodernidades al uso que igualan y descalifican todo tipo de relato histórico o que, como estamos acostumbrados, prefieren el acomodaticio y falsificado territorio de la memoria para abordar esta cuestión. Hemos demostrado con un informe de doscientas páginas, que no son más que un principio, que puede conocerse mucho más con sólo ponerse a ello. A la vez que el Informe Foronda, por lo menos, está llevándose a cabo ahora un ambicioso trabajo con historiadores, periodistas, sociólogos, filósofos, juristas y politólogos para desentrañar las diversas y complejas dimensiones de la financiación del terrorismo. Está haciéndolo con gran empeño y precisión el grupo coordinado por el Aula de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto. Tanto en su caso como en el nuestro, lo primero que salta a la vista tras leer sus primeros trabajos es una doble impresión: el salto en el conocimiento que proporcionan los dos estudios y la enormidad de la ignorancia que tenemos a la vista. Pero conocer, con método, ¡vaya que si se puede! Y renunciar a conocer, también: es mucho más fácil.
¿Cómo surgió y a cargo de quién el Informe Foronda? Básicamente, a partir de esas reflexiones anteriores: la conciencia de que el momento de final del terrorismo nos colocaba en una situación harto diferente, con posibilidades serias de abordar un proceso desde la perspectiva historiográfica, en tanto que en vías de tratarse de un «objeto acabado»; la entidad de lo ocurrido y la conciencia de ser ciudadanos con una profesión que nos obligaba a proporcionar conocimiento veraz sobre lo vivido en los años pasados (somos historiadores contemporaneístas en el País Vasco y no podemos permanecer ajenos a nuestro entorno: es una obligación profesional y cívica); la posibilidad de contar en estos momentos con el testimonio vivo de las víctimas; la conciencia de que hoy la acción letal del terrorismo de ayer necesita de un relato no menos letal que envíe su memoria al olvido o a la falsificación; y la conciencia de que estamos llamados a terciar en esa disputa para ofrecer a la sociedad una explicación distinta de la que proporcionan los victimarios o los partidarios del «borrón y cuenta nueva».

El procedimiento fue conseguir que el Gobierno Vasco colaborara económicamente en la elaboración por nuestra parte de un informe básico sobre el terrorismo en el País Vasco que diera cuenta de los contextos históricos del mismo. Esto se hizo mediante una enmienda a los Presupuestos de 2014 presentada por el Partido Socialista de Euskadi y asumida por el ejecutivo nacionalista de Íñigo Urkullu. La paternidad del Informe Foronda corresponde fundamentalmente a Raúl López Romo, autor tanto de la primera como de la definitiva redacción del texto, bajo la atenta mirada experta, como asesores, de Luis Castells, José Antonio Pérez y el autor de estas líneas. Además de estos, diversos colegas del Instituto de Historia Social «Valentín de Foronda» sometieron a dura prueba los diferentes borradores para dar lugar al resultado más acertado posible.

El Informe Foronda se articula en cuatro momentos históricos que identifican otros tantos contextos temporales que es necesario distinguir para interpretar bien lo ocurrido: el surgimiento del terrorismo en el momento del tardofranquismo (1968-1975); la continuidad del terrorismo en los críticos años en que se trataba de instalar un sistema democrático en España y el consiguiente autogobierno en el País Vasco (1976-1981); las evoluciones del terrorismo en los años de estabilización del régimen democrático (1982-1994); y el cambio final producido tras la estrategia de «socialización del sufrimiento» (1995-2011).

En cada uno de esos cuatro cortes temporales se estudió el contexto histórico en que se produjo la acción terrorista. «Contexto» ha sido una palabra de semántica múltiple en el País Vasco. Durante los años del terrorismo, la apelación al contexto servía a sus defensores para impedir la reacción social e institucional por mor de una causa suprema, un conflicto con mayúsculas que empujaría a los terroristas a la violencia. En el presente, el recurso al contexto por parte de los historiadores es lo que permite pasar de la justificación de entonces a la explicación racional y argumentada, a poder entender históricamente ese fenómeno, a distinguir los diferentes entornos temporales en que se produjo y las influencias diversas que concurrían en cada uno de ellos.

Portugalete, 28 de junio de 1978. Archivo Municipal de Bilbao

Una aportación muy interesante, aplicada a cada uno de esos cuatro períodos, es la herramienta de análisis de la respuesta social que recibieron los atentados, identificando si en las mismas se produjeron manifestaciones de apoyo al terrorismo, en unos casos, o de enaltecimiento del golpismo o de soluciones autoritarias; también, como pasó en el futuro, si la expresión fue de silencio respetuoso sin lemas o referencias políticas partidarias. Se detiene asimismo el análisis en la tipología cambiante de las víctimas, en ese paso progresivo de uniformados ajenos a la comunidad hasta llegar a los representantes sociales y políticos de la propia comunidad. El análisis presta atención a esos efectos inmediatos del terrorismo, como la «clandestinización» de la derecha españolista en los años ochenta; la «vampirización» por parte del brazo civil de ETA (la izquierda abertzale) de los movimientos sociales surgidos en el País Vasco, así como sus motivaciones y objetivos; los efectos diversos de la «espiral del miedo», que no se restringieron a los sectores conservadores, sino también a otros que disputaban sus mismos espacios políticos y electorales; la política errática, desafortunada o, en su extremo, ilegal y criminal de la reacción del Estado, incapaz de atender al problema hasta muy avanzados los años ochenta (piénsese en esas trescientas víctimas mortales sin resolución cabal de su caso); la opinión pública vasca respecto a los agentes centrales de este fenómeno: sobre el carácter de los terroristas (patriotas, equivocados, locos, asesinos…), la acción del Estado o de la policía, la resolución del contencioso violento, etcétera (la explotación de series poco conocidas del Euskobarómetro ha sido muy productiva); el tratamiento de las víctimas por parte de las instituciones en los momentos posteriores a los atentados; los diferenciados rituales de acompañamiento de las víctimas por parte de la sociedad; la figura singular de los secuestrados y sus diversas tipologías y desarrollo en el tiempo; la combinación de violencia especializada de ETA y de la llamada de «baja intensidad» (kale borroka) a cargo de un activismo juvenil ligado directamente a la banda, así como su significación estratégica y su efecto en la sociedad; la relación entre ETA y los movimientos sociales y sus reivindicaciones; la significación del terrorismo de extrema derecha y su conexión en el momento inicial y final con los aparatos del Estado; la emergencia de movimientos pacifistas y la reacción institucional en afirmaciones como la del Pacto de Ajuria Enea; los contingentes policiales que a lo largo del tiempo se enfrentaron al terrorismo; la recepción del terrorismo vasco y su interpretación por parte de diferentes disciplinas (de las ciencias sociales al cine); la relación entre el terrorismo, las estrategias de este, los resultados electorales de las diferentes marcas de la izquierda abertzale y la estrategia política de ese conjunto de entidades; la estrategia de polarización y confrontación social desde mediados de los años noventa; o la actitud de los gobiernos franceses en relación con el espacio de retaguardia terrorista.

El último capítulo se dedica a una aproximación a algunos aspectos no tratados en los anteriores y que merecen de un desarrollo de mayor entidad. Temas como los costes económicos de la actividad terrorista –un asunto complejo y poco conocido en el que están trabajando muy bien los equipos coordinados por la Universidad de Deusto, como ya se ha señalado–, los heridos ocasionados por la misma o los detenidos y encarcelados, así como los atentados producidos sin resultado de muerte, los seguimientos llevados a cabo por los terroristas a miles de personas o las preocupaciones sociales estudiadas por las encuestas. Finalmente, el Informe Foronda (y el libro que recoge su texto, que aparece al comienzo de estas líneas) incluye un aparato gráfico destinado a ilustrar con imágenes el carácter de la violencia terrorista y de su repercusión social cambiante, así como un listado completo y corregido de víctimas mortales, y diferentes tablas y cuadros que permiten conocer mejor lo expuesto.

El Informe Foronda se ideó con el objeto de ir conociendo mejor el fenómeno del terrorismo en el País Vasco, pero también con una clara intención práctica, de manera que sirviera, junto con otros, para informar las políticas públicas de memoria. A ello se destinan las cinco grandes proposiciones recogidas en las conclusiones y que son:

1) Evitar la relativización de las víctimas del terrorismo. Ello supone, como ha venido exponiéndose, significar a cada una de ellas explicando por qué se convirtieron en tales por acción de un terrorismo que buscaba un objetivo político concreto. En ese sentido, se propone descalificar por todos los medios a los victimarios y no mezclar a ningún nivel los sufrimientos padecidos por víctimas y verdugos, o tampoco por víctimas producidas en procesos históricos diferentes, buscando con ello equiparaciones imposibles e inaceptables. En suma, de nuevo, politizar la figura de cada víctima en el sentido que ya se indicado anteriormente.

2) Reivindicar a las víctimas de todos los terrorismos. Pero insistiendo en que las víctimas son todas iguales en el tratamiento y todas distintas en razón de la intención de sus verdugos. Es la acción criminal –no la intención política concreta– lo que las iguala y lo que merece la adhesión ciudadana, buscando con ello el rechazo del recurso a la violencia política, en este caso sí, «venga de donde venga». Por eso las políticas públicas no deben mezclar a las víctimas al margen de sus victimarios, pero tampoco distinguirlas en razón de su condición básica de tales víctimas: igual tratamiento merece una víctima de ETA que otra del GAL, a todos los efectos.

3) Atribuir responsabilidades a los victimarios. De nuevo, sean los que sean, porque fue voluntad suya atentar contra las víctimas. En este sentido es preciso distinguir también la centralidad que ha tenido ETA durante estos años en la actividad terrorista y en el proyecto político asociado a esta de la dimensión secundaria y subsidiaria de otros terrorismos. Son diferentes en términos fácticos, pero todos igualmente rechazables.

4) Asentar una cultura democrática. La actividad terrorista socavó profundamente la cultura democrática en el País Vasco (y España). Se asumieron premisas absolutamente inaceptables en una convivencia racional y pacífica. Ese discurso legitimador de la violencia y su intervención en la competición social caló hasta lo más básico de nuestras sociedades: la violencia se ha considerado como recurso extremo y como solución a la que nos abocarían las contradicciones sociales. Restañar los valores democráticos después de tantos años obliga a una profunda y constante labor en escuelas, medios de comunicación, intervenciones de representantes públicos, etcétera. Es la cuestión más importante y que más tiempo va a costar recuperar. Volveremos al final sobre ello.

5) Y proceder a un largo trabajo de investigación. A pesar de lo mucho que se ha escrito sobre el terrorismo en el País Vasco, cuando se empiezan a hacer otras preguntas y se utilizan otras fuentes, comienza a aparecer un mundo sorprendente e inédito. Estamos en el principio. Este Informe Foronda, que, por supuesto, lo último que pretende es ser la versión canónica o incluso oficial del terrorismo en el País Vasco, es sólo, y a pesar de la importancia de sus apretadas páginas, el comienzo de una larga investigación en la que, por fortuna, hay ya otros grupos trabajando. La puesta en marcha del Instituto de la Memoria y del Memorial de Víctimas del Terrorismo tiene que tener como pata principal una dedicada a la investigación de lo ocurrido. Recordar es posible únicamente después de conocer. Si no se conoce adecuadamente, si no se da esa oportunidad al ciudadano y a la sociedad, el ejercicio de recordar y de echar al olvido no se hace con rigor y criterio. Sólo podemos pasar las páginas que tenemos leídas (y antes es necesario escribirlas).

Terminaré volviendo al principio. Para bien o para mal, nuestras sociedades se caracterizan porque necesitan establecer qué estuvo bien y qué estuvo mal cuando afrontan la resolución de un trauma colectivo (o de un pleito privado, tanto da). Cuando reivindicamos la naturaleza política de las víctimas lo hacemos para significar sobre todo que la acción que las convirtió en tales es radicalmente rechazable, que estuvo mal, que nuestra sociedad no puede sustentarse sino en el rechazo absoluto de esa manera de hacer. Cuando consideramos que no estamos ante unos vascos equivocados que actuaron erróneamente, sino ante el intento frustrado de establecer un proyecto social totalitario (por ser exclusiva y excluyente, en este caso, su concepción de la nación a construir) con unos medios totalitarios (los propios del terrorismo), la consecuencia para el futuro es la defensa inequívoca de los valores democráticos socavados en esos años. Las políticas públicas, por eso, deben ser sobre todo tendentes a recuperar la democracia perdida desde lo más básico y no tanto, que también, a recomponer el tejido social: la reconciliación. Por eso reivindicamos lecturas políticas y no moralistas. Por eso reivindicamos la historia y sus posibilidades de conocer fehacientemente, y no la memoria, en su versión acomodaticia, salvífica y protectora de la comunidad (sobre todo de las mentiras aceptadas sobre las que esta reposa). Por eso reivindicamos conocer para distinguir sin vacilaciones a las víctimas de sus victimarios.

Concluyo con un párrafo de Joseba Arregi en Tejiendo la historia de la libertad (Vitoria-Gasteiz, Ciudadanía y Libertad, 2009) que recoge de manera muy precisa el sentido que hemos dado a la reivindicación política de las víctimas como punto de partida para cualquier estudio histórico del terrorismo:

La memoria de las víctimas asesinadas, el respeto a esa memoria, es un ejercicio de libertad. Un ejercicio que no terminamos de hacer porque no queremos vernos en nuestra historia de los últimos treinta años. Pero si no nos enfrentamos a esa historia seguiremos atados a ella y ella nos dominará e impedirá que podamos modelar el futuro con algo de libertad. En la posición que consigamos adoptar en relación con nuestra actitud respecto a las víctimas asesinadas se juega nuestra libertad futura. La memoria de las víctimas y el respeto que les debe la sociedad vasca no es una cuestión de virtudes privadas, sino profundamente política, ligada a la libertad de cada uno de nosotros. Y la libertad es el núcleo fundamental de la política, no la identidad.

Antonio Rivera es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. El presente texto recoge su intervención en el curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo «Las víctimas del terrorismo y la memoria colectiva» (Santander, 15 de julio de 2015). Sus últimos libros son Señas de identidad. El País Vasco visto por la izquierda histórica (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007) y La utopía futura. La conformación de una cultura política. I. Las izquierdas en Álava (Vitoria, Ikusager, 2008).

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