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Literatura del carácter

LA GRAN RUTINA

Valentí Puig

El Aleph, Barcelona

190 pp.

18 €

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Barcelona, avenida Diagonal. Restaurante Vía Véneto. El editor Daniel Marquet comparte mesa con Marteen Walschap, holandés con aire de gentleman: «Muy trabajador, ordenado. Si bien en los negocios podía parecer espeso, en realidad era un hombre de espíritu, un poco enfático. Veneraba la estética doméstica, la mesura, y a la vez idolatraba la gran literatura, por supuesto, europea». La comida se abre con la guerra de Irak y cede ante la carta del mejor comedor de la ciudad. Platos con carácter, como el catálogo de un carismático editor. Carácter y categoría. Justamente lo que ambos comensales echan a faltar en el siglo xxi de las caricaturas mahometanas. Una Europa mórbida: sobran calorías, mantequilla y funcionarios del Estado. Una Cataluña victimista y acomodaticia, con una capital que padece la resaca de su penúltimo espejismo: el Fórum 2004. Barcelona postula la ética indolora y abre al turista su escaparate de diseño; tolera okupas y predica un buenismo bobo, de manual de autoayuda. Dos editores sometidos a la dieta son animales tristes que añoran veladas vienesas cuando regaban con schnaps la categoría de su generación. Letra: Garamond. Color: gris perla. Batalla: Midway. Hermanos: Goncourt. Reforma: el kemalismo. El mejor culo: neoclásico. Una vejez con Viagra y jacuzzi. Los sueños, traicionados. Y la literatura… «es el carácter», remachará Walschap.

Y el carácter declina. Como Francia. Como la Cataluña mediatizada por cuarenta años de franquismo y treinta más de antifranquismo y nacionalismo. Se acabó el grand goût y domina la petite manière, lamenta el editor holandés enarbolando el tenedor; luego, le da un síncope. El episodio ilustra La gran rutina de Valentí Puig. Escrita originalmente en catalán, podría situarse en la tradición de la novelística de carácter que ha dado Cataluña: Vida privada de Josep Maria de Sagarra, La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda, Nada de Carmen Laforet, Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, Camí de sirga de Jesús Moncada o Incerta glòria de Joan Sales.

La gran rutina transcurre ahora mismo, la Cataluña del tripartito con Rodríguez Zapatero en la Moncloa, aprendiz de brujo de la España plural que no convence a nadie y que Puig retrata «como los niños enfermos que tan solo pueden sobrevivir dentro de una burbuja terápica». En la Barcelona donde «mandan los Narcisos de clase media que practican halterofilia». Una novela erudita que pone imágenes a la tesis que su autor ha reiterado en dietarios como Cien días del milenio y su ensayo sobre la cultura catalana L’os de Cuvier. Nunca como en el momento presente se añoraba tanto la figura del maître à penser. Como advertía Puig, «el estado actual de la cultura catalana –de los vínculos tan débiles entre cultura y sociedad– permite recordar que la libre circulación de las élites es imprescindible para una sociedad cohesiva y emprendedora, una sociedad con calidad intelectual». Hubo maîtres à penser –Balmes, Maragall (Joan), Ors, Pla, Gaziel–; hubo, incluso, una burguesía que les dio cobijo, pero acabaron defenestrados. El diagnóstico de Puig en la hora presente es demoledor: «Una cultura de abstenciones sociales, necrófila», más pendiente de la subvención política que del refrendo del público.

Paisaje y figuras. Un editor con un hijo muerto por sobredosis, un pintor que columbra la sombra negra del cáncer, un financiero que protagoniza una quiebra bancaria y un político convergente se encuentran cada fin de semana en la masía restaurada de Viluma, enclave de un pequeño valle tarraconense. Sus conversaciones y problemas familiares; sus escarceos y adulterios; su inventario de una cultura difunta componen la novela de ideas. El declive de lo que se dio en llamar gauche divine, en la época del relativismo moral, el caos escolar y el infantilismo municipal de un alcalde bailando samba en el paseo de Gracia con Carlinhos Brown. Sesentones que caracterizan el establishment cultural y económico compensan declive sexual con Viagra; asumen la conllevancia con hijos antisistema y nietos independentistas. Conscientes de transitar el arrabal de senectud, ya acuden a más funerales que bautizos. Se percatan de que lo único que va a quedarles tras arrumbar unos ideales que quizá nunca creyeron sinceramente son los instantes de felicidad y de amistad; del escepticismo compartido ante la copa de vino, la sonrisa de una amante joven o el afecto de una vieja compañera.

A la constatación de la decadencia, descrita en ocasiones con tono mordaz, Valentí Puig rinde un homenaje a la compasión, el altruismo y la entrega, facetas humanas tan rutinarias como la traición y la cobardía. Y lo hace en frases categóricas, que maridan la adjetivación planiana con el aforismo moral. El sarcasmo de sus visiones barcelonesas se alterna con el humanismo de unos personajes que se nos antojaban acomodaticios y que desarma su retórica para reconocer el fracaso de su construcción social.

Como en la cata de un buen vino almacenado durante años en barrica de roble americano, hay en La gran rutina trazos de la poética de Puig en Blanc de blancs o Molta més tardor. «Tan solo atender debidamente la gloria / del otoño, seguir el protocolo de los años / decir “sí” porque la vida tiene toda la razón». Letanía de bienaventuranzas sobre valores que antes pa­re­cían obviedades y que hoy son rarezas que la progresía atribuye al conservadurismo: «Las sacudidas del mundo y la senectud impúdica de las formas occidentales hacen cada vez más admirable, si bien poco adicto a la libertad, el respeto a los muertos según el sistema confuciano, la consideración a los ancianos y a la tradición, el orden de afectos de la familia, el requisito de que los gobernantes sean ecuánimes y sabios, que prevalezcan los frutos de la obediencia y las recompensas de la seguridad». Volviendo a la palinodia del editor Walschap, la vieja Europa se aburre y echa la culpa de todo a Norteamérica. En esto se parece a la Cataluña debilitada por el nacionalismo que habla mal de Madrid. El siglo xxi, vaticina el novelista, será el de la indiferencia y el eclipse del deber: «Los adultos no dejan de ser niños y los niños no quieren ser adultos […] vivimos en la era de la adolescencia […] la adolescencia perpetua». La gran rutina evoluciona de la anécdota a la categoría. Entre la Barcelona narcisista que duerme y la decadencia de Occidente. Novela y lección moral. Si hubo una literatura del desastre, La gran rutina sería la literatura del carácter. Sus personajes podrían suscribir la carta que Gaziel remitió en 1948 a Carles Soldevila y que Puig reprodujo en L’os de Cuvier: «Yo creo, amigo Soldevila, que estamos asistiendo bien involuntariamente al final de una civilización que es la burguesa. Es la hora de ponerse a traducir Paul Valéry». Pero, ¿queda alguien capaz de pasar una velada con Monsieur Teste? 

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