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La macedonia de las culturas en la picadora de la globalización

La mundialización de la cultura

JEAN-PIERRE WARNIER

Gedisa, Barcelona, 125 págs.

Trad. de Alcira Bixio

Ensamblando culturas. Diversidad y conflicto en la globalización de la industria

LUIS REYGADAS

Gedisa, Barcelona, 318 págs.

Ciudadanos mediáticos. La construcción de lo público en la radio

ROSALÍA WINOCUR

Gedisa, Barcelona, 221 págs.

El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global

GEORGE YÚDICE

Gedisa, Barcelona, 475 págs.

Trad. de Gabriela Ventureira y Desiderio Navarro

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La colección Culturas, que dirige Néstor García Canclini, trata de dilucidar el rol de la(s) cultura(s) en un mundo globalizado. Toda cultura es un conjunto de repertorios de cognición y acción que caracterizan a un grupo en tanto que contribuyen a reproducir su estructura, adaptarlo a su medio y diferenciarlo de otros grupos. Por eso a Jean-Pierre Warnier le preocupa La mundialización de la cultura, el dominio de una gran industria oligopolizada que produce y comercializa globalmente objetos estándar que suplantan a los tradicionales en aquello que solía ser folklore («saber popular»): música, canciones, relatos, escenificaciones, danza, vestimenta, adorno personal, decoración, gastronomía, deportes, juguetes…, y en áreas «nuevas»: publicidad, viajes, salud e incluso educación. Esta «cultura industrial» de marcas, franquicias e infoentretenimiento tiene su origen en el ámbito anglosajón, sobre todo, en Estados Unidos, lo que hace temer una homogeneización, colonización y degradación cultural global. ¿Asistimos a la aculturación de la primera sociedad/mercado global o a un deliberado etnocidio ejecutado por empresas transnacionales dispuestas a aumentar su mercado y sus beneficios sin respetar nada?

Warnier señala que en las negociaciones en la Organización Mundial del Comercio sobre la «excepción cultural» –el derecho de un país a proteger sus industrias y mercados culturales en defensa de su propia identidad– Estados Unidos sostiene que la mayor parte de la producción audiovisual es «de género», fabricada según la misma fórmula en todas partes. La diferencia entre un thriller europeo y otro americano suele ser que éste ha invertido más en su producción, y resulta más espectacular y atractivo. Lo que está en juego es la capacidad de una cultura para tener suficiente cuota del consumo mediático de sus miembros frente a la presión de otras culturas o, más bien, de una industria que crea su propia demanda sin expresar ninguna cultura local con sentido propio más allá del prestigio del emisor (The American Way ) y la bondad del acto de consumir per se.

No obstante, reducir la cultura a los espectáculos mediáticos es una necedad. La cultura es el imaginario colectivo que orienta a los sujetos y les ayuda a interpretar sus vivencias. Ese imaginario se recibe, y reelabora, en instituciones intermedias como la familia, el vecindario, la comunidad local, las iglesias, los partidos, las sociedades sindicales, deportivas, humanitarias, artísticas, etc. Ellas son el mecanismo fino con el que una cultura orienta las vidas de sus miembros, algo inasequible para los productos culturales industriales, diseñados para un consumo intenso, efímero e irremediablemente incapaz de asumir el coste de producir los recursos de una cultura universal integrada. Una sociedad global, no un mercado mundial, podría crear algo así, pero la tendencia es la inversa: el debilitamiento de las instituciones intermedias, la hiperfragmentación de las culturas y, en consecuencia, el universal desmenuzamiento y reconstrucción de culturas reales en distintos contextos sociales bajo el brillo del oropel banal del mercado.

Ensamblando culturas, de Luis Reygadas, analiza uno de esos contextos, la «fábrica global». ¿Qué ocurre al globalizarse la industria? ¿Se impone mundialmente el modelo nipón de producción ligera y la lucha de clases deja paso a la comunicación y la cooperación? ¿O las culturas y los sujetos se fragmentan en flexibilidades idiosincrásicas, locales y efímeras ávidas de orden y sentido? Tras una década observando la industria maquiladora, Reygadas rechaza tanto el tópico tecnocrático como el posmoderno.

Reygadas estudia la maquiladora textil de Guatemala, el cambio en una maquiladora estadounidense en la frontera mexicana que pasó de ensamblar carcasas para televisores a ensamblar televisores enteros gracias a la progresiva autocualificación de sus trabajadores, y una filial de una multinacional estadounidense del automóvil que intentó implementar un sistema japonés de calidad total mediante grupos semiautónomos sin variar las relaciones jerárquicas de la fábrica –tres casos con distinto grado de sofisticación tecnológica y organizativa–. Su diversidad muestra que no hay homogeneización de las culturas del trabajo: ni puro taylorismo manual femenino, ni una tendencia niponizadora uniforme. Los gestores, ingenieros y cuadros extranjeros que imponen su filosofía organizativa, su cultura nacional del trabajo y su dominio de clase topan con la cultura laboral tradicional, nacional y popular de los empleados autóctonos, y este choque produce complejos procesos de conflicto, negociación y cooperación de los que, con el tiempo, surgen nuevas «culturas del trabajo» locales, acomodaciones situadas y temporales a las demandas del mercado internacional, de las culturas laborales nacionales, de la sociedad civil local y global, y de las relaciones de poder entre los agentes sociales.

Ante similares retos productivos se dan diversas soluciones culturales, no exentas de rasgos comunes. Por ejemplo, de un lado, una mínima paz y cooperación laboral se logra a cambio de respetar parcialmente las demandas de los trabajadores relativas a autonomía y autocontrol, relaciones interpersonales respetuosas y cálidas en el trabajo, e igualitarismo y difuminación de la autoridad y la jerarquía. De otro lado, debido a unos Estados débiles y a que el mercado local es innecesario para valorizar la inversión, las demandas de mejoras salariales, beneficios sociales, capacitación del personal, oportunidades de promoción, apoyo a un sindicalismo efectivo, contribución al desarrollo del tejido productivo local y respaldo a actividades humanitarias, educativas y medioambientales autóctonas han podido ser casi del todo desoídas sin que esa frustración afectase a la eficacia laboral. Por último, hay un lento pero constante proceso de apropiación de saberes, de aprendizaje tecnológico y organizativo, que permite a esas maquiladoras llegar a dominar los procesos productivos y asumir una producción mayor, más diversa, más compleja y de más calidad. Esto ha permitido que una clase obrera desunida y desestructurada mantenga una identidad de oposición, por difusa que sea, establezca relaciones con grupos de apoyo internacionales y plantee sus demandas en nuevos escenarios y asociada a actores nuevos a fin de ganar peso político y económico para sus culturas del trabajo renovadas en estos sectores de actividad.

El reverso de la producción local de nuevas culturas del trabajo puede ser la producción local de nuevas formas de ciudadanía a través del consumo de información y entretenimiento. Así lo muestra el estudio de Rosalía Winocur, Ciudadanos mediáticos, sobre la radio como agente en la vida cotidiana de Ciudad de México. La radio renació con los transistores baratos, pero también con una nueva programación donde el oyente es protagonista bajo dos fórmulas: la intimidad y la opinión pública.

Nuevos informativos dan voz, divulgan y aconsejan a intimidades con problemas sobre temas corporales (cosmética, nutrición, salud), relacionales (pareja, familia, hijos) y sexuales. A los problemas de siempre (infidelidad, embarazos indeseados, rupturas, malos tratos) se añaden nuevas identidades problemáticas (homo-, bi- y trans-sexualidad), casos de aborto, separación, divorcio y recomposición familiar, de abuso de drogas y otras adicciones, de paro, anonimato, soledad, abandono, depresión, etc., que demandan apoyo y hallan respuesta, en ocasiones, en redes de autoayuda que la radio contribuye a crear. La radio da voz a una ciudadanía problemática como opinante, noticia, estadística u objeto de reflexión. La radio realiza así la construcción doméstica de una «ciudadanía mediática» que la usa menos como ágora que como espacio para reclamar atención, visibilidad, reconocimiento y respuesta; y que se centra más en la defensa de intereses particulares, en la vindicación de servicios y espacios públicos, en la defensa del derecho a la diferencia y en la definición de reglas locales de convivencia, que en formas tradicionales de adscripción a posiciones políticas instituidas o en dirigir reivindicaciones al Estado.

Lo que más importa al radioyente es el reconocimiento, obtener cierto sentido de pertenencia, aunque sea a un colectivo tan vago como la audiencia de un programa. Aunque esta audiencia tenga poco poder sobre la programación, no la recibe pasivamente: atiende selectivamente a lo que oye y lo acepta, rechaza o reinterpreta con comentarios en familia o con los conocidos: el nivel sociocultural y las experiencias familiares, vecinales y laborales proporcionan los repertorios desde los que se decide si un contenido es más o menos verosímil o si un estilo de dar las noticias es más o menos digno de crédito (en una tradición de comunicación política marcada por el escepticismo hacia la información oficial). Así, incluso una tecnología mediática tan uniformizadora como la radio puede ser utilizada para proporcionar una unidad imaginaria a la multiplicidad urbana y construir nuevas subculturas locales.

George Yúdice estudia otros colectivos auto-productores de micro-culturas locales, regionales y globales en El recurso de la cultura. Comienza con el caso de la música funk en las favelas de Río de Janeiro, una hibridación exitosa entre marginalidad local y globalidad mediática, que ha permitido a la juventud mayoritariamente negra y mulata de muchos barrios marginales reivindicar visibilidad y rechazar la cultura dominante, no a través de una identidad étnica al modo estadounidense, sino de la vindicación de una celebración hedonista que compense su cotidianidad marginada. En torno al funk han surgido ONG (Afro-Reggae, Viva Río ) que promocionan y comercializan esa música y financian proyectos de seguridad pública/derechos humanos, educación, desarrollo comunitario, deportes y medio ambiente en las favelas. Estas ONG tratan a la gente de las favelas como verdaderas personas/ciudadanos y forjan lazos de cooperación entre empresarios y desempleados, amas de casa de toda clase social y músicos funkeiros, intelectuales, periodistas, cleros, etnias, razas, géneros, agentes turísticos, bancos de desarrollo regional y un largo etcétera, en proyectos de desarrollo comunitario. Un gran desarrollo de competencia en la poliglosia de la sociabilidad. Pero quien mejor domina esa poliglosia son las corporaciones mediáticas. En contraste con Río, Yúdice señala el caso de la hibridación entre tradiciones locales y comercialización a escala global de Miami, hoy capital global de la industria del entretenimiento latino (norteamericano) y latinoamericano.

Estos ejemplos muestran que la cultura es un recurso de integración social frente al potencial disgregador del multiculturalismo y un medio de acumulación económica que va desde las artesanías indígenas a las superproducciones mediáticas. La actividad y el consumo artísticos se proponen hoy a sí mismos como medios de sanación para comunidades sociales desfavorecidas con costes competitivamente bajos frente a la prestación de los servicios sociales clásicos. Es aquí donde ha florecido el sector del arte «alternativo», complementario del «oficial», que funciona como un sector de riesgo, fuente de innovación y de tendencias, al tiempo que sirve de dique de contención de minorías y artistas comprometidos con causas políticamente incorrectas o simplemente socialmente urticantes.

En este terreno, Yúdice analiza la bienal inSITE de San Diego-Tijuana, un evento que reúne a artistas de ambos lados de la frontera e invita a artistas internacionales a vivir una temporada larga en la zona y producir una obra acorde con su experiencia. El conjunto funciona como una maquiladora donde los ejecutivos (directores) que consiguen la financiación dan directrices generales, vigilan que se mantenga la estricta separación entre proyectos participativos y orientados al proceso, por un lado, y proyectos de exposición, por otro, además de controlar que los resultados no sean políticamente incorrectos más allá de lo vendible; los gerentes (curadores) coordinan y supervisan el proceso de trabajo y atienden a la solución de los problemas que surgen en el proceso; los trabajadores flexibles son de dos tipos: de un lado, los artistas, bastante bien pagados, que capitalizan su formación y su experiencia previa a través de su estadía y su relación con la comunidad; de otro, los becarios de curadoría y los obreros y empleados de los montajes, mal remunerados. Por último, las comunidades, cuyos trabajos de (re)producción de su vida social y simbólica, cuya cultura es apropiada como materia de elaboración artística, y el público, que actúa como caja de resonancia y legitimador del evento, que deben considerarse bien pagados con el acceso a experiencias inusitadas, aunque carezcan de sentido o relevancia para ellos. El objeto artístico visible son las obras expuestas; el objeto real son dos años de trabajo institucional y comunitario para producirlas bajo la titularidad del artista individual; el proceso real es la acumulación de valor monetario en la cúspide de las instituciones organizadoras/mediadoras y de capital simbólico en los artistas y las organizaciones patrocinadoras.

En Río, Miami o Tijuana se invoca la cultura para fortalecer la sociedad civil, resolver problemas sociales o contribuir al desarrollo urbano. No obstante, el mercado cultural global lo dominan multinacionales que, gracias a la legislación internacional sobre derechos de propiedad intelectual, concentran esos títulos en manos de productores y distribuidores, dejando al resto de la cadena el papel de meros proveedores de contenidos. En suma, la cultura, y no sólo el conocimiento, se ha convertido en un recurso económico estratégico, y está siendo explotado de un modo que aumenta las desigualdades globales y locales. El problema no es tanto la comercialización –incluso de la experiencia cotidiana–, sino un régimen de propiedad y acumulación que se basa en la expropiación casi gratuita del trabajo cultural colectivo.

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