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La extraña familia

LOS SERES FELICES

Marcos Giralt Torrente

Anagrama, Barcelona

352 pp.

18 €

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A decir verdad, el título de la última novela de Marcos Giralt Torrente, un punto ambiguo de más, Los seres felices, no se corresponde con su contenido.Y ello porque los protagonistas de esta sinuosa narración se mueven entre la perplejidad y un cierto sentido agónico de la existencia, aspectos ambos que no favorecen esa felicidad a la que, con evidente sentido irónico, se refiere el autor.Ya desde sus primeras entregas, el libro de relatos Entiéndame o la novela París, se había manifestado como curioso indagador de las relaciones humanas, muy en concreto de las familiares y de pareja, fundamento sobre el que alza el edificio de esta novela, en la que vemos cómo un grupo de personas van deconstruyendo su realidad en función de la danza que toca un elemento –el joven arquitecto protagonista de la novela– encargado a su vez, desde la fuerza que otorga la narración en primera persona, de dar fe de los movimientos de quienes lo rodean. Que el sujeto en cuestión sea o no un mitómano resulta asunto nada baladí, la mentira en la novela es elemento consabido y en todo caso hace tiempo que se habla de la crisis de un género caracterizado precisamente por la personificación de la realidad valiendo «persona» para máscara, y por ello su interposición es importante a la hora de que el lector adopte conclusiones propias, siempre arropado por el paraguas de misterio que Marcos Giralt Torrente abre en su narración. El arquitecto que centra la historia tiene una relación guadiánica con Marta, un personaje sumamente complejo al que acompaña en determinados momentos su hermana, exótico elemento que desempeña un papel desconcertante, rayano en el absurdo, de puro no dejarse ver aun sabiendo el lector de su existencia. De lo relatado podría inferirse que nos hallamos ante una familia extraña, de raíces, tal vez, mihurianas, siendo don Miguel posible precursor, aunque él siempre lo negara, de la reducción al absurdo de Ionesco y adláteres. Semejante parentesco puede llevar a una lectura humorística de la novela, lo que sin duda no es la pretensión de Marcos Giralt, a lo mejor humorista malgré lui como pasaba con Juan Benet en su regocijante novela En la penumbra.

En la de Giralt Torrente, y para que nada falte, se deja ver incluso un medio hermano del arquitecto reaparecido in extremis y del que se nos habla a través de la fórmula del flashback, recurso utilizado con acierto. Como son llamativas sus descripciones físicas: estupenda la de Marta desnudándose en el baño porque, lejos de caer en la captación impresionista y demasiado previsible, va emergiendo de manera morosa y aun pormenorizada, en paralelo con la situación anímica del personaje. En el caso de Marta, llena de dudas e irresoluciones, con la sombra de Berlín, que se le ofrece como panacea, al fondo. Un Berlín que, en todo caso, tampoco se deja ver, siguiendo esa moda de lugares intangibles que ya parece un poco déjà vu desde que la inaugurara Muñoz Molina con El invierno en Lisboa, a manera de destino en el que recalar, y que se brinda a la periodista en forma de jugoso presente profesional, provocando los celos de un colega, tercero en discordia. Ello en lo que se refiere a las fabulaciones eróticas del protagonista, que luego está el conglomerado de cuestiones afectivas pendientes con sus padres, y en retrospectiva con el hermano que sale a la superficie tras la muerte de su madre, primera mujer del progenitor del arquitecto narrador y –ya se dijo– mitómano. En este sentido, la impronta marcada por todos ellos es la de un vago misterio que no hace sino alimentar el suspense por el que circula el corazón fluvial de esta historia, sutil y ramificada, lo que la convierte en artefacto vigoroso porque la caterva familiar que por él circula –y es lástima que los pocos seres ajenos a ella que más que dejarse ver, se intuyen no tengan suficiente fuerza como para ejercer de contrapuntos–, tienen entidad propia aun desde la posición extraña que parecen ocupar.

Marcos Giralt Torrente, después de un comienzo fulgurante en el mundo literario, Premio Herralde incluido, se halla inmerso en un espacio atípico, a la hora de la recepción de su obra, que no sé si definir como «de culto». Giralt Torrente, por edad, entraría en la «generación de fin de siglo», caracterizada en líneas generales por una gran levedad en los planteamientos y alardes posmodernos a la hora de la escritura, dando por finiquitado el realismo acartonado, que hoy solamente se deja ver en la moda de la narración seudohistórica que nos abruma, frente al cual nada pudo oponer aquella novela gélida que quiso sucederle y que de alguna manera procedía de los resabios experimentales que nunca llegaron a cuajar. Giralt Torrente, porque viaja en el estilo y el concepto a contracorriente, es un «emboscado», por decirlo a la manera jungeriana, creador de un mundo personal en el que el don de la perplejidad se hace en él insistente sutileza. Los seres felices, lejos de ser un tratado sobre la felicidad, es vigoroso argumento sobre la falta de ella, una ironía o misil tierra-aire sobre los entramados familiares, a veces tan absurdos que hay que tener el espíritu de Mihura o Ionesco para vérsela con ellos. Por esta razón, y habida cuenta de la trayectoria –de misil o tal vez obús– del empeño giraltiano, parece acertado ese final interrogativo y en suspensión de Los seres felices. Un final abierto que nos hace replantearnos esta novela o memorial, dirigido por el protagonista narrador a Marta, o tal vez a sí mismo, en una curiosa ceremonia de confusiones. Pero nunca confusa.

 

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Ficha técnica

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