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El señorito inglés, el agrónomo francés y el príncipe anarquista ruso

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En nuestros recuerdos la vida se repite. Notamos el cambio de las estaciones y la sucesión de las generaciones y hemos vivido malos tiempos o los hemos oído contar, pero a la larga nos parece que todo sigue igual o, al menos, somos incapaces de apreciar cambios sistemáticos en la Naturaleza. Hace dos siglos se aceptaba como evidente que los animales y las plantas se mantienen estables, a pesar de que se vivía un ambiente de ideas innovadoras, progreso científico y técnico y cambio social impulsado por las revoluciones.

Frente a esa convicción surgió la idea de que los seres vivos cambian con las generaciones y que, por tanto, los actuales difieren de sus remotos antepasados. Esta idea tiene raíces muy antiguas y fue expresada con claridad en los escritos de Erasmus Darwin y de Jean-Baptiste de Lamarck, poco antes y poco después de 1800, respectivamente. La evolución no era una novedad para el nieto de aquél, Charles Robert Darwin. La novedad fue proponer un mecanismo creíble: en sus propias palabras, la selección natural en la lucha por la vida.

Darwin pertenecía a una familia inglesa acomodada y culta. Había estudiado teología, se había interesado por varias ciencias y, todavía muy joven, había hecho observaciones científicas durante casi cinco años a bordo de un bergantín artillado de la muy imperialista marina de Su Graciosa Majestad. Desde la edad a la que los científicos actuales todavía solicitan becas vivió jubilado. Darwin es uno de los mejores ejemplos de que el ocio prolongado puede incubar grandes ideas; si esta observación fuera una ley general, uno de los peores enemigos de la ciencia sería que los investigadores actuales están demasiado ocupados. El propio Darwin no estaba muy convencido de la conveniencia del ocio. En sus notas privadas de julio de 1838 hace una lista de las ventajas e inconvenientes de casarse con su prima Emma; entre los inconvenientes escribe: «Quizá a mi mujer no le guste Londres; la sentencia sería destierro y degradación a perezoso indolente». A pesar de esa y otras pegas, se casó, se retiró al campo y no sé si sería perezoso, pero desde luego sí que fue creativo.

La selección natural era una propuesta madura para la ciencia de la época, porque germinó independientemente en otros cerebros. Charles Darwin y Alfred Wallace la comunicaron en una misma sesión pública; el pasado 1 de julio hizo ciento cincuenta años. El libro de Darwin El origen de las especies por medio de selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida Charles Darwin, On the Origin of the Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life, Londres, John Murray, 1859., publicado el mismo año, impresiona por la solidez de su argumentación a partir de una infinidad de observaciones de seres vivos y fósiles, libres y domesticados.

La evolución tiene grandes limitaciones. La más grave es que no puede anticipar y, mucho menos, planificar el futuro, como hacemos nosotros continuamente. Ningún ser vivo, que yo sepa, se comunica por radio, un medio cuya utilidad práctica ha sido demostrada por el éxito fulgurante de los telefonillos. Los dispositivos necesarios, al nivel de la radio galena, son más sencillos que nuestro ojo o nuestro oído. El problema es que la evolución no puede desarrollar a la vez una señal y un receptor, porque a nadie daría ventaja producir una señal indetectable, ni detectar una señal vacía. Las variaciones naturales en las ondas de radio no parecen contener informaciones útiles, como las tienen las variaciones naturales de luz y de sonido, que nos pueden salvar la vida. Una vez que han desarrollado receptores para una señal, algunos seres vivos se han vuelto emisores, como los luminiscentes y los hablantes.

La evolución, como la historia, soporta la carga del pasado. Conservamos, por ejemplo, rasgos de cuando nuestros antepasados eran peces o cuadrúpedos. No me extraña que los obesos y las mujeres embarazadas se quejen de la incomodidad de sus panzas, porque no conozco ningún montañero que cargue la mochila sobre el abdomen. Un ingeniero, sin embargo, vería a un cuadrúpedo como una grúa puente y colgaría las cargas de su travesaño, cerca de los pilares más resistentes.

Requisitos esenciales de la evolución son que los individuos difieran unos de otros y que esa diversidad sea heredable. La diversidad, aunque no planificada, permite ajustar la forma y las funciones de los seres vivos a las necesidades. Tomemos, por ejemplo, el abastecimiento de oxígeno desde los pulmones o la placenta a los tejidos por medio de la hemoglobina de la sangre. En las poblaciones humanas se encuentran varios miles de variantes de los genes de la hemoglobina, todas raras y algunas muy perjudiciales para sus portadores. Si variara la concentración de oxígeno en los lugares de carga o de descarga, algunas de esas variantes funcionarían mejor que las ahora comunes, darían ventaja reproductiva a sus portadores y la mejor acabaría siendo la nueva forma predominante.

Para rellenar el hueco de su ignorancia sobre la herencia de la diversidad, Darwin propuso una hipótesis descabellada. Olvidémosla y notemos que la propuesta de Darwin hubiera sido más robusta si él o sus seguidores hubieran leído un trabajo publicado en 1826 por un agrónomo francés, Augustin Sageret, Consideraciones sobre la producción de híbridos, variantes y variedades en general, y sobre los de la familia Cucurbitáceas en particularAugustin Sageret, «Considérations sur la production des Hybrides, des variantes et des variétés en général, et sur celles de la famille des Cucurbitacées en particulier», Annales des Sciences Naturelles, núm. 8 (1826), pp. 294-314.. Sageret cruzó melones que diferían en varios caracteres visibles y observó que estos caracteres se mantenían en la generación siguiente sin diluirse ni promediarse, pero formando combinaciones nuevas. «El parecido de un híbrido a sus padres no consistía en una fusión íntima de los caracteres de cada uno de éstos, sino en su combinación, […] que está lejos de ser la misma en todos los individuos híbridos de un mismo origen». En la mayoría de los descendientes «se ve una combinación clara de los varios caracteres, sin mezcla entre ellos».

Estas observaciones rompieron para siempre el concepto de que los seres vivos están hechos de una pieza, como gobernados por un alma indivisible. Ese concepto, aplicado a nosotros, había llevado a suponer que los caracteres físicos y los intelectuales están relacionados, por lo que pueden deducirse éstos de aquéllosJuan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Baeza, 1575; Cesare Lombroso, L’uomo delinquente, Milán, Hoepli, 1876.. En su lugar aparece la combinatoria por primera vez en la historia de la Biología. La individualidad se debe a combinaciones de caracteres hereditarios, que pueden ser muchísimas, aunque éstos no sean muy numerosos o muy variados. En cada reproducción sexual los caracteres se separan y se vuelven a unir en combinaciones nuevas. En palabras de Sageret: «No se puede admirar bastante con qué simplicidad de medios la naturaleza se ha dado a sí misma la posibilidad de variar infinitamente sus productos y evitar la monotonía».

Para explicar sus resultados, Sageret propuso una hipótesis que anticipa el concepto de gen y la Genética del Desarrollo: «¿A qué se debe esta habilidad de la naturaleza de reproducir en los descendientes caracteres de los ascendientes ? No lo sabemos, pero bien podemos suponer que depende de un tipo, de un molde primitivo, que contiene un germen de todos los órganos, germen que duerme o despierta, se desarrolla o no, según las circunstancias». Sus palabras («type», «moule»), tomadas de la tipografía y la copia mecánica, siguen usándose en la Biología más actual (en inglés, «template»).

Sageret sería más conocido si hubiera contado los melones que mostraban las distintas combinaciones de caracteres y tal vez lo hubiera hecho si no hubiera sido nombrado director de su Estación Agronómica; las cargas derivadas del cargo debieron de poner fin a su carrera creadora. El aspecto cuantitativo que escapó a Sageret fue introducido por Gregor Mendel, un monje austríaco, luego abad y fundador de una caja de ahorros, con su famosa proporción de 3 a 1 en los productos de cruces de guisantes. Los evolucionistas tampoco prestaron atención a Mendel y hubo que esperar al siglo XX para empezar a profundizar en el mecanismo de la evolución.

En 1848, mientras Darwin incubaba su libro, apareció El manifiesto comunista, de Karl Marx y Friedrich Engels. Ambos libros tienen como motivo conductor la lucha, la lucha de clases en uno y la lucha por la existencia en el otro. En la versión original del Manifiesto, en alemánKarl Marx y Friedrich Engels (originalmente anónimo), Manifest der Kommunistischen Partei, Londres, Bildungs-Gesellschaft für Arbeiter, 1848., encuentro 43 veces la palabra Kampf (lucha) y sus derivados y 18 veces otras palabras relacionadas (Sieg, Untergang, Tod y similares); en el Origen (sexta edición de Londres, considerada definitiva, un texto unas quince veces más largo que el Manifiesto) encuentro 91 veces struggle (lucha), 81 veces competition y formas relacionadas, 23 veces kill (matar) y 16 veces attack. En ninguno de estos libros encuentro palabras que signifiquen cooperación, colaboración y palabras relacionadas, y los dos usos de aid por Darwin no tienen nada que ver con la selección natural. No tengo ningún motivo para sospechar que el naturalista inglés se inspirara en los revolucionarios alemanes, pero creo que ambos libros responden al ambiente de la época, marcado por el colonialismo, el racismo, los conflictos sociales y las revoluciones que sacudieron a muchos países de Europa en 1848.

En la estela de Darwin surgió el «darwinismo social», la extrapolación de la selección natural a la sociedad humana, desarrollada, por ejemplo, en los Principios de Sociología de Herbert Spencer, que, por cierto, fue el primero en usar el término evolución en su sentido biológico y el autor de la expresión la supervivencia de los más aptos, que no es más que un círculo vicioso. El darwinismo social dio una justificación intelectual al capitalismo, al colonialismo y al racismo en la época victoriana y sigue dándola hoy mismo.

Un punto de vista opuesto fue desarrollado sobre todo por el príncipe ruso Piotr Alexeievich Kropotkin, un admirador de Darwin que siempre tuvo la teoría de la selección natural por el mayor logro científico del siglo, pero minimizó el papel de la lucha en la evolución. Casi toda su vida fue una reacción al darwinismo social y sus ideas se conservan en una serie de artículos publicados a partir de 1890 y en el libro La ayuda mutua: un factor de evoluciónPeter Kropotkin, Mutual Aid: A Factor of Evolution, Londres, William Heinemann, 1902. , de 1902. En la traducción española del texto principal de este libro, aproximadamente la mitad de extenso que el de Darwin, encuentro 411 veces las palabras «ayuda», «apoyo», «cooperación», «colaboración» y sus derivadas, aunque no faltan al debate 230 apariciones de «lucha» y sus derivadas.

La vida de Kropotkin recuerda a la de Darwin por su familia noble, su cuidada educación y por haber marchado con el ejército en 1861, cuando aún no había cumplido veinte años, para recorrer durante cinco la Siberia oriental. Me lo imagino como el protagonista ruso de Dersu Uzala, la novela de Vladimir Arseniev y la película de Akira Kurosawa, pero en condiciones aún más primitivas y más duras. Sus perspicaces observaciones sobre la región lo llevaron a generalizaciones notables que han sido confirmadas posteriormente por la geografía, la meteorología, la zoología, la ecología y la antropología. En aquellas condiciones climáticas extremas y bajo el azote frecuente de vehementes fuerzas de la naturaleza, Kropotkin «buscaba vanamente la competencia exacerbada entre los animales de la misma especie a que nos había preparado la lectura de la obra de Darwin».

Encontró la clave de sus observaciones en la conferencia «Sobre la ley de la ayuda mutua», pronunciada y publicada por el profesor Karl Fedorovich Kessler, de la Universidad de San Petersburgo, en el Congreso de los naturalistas rusos de 1880, cuya conclusión era «no niego la lucha por la existencia, sino que sostengo que a la evolución de todo el reino animal y en especial de la humanidad no contribuye tanto la lucha recíproca cuanto la ayuda mutua».

Sus propias observaciones y otras tomadas de la literatura científica llevaron a Kropotkin a concluir que la sociabilidad es «la mejor arma para la lucha por la existencia, entendiendo, naturalmente, este término en el amplio sentido darwiniano, no como una lucha por los medios directos de existencia, sino como lucha contra las condiciones naturales desfavorables para la especie». Aunque Kropotkin se limitaba al mundo animal, esperaba que en el futuro se documentaría la ayuda mutua entre individuos de otros grupos, incluso los microorganismos, como ha sido abundantemente el caso.

La mayor parte de La ayuda mutua repasa la colaboración entre individuos y grupos en los pueblos más primitivos y en las sociedades históricas, y concluye que aumenta en los períodos más prósperos y es combatida o privada de sustancia por los enemigos de las libertades. Propugna como principio de conducta «Da más de lo que piensas recibir», porque conduce rápidamente a la felicidad.

Poco después de regresar de Siberia, Kropotkin renunció a sus risueñas perspectivas como científico, funcionario o militar para dedicarse al cambio social. Fue quizás el mayor apóstol del anarquismo, una propuesta política que sólo se ha experimentado durante nuestra última guerra civil y, parece ser que con éxito, en la industria de Alcoy. Kropotkin sufrió prisiones en Rusia y en Francia por un total de unos seis años y pasó la mayor parte de su vida exiliado en varios países de Europa occidental, y sobre todo en Inglaterra, hasta la caída del zar. Regresó a Rusia y, aunque no le gustó la revolución comunista, Lenin le dio un entierro grandioso, el último que tuvo un disidente en ese país.

Oscar Wilde dijo que Kropotkin era uno de los dos únicos hombres felices que había conocido. No extraña esta opinión a los que hemos observado en nuestro entorno que las personas altruistas son más felices que las egoístas. Es muy probable que nuestro cerebro nos pague las buenas obras con un sentimiento de felicidad por las mismas razones de ventaja evolutiva que nos dan placer el sexo y la comida.

Darwin y Kropotkin estaban de acuerdo en la cooperación entre individuos de especies distintas, y aun muy distantes. La distinción entre cooperación intra e interespecífica me parece un subproducto del antropocentrismo. Nos parece bien exterminar a los gorgojos o a las aves que se coman el trigo de nuestros depósitos, pero nos parece mal disparar contra una multitud humana que pretendiera asaltarlos con la misma intención. Esta distinción no es universal, ni siquiera puede ser muy frecuente. La definición de especie es puramente arbitraria en muchísimos casos y no sólo en los organismos asexuados. Cuando no lo es, no siempre tiene un individuo forma de saber si su vecino y posible competidor es de la misma especie o distinta. Cuando lo sabe, puede que esa información no afecte a su conducta.

Me parece ridícula la idea del «gen egoísta», una extensión del concepto de lucha que sustituye como competidores a los individuos, las especies o los grupos de especies por los genes o por fragmentos aún menores de ADN. Los genes tienen que colaborar unos con otros del mismo genoma para hacer viable al individuo y estar preparados para colaborar con los genes de otros individuos con los que acabe juntándolos la recombinación genética. Sus acciones tienen que ser sinérgicas con las de los genes de organismos muy distantes bajo pena de extinción conjunta. Además, con los genes, como con los individuos, es difícil excluir que algunas acciones que nos parecen egoístas tengan en realidad consecuencias beneficiosas más amplias. En todo caso, es posible un cierto nivel de parasitismo, pero su generalización sería letal. La evolución condena a extinguirse a los genes, los individuos y las poblaciones que no se llevan bien entre sí y con su entorno.

Como los seres vivos no parecemos tener mecanismos eficaces para eliminar las informaciones inútiles de los genomas, cabe imaginar que algunas o muchas de las que contenemos lo sean. Nuestro genoma contiene más de medio millón de ejemplares de ciertas pequeñas secuencias llamadas Alu, de las que cabe suponer que son «egoístas», multiplicándose a nuestras expensas sin aportar nada útil. Es muy difícil establecer la carencia de función en cada caso concreto y, por ejemplo, no tengo indicios para excluir que la multiplicación y diversificación de Alu, que debió de ser dañina, haya desempeñado un papel importante en la evolución de nuestros antepasados primates. Recientemente se han encontrado indicios de que al menos algunas de ellas colaboran con micro-ARNs, otro grupo de secuencias que pudo considerarse egoísta hasta que se han descubierto sus funciones reguladoras de la expresión de los genes.

La discrepancia científica entre Darwin y Kropotkin se limita a la lucha o la colaboración entre individuos de la misma especie y se trata sólo de una diferencia de grado, porque Darwin no excluía la colaboración entre individuos de la misma especie. Por ejemplo, termina su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo animando a los naturalistas a viajar y sus últimas palabras son «encontrarán muchísimas personas de buenos sentimientos a las que no habían conocido ni volverán a tratar, y que, no obstante, se apresurarán a prestar su ayuda desinteresada».

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