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Ayer, hoy, ¿mañana?: la cárcel y sus crisis

LA CUESTIÓN CARCELARIA. HISTORIA, EPISTEMOLOGÍA, DERECHO Y POLÍTICA PENITENCIARIA

Iñaki Rivera Beiras

Editores del Puerto, Buenos Aires

1.114 pp.

72 €

CASTIGO Y CIVILIZACIÓN. UNA LECTURA CRÍTICA SOBRE LAS PRISIONES Y LOS REGÍMENES CARCELARIOS

John Pratt

Gedisa, Barcelona

Trad. de Gabriela Zadunaivski

304 pp.

22,50 €

DEL SISTEMA PENITENCIARIO EN ESTADOS UNIDOS Y SU APLICACIÓN EN FRANCIA

Alex Tocqueville, Gustave de Beaumont

Tecnos, Madrid

Trad. de Juan Manuel Ros y Julián Sauquillo

432 pp.

25 €

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En la actualidad, la privación de libertad ocupa una posición central en los sistemas de justicia criminal. Sin embargo, a pesar de lo que su omnipresencia en nuestro imaginario colectivo puede llevar a pensar, el uso de la privación de libertad como sanción penal es una práctica reciente. Todavía a mediados del si­glo xviii, la cárcel tenía como principal función retener a los deudores morosos y a los acusados y condenados en espera del juicio o de la ejecución de su condena, aplicándose asimismo para sancionar un número limitado de delitos considerados menores, mientras que los delitos graves se sancionaban primordialmente con el castigo físico (incluyendo la pena de muerte y la mutilación) o la separación del cuerpo social mediante el destierro o la deportaciónAunque hay que ser prudente a la hora de dar por buenas las cifras, en 1777, el gran reformador penitenciario británico John Howard estimaba el tamaño de la población penitenciaria de Inglaterra y Gales en unos cuatro mil sujetos, el 59,7% de los cuales eran deudores morosos, acompañados de un 24,3% de personas esperando juicio, ejecución o deportación, mientras que el resto (un 16%) eran infractores leves cumpliendo pena (véase Roger Matthews, Doing Time. An Introduction to the Sociology of Imprisonment, Nueva York, Palgrave, 1999, p. 8).. En apenas un siglo la situación cambió drásticamente y a mediados del siglo xix la cárcel ya era la forma dominante de respuesta penal, una posición que no ha perdido desde entonces. Aun existiendo otro tipo de penas (multas, penas privativas de derechos), hoy en día parece imposible hablar de la justicia penal sin pensar en la prisión. Y ello a pesar de que apenas nadie afirmaría que la cárcel ha conseguido cumplir adecuadamente ninguno de los fines que le han sido expresamente asignados en los últimos doscientos años.

Ante esta situación, parece oportuno formularse preguntas como las siguientes: ¿cómo llegó la cárcel a conseguir su posición hegemónica? ¿Cuál es su realidad hoy en día? ¿Cuál es su futuro previsible? Los libros reseñados en estas páginas aportan valiosas claves para responderlas.
 

Del sistema penitenciario en Estados Unidos y su aplicación en Francia, de Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont, fue originalmente publicado en 1833 y ha sido objeto ahora de una muy cuidada traducción al cas­tellano que triunfa en la muy difícil tarea de conservar el ágil tono panfletario de la obra. El libro es un soberbio ejemplo de la pretensión ilustrada de hacer participar a la razón en el diseño de toda la actividad estatal, a la vez que un alegato a favor de la pena de prisión y una manera concreta de proceder en su ejecución. En definitiva, una intensa radiografía de un momento clave para comprender el surgimiento y estabilización de esta pena y un libro que aún se lee con deleite.
 

Castigo y civilización, del criminólogo inglés John Pratt, afincado en Nueva Zelanda, parte de una tesis que a estas alturas resulta inapelable: la forma y el nivel de castigo de las sociedades modernas está menos influida por sus niveles de criminalidad que por la sensibilidad que rodea tanto al delito como a su respuesta. El libro es una poderosa adaptación al campo penal de las ideas de Norbert Elias sobre el proceso de civilización que, aunque no es la primera, sí puede considerarse la más acabada y es, sin duda, la más fiel en el método seguidoSi bien la primera traslación de las ideas de Elias al ámbito penal probablemente sea la de Pieter Spierenburg (The Spectacle of Suffering. Executions and the Evolution of Repression: From a Preindustrial Metropolis to the European Experience, Cambridge, Cambridge University Press, 1984), la más conocida e influyente es la llevada a cabo por David Garland en los capítulos finales (9 a 12) de Punishment and Modern Society. A Study in Social Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1990.. Como es sabido, para estudiar el proceso de transformación de aquello que se considera civilizado, Elias hizo uso de literatura, arte y libros de etiqueta desde la Edad Media hasta el siglo xix. Para indagar las transformaciones en el discurso y en la realidad de las penas y su ejecución,Pratt se vale de materiales literarios, académicos y de memorias, tanto oficiales como de los propios reclusos, aportando valiosa información sobre aspectos tan dispares como la arquitectura de la prisión, su higiene, la regulación de la vestimenta o el derecho a utilizar el propio nombre.

Mención aparte merece La cuestión carcelaria, de Iñaki Rivera Beiras, profesor de Derecho Penal y Criminología en la Universidad de Barcelona. El libro se compone principalmente de trabajos anteriores de Rivera y algunos de sus colaboradores puestos al díaCon la excepción, pareciera, del apartado dedicado a la relevancia penitenciaria del Convenio Europeo de Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales (pp. 376-444) y el capítulo XXXII, «Los movimientos de defensa de los derechos fundamentales de los reclusos en España» (pp. 1009-1041). En ambos casos, las referencias se detienen a mediados de la pasada década. y es, sin lugar a dudas, la obra más completa sobre la prisión que existe en nuestro país. En sus más de mil cien páginas se recorren la historia, el tratamiento teórico (lo que el autor, con reminiscencias foucaultianas, denomina «epistemología»), la regulación legal y numerosos aspectos de la realidad de la ejecución de la pena privativa de libertad en España. El título no es inocente: como aclara el propio autor (p. IV), se trata de afrontar la cárcel con el mismo espíritu crítico con que en el pa­sado se afrontó la «cuestión social», poniendo de manifiesto la distancia entre lo que el autor, con afortunada terminología, denomina la cárcel «legal» y la «real». La aparición de una obra de estas características resulta ­inusual en un entorno académico como el español, tan poco incentivador (cuando no directamente sancionador) de la investigación de las prisionesAl respecto se pronunciaba hace no mucho Manuel Atienza, catedrático de Filosofía del Derecho: «Los dogmáticos del Derecho penal suelen considerar que la parte “noble”, verdaderamente científica, de su disciplina, lo constituye la teoría del delito (una teoría de gran abstracción y donde el formalismo jurídico llega quizá a su cenit), mientras que la teoría de la pena suele recibir mucha menor atención y el Derecho penitenciario es, simplemente, menospreciado: ¡como si pudiera separarse el estudio del delito, de la pena y de su ejecución!» (Manuel Atienza, «Virtudes judiciales. Selección y formación de los jueces en el Estado de Derecho», en Claves de Razón Práctica, núm. 86, 1998, pp. 32-42).. Su oportunidad en un país con una población penitenciaria de 65.410 reclusos, de los cuales 15.438 (el 23,6%) son preventivos en espera de juicio, debería estar fuera de toda dudaLa estadística corresponde a la 19.ª semana de 2007 (11 de mayo de 2007). Tanto ella como sus actualizaciones pueden consultarse en http://www.mir.es/INSTPEN/INSTPENI/Gestion/Estadisticas_Semanales/2007/19/situacion_procesal.html (consultado por última vez el 24 de mayo de 2007).. Más aún cuando hay razones para pensar que en los próximos años no sólo va a haber más presos, sino que éstos y quienes trabajan en el sistema penitenciario van a estar peor. En primer lugar, porque se ha producido un endurecimiento de las penas en el Código Penal, de modo que ahora los condenados permanecen más tiempo en prisión; en segundo lugar, porque se han endu­recido las condiciones legales de la ejecución de la pena privativa de libertad, y especialmente las que abren la posibilidad de acceder al tercero y cuarto grado (régimen abierto y libertad condicional), de modo que no sólo se permanece más tiempo, sino que éste resulta más duro, lo que no puede dejar de tener consecuencias, tanto para la futura conducta en libertad como para el comportamiento a lo largo de la ejecución; en tercer lugar, porque, en consonancia con las demandas de mayor punición, los operadores jurídicos que pueden decidir sobre los denominados «beneficios penitenciarios» (como los permisos o las ya derogadas, pero en algunos casos aún operativas, redenciones de pena por trabajo) se muestran cada vez más reacios a su concesión; en cuarto lugar, porque el sistema penitenciario español simplemente no tiene plazas suficientes para acoger a estos nuevos presos ni, al paso que se va, tampoco bastarán las (macro) cárceles en construcción.

En el ámbito académico anglosajón suele decirse jocosamente que para los sociólogos (y, por indebida extensión, los criminólogos), «las crisis son continuas, las catástrofes siempre inminentes». Sin embargo, en este tema no parece que exista gran espacio para la exageración: la discusión es, efectivamente, urgente.

 

LA VERSIÓN ILUSTRADA
 

Hoy en día se amontonan las objeciones al utilitarismo como teoría ético-política, y buena parte de ellas están cumplidamente justificadas. En el ámbito de la justicia penal, en concreto, resulta decisivo que el utilitarismo sea incapaz de ofrecer un marco estable y seguro para los derechos y garantías fundamentales, cuyo respeto queda supeditado a que su violación en el caso concreto no suponga un incremento del bienestar social. Pero, si bien el utilitarismo no resulta un fundamento aceptable para los actuales sistemas de justicia penal, sin duda fue el motor que impulsó las drásticas reformas que sacudieron la penalidad del antiguo régimen bajo el influjo de la Ilustración, una época de la que ha podido decirse que «representa sin duda el momento más alto de la historia –nada honorable en su conjunto– de la cultura penalista»Luigi Ferrajoli, Derecho y razón, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Madrid, Trotta, 1995, p. 23.. Todo ello lo consiguió el utilitarismo siguiendo la premisa de que, formando los condenados parte de la sociedad, también sus intereses debían ser tenidos en cuenta.

Hasta el utilitarismo, la represión de las conductas antisociales que hoy definimos como delitos tenía en cuenta, cuando lo hacía, los derechos de los justiciables, pero apenas los de los condenados. Ello se traducía en la existencia de penas que, más allá del cálculo de prudencia política, no mostraban preocupación alguna por la proporcionalidad o la repercusión sobre la persona en que recaían. Desde el punto de vista del utilitarismo y su mirada al futuro, sin embargo, la imposición de la pena había de verse de otro modo. En términos bienestaristas, la inflicción de sufrimiento mediante la pena no es sino una nueva fuente de pérdida de bienestar a sumar a la causada por el delito. El primer ensayo de justificación se corresponde con la llamada «prevención general negativa»: la amenaza de la pena, confirmada por su aplicación certera tras la comisión del delito, disuadirá a potenciales delincuentes de la comisión de actos antisociales (pues ésta era la nueva consideración del delito: no un atentado contra la ley divina o la autoridad, sino contra los intereses de la colectividad). Pero este esquema preventivo es compatible con muy diversas penas. ¿Por qué en menos de un siglo desde la propuesta ilustrada consiguió la cárcel su posición hegemónica entre las penas? La explicación, si hay que creer a TocquevilleyBeaumont, es bastante simple: por razones diversas, a mediados del siglo xix la cárcel quedó como única alternativa.
 

Del sistema penitenciario en Estados Unidos y su aplicación en Francia es un vibrante alegato en pro de la reforma del sistema penal francés. Con la experiencia estadounidense como principal fuente de inspiración, los autores apuestan decididamente por la pena privativa de libertad y por su ejecución conforme al llamado «sistema de Auburn» o de aislamiento parcial. Pero a mediados del siglo xix la pena de prisión todavía se encontraba sometida a una dura competencia, de modo que antes de construir su propuesta los autores se ven obligados a destruir.

Debido al creciente descrédito de las penas físicas y en especial de la tortura («Pues el hombre puede tener el derecho de matar a su semejante, pero no de torturarlo», se nos informa lúgubremente en la página 33 de la obra), y siendo claro que no todos los crímenes podían ser castigados con la pena de muerte, el principal competidor de la cárcel era por aquel entonces la deportación. Resulta interesante observar la estrategia discursiva seguida por Tocqueville y Beaumont frente a sus partidarios, resumida en la siguiente manifestación: «Si se quiere combatir con éxito a aquellos que profesan semejantes principios, no hace falta en modo alguno acusarles de injusticia para con los hombres, ni de impiedad para con Dios; se necesita demostrarles que se equivocan en sus cálculos y que eso que les parece tan útil es, en realidad, perjudicial para sus intereses» (p. 24). Tocqueville y Beaumont no seguirán lo que podríamos denominar un enfoque «principialista», atacando las premisas valorativas sobre las que se asienta la deportación, sino que se de­cantan por una aproximación técni­ca de corte consecuencialista para mostrar a los partidarios de la deportación que ésta no es el medio adecuado para lograr los fines que ellos mismos pretenden. La elección de esta estrategia cobra todo su sentido cuando se piensa que los autores comparten con sus eventuales opositores una premisa utilitarista básica, como es la primacía del interés de la sociedad sobre el de cualquier sujeto individual, en este caso el del recluso. En la defensa de la cárcel frente a la deportación no se trata, por tanto, de una discusión sobre los límites éticos del castigo, sino sobre la forma más eficiente de infligirlo.

Tocqueville y Beaumont comienzan por observar que la deportación no funciona porque no resulta suficientemente intimidatoria. No lo es en el momento en el que escriben, afirman, pero además tampoco podrá serlo en el futuro. Adelantándose a los actuales análisis económicos de las políticas públicas, señalan un problema estructural de la deportación: la incompatibilidad entre los incentivos del Estado que expulsa y el que recibe. Mientras que el Estado que expulsa está interesado en que los deportados tengan unas severas condiciones de vida en su lugar de destino, en éste se priorizará su posible aportación a la sociedad de acogida («Inglaterra se los manda para castigarlos, la colonia los acepta para servirse de ellos», p. 37). Y, si la vida en el lugar de destino no es una de privaciones, la deportación resulta sin duda menos temibleEn este punto, los autores se exceden en su entusiasmo y dejan de considerar el contenido disuasorio del propio traslado: en los primeros viajes de deportación a Australia, por ejemplo, fallecían hasta el 25% de los deportados (Roger Matthews, op. cit., p. 8).. ¿Por qué, entonces, seguía existiendo esta pena? De nuevo adelantándose al moderno análisis económico de la intervención pública (esta vez en su faceta más polémica, el análisis del propio aparato político-burocrático o public choice), los autores explican que el mantenimiento de este fracasado sistema por parte de Inglaterra no obedece a los beneficios que reporta a la comunidad, sino al interés del Gobierno central (por tratarse de uno de los escasos temas judiciales de competencia estatal) y al de los propios funcionarios encargados de gestionar el sistema y su interés por conservar sus puestos de trabajo (pp. 16 y 23).

Una vez efectuada la labor de derribo, Tocqueville y Beaumont aventuran la siguiente reflexión, con tintes de profecía: «Si fuera cierto que la deportación está condenada definitivamente, entonces cabría añadir que el sistema penitenciario no tendría rival, y puesto que se desarrollaría cada día entre los pueblos un acentuado sentimiento de repugnancia hacia los castigos sanguinarios, las torturas y los suplicios, ¿no se podría vislumbrar ya la época en que el código de las naciones civilizadas, al ir estrechando el círcu­lo de las penas capitales, solamente admitiera como único castigo, por así decirlo, la privación de libertad?» (p. 46). Motivos éticos, por un lado, hacían inviable la continuidad de las penas físicas características del período histórico inmediatamente anterior, al tiempo que aconsejaban restringir el uso de la pena de muerte. Motivos técnicos, por otro, mostraban la inviabilidad de la deportación. Por unas y otras razones, la prisión aparecía como la única alternativa para la penalidad ilustrada. Ésta, además, presentaba dos indudables ventajas: actuaba privando de un bien que todo el mundo po­seía, la libertad individual, y lo hacía mediante el manejo de una magnitud, el tiempo, que permitía ajustar fácilmente el castigo a la gravedad de la falta cometida. Se trataba, siguiendo el principio utilitarista de no infligir dolor sin justificación, de conseguir «una justa medida de dolor»La expresión recogida traduce A Just Measure of Pain, título del excelente libro de Michael Ignatieff sobre el surgimiento de la pena privativa de libertad, y subtitulado The Penitentiary in the Industrial Revolution, 1750-1850 (Nueva York, Pantheon, 1978)., expresión donde la ambigüedad del término «justa» refleja el doble objetivo de justicia y precisión.

Establecida su superioridad sobre otros modelos de sanción, la imaginación ilustrada dirigió su mirada a la mejora de la propia pena de prisión. Al fin y al cabo, el tiempo, también el pasado en prisión, es un bien escaso y susceptible de uso alternativo, esto es, un recurso económico. ¿Cómo usarlo de una manera eficiente?

La propuesta al respecto de Tocqueville y Beaumontse apoya en la experiencia estadounidense, que ambos autores tuvieron ocasión de conocer de primera mano en un viaje realizado entre abril de 1831 y enero de 1832. En la época competían en Estados Unidos dos modelos penitenciarios, hoy en día conocidos como «modelo Filadelfia» y «modelo Auburn». De impronta religiosa, ambos convenían en la importancia concedida al trabajo, el aislamiento y el silencio de los reclusos como instrumento para su reforma moral, pero divergían en el extremo al que debían llevarse. Según el régimen instaurado en la prisión de Filadelfia, el aislamiento debía ser absoluto y el silencio constante, permitiéndose el trabajo únicamente en la propia celda. Conforme al sistema impuesto en la prisión de Auburn, la comunicación y el trabajo en común estaban permitidos durante el día, prohibiéndose durante la noche. Tal y como recogen en su estudio preliminar los responsables de la edición en castellano (pp. XLVII-XLVIII), Tocqueville y Beaumont, que consideraban más eficaz el sistema Filadelfia, se inclinaron finalmente por el de Auburn por sus menores costes de implantación y mantenimiento.

Frente a lo que afirman relatos posteriores sobre lo iluso de las expectativas de la época, los autores se muestran muy sobrios en la valoración de las posibilidades. Si bien se comienza con una amplia formulación de objetivos («el objetivo del sistema consiste en reformar a los criminales que la sociedad ha apartado temporalmente de su seno, o por lo menos impedir que en la cárcel se vuelvan peores», p. 3), pronto se advierte de las dificultades del empeño y la balanza se inclina por el segundo de los términos expuestos, ya que aunque «para la ciencia perfecta el mejor sistema sería el que convirtiera en buenos a los malos», ha de afrontarse «una dura verdad»: «en la situación actual y real de las cosas, el régimen más perfecto es quizás el que impide a los malos volverse peores» (p. 81). La evolución posterior no hizo sino confirmar el fracaso en la consecución de este segundo y más moderado objetivo. Y, sin embargo, la cárcel siguió su trayectoria. Para explicar este «éxito a pesar del fracaso» hay que acudir a explicaciones alternativas.

 

LOS PLANTEAMIENTOS CRÍTICOS
 

Hasta aproximadamente los años setenta, los relatos como el contenido en el libro de Tocqueville y Beaumont eran acríticamente aceptados por una historiografía que, en la afortunada descripción de David Rothman, «andaba sobrada de datos y corta de interpretación». A partir de ese momento, sin embargo, dio comienzo un proceso que en no pocas ocasiones acabaría en el extremo contrario: ofreciendo interpretaciones que iban más allá de lo que permitían los datos.

En realidad, la revisión crítica de la historia del castigo estatal había comenzado unos treinta años antes, con la publicación en 1939 de Punishment and Social Structure (Castigo y estructura social), de Georg Rusche y Otto Kirchheimer. Los autores, miembros de la Escuela de Fráncfort, por entonces en su exilio neoyorquino, planteaban una revisión de la evolución del castigo en torno a una premisa básica: «Todo sistema de producción tiende a descubrir castigos que se corresponden con sus relaciones productivas» (p. 5). En su reconstrucción de la trayectoria del castigo desde la Edad Media hasta los inicios del siglo xx, los autores se esforzaron por mostrar cómo la pena había ido cumpliendo la función de disciplinar el mercado de trabajoLo que sigue es un muy apretado resumen de las tesis de Rusche y Kirchheimer. Para una excelente exposición y crítica de la obra de estos autores, véase David Garland, op. cit., pp. 85-110.. En la Edad Media, cuando la mano de obra era abundante, el valor concedido a la vida humana era escaso y el castigo se caracterizaba por su crueldad y falta de límitesLos autores llegan a afirmar la función demográfica de este tipo de castigos: «Según bajaba el precio del trabajo, el valor otorgado a la vida humana fue haciéndose cada vez menor. La dura lucha por la existencia moldeaba el sistema penal, de forma que lo convirtió en uno de los medios de prevenir un incremento excesivo de la población» (Punishment and Social Structure, p. 20, citado por la edición de Nueva York, Russell & Russell, 1968).. Hacia el siglo xvi, sin embargo, la necesidad de mano de obra hizo que la vida humana se revalorizara y se dieran las condiciones para un cambio en los castigos. En lugar de buscar su dolor (tortura) o inutilización (pena de muerte, mutilación), el objetivo sería aprovechar la labor del condenado y socializarle en la ética del trabajo. Aparecen así penas como la de galeras, los trabajos forzosos o la deportación, así como los antecedentes inmediatos de las cárceles modernas, las workhouses y otros lugares semejantes donde el encierro se acompaña de la obligación de trabajar. Sin embargo, la Revolución Industrial y ciertos cambios demográficos trajeron consigo una situación nueva: un excedente de trabajadores. Siempre según el análisis que se expone, la prisión quedó obsoleta apenas se había asentado como pena. El exceso de demanda de trabajo y la competitividad resultante hacían mucho menos urgente la promoción de la ética del trabajo, mientras que la rentabilidad del trabajo penitenciario (consistente casi por completo en manufacturas) caía muy por detrás de la del trabajo en libertad. ¿Cómo pudo sobrevivir la cárcel? Si bien hubo intentos de dar marcha atrás y reinstaurar las penas físicas propias de la Edad Media, incluso a Rusche y Kirchheimer no les queda otro remedio que reconocer que los efectos sobre la sensibilidad colectiva de un siglo de Ilustración bloqueaban tal posibilidad. Sin embargo, aún cabía la posibilidad de reformar la prisión para hacerla más dura. En este extremo, y no en el presunto interés de la reforma moral del sujeto como sostenían los ilustrados, se encontraría el origen de los regímenes de aislamiento.

El anterior relato puede describirse como el reverso de la versión ilustrada: se alude a los mismos hechos, pero éstos son interpretados de manera muy distinta. De acuerdo con la caracterización del marxismo como una «ideología de la sospecha», allí donde los ilustrados ven la actuación de la razón, la perspectiva marxista ve ideología (en el sentido de falsa representación de la realidad) y dominación de unas clases por otras. El problema de esta nueva interpretación, sin embargo, es que si se toma en sentido estricto no siempre cuadra con los datos, mientras que si se interpreta laxamente resulta indistinguible de otras.

Comenzando por el primer aspecto, la investigación histórica ha mostrado los altos costes que suponía el transporte, la vigilancia y la manutención de los deportados, el carácter absolutamente excepcional del número de establecimientos (workhouses o cárceles) que lograban sostenerse con el trabajo de sus internos y la escasa presencia real de la «enseñanza del trabajo» en las prisiones. Además, y para el período posterior a la Revolución Industrial, ¿cómo explicar la alta inversión en la construcción y el mantenimiento de las prisiones que se llevó a cabo en el siglo xix, existiendo alternativas sin duda mucho más baratas, como los castigos físicos? ¿Cómo justificar que hoy en día existan importantes divergencias en el ámbito penal entre Estados que apenas difieren en la forma de organizar la producción? Llegados a este punto, parece ineludible referirse a la existencia de distintas «sensibilidades» sociales frente al castigo que hacen que ciertas formas de punición dejen de parecer tolerables. Esta referencia se encuentra implícita en la explicación ilustrada del abandono de la tortura y otras formas de castigo físico, y también en la propia alusión de Rusche y Kirchheimer sobre cómo tras la Revolución Industrial la influencia de la Ilustración impidió la regresión punitiva a la tortura y la mutilación. Pero mientras que esta alusión no puede considerarse problemática en una narrativa como la ilustrada, basada en la idea de progreso, en el caso de la narrativa materialista tal apelación aparece co­mo un cuerpo extraño.

El problema concreto muestra uno más general de las concepciones «materialistas»: al igual que ocurre con las explicaciones psicoanalíticas y con algunas formas de teoría económica moderna, a éstas siempre les es posible eludir la crítica haciendo uso de sus mecanismos internos de protección. Lo que unos solventan a través de apelaciones a misteriosos mecanismos que operan en el inconsciente y otros por medio de la reasignación de funciones de utilidad o la alusión a la existencia de costes de información, se consigue aquí afirmando la determinación material de las normas culturales. ¿Existe una nueva sensibilidad social respecto a los límites del castigo? Ello tiene sin duda que ver con algún cambio en las relaciones de producción que se proyecta sobre las normas sociales y culturales referidas al castigo, se responde. De este modo, por vía directa o indirecta, la explicación siempre triunfa. Pero una explicación que siempre triunfa, esto es, que sirve para todo, al tiempo no sirve para nada. Lo interesante de cualquier teoría explicativa es que ésta sea informativa, en el peculiar sentido que a este término se le asigna en metodología de la ciencia, según el cual las teorías son más informativas cuantos más mundos posibles excluyen. Una teoría compatible con cualquier estado de cosas no es informativa; de hecho, puede pensarse que ni siquiera es una teoría, sino una tautología.

El excesivo apoyo en lo que el autor denomina «perspectiva estructural o histórico-económica»Ésta es sin duda alguna equivalente a la perspectiva marxista antes descrita, como se pone de manifiesto en la referencia que hace el autor a la obra de Rusche y Kirchheimer, así como en su insistencia en la relación entre las formas de producción y aquellas que adopta el castigo estatal (véase, por ejemplo, p. 4, n. 3). Con todo, Rivera no deja de apuntar una particularidad del modelo español: antes que fabril, en sus primeros momentos éste presentó un perfil militar (p. 6, nota 5). es precisamente el punto débil de la, por lo demás, extraordinariamente informativa exposición de la evolución histórica de la pena de prisión en España que ocupa las primeras ciento ochenta páginas del libro de Rivera. Parafraseando la frase de David Rothman antes citada, puede decirse que la exposición tiene todos los datos, pero también algún exceso interpretativo. Así, como ejemplos de la determinación económica de las penas en los siglos xvi y xvii, se aduce tanto la autorización real para que algunos condenados a galeras fuesen enviados a las minas de Almadén en 1566, como la conmutación de las penas corporales por las de galeras, minas o presidio conforme a las necesidades políticas o militares (p. 14, n. 13 y p. 25). Ello, se sostiene, supone una «plena confirmación» de la perspectiva histórico-económica (pp. 14 y 28). Sin embargo, es muy dudoso que lo sea. En primer lugar, porque desde Karl Popper existe completo acuerdo en que la compatibilidad de una teoría con los hechos en ningún caso supone su confirmación, sino todo lo más que ésta no está falsada. En segundo lugar, porque la conocida infradeterminación de las teorías por los hechos supone que estos últimos son (o pueden ser hechos) compatibles con más de una teoría. ¿Acaso habría que concluir que todas ellas están «plenamente confirmadas»? ¿Qué hacer, entonces, cuando hay dos teorías incompatibles entre sí, pero ambas «plenamente confirmadas» por su compatibilidad con los hechos? De modo más determinante, si la existencia de un enfoque utilitario (que no utilitarista, a pesar de que Rivera emplea ambas expresiones como si fueran sinónimas) en la ejecución penal es el elemento que confirma la interpretación histórico-económica, ¿cómo hay que interpretar que la mayoría de los penados no acabaran en Almadén o lugares equivalentes? ¿Qué significado asignar a todas las penas corporales que no eran sustituidas? ¿Realmente se piensa que no suponen un problema para la confirmación de la teoría histórico-económica, o es que estamos ante una utilización selectiva de la historia?Definitivamente parece que estamos ante un caso de lo último cuando se afirma que, en el primer tercio del siglo xix, «la arquitectura pone sus conocimientos al servicio de la vigilancia de la población encarcelada (recuérdese el torreón central del panóptico)» (p. 60). Sin embargo, el propio Rivera (p. 53 n. 52 y p. 55) muestra cómo el diseño panóptico fue propuesto pero no ejecutado en el período del que se habla. ¿Cómo, entonces, puede proponerse como muestra del auxilio de la arquitectura a la tarea de control y vigilancia? En este punto, Rivera parece sucumbir a la obsesión foucaultiana con este diseño carcelario propuesto por Bentham. Por bien que se acompase con las ideas teóricas de Foucault, sin embargo, lo cierto es que la implantación real del panóptico fue mínima, tanto en España como fuera de ella (véase Roger Matthews, op. cit., pp. 31-33)..

Tampoco ayuda al relato histórico la impresión ocasional de estar ante un análisis anacrónico. En diversos lugares se valoran las instituciones de un momento histórico concreto utilizando estándares éticos y normativos actuales o, en cualquier caso, posteriores a la época. Ello ocurre cuando se critica las disposiciones disciplinarias del Real Decreto de 3 de junio de 1901, afirmando que «algunas de estas “correcciones” han sido expresamente prohibidas por normas internacionales de protección de los derechos fundamentales de los reclusos» (p. 96), y también cuando se matiza la tradicional valoración positiva del Reglamento de 1913 por admitir éste sanciones «prohibidas expresamente por normas internacionales posteriores» (p. 112; la cursiva es mía). Sin duda, tales correcciones resultan intolerables conforme a estándares actuales, o de acuerdo con normas internacionales aprobadas con posterioridad a los textos que las incluían. Pero eso no significa que no puedan ser consideradas avances en la humanización del proceso penal (al menos, sobre el papel: si se implementaron o no es otra cuestión y el extremo que probablemente deba criticarse del discurso mayoritario). Del mismo modo, parece exagerado afirmar que, al no recogerse por la Ley Orgánica General Penitenciara de 1979 algunos de los principios propuestos en el dictamen aprobado por el Senado el 24 de mayo de 1978, «se constata así que se ha bajado un nuevo escalón en cuanto se refiere a la tutela de los derechos fundamentales de los reclusos» (p. 180). Se tenga la opinión que se tenga sobre tales principios, que efectivamente resultan más atractivos pero quizá no fueran tan realistas en los años setenta, lo cierto es que éstos no eran derecho vigente, de modo que su falta de reconocimiento no supone bajar ningún escalón sino, todo lo más, dejar de subirlo. Comparada con el statu quo, la Ley Orgánica General Penitenciaria en ningún caso supuso una rebaja de los derechos de los presos, sino una indudable mejora.

Lo más llamativo de lo que he presentado como falencias del discurso histórico de Rivera es que, además, son por completo innecesarias para conseguir el que me permito adivinar que es su objetivo principal: mostrar cómo, en la cuestión penitenciaria, las normas y los principios van por un lado y la realidad por otro. Ello ya queda por completo evidenciado me­dian­te su cuidada exposición tanto de los desarrollos normativos como de la falta de recursos y los avatares po­líticos que dieron al traste con los proyectos de reforma, tanto en el si­glo xix (pp. 69, 73 n. 75, 77 y 110) como en el primer tercio del siglo xx (p. 133), e incluso en la actualidad (p. 178 y, más extensamente, capítulo XXVII). El objetivo, por tanto, queda con creces rendido, y los excesos interpretativos sólo conseguirán alienar o al menos distraer del discurso principal a quienes no compartan sus premisas teó­ricas.

 

CIVILIZACIÓN Y CASTIGO
 

En los estudios actuales sobre el de­sarro­llo de los sistemas penales se concede cada vez mayor importancia al papel de las «sensibilidades» sociales, una noción extraída de la teoría de Norbert Elias sobre el proceso de civilización. A diferencia de los enfoques ilustrados y del uso común del término «civilización», en esta perspectiva el término se utiliza en sentido puramente descriptivo, aludiendo a un concreto proceso social de evolución y asentamiento de estándares culturales en Occidente. Entre las características de este proceso se encontrarían elementos tales como el incremento de la autoridad estatal, el de­sarrollo tecnológico o la racionalidad burocrática. También, y de modo más relevante para nuestros efectos, la creciente aversión a lo ética o estéticamente perturbador y el empeño por alejarlo de la esfera pública. Como afirma John Stuart Mill en una cita recogida por John Pratt (p. 37), «uno de los efectos de la civilización […] es que el espectáculo e incluso la idea misma del dolor se mantiene cada vez más alejada de la vista de las clases que disfrutan plenamente de los beneficios de la civilización […]; el refinamiento consiste en evitar la presencia no sólo del dolor, sino de todo lo que sugiera ideas ofensivas o desagradables».

Según quienes han importado las ideas de Elias a este ámbito, la aversión a la brutalidad y en especial a su cercanía han influido de forma decisiva en el desarrollo de las penas desde el siglo xviii. En un primer momento se produjo el rechazo de ciertas formas de castigo (suplicios, mutilaciones) y su sustitución por otras que se consideraban menos crueles, mientras que otros castigos, como la pena de muerte, seguían considerándose tolerables o necesarios, si bien se produjo una importante reducción de su aplicaciónSegún recoge Pratt (p. 34), entre 1770 y 1830 hubo en Inglaterra entre seis mil y siete mil ejecuciones, que se redujeron a 347 entre 1837 y 1868 (esto es, aproximadamente a la décima parte).. Progresivamente fue creciendo la repulsa ante el «espectáculo de sufrimiento» que suponía su ejecución pública, motivo por el cual ésta acabó siendo relegada a ámbitos más discretos, como el patio de la prisión. En aquel momento, como indica Pratt (p. 47), «la pena de muerte aún tenía su lugar en el mundo civilizado, pero ahora se había convertido en un hecho burocrático, no en una oportunidad para el carnaval». Con el tiempo, la pena de muerte perdería ese lugar entre lo civilizado, con independencia de dónde se ejecutase. Al igual que en el relato ilustrado, parecía que la cárcel se hubiera impuesto por la retirada de sus adversarios.

Hasta aquí, la descripción de Pratt parece un tanto ingenua: ciertas ideas van triunfando, de manera más o menos rápida, pero en cualquier caso ine­xo­ra­ble, y el castigo va haciéndose más humanitario. Sin embargo, Pratt, siguiendo a Elias, no considera que el proceso de civilización tenga carácter teleológico o sea intrínsicamente justo. Por el contrario, afirma, «la posición que adopto en este libro es que el mismo proceso civilizatorio [sic] puede provocar consecuencias muy incivilizadas» (p. 25). En el caso de la evolución del castigo estatal, la tendencia a la burocratización y al alejamiento del castigo de la esfera pública resultaron decisivos para alejar la prisión de la sociedad y procurar la hegemonía del discurso oficial. Las prisiones fueron cerrándose al exterior, al tiempo que iban siendo ubicadas cada vez más lejos de los centros urbanos; el discurso oficial sobre la delincuencia y las condiciones de la vida en la prisión iba haciéndose cada vez más experto y capacitado para generar su propia realidadEn el capítulo 5, «El saneamiento del lenguaje penal», Pratt muestra los cambios en el lenguaje oficial sobre la prisión y la delincuencia según variaban los fines que se asignaban a la cárcel: en períodos en los que a la cárcel se le asignaba una función de custodia o disuasión, el discurso oficial tendía a fomentar el miedo al delincuente, mientras que en los que se privilegiaba la idea de corrección o resocialización se le presentaba como un sujeto enfermo o socialmente perjudicado.; simultáneamente, el carácter especializado y burocrático de la gestión carcelaria potenciaba su credibilidad por parte de una opinión pública cada vez más indiferente ante lo que ocurría tras los muros de la prisiónEn el capítulo 4, «La mejora de la vida en prisión», Pratt analiza el discurso oficial sobre las condiciones de vida en la cárcel, que es contrastado con los recuerdos de los presos en el capítulo 6. Ambos relatos no presentan ni la menor coincidencia. Sin embargo, el segundo apenas fue considerado. Sobre la creciente indiferencia de la mayor parte de la ciudadanía ante el estado de las prisiones, véanse pp. 195-201..

Sin caer en el error de pensar que en ningún momento la cárcel haya respondido a las descripciones oficiales o se haya acercado al programa enunciado en los textos legales, lo cierto es que a lo largo del siglo xx la impresión de que el sistema de justicia criminal debía ser dejado a los expertos tuvo la virtud de protegerlo de la opinión pública (una situación descrita en las pp. 210 a 215 de la obra de Pratt bajo un título muy significativo: «El público indeseado»). Ello propiciaba que incluso los políticos con un discurso más duro acerca del delito dispusieran de cierto margen de actuación cuando accedían al poder, algo de lo cual probablemente no se encuentre mejor ejemplo que lo ocurrido en Inglaterra durante el Gobierno de Margaret ThatcherAl respecto véase Roger Matthews, op. cit., pp. 117-118 y 135-139.. Frente al duro discurso de la Dama de Hierro y sus distintos ministros de Justicia, que incluía la defensa de la reintroducción de la pena de muerte, y a pesar también del endurecimiento de la actividad policial de persecución del delito, durante los primeros once años de su gobierno la política penitenciaria siguió otro rumbo. Debido a consideraciones de eficiencia en la asignación de recursos, la cara cárcel fue reservada para los delincuentes más peligrosos y se disminuyó el tiempo de estancia mediante el acortamiento de los plazos para poder acceder a la libertad condicional, al tiempo que se emprendía un programa de mejoras en las instalaciones. Sin embargo, los cambios en la sensibilidad social respecto al castigo y la crisis de confianza en el sistema de justicia criminal han acabado con esta situaciónSobre el tema resulta imprescindible el libro de David Garland La cultura del control, trad. de Máximo Sozzo, Barcelona, Gedisa, 2005. Esta obra fue reseñada en Revista de Libros, núm. 111 (marzo de 2006), pp. 3-8.. La presión para llevar a cabo una política criminal dura y la identificación por parte de los políticos de tal dureza con el uso de penas de prisión cada vez más largas para un número cada vez mayor de delitos (lo que se conoce como «populismo punitivo») ha hecho que la población penitenciaria se haya incrementado de forma preocupante en prácticamente todas las sociedades de nuestro entorno cultural. España no se encuentra entre las excepciones.

 

EL PRESENTE ¿Y EL FUTURO? DE LA PRISIÓN
 

Mientras que, en 1990, las cárceles españolas albergaban a 33.035 personas, para 2008 sólo una intervención drástica hoy en día prácticamente impensable podrá impedir que se haya duplicado tal cifra. A pesar de tratarse de factores relevantes, nadie sostiene que esta evolución pueda explicarse por el efecto de los sospechosos habituales del incremento de la población carcelaria: el aumento de delitos, el incremento de población y los cambios en la composición demográfica. Según todos los indicios, el principal artífice del desarrollo es un factor endógeno al sistema político: los numerosos cambios introducidos en la legislación española por el caótico proceso de reformas y contrarreformas acaecido desde la aprobación del «nuevo» Código Penal en 1995, que afectaron tanto al Derecho penal como al procesal y al régimen de ejecución de la pena privativa de libertad (un proceso de cuyo desarrollo y resultados dan muy buena cuenta las casi cien páginas que constituyen el capítulo XXIV de La cuestión penitenciaria).

A este problema de cantidad se une otro que podríamos denominar «de calidad». Las escasas investigaciones no oficiales sobre el estado de la prisión nos informan de que su realidad es mucho más dura que aquella «descrita» –más bien insinuada– por las autoridades y se encuentra a años luz de la imagen de «cárcel-hotel» que de tanto en tanto aparece en la crítica al sistema penitenciario. Al respecto no pueden dejar de consultarse las páginas 805-837 de la obra de Rivera, dedicadas a los problemas generales de la investigación de las prisiones y de aquellos concretos que afrontaron dos de los estudios más relevantes que se han hecho en España en los últimos años, el realizado por Julián Ríos y Pedro Cabrera, que finalmente se publicaría bajo el título Mil voces presas (Madrid, Universidad Pontificia, 1998) y el Análisis de las condiciones de vida en los centros penitenciarios de Cataluña, elaborado por el Observatori del Sistema Penal i els Drets Humans de la Universidad de Barcelona, del que es director el propio RiveraDisponible en http://www.ub.es/ospdh/investigaciones/invest/invest01_cas.htm.. En ambos casos, las dos administraciones penitenciarias existentes en nuestro país (la del Estado y la de Cataluña, única comunidad autónoma con competencias transferidas sobre la materia) mostraron un inexistente ánimo cooperativo durante la elaboración de los informes, seguido por la descalificación global de los mismos y de sus autores. Sin entrar en la adecuación de las investigaciones mencionadas, resulta profundamente preocupante tanto que los poderes públicos no plantearan el más mínimo atisbo de discusión como que el eco en los medios de comunicación y en la opinión pública fuera comparativamente escaso. Uno no puede por menos de preguntarse qué habría ocurrido si, en lugar de la prisión, los informes hubieran informado de irregularidades del mismo calibre en la gestión de los trasplantes de órganos en los hospitales públicos o en el Ministerio de Hacienda.

El progresivo aislamiento de la prisión del resto de instituciones sociales tiene otro efecto perverso, certeramente expuesto por Pratt (p. 219): «La retirada de la prisión a los márgenes del mundo civilizado también significó que se le habían negado recursos significativos y que, por lo general, quedaba la última en la cola, detrás de iniciativas más deseables y bienvenidas socialmente, cuando se hacía el reparto del gasto estatal». Pratt habla en pasado, pero su afirmación soporta el presente de indicativo: las cárceles son caras y la inversión en ellas sufre de severos problemas de mercadotecnia política.

A la hora de analizar la cuestión resulta oportuno comenzar por referirse a un problema hace tiempo detectado por la criminología marxista y bautizado como «principio de menor elegibilidad». Con esta denominación, que hace lo que puede por traducir la esquiva expresión inglesa less elegibility, se hace referencia a la «necesidad» de que aquellos que están en prisión no estén en mejor condición que los ciudadanos libres más desfavorecidos (que sean «menos elegibles» a la hora de concedérseles beneficios sociales)En la traducción del libro de John Pratt en ocasiones se utiliza la expresión «principio de tener menor poder de elección». Sin embargo, creo que ésta puede resultar equívoca: no se trata sólo de que el preso no pueda elegir, sino de que ni siquiera pueda ser «elegido».. Más allá de lo que dé de sí la explicación marxista sobre la función ideológica de este «principio», la realidad de sus efectos ha sido repetidamente puesta de manifiesto (Pratt, pp. 69-70, 96-100 y 112). Sin embargo, parece que en la actualidad está produciéndose su sustitución. En estos momentos, no parece que cuente tanto la «menor elegibilidad» como el más radical «¿por qué han de ser elegibles?» Es decir: la resistencia a la mejora de las condiciones de la vida en prisión no tiene ahora tanto que ver con la situación relativa de otras personas como con consideraciones de merecimiento personal. Con el endurecimiento de las valoraciones sociales respecto a la criminalidad, mejorar la vida de quienes cumplen una pena privativa de libertad resulta de todo menos obvio, de modo que hacerlo presenta serios problemas políticos. En este contexto, el futuro pinta negro. ¿Qué hacer?

En 2005, Michael Jacobson publicó Downsizing Prisons: How to Reduce Crime and End Mass Incarceration (Disminuir las prisiones: cómo reducir el crimen y acabar con el encarcelamiento masivo). Doctor en Sociología y ahora profesor en el John Jay College of Criminal Justice en Nueva York, tras doctorarse, Jacobson trabajó durante nueve años en la Oficina de Gestión y Presupuesto de la ciudad de Nueva York, siendo luego nombrado director de su sistema de libertad a prueba (parole) y posteriormente del de prisiones. Esta extremadamente inu­sual carrera profesional (del doctorado en Sociología a la academia, pasando por la gestión del presupuesto y del sistema penitenciario) lo coloca en una privilegiada posición para abordar el problema de la prisión. Su pretensión no puede ser más clara (ni, en mi opinión, más digna de ser compartida): «Es verdad que mantener a alguna gente en prisión protege la seguridad pública al tiempo que castiga al delincuente. No soy un abolicionista de las prisiones. Hay sujetos que, a menos que se les saque de sus comunidades, seguirán cometiendo actos violentos, o que han cometido delitos tan crueles y brutales que para ellos no son imaginables o adecuadas las penas no privativas de libertad. Pero esto no significa que las prisiones tengan que parecerse a lo que son hoy, ni tampoco que quienes han sido encarcelados no deban tener una segunda oportunidad tras un período de tiempo y tratamiento» (p. 6). Al inicio de su argumentación, Jacobson proporciona una información que a primera vista puede resultar sorprendente: en el mismo período en el que la policía de Nueva York desplegaba su famosa estrategia de «tolerancia cero» y aumentaba de forma espectacular el número de arrestos y casos penales abiertos, el sistema penitenciario de Nueva York conseguía situar su crecimiento muy por debajo del resto de los Estados federados. La explicación es económica y, en concreto, tiene que ver con la eficiencia en la asignación de recursos, esto es, con su ubicación donde puedan dar mejores resultados: considerando el elevado coste de la cárcel, el traslado de una fracción de su presupuesto a otras partes del sistema de justicia criminal y de fuera de éste muy bien puede conseguir mejores resultados político-criminales. Justo eso es lo que consiguió Jacobson y lo que propone para rectificar la desastrosa política penitenciaria estadounidense. En cuanto a la estrategia a seguir, el autor compara las dos formas usuales de cambio de la política pública, la que trae causa del activismo social y la que proviene de los propios poderes públicos y, no sin antes reconocer que suele haber imbricaciones entre ambas, en las actuales condiciones se decanta por la segunda (pp. 28-34).

Más allá de poner de manifiesto la existencia de este valioso trabajo, la referencia al libro de Jacobson viene al caso para comentar un último aspecto del de Rivera. Como se adelantó, el interés de este último autor va más allá de la descripción, proponiendo un camino para la reforma de la prisión en España. A tenor de lo que puede leerse en las casi doscientas páginas que ocupan la sexta parte de La cuestión carcelaria, y especialmente en las que componen el epílogo, su propuesta se apoya principalmente en lo que denomina «movimentismo social carcelario», expresión un tanto forzada que podría tranquilamente sustituirse por el más tradicional «activismo socialcarcelario», y que se correspondería con el primero de los dos modelos de cambio aludidos por Jacobson. Ello trae causa del convencimiento de Rivera de que «han sido los sujetos sociales portadores de reclamos quienes han luchado (y logrado) el reconocimiento de mayores cuotas de derechos fundamentales. Y esos sujetos sociales portadores de reclamos no son otros que los movimientos sociales» (p. 1051). En consecuencia, y frente a los procesos de reforma penitenciaria que han existido hasta ahora, «se trata, pues, de invertir radicalmente la situación y comenzar a diseñar procesos de reducción del empleo de la opción custodial, a partir de las demandas de los afectados», partiendo de que «la mejor opción nunca pasará por “mejorar” una institución tan salvaje y violenta como es la cárcel, sino en pensar en cada vez menos cárcel, buscando verdaderas estrategias de contención de nuevos ingresos, primero, de reducción, después, y de radical eliminación, finalmente» (p. 1056). Para ello, el programa que propone prevé tres ámbitos de actuación: en primer lugar, la creación de estructuras que permitan la participación durante todo el proceso de los afectados (los presos y su entorno, pero también los operadores penitenciarios, colectivo este inexplicablemente preterido en la obra de Rivera); en segundo lugar, la configuración del marco jurídico en torno al programa «garantista» (popularizado por Luigi Ferrajoli y claramente influido por los ideales ilustrados); en tercer lugar, la apertura de la cárcel a la sociedad, y viceversa.

Aunque la referencia a la «radical eliminación» final de la cárcel separa a Jacobson (y a quien esto escribe) de Rivera, la coincidencia en el resto de aspectos es bastante amplia. Llama, por tanto, la atención que el último autor citado ni siquiera considere argumentos del tipo propuesto por Jacobson. En ello debe, sin duda, influir la repulsa que parece sentir ante todo enfoque económico (más allá del marxista), lo que queda ampliamente de manifiesto en su apresurada y errónea descalificación del análisis económico del Derecho, al que una vez más en Europa le toca soportar el papel de fantoche teó­ri­co al que puede achacársele cualquier mal (véanse, sobre todo, pp. 863-874). Lamentablemente, el optimismo expresado en la propuesta final de Rivera no encuentra apoyo en nada de lo que puede leerse en el resto de su excelente libro. En el actual escenario, la búsqueda de soluciones no puede dejar de lado argumentos que tradicionalmente han encontrado eco en las instituciones públicas. No se trata de utilizarlos sólo. Se trata de utilizarlos también. En tiempos urgentes conviene tener amigos incluso en lo que algunos consideran el infierno. 

 

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