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Una teoría normativa de la sociedad civil

La esfera pública y la sociedad civil

VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ

Taurus, Madrid, 1997

220 págs.

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Este nuevo libro de Víctor Pérez-Díaz continúa la línea de reflexión del mismo autor en títulos como El retorno de la sociedad civil y La primacía de la sociedad civil. Aunque desde luego ayuda, no hace falta haber leído estos libros para entender la breve colección de cinco ensayos que ahora nos presenta, pues el primero de ellos está dedicado a explicar el propio concepto de sociedad civil y por si esto fuera poco el autor nos cuenta en el último su trayectoria intelectual, con énfasis especial en el mismo concepto. Es muy semejante al Estado liberal de derecho. Sólo que ateniéndose al aforismo aristotélico de que una polis bien ordenada necesita, sobre una buena constitución, ciudadanos virtuosos, se les da tanta o más importancia a estos últimos que a las instituciones. Consisten éstas en un Estado de derecho con un gobierno limitado que garantice la propiedad y las libertades de asociación y expresión, cuyos marcos respectivos son el mercado, una esfera pública de libre discusión y un tejido asociativo. Los ciudadanos, a su vez, han de ser capaces del ejercicio responsable de estas libertades, lo que exige que se hayan educado en el ejercicio de los correspondientes hábitos y virtudes, como el uso de la razón, el amor a la libertad, la autoestima o la independencia de criterio, la prosecución de su interés individual, la tolerancia, o sentimientos altruistas hacia sus familias y la comunidad en general. Todo lo cual, finalmente, ha de darse en algún tipo de marco comunitario definido, usualmente una nación que opera en el horizonte de conjuntos supranacionales.

Como el título indica, de todas estas instituciones y virtudes los tres ensayos centrales del libro tratan de las relativas a la esfera pública. Además el concepto de sociedad civil de obras anteriores ha sido modificado al menos en tres aspectos sustanciales: incluye el Estado, subraya la importancia de un soporte comunitario y, un cambio modal que es crucial, se nos propone abiertamente como un ideal normativo. No me suena a nuevo el diagnóstico principal: que aunque esta sociedad civil sea posible, también es poco probable; es decir, que no estamos a la altura de la meta que se nos propone, en parte por deficiencias de nuestras instituciones educativas.

La novedad más llamativa del libro es que la sociedad civil tenga ya poco de tipo para el análisis y casi todo de ideal para la acción. Pérez-Díaz piensa que aquellas sociedades que más se han acercado a este tipo ideal han sido mucho mejores que sus rivales, las sociedades estatistas o totalitarias de derechas (fascistas) o de izquierdas (socialistas), no sólo por el grado de bienestar y libertad que consiguen sus ciudadanos, sino también por lo que podríamos llamar su capacidad de supervivencia histórica. Formulado así, democracia liberal frente a totalitarismos, poca gente estará en desacuerdo. De modo que parece que la propuesta debería tener algún rasgo que la hiciera o bien particularmente deseable o bien especialmente heurística. Cuál podría ser este rasgo, el autor no lo aclara. El mejor candidato creo que es el gobierno limitado. Induzco esto de que en el libro se insiste mucho en la capacidad moral de participación en la esfera pública, pero no se menciona la capacidad de participación en los mercados. Es decir, no hay nada en este libro sobre impuestos, desigualdad, distribución de la renta, etc. Como si el ideal que se nos propone fuera más bien una especie de decimonónico Estado liberal veilleur de nuit que un moderno Estado del bienestar.

Si esto fuera así, llevaría consigo un problema moral y otro teórico. El problema moral es que mantener una conversación cívica en una esfera pública sin garantías materiales puede suscitar poca ilusión en algunos y parecer un engaño a otros. El problema teórico es que tal concepto es heurísticamente pobre porque lleva a prescindir de los determinantes estructurales. En La primacía se discute la conocida oposición entre explicaciones estructurales y explicaciones basadas en los agentes, que se entienden, con buen sentido, como complementarias: lo que se debe hacer es explorar los encajes entre estructuras y decisiones (pág. 41). Pues bien, convertida ahora la sociedad civil en un modelo, las estructuras parecen sobrar; no sólo no cabe sermonearlas, sino que, más aún, frenan la eficacia de la prédica, a cuyo mayor efecto conviene que la sociedad ideal sea completamente contingente y no dependa de otra cosa que de la virtud de los sujetos. A fuerza de subrayar la contingencia del modelo y el protagonismo del sujeto moral, la sociedad civil se convierte en lo que los marxistas llamaban un objeto abstracto y ahistórico, real sólo en aquellos momentos estelares de la historia en que la virtud ciudadana alcanza altísimas cotas: la Atenas de Pericles, la Inglaterra del XVIII, los Estados Unidos de América casi siempre, Europa a veces tras la segunda guerra. Y en vez de explicar las sociedades históricas, medimos su proximidad al ideal. En el primer ensayo del libro, los regímenes reaccionarios del XIX y sobre todo los totalitarios del XX aparecen literalmente como distorsiones del tipo ideal, acontecimientos lamentables que simplemente no deberían haber ocurrido, fruto de los excesos pasionales de las gentes y de la demagogia de los líderes. Las razones objetivas –por no hablar de causas– se reducen a coartadas de la carencia de virtudes cívicas. Habiendo sido seguramente el mejor estudioso que hemos tenido de los campesinos durante el franquismo y de la clase obrera durante la transición, este Pérez-Díaz ideólogo valora bien poco las circunstancias materiales que pudieron inclinar a estas clases hacia el totalitarismo en los años treinta y hacia su modelo de sociedad civil en los setenta. Creo que aquí el autor se ha metido en un problema difícil, aun cuando proteste que los determinantes económicos no se traducen unívocamente en actitudes políticas y aunque, por ejemplo, sea de apreciar la descripción de la guerra civil española hecha en La primacía como un conflicto intraclasista que enfrentó campesinos castellanos con andaluces y clases medias liberales con conservadoras (clase obrera fascista parece que no hubo).

En todo caso, preguntar si la oferta política incluye seguridad social y si la heurística excluye los determinantes económicos es sólo un modo, puede que en exceso suspicaz, de leer el libro. Otro modo es aceptar que uno u otro equilibrio entre Estado del bienestar y sociedad civil (en sentido estricto) se da por hecho en la oferta de sociedad civil (en sentido lato) y que el libro no trata del mercado, sino de la esfera pública, donde se plantean dos retos principales: el de las sociedades plurales civiles y el de una sociedad civil internacional. ¿Estará aquí lo distintivo? Es muy interesante que se explicite en esta obra la dimensión comunitaria de la sociedad civil que en análisis anteriores se daba más bien por supuesta. Y resulta en verdad curioso leer cómo un racionalista fatigado de insistir en el universalismo recupera la orientación colectiva de la acción, el momento de la pasión comunitaria como complemento de la acción racional. ¡Hasta a Pericles recurre Pérez-Díaz para legitimar esta resurrección teórica del amor a la patria! Hay ahí una voluntad admirable de plantar cara al problema que los eslóganes de la corrección política insisten en hurtar al debate.

Amor, ¿a qué patria? La cuestión del multiculturalismo queda en realidad pendiente, como quedó la de los nacionalismos españoles en La primacía. Pero en el segundo ensayo se abordan de lleno los problemas de una sociedad civil europea. Tras tanto discurso de la derecha sobre criterios de convergencia y de la izquierda sobre la Europa social, es de agradecer que alguien se fije en los déficit de la dimensión pública, de la formación de la ciudadanía y del sentimiento de comunidad. Y ello aunque el análisis haya de ser decepcionante en más de un sentido. Se echa de menos un tratamiento más decidido de la doble y contraria raíz del sentimiento de comunidad, que por un lado puede fundarse en la propia conversación cívica (pág. 77), pero por otro también en narrativas, memorias y sentimientos (págs. 90 y ss.). La doble tradición del liberalismo, individualista y comunitaria, quedan expuestas, pero no conciliadas. En cambio, se atribuye a la corrupción política un papel excesivo en la fijación nacional de las opiniones públicas, en un apartado que estaría mejor en otro lugar. Pues ni situaciones como la de España son inimaginales en Inglaterra, Estados Unidos o Alemania –más bien son fácilmente documentables– ni parecen los países escandinavos los que, por tener una política más limpia, tienen opiniones públicas más volcadas hacia Europa. Por último sorprende que no haya mención alguna a la estructura de la esfera pública, como si los ciudadanos pudieran debatir directamente entre sí sin medios de masas y como si los intereses de las empresas mediáticas no distorsionaran la conversación cívica mil veces más que la financiación ilegal de los partidos. Por lo demás, ¿no podrían verse los regateos sobre productos agrarios más como un ejemplo de conversación cívica que de contradicción performativa?

Por segunda vez reclamo estructuras. Me pregunto si no lo haré porque Pérez-Díaz es sociólogo. Creo que sólo, como suele decirse, con mayor motivo. A todo el que me propone una ilusión y me insta a darle alcance tengo derecho a preguntarle por el contenido preciso de la propuesta y por la intendencia de la empresa. Ello no quita, sino que da su justo valor al discurso sobre la virtud que necesito para abordarla y sobre la educación de que tal virtud depende. Buena parte del libro desarrolla este discurso. El final del ensayo tercero sobre los límites de la conversación cívica traza un perfil del ciudadano ideal; el ensayo cuarto, dedicado a la universidad, el de la institución en que idealmente se formaría. No voy a entrar en el tema de si nuestras universidades públicas deben tomar como modelo los seminarios de graduados de las universidades norteamericanas de élite, casi siempre privadas. En cuanto al ideal educativo, puede decir que, acostumbrado como estoy a oír simplezas sobre la formación integral de la persona, la educación en valores y el desarrollo del espíritu crítico, la propuesta de Pérez-Díaz me atrae por compleja. Coincido con él en que un dilema básico de la educación es que ha de conciliar, del mismo modo que la sociedad civil, la razón del diálogo con la pasión por comunidad; el ciudadano ha de ser a un tiempo egoísta y altruista, rebelde y responsable, coherente e incoherente… y encontrar el término medio de estos contrarios. Podría desearse que tales pensamientos se expresaran más en el lenguaje de las teorías de la comunicación y de la psicología cognitiva, pero aun expresados de otro modo puede aprenderse mucho de ellos.

Impresiona lo exigente que Pérez-Díaz es con el ciudadano, tanto o casi como si todos fueran catedráticos de Sociología especializados en la sociedad civil. Por ejemplo, tras mostrar que la díada izquierda-derecha carece de contenido, pese a los esfuerzos de Bobbio, explica que perdure por razones de pereza mental: la gente ha sido socializada en ella y le ofrece un mapa cognitivo simple y operativo. Pues bien, de inmediato se condena severamente la pereza mental: estos «atajos por donde llegar al conocimiento de las cosas sin estudiarlas» son buenos quizás para la iniciación de los adolescentes a la política, pero indignos –debe concluirse– de personas maduras y razonables. Viniendo (otra vez) de un sociólogo, parece poca paciencia con los costes que sufre mucha gente al procesar información y menos confianza en las instituciones sociales que, como los partidos políticos y los sociólogos críticos, hacen cosas como agregar preferencias individuales o producir juicios dignos de confianza para la gente que está ocupada en otros asuntos. A la postre, parece como si el autor acabara sucumbiendo a la utopía de la transparencia total.

Y vengamos, por fin, a los diagnósticos. Dejando de lado las limitaciones materiales y siendo tan exigente con los individuos se llega con facilidad a la predicción pesimista de la página 142: una conversación cívica requiere un esfuerzo casi heroico que sería ingenuo esperar del público. Pero si consideramos que tanto la economía como la educación van mejorando, no exigimos esfuerzos heroicos y confiamos en el papel de los críticos, se puede también llegar a la más optimista de la página 144; esta sociedad civil de Pérez-Díaz es una propuesta prudente, que permite incluso conversar sobre el Estado del bienestar y la patria a la que amamos, si unimos modestia, autoconfianza… y cierta confianza en los demás.

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