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Enigmas en la arena

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En 1924, dos sucesos marcaron públicamente las transformaciones de la modernidad en la cultura de Oriente Próximo. El primero fue político: el fundador de la República Turca, Kemal Atatürk, abolió el califato, poniendo fin a una institución de gobierno que tenía casi mil trescientos años a sus espaldas. El segundo acontecimiento fue político-textual: la publicación de lo que habría de conocerse como la «edición egipcia» del Corán, la escritura de la que se afirma que es aproximadamente tan antigua como el califato. Con algunas pequeñas modificaciones, esta edición se difundió rápidamente por gran parte del mundo islámico y en la actualidad es lo que más se acerca a una versión estándar.

Desde nuestra ventajosa posición al cabo de casi un siglo, puede decirse que la historia de la edición egipcia ilustra una trayectoria del modernismo con rasgos característicos de Oriente Próximo. Fuerzas globales habían estado subvirtiendo las tradiciones del imperio de lo sagrado y de la cultura erudita desde al menos el siglo VIII, minando la autoridad académica enraizada en prácticas premodernas de transmisión, oralidad, memorización y producción y reproducción de manuscritos. Del mismo modo que la abolición del califato supuso la victoria del republicanismo y el nacionalismo, también puede decirse que la edición egipcia ejemplifica, en el estilo de Oriente Próximo, el conocido emparejamiento de imprenta y nación. Su reproducción uniforme y su accesibilidad (casi) universal reflejan el poder sin precedentes del moderno Estado-nación, así como la centralidad comercial y política inigualada de El Cairo en Oriente Próximo. Por otro lado, la edición egipcia, aunque promulgada e impuesta por un Estado secularizador, afirmaba enfáticamente siglos de tradición religiosa transmitida, valiéndose del aprendizaje premoderno para satisfacer las necesidades de una educación nacional cada vez más burocratizada.

Lo que hizo el comité editorial fue fijar y autorizar una de las numerosas tradiciones textuales del Corán, en concreto la conocida por los nombres de dos estudiosos iraquíes del siglo VIII: Asim ibn Abi Nayud (m. 744 o 745) y Hafs ibn Sulayman (m. 796 o 797). Otra versión (o «lectura»), que se asocia con Nafi‘ibn ‘Abd al-Rahman (m. 785 o 786) y Warsh (m. 812 o 813), sigue estando muy extendida en África, un ámbito geográfico que se ha resistido en gran medida a la edición egipcia. Ambas versiones se encuentran entre el reducido número (generalmente ascienden a siete o diez) que pasaron a tenerse por autorizadas durante los siglos IX y X. (Parece ser que el objetivo que se perseguía al enumerarlas era limitar la creciente popularidad de versiones alternativas: si una alta tolerancia a las interpretaciones y lecturas múltiples constituye un distintivo del saber islámico premoderno, la insistencia en lecturas individuales es uno de los indicadores del discurso modernista.) La crítica textual intenta eliminar los errores en serie de la historia de la transmisión mediante el cotejo de manuscritos tempranos y fuentes paralelas, así como otorgando prioridad a lecturas primitivas o imperfectas, lo que da como resultado un texto revestido de autoridad porque ha sido despojado de añadidos posteriores.

Los editores egipcios hicieron algo muy diferente: mantuvieron viva la historia de la transmisión, produciendo así un texto cuya autoridad nace no de la proximidad a su «autor», sino del poder de la distribución estatal y del estatus de esos editores como expertos neotradicionales: transmisores, por así decirlo, del legado del siglo IX de Asim y Hafs. En ausencia de una edición crítica, contamos entonces con una edición estándar, pero sin ninguna sensación clara de cuán fielmente preserva el original del siglo VII.

Las diferencias entre las lecturas coránicas conservadas son generalmente modestas, por no decir irrelevantes: vocales diferentes, palabras que son sinónimas, presencia de plurales en vez de singulares, verbos que tienen sujetos diferentes y cosas por el estilo; no es fácil calibrar las consecuencias de estas diferencias, ya que no está claro en qué medida las lecturas preservan variaciones de un arquetipo del siglo VII o, más bien, soluciones a problemas exegéticos que surgieron mucho más tarde. De hecho, es tanta la historia coránica sumida en la oscuridad que la cuestión esencial –¿cuáles son los orígenes del Corán?– sigue sin ser respondida. Los expertos han estado preguntándosela desde mediados del siglo XIX, y puede encontrarse un compendio razonable de esa literatura en What the Koran Really Says (2002), de Ibn Warraq. Pero estos últimos años han contemplado lo que puede calificarse de una auténtica explosión de los estudios coránicos: una serie de nuevos libros, compilaciones, ediciones y traducciones, complementados por publicaciones y blogs en Internet, algunos de ellos proponiendo respuestas radicales (aunque no necesariamente nuevas) a la antigua pregunta. El ritmo y las dimensiones de los estudios carecen de precedentes en los estudios islámicos y pueden explicarse únicamente por medio del contexto político actual, creado por la guerra, el terrorismo de inspiración islamista y las variedades del autoritarismo de Oriente Próximo. Los consumidores no son sólo no musulmanes curiosos o deseosos de indagar en el entendimiento del Corán, sino también musulmanes ávidos de reinterpretarlo. Dada la importancia del Corán para la ley islámica, puede sostenerse que su relevancia es hoy mayor que en el pensamiento premoderno.

La eclosión de los estudios coránicos resulta evidente en virtualmente todas las formas de edición académica, pero una sola comparación resultará instructiva a estos efectos. La obra estándar en este campo en muchos aspectos sigue siendo Geschichte des Qorans, de Theodore Nöldecke, publicada entre 1860 y 1938. Este monumento de moderada y cuidadosa erudición en tres volúmenes, que sigue en muchos aspectos la tradición islámica en su comprensión de la historia coránica, puede contrastarse provechosamente con Die syroaramäische Lesart des Koran, de Christoph Luxenberg, un volumen firmado con pseudónimo y escrito con pretensiones inmoderadas, publicado originalmente en 2001, que ya se vanagloria de una segunda edición, una traducción e incluso una colección de ensayos dedicados a la controversia que ha suscitado (Streit um den Koran, de Christoph Burgmer, aparecido en 2004). Tras sostener que el lenguaje coránico fue originalmente una mezcla de árabe y siríaco, Luxenberg intenta reconstruir el siríaco oculto bajo lo que él considera árabe distorsionado, y el resultado es una serie de enmiendas y nuevas traducciones, de las que la más infausta sustituye las bellezas del Paraíso que el Corán 44:54 prometía convencionalmente a los mártires por «uvas blancas, cristalinas». Dado el interés actual por los terroristas suicidas yihadistas, la ironía de este descuento ultramundano le viene de perlas al polemista: no son vírgenes las que habrán de satisfacer al Justo en el cielo, sino una ensalada de frutas.

En su conformación actual, el Corán está integrado por 114 capítulos, algunos tan breves que tienen únicamente tres versos, otros una extensión de centenares de versos, y todos excepto uno (capítulo 9) están introducidos por la frase «En el nombre de Dios, el misericordioso y compasivo», con versos y capítulos numerados por igual, y con los capítulos haciéndose por regla general más breves según va avanzándose en el texto. El heterogéneo contenido incluye leyenda, historia, leyes, homilías, escatología y otros asuntos. El estilo es generalmente discursivo y reiterativo, con relativamente poco del tipo de relatos que se asocian con la narración bíblica. Historias que resultan familiares por la Biblia adoptan con frecuencia quiebros desconocidos. La narración es también más alusiva que explícita, como si se acertara a oír una conversación ya iniciada antes de que resultara audible. Tal y como lo expresa Angelika Neuwirth en el libro Literary Structures of Religious Meaning in the Qur’an, editado por Issa J. Boullata (2002), el Corán «se presenta como un corpus de textos desconectados de estructura diversa».

Al ser la poesía declamada en metro y rima el medio cultural de prestigio entre los árabes preislámicos, en el Corán aparecen frecuentemente ambos, además de otros elementos estilísticos que resultan familiares por otras formas de cultura oral preislámica. Su auditividad, incluso su musicalidad, se examina de manera muy competente en Gott ist schön (1999) de Navid Kermani. Por lo que respecta al lenguaje, lo que tenemos claramente es árabe pero, de acuerdo con los modelos del lenguaje clásico que surgió en los siglos VIII y IX, puede presentar una ortografía irregular, violar las reglas de la gramática y utilizar palabras y frases cuyo sentido preciso resulta esquivo. Estos y otros problemas, que se contraponen abiertamente al «claro árabe» autoproclamado por el texto, son estudiados en gran detalle por los críticos musulmanes.

De acuerdo con la creencia islámica tradicional, el Corán preserva entera y completamente las palabras de Dios tal y como fueron dictadas por el ángel Gabriel al profeta Mahoma, que las «recitó» poco a poco entre ca. 610 y su muerte en 632. (Lo que significa esto para el lector es que, según va avanzándose en el texto, se produce también un desplazamiento hacia atrás en el tiempo; los capítulos más breves se entienden generalmente como revelaciones en La Meca y los más largos en Medina.) Estas revelaciones recitadas progresivamente fueron el principal medio del Profeta para llevar a cabo su misión entre los árabes paganos de Arabia occidental. En algunos ejemplos, recitaciones individuales llevaron al parecer al oyente pagano al islam; en otros, la fuerza de la personalidad de Mahoma o sus circunstancias; en todos los casos, sus credenciales como profeta se derivaban de la elección por parte de Dios de hablarle a él directamente. La posesión de la escritura se ve, por tanto, como el sine qua non de la profecía misma.

Estas revelaciones, se dice, fueron recogidas durante su vida en los modestos materiales para escribir de los que podía disponerse (papiro, pero también piedra, hueso, corteza de árbol, piel y otros semejantes), y recopilados y editados en una versión autorizada por una comisión nombrada por el tercer califa, Uthmán (644-656), basada quizás en una encargada por el primer califa, Abu Bakr (632-634). Una orden hizo suprimir otras versiones, pero pueden encontrarse fragmentos de algunas que se han conservado en las «lecturas» ya mencionadas (así como en algunos de los folios más antiguos del Corán). Al propio Mahoma no se le atribuye ningún protagonismo en la compilación de una escritura fijada por escrito, un aspecto que se relaciona estrechamente con la idea de que era iletrado o al menos incapaz de acceder a otras escrituras monoteístas. Esto era un motivo de orgullo más que de vergüenza, ya que resaltaba lo que se tenía por la belleza incomparable de la retórica coránica y protegía al Profeta de cargos de que había plagiado libros judíos o cristianos.

Lo que nos dice la tradición islámica es que el Corán consiste en revelaciones recogidas, recopiladas, reunidas y fijadas como escritura autorizada en el curso aproximado de una generación; que estas revelaciones procedieron exclusivamente, sin mediación de fuentes escritas, de la experiencia del propio Mahoma y, por ello, hubieron de «descender» durante la vida de la profecía de Mahoma, que empezó ca. 610; y que al ser Mahoma un árabe y su contexto árabe, su idioma era puro árabe. La tradición orientalista dominante siguió estos puntos fundamentales hasta que el consenso absoluto sobre la fiabilidad de la antigua tradición islámica se rompió en los años setenta, dejando en el aire gran parte de los siglos primero y segundo del islam, incluidos los orígenes del Corán.

Desde comienzos del siglo XIX los orientalistas habían estado identificando «influencias» judías y cristianas en el primer islam, llamando la atención sobre el material judío y cristiano bíblico y extrabíblico del que se apropió por medio de la transmisión oral y escrita. En 1990 estaban circulando ya ideas absolutamente más radicales sobre contexto, cronología y autoría, inspiradas directa o indirectamente por una consciencia más intensa del contexto de la Antigüedad tardía en que tomó forma el islam. Quranic Studies: Sources and Methods of Scriptural Interpretation (1977), de John Wansbrough, defendió un proceso prolongado de cristalización de la escritura que se habría prolongado hasta el siglo IX. Para Gunter Lüling, el Corán se halla profundamente estratificado y su estrato más antiguo consiste en un himnario estrófico compuesto por una comunidad largo tiempo ignorada de cristianos árabes, y el más reciente en la labor editorial llevada a cabo por los primeros musulmanes; Mahoma y sus contemporáneos tienen un papel que desempeñar, islamizando el material cristiano e introduciendo un monoteísmo de su propio cuño. La especulación de Lüling no ha sido ampliamente aceptada. Su argumentación deriva hacia generosas enmiendas del texto árabe, una práctica que Luxenberg amplía aún más, defendiendo que un sustrato siríaco puede explicar muchas de las oscuridades lingüísticas que han desconcertado desde hace tanto tiempo a críticos y estudiosos, ya sean musulmanes premodernos u orientalistas modernos. Dada la insistencia del autor en que el entorno de Mahoma era marcadamente arameo (cristiano), en vez de árabe pagano como normalmente se piensa, le preguntaron en una entrevista si su obra es pura y simple polémica cristiana, resuelta a socavar la tradición islámica. Sobre la cuestión que han estado preguntándose los estudiosos –si el método de Luxenberg revela un arquetipo precanónico–, las respuestas son ambivalentes. Pueden encontrarse buenas respuestas en varios lugares, y uno de los mejores es el muy útil The Qur’an in its Historical Context (2008), de Gabriel Reynolds. Se han planteado también críticas contundentes, algunas sacadas de la literatura islámica y otras de tradiciones cristianas cercanas, sobre los procesos de recopilación y canonización.

Para algunos, la cronología coránica ha escapado con mucho de las fronteras del siglo VII, hacia atrás hasta la Arabia preislámica y hacia delante hasta el Irak de los siglos VIII y IX; entre tanto, un modelo de revelación y recopilación documentada ha dado paso a múltiples modelos que acuden a la apropiación (a veces con inclusión de traducción), comunicación, composición y redacción progresiva. ¿Qué puede afirmarse con un cierto grado de confianza? Una cosa es que no haya nada en el Corán que pueda tildarse inequívocamente de anacronismo, aunque quepa pensar que todo lo que contiene encaja con un contexto árabe. Y otra es que, hasta donde puede remontarse, la tradición exegética no consiga explicar una buena cantidad de uso coránico. Ambas, especialmente combinadas con las muy escasas pruebas materiales –no sólo inscripciones coránicas en la Cúpula de la Roca, sino también un pequeño número de folios del Corán del siglo VII–, sugieren un lenguaje obsoleto y contradicen la posibilidad de un proceso editorial que se extendiera más allá de finales del siglo VII. El estilo reiterativo del texto recibido, las incongruencias narrativas y la organización poco precisa hablan también a favor de un ejercicio editorial apresurado o al menos breve, no muy distinto del descrito por nuestras fuentes. Al menos un folio del Corán (aparentemente) del siglo VII se encuentra perforado, lo que podría indicar su inclusión en un códice. Varios estudiosos han defendido, en consecuencia, una posición intermedia, aceptando un entorno árabe de comienzos del siglo VII para el material coránico, pero decantándose por una fecha de finales del siglo VII o comienzos del VIII para el resurgimiento del texto como escritura, una solución que congracia las pruebas islámicas y no islámicas para una edición post-uthmánica. Qué fue lo que impulsó este proceso sigue siendo una cuestión incluso más turbia. Ni las necesidades de la ley ni los imperativos de la liturgia pueden explicarlo, ya que, hasta donde podemos afirmar actualmente, el Corán contribuyó de manera muy modesta a las fases más antiguas de la ley y apenas figura en la oración ritual.

Resulta llamativo que se haya avanzado con pocas o ninguna referencia a la prueba que posee una relevancia más directa para este problema: los primeros folios del Corán. (A menudo se ha defendido la existencia de coranes completos del siglo VII –uno de los predilectos es la copia manchada de sangre que al parecer estaba leyendo el propio Uthmán cuando fue asesinado–, pero ninguna se ha datado con seguridad en el primer siglo del calendario musulmán.) Los folios, suele decirse, «demuestran» que el Corán «existió» mucho antes de lo que querrían los estudiosos más escépticos. Lo que demuestran realmente es que existía un corpus bastante estable de fragmentos coránicos antes de que bien la disposición del texto se hubiera estabilizado plenamente (puede diferir el orden de los capítulos), bien se hubiera adoptado un sistema de escritura para plasmarlo con precisión.

Y es que uno de los indicios de una datación temprana para estos folios es que están escritos invariablemente en una escritura «defectiva» que, al contrario que la del árabe clásico o moderno, no proporciona indicadores de vocales cortas y de muchas consonantes; las palabras pueden también dividirse entre distintas líneas. Para leer el texto, por tanto, había que conocerlo previamente. (Por utilizar una analogía: es improbable que se entienda «nl prncp rl vrb», excepción hecha de un lector que, profundamente familiarizado con el lenguaje bíblico, reconozca inmediatamente las palabras iniciales del Evangelio de Juan: «En el principio era el Verbo». Dado que varias consonantes árabes comparten la misma forma y se diferencian únicamente por esos mismos puntos de los que carecen los folios más antiguos, la situación es en realidad peor, más del estilo de: «nh psvpl fj srb»). De lo cual se deduce que los coranes escritos difícilmente pudieron haber impuesto la disciplina necesaria para la fiel preservación de un arquetipo. Por otro lado, también puede mostrarse que algunas lecturas pueden explicarse únicamente por medio de errores y enmiendas de los copistas. Debe señalarse que la recitación coránica no puede explicar la transmisión.

El cuidadoso estudio de los folios del Corán es casi con certeza el ámbito donde pueden hacerse en la actualidad avances importantes. No cabe más que lamentar la lentitud con que están saliendo a la luz las pruebas manuscritas. En 1972 se descubrieron cientos de folios primitivos del Corán en la Gran Mezquita de San’a en Yemen pero, casi cuarenta años después, es relativamente poco lo que se ha publicado. Luego ha resultado que lo cierto es que se han conservado miles de fotografías del Corán tomadas en los años treinta del siglo pasado y que hace tiempo que se pensaba que se habían perdido en la Segunda Guerra Mundial; ese parangón de la Islamwissenschaft desinteresada, el Wall Street Journal, se hizo incluso eco de una versión de la enrevesada y controvertida historia de la ocultación. Los manuscritos no resolverán todos los enigmas de los orígenes del Corán, pero cuanto antes se pongan a disposición de todos, antes podremos arrojar más luz sobre el tema.
 

Traducción de Luis Gago

© The Times Literary Supplement
www.the-tls.co.uk

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