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La edad de hierro

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A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la doctrina estética predominante en la literatura española «supeditaba el arte a la política» elaborando obras que, a la postre, resultaban tanto «políticamente ineficaces» como «literariamente mediocres». Estos juicios –en transcripción literal– fueron expresados en 1967 por Juan Goytisolo, que anteriormente había sido uno de los defensores más radicales de la misma doctrina que con tales opiniones revisaba: un realismo entendido como socialista, con una visión del mundo superficial y maniquea. Sin embargo, en el año 1963 Antonio Martínez-Menchén había publicado Cinco variaciones, una novela que, dentro de los parámetros realistas, supuso una excepción notable frente a la simplificación, el sectarismo y la falta de matices que llevaba consigo cierta idea del compromiso con la realidad y del antifranquismo militante. El espacio cronológico y moral de Cinco variaciones era la sombría España de los cincuenta, pero los personajes que protagonizaban el relato no eran entelequias al servicio de la pura mecánica de la lucha de clases, sino seres vivientes y sufrientes cuyo destino individual les condenaba también a la soledad y a la melancolía. Aquella novela, con ecos de Kafka y sin abandonar cierta evocación barojiana, profundizaba en los espacios del realismo y mostraba la sociedad sin horizontes de la España del momento, pero también la desazón existencial de algunos personajes especialmente vulnerables por su edad o condición. El tiempo de posguerra, una visión desolada y desesperanzada de la existencia, niños, viejos, mujeres, sujetos más o menos desamparados a los que afecta con mayor acritud la injusticia o el absurdo del mundo, han sido los elementos que han servido generalmente de referencia en la obra de este autor, que ha practicado sobre todo el cuento (Las tapias, Inquisidores, Una infancia perdida) para expresar una visión del mundo en que la inquietud por el desorden social no anula la perspectiva de una desdicha individual que no es sólo la consecuencia fatal de aquél. La edad de hierro, nueva novela de Antonio Martínez-Menchén, viene a recuperar ciertos aspectos de sus habituales ámbitos de ficción. Trata también de la España posterior a la guerra civil, pero la mirada del autor, en este caso, no es contemporánea, como lo era en Cinco variaciones. El tiempo evocado son los primeros años de la posguerra, una edad especialmente férrea por lo duro y desabrido de las condiciones sociales. Sin embargo, el título no pretende aplicar directamente su imagen al tiempo en que se desarrollan los sucesos, pues proviene de las consideraciones en que, por escrito, uno de los personajes, al referirse a determinadas creencias egipcias, habla del alma en sus transmigraciones, temerosa siempre de volver a encarnarse en un cuerpo igual o peor que el anterior, en una permanente edad de hierro, porque nunca ha existido ni existirá la edad de oro. El espacio dramático de La edad de hierro es Cástulo, una pequeña villa andaluza, minera, durante un verano, espléndidamente evocado con una escritura envolvente y precisa, en que solamente las noches y el agua de las acequias traen algo de frescor. El protagonista es plural, aunque a lo largo de la novela, diversificado en ocho grandes capítulos, el punto de vista del autor se vaya focalizando en cuatro personajes destacados. La chacha Mariquita, una anciana servidora lejanamente emparentada con alguno de los actuales propietarios de la finca que sirve como escenario principal, vive lo que pudieran ser sus últimos días en un cúmulo alucinado de recuerdos de hechos reales e imaginarios. Federico, adolescente hijo de un militar republicano preso, educado por la parte de la familia vencedora en la guerra civil, lee a Dickens, conoce sus primeras turbaciones carnales y profundiza en el grave desgarro familiar. Laura, también adolescente, atraviesa una fase de crecimiento y mudanza, con especial desazón frente a las restricciones que la oprimen. Por último, Gerardo, adulto que ha vivido cierto escándalo conyugal por su impotencia, vital y sentimentalmente desplazado en el entorno violento de la guerra y de la posguerra, añora cierto sentido de la Antigüedad y del mundo clásico, entregado a ideas suicidas. Alrededor de estos personajes bullen los vencedores y los vencidos, amos y siervos, un panorama cargado de crueldad, hipocresía y maledicencia. Este libro serviría muy bien para mostrar el trecho que separa la novela del cuento, desde la contraposición que señaló Cortázar entre la novela como sucesión y acumulación de factores significativos parciales y el cuento, en que suele predominar un solo factor significativo. Pues en el desarrollo de los personajes y en la construcción de ese mundo de Cástulo, en que se entreveran la leyenda y la realidad, prima el entramado disperso de conductas, recuerdos y actitudes sobre una clara línea dramática, hasta que en cada personaje, sin perder de vista la perspectiva de los demás, se cumple o se vislumbra un desenlace en que predomina la derrota y la tristeza. Al leer esta excelente novela, que desde su aparición, hace bastantes meses, apenas ha conseguido atención por parte de los medios habituales, no he dejado de preguntarme cuál ha podido ser la razón de ese silencio. No me parece que sea por el asunto, los años de posguerra, cuando en las librerías surgen o se mantienen publicaciones –Elflorido pensil, la Enciclopedia Álvarez…– que parecen indicar el interés de los lectores por una época que, además, ha sido objeto de otras novelas no ignoradas; no debe de ser por la calidad del producto, pues el nivel estético y de complejidad formal de la novela de Martínez-Menchén puede por lo menos compararse con el de la mayoría de las que suscitan la normal consideración de nuestros comentaristas. Acaso contribuya al silencio el que la novela haya aparecido publicada en una pequeña editorial de provincias. Pero hay olvidos inmerecidos y lamentables, y creo que éste es uno de ellos.

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