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La economía frente al sentido común

What Money Can’t Buy. The Moral Limits of Markets

Michael J. Sandel

Londres, Allen Lane, 2012

244 pp. £12,80

¿Cuánto es suficiente? Qué se necesita para una «buena vida»

Robert Skidelsky y
Edward Skidelsky

Barcelona, Crítica, 2012

Trad. de Francesc Pedrosa

269 pp. 21,90 €

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Hace unos meses circuló en las redes sociales un vídeo de 2007 en el que un par de campesinos sorianos anticipaban el desbarajuste económico en el que andamos. La predicción de aquellos hombres no tenía otro fundamento que el sentido común, ese que se condensa en el viejo saber según el cual «no se puede estirar más el brazo que la manga». Al terminar la visión de la grabación no pude por menos de acordarme de las cobardonas respuestas de los notables economistas de la London School of Economics a la pregunta de la reina de Inglaterra: «¿Cómo es que ustedes no lo vieron venir?».

La cobardía, en cierto modo, hablaba bien de los economistas, de su vergüenza torera: una emoción que, según parece, no cabe dar por supuesta en ese gremioSegún confirman diversos experimentos, los economistas desarrollan a lo largo de sus estudios una mayor disposición a mentir. Véase Raúl López-Pérez y Eli Spiegelman, «Do Economists Lie More?», Economic Analysis Working Paper Series, Working Paper 4/2012, Universidad Autónoma de Madrid, 2 de enero de 2012.. Otra cosa era la precipitación de las contestaciones, como si los pillaran de improviso. Eso resultaba más difícil de entender, no ya porque unos cuantosLa lista no es un conjunto vacío, si hacemos caso al estudio de Dirk J. Bezemer sobre los economistas que realizaron predicciones correctas que cumplieran varios requisitos: debían hablar de la burbuja inmobiliaria y también de sus consecuencias, con explicaciones, publicadas en un medio público y precisar fecha. Véase «No One Saw This Coming», MPRA Paper núm. 15892, Universidad de Múnich, 16 de junio de 2009.  –sin levantar mucho la voz, eso sí– habían avisado de lo que podía llegar a suceder, sino sobre todo porque, a estas alturas, con lo baqueteados que estaban, deberían venir de casa con las respuestas ensayadas, como los políticos. Que no era la primera vez que quedaban en evidencia. Quizá la más famosa fue el «experimento» de 1984, cuando The Economist preguntó a cuatro exministros de finanzas, cuatro directores ejecutivos de multinacionales, cuatro estudiantes de Oxford y, finalmente, cuatro barrenderos sus previsiones a diez años vista sobre inflación, crecimiento económico, tasa de cambio y el PIB de Singapur en relación con el de Australia. Cumplido el plazo, resultó que los barrenderos atinaron más que los demás. Los peores, los exministros«A load of old rubbish?», The Economist, 27 de noviembre de 2010.. La encuesta, técnicamente, no pasaba de ser un divertimento, pero sus sombrías conclusiones acerca de la penosa capacidad predictiva de la profesión no se han visto desmentidas por las investigaciones más seriasPhilip E. Tetlock, Expert Political Judgment. How Good Is It? How Can We Know? Princeton, Princeton University Press, 2005..

Visto lo visto, la primera tentación es concluir que para el viaje del conocimiento económico no se necesitan otras alforjas que las que proporciona el sentido común. Pero también esta vez hay que resistirse a la tentación. Al menos, hay motivos para pensárselo un instante. El sentido común nos lleva a pensar que el Sol da vueltas en torno a la Tierra, que el vacío succiona los objetos, que las ballenas son peces y mil desatinos más. Digo desatinos pero sería más preciso hablar de falsedades, porque, aunque incompatibles con la mejor evidencia experimental, tales creencias, en su mayoría, nos han resultado útiles para ir por el mundo como individuos o, más exactamente, como miembros de la especie humanaPara ir tirando, para cazar, pescar y huir de los peligros, nos sobra con la Física aristotélica. Una teoría falsa, pero no inútil. La selección natural no maximiza la verdad, sino la eficacia reproductiva. Por eso mismo, muchas creencias falsas han acabado instaladas en nuestro cableado mental o, más modestamente, en nuestro lenguaje cotidiano. Eran falsas, pero resultaban funcionales. Cuando lo que importa es lanzar una flecha para cazar una presa, en la sabana sirve de poco una teoría sobre espacios de más de tres dimensiones o sobre el comportamiento del mundo subatómico. Allí nos bastaba con «teorías» infinitamente más rústicas pero convenientemente simples.. No descarten que el amor forme parte de tales espejismos útiles.

El problema es que, si se trata de la verdad o –seamos más modestos– del mejor conocimiento, el correcto camino es apostar por ideas que, para nuestro sentido común, parecen un disparate, majaderías ajenas a nuestro mundo cotidiano de experiencias. Para la ciencia importa poco la experiencia cotidiana. Lo que cuenta son sofisticados experimentos diseñados para calibrar –en realidad, para confirmar– artificiosas teorías sobre espacios n-dimensionales o el mundo microscópico regido por la mecánica cuántica. Teorías farragosas y alejadas de nuestras experiencias diarias que, sin embargo, se muestran compatibles con las mejores observaciones. En ese caso, el problema es para el sentido comúnNuestras teorías nos permiten escapar a él, escapar a biografías inscritas en nuestro aparato neurosensorial, sedimentadas a lo largo de cientos de miles de años. El buen conocimiento se aleja entonces de lo que parece «evidente».. Llegados aquí, tocaría acordarse de la conocida advertencia con la que Keynes cierra su obra más conocida respecto a «los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista muerto hace bastante tiempo»Frase que viene precedida de otra menos recordada: «Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto si resultan acertadas como si no, son mucho más influyentes de lo que se piensa. En realidad, el mundo es gobernado por poco más que eso», The General Theory of Employment, Interest, and Money, Zúrich, ISN/ETH, p. 190..

De modo que sí, la buena ciencia se desvía del sentido común. Pero se desvía para ir más lejos. Desatender el sentido común está muy bien cuando se tiene un pie firme para apoyarse, que no puede ser otro, en este caso, que la compatibilidad con las observaciones. Porque lo verdaderamente relevante, al fin, es que esa ciencia, contraria al sentido común, explica y predice. Sólo entonces tenemos razones para suspender el sentido común y sus «explicaciones», la folk science, que se dice ahora. Razones que se ven reforzadas si, además, disponemos de explicaciones –o, por lo menos, de interesantes conjeturas– del desvío respecto al sentido común, de por qué vemos o entendemos las cosas del modo que no son, de por qué nuestras inferencias están sistemáticamente sesgadas en cierta dirección, o de por qué nuestro cerebro interpreta mal algunos estímulos visuales. En esos casos tenemos el camino correcto, el razonamiento impecable y la ajustada observación, y la explicación de la distorsión.

Desafortunadamente, esa situación no es común. Pasa, pero pasa poco. Entretanto, mientras las cosas no sean tan estupendas, no conviene despachar sin más las intuiciones comunes. La teoría económica es hermosa, pero no estupenda. Es cierto que muchas de sus más interesantes conjeturas se han producido apostando contra el sentido común, inventariando procesos en los que, si todos los agentes buscan obtener A, se produce exactamente lo contrario de ADesde la mano invisible de Adam Smith («intereses privados, benefícios colectivos»), la Economía es la ciencia social que más casos de efectos perversos ha inventariado (por citar algunos casos clásicos: Marx y su caída tendencia tasa de ganancia, Keynes/Kalecki y su paradoja del ahorro, Harrod/Domar y el filo de la navaja del crecimiento). De todos modos, fue un sociólogo quién mejor preciso la idea: Robert K. Merton, «The Unanticipated Consequences of Purposive Social Action», American Sociological Review, vol. 1, núm. 6 (diciembre de 1936), pp. 894-904.. Pero no hay que engañarse. Su fiabilidad no es la de la Física. Entendámonos. Está fuera de duda su afán de precisión inferencial y hasta conceptual, su voluntad de aclarar la anatomía lógica y teórica de sus productos. Pero un razonamiento impecable no garantiza la calidad del punto de partida. En la escolástica y la astrología también hay precisión y hasta solvencia inferencial. Vaciedad, pero precisión y lógica. Un riesgo que merodea la teoría económica en no pocas ocasionesSucede en el plano de los fundamentos, en buena parte de sus supuestos, de discutible realismo y en el de sus recomendaciones, en las «soluciones» que recomienda. Una buena sistematización se encuentra en Steve Keen, Debunking Economics: The Naked Emperor Dethroned?, Londres, Zed Books, 2011..

No es que los supuestos de comportamiento de la teoría económica sean irreales, es que son falsos. No somos ni tan racionales ni tan egoístas como el homo economicus

Cuando esa situación se repite, el alejamiento respecto al sentido común comienza a ser un problema. Una teoría puede –y me atrevería a decir que debe: al menos, ganará en interés– hacer predicciones que se ajustan poco a lo que cabe esperar según nuestras intuiciones. Pero, como sabe cualquiera que practique un deporte de riesgo, para entregarse ciegamente a resultados y recomendaciones que contravienen nuestras expectativas hemos de estar muy seguros de la fiabilidad del amarreEn ese desajuste y en una confianza exagerada en la teoría económica se basa una de las críticas a la democracia que más circulan en estos días: Bryan Caplan, The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies, Princeton, Princeton University Press, 2007.. Una fiabilidad que no siempre encontramos en la teoría económica, si hemos de hacer caso a la floreciente y casi obsesiva experimentación de los últimos veinte años, entretenida en mostrar que los mortales comunes somos muy diferentes de los agentes que la economía incorpora a sus modelos convencionales. Su moraleja quizá reclame del matiz para ser justa, pero no está desprovista de fundamento: no es que los supuestos de comportamiento de la teoría económica sean irreales, es que son falsos. No somos ni tan racionales ni tan egoístas como el homo economicusPara una ordenada y divulgativa exposición de la abundantísima producción que lo confirma, véase Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, trad. de Joaquín Chamorro, Barcelona, Debate, 2012..

Cuando las cosas están así, no resulta una estrategia inconveniente dar un paso atrás y recuperar la mirada inaugural, la de quien no tiene otro trato con la economía que el que proporciona la vida, que no es poco. Servirá lo justo, en tareas de saneamiento antes que de fundamentación, pero, cuando menos, oxigena el aire. Si lo hacemos, la perplejidad es inmediata: coexisten necesidades por cubrir y recursos por emplear; se considera «crecimiento» económico emplear recursos en atender patologías (armas, insanos modos de vida, lucha contra el crimen); aumenta nuestra capacidad productiva sin que por ello trabajemos menos horas; se concentran esfuerzos económicos en «el bienestar» y, a la vez, nos despreocupamos de la felicidad de las gentes; contabilizamos en el lado bueno del arqueo los desastres ambientales; nos empeñamos en atender deseos que son fuente de insatisfacción; anteponemos la utilidad, lo que se valora, a lo valioso, lo que es digno de ser apreciado; asumimos la acción humana como el punto de partida de nuestras ideas económicas y nos despreocupamos por lo que nos dice la ciencia acerca de la naturaleza humana.

A esas perplejidades, entre epistémicas y teóricas, se unen otras directamente morales. En los días del Katrina, cuando escaseaban las botellas de agua, la «solución de mercado», la de la teoría económica, recomendaba a los dueños de los supermercados subir su precio. Hay otras. Muchos economistas no ven objeciones a que un amigo nos compense con dinero por faltar a una cita, a que un señor nos compre nuestro puesto en la fila de un cine, a que los ricos en prisión se paguen celdas de lujo o a que se retribuyan a sustitutos para formar parte de un jurado. Nadie pierde con estos intercambios, nos dicen. Todavía más. La respuesta habitual del gremio para resolver los problemas sociales, proporcionar incentivos, invita a pagar a los estudiantes para que lean libros, a limitar el número de nacimientos y subastar los niños al mejor postor para contener el crecimiento demográfico, a alquilar pobres para que nos guarden cola en el médico, a pagar a los drogadictos para que se esterilicen («Don’t let pregnancy ruin your drug habit»).

Ante propuestas como estas, los humanos que no han estudiado Economía acostumbran a experimentar una desazón, cuyo fundamento último no tienen muy claro. Los economistas, que parecen amasados con otro barro, no ven mayores objeciones. O al menos se toman su tiempo para pensarlas. A sus ojos, los marcianos somos los demás, capaces de hacer cosas gratia et amore y de despreciar el dinero, como aquellos habitantes de un pequeño pueblo suizo dispuestos a aceptar la instalación de una central nuclear por virtud ciudadana y que se echaron atrás en cuanto quisieron compensarles económicamente. Incluso cuando aceptamos que el dinero medie, no tenemos muy claro que no nos ensucie su trato. Por eso, aunque estamos dispuestos a pagar hasta veinte euros al hijo de nuestro vecino por cuidar nuestro jardín, no aceptaríamos veintiuno por cuidar nosotros el suyo, absolutamente idéntico.

Ante este panorama, cuando las recomendaciones tienen endebles garantías teóricas y chocan con nuestro sentido común, quizás es cosa de ver si el sentido común es algo más que superstición compartida. Un empeño, la exploración de los usos comunes en la pista de preguntas de principio, que, normalmente, forma parte del negociado de la mejor filosofía, aquella que asume que por detrás de nuestras prácticas cotidianas –y entre ellas, muy fundamentalmente, nuestro usos lingüísticos– se esconden interesantes distinciones conceptuales, un saber sedimentado que nos permite reconocer que, por citar un par de ejemplos, si usamos de manera distinta «conocer» y «saber» es porque las dos palabras apuntan a dos conceptos diferentes o que, seguramente, no conviene emparejar la felicidad con el placer, puesto que, mientras podemos decir sin violentar los usos habituales que sentimos placer cuando nos acarician la espalda, no cabe referirse en el mismo sentido –físicamente localizado– a la felicidadDesde el clásico trabajo inaugural de G. E. Moore de 1925, «A Defence of Common Sense», incluido en Philosophical Papers, Londres, George, Allen & Unwin, 1959.. En el caso de la filosofía práctica y de la reflexión moral, esa convicción se traduce en una suerte de pauta metódica según la cual, a falta de mejores razones, no es mala cosa fiarnos de nuestras intuiciones morales, esas que nos hacen experimentar repugnancia ante las relaciones sexuales entre hermanos, limpiar el retrete con la bandera de nuestro país, comernos nuestra mascota muerta por accidente, comprar un pollo muerto para mantener relaciones sexuales o incumplir el juramento de visitar su tumba hecho a la madre en su lecho de muerteLa lista procede de un experimento de Jonathan Haidt que mostraba que, aunque a todos les parecían mal estas cosas, no eran capaces de justificar su disgusto: «The emotional dog and its rational tail: A social intuitionist approach to moral judgment», Psychological Review, vol. 108, núm. 4 (2001), pp. 814-834.. Por supuesto, las intuiciones no son la última palabra, pero sí la penúltima. O, en el peor de los casos, la primera, un punto de partida. Es lo que hace la versión más meditada de esa pauta, una de las pocas «teorías» que comparten casi todos los filósofos morales, la del equilibrio reflexivo, según la cual, para sopesar nuestros juicios morales, no disponemos de otro «método» que un continuado balanceo entre principios generales («todos los ciudadanos son libres e iguales»), tesis políticas intermedias («todos los ciudadanos participan de los mismos derechos») y juicios concretos («la esclavitud es injusta») en los que, por lo general, coincidimos precisamente porque estamos dotados de un elemental sentido de la justicia. Las intuiciones no son la palabra de Dios, el punto final, pero sí un soporte a contrapesar con principios más generales. Podemos corregirlas, y las hemos corregido, a lo largo de la historia, como ha sucedido con la esclavitud o los derechos de las mujeres, como puede suceder con la homosexualidad o los derechos de los animales, al igual que corregimos los principios más generales, en un inacabado tejer y destejer, en un ajuste sin tregua, que nos permite ir afinando nuestras opiniones. En todo caso, la moraleja está fuera de duda: el sentido común no es un mal apoyo cuando se transita por terrenos resbaladizos.

Las consideraciones anteriores eran convenientes para no despachar prematuramente los dos libros comentados. Como el obrero ante el libro de historia del conocido poema de Brecht, los autores abordan la economía con preguntas inaugurales. Por supuesto, con ese proceder, no cabe descartar el peligro de incurrir en adanismo, pero, como en la vida, dar un paso atrás, desandar camino, puede ayudar a encontrar la buena senda. No pocos de nuestros problemas, también igual que en la vida, se explican porque estamos encelados en un guión, en un relato, que no hace más que recocernos en nuestras dificultades. El problema de un bolígrafo que escribiera en ausencia de gravedad, que tantos esfuerzos y dineros consumió a la NASA, lo «resolvieron» los rusos acordándose de un viejo invento que escribía en cualquier posición y que se basaba en principios muy distintos de los que permiten escribir al bolígrafo: el lápiz.

Perplejidades de la riqueza

La perplejidad con que arranca ¿Cuánto es suficiente? es muy probable que la comparta el lector, sobre todo si no ha pisado una facultad de Economía: ¿cómo es posible que, a pesar de que nuestras capacidades productivas se han multiplicado hasta niveles inimaginables, seguimos dedicando la mayor parte de nuestra vida al trabajo y, además, nos sentimos unos infelices? Si es así, que sepa que está en la honrosa compañía de Keynes o, al menos, eso cabría conjeturar a la vista de un artículo suyo de 1930 titulado «Las posibilidades económicas de nuestros nietos», en el que anticipaba que, en poco menos de cien años, trabajaríamos unas tres horas al día y el resto del día nos comportaríamos como miembros de grupo de Bloomsbury, entregados al arte y al conocimiento, al cultivo del espíritu. Como bien sabemos, también aquí Keynes se equivocó. No en lo que atañe a las posibilidades productivas, que superan con muchos sus más optimistas previsiones, sino en el conjunto del cuadro. Trabajamos la mayor parte del día, y el espíritu, de momento, está en barbecho.

Que Robert Skidelsky tome a Keynes como punto de partida no es una rareza, sino casi un destino. Ha entregado media vida –exactamente tres volúmenes– a biografiar al refinado autor de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Con todo, en este trabajo, las opiniones económicas de Keynes son un simple aderezo, casi inevitable en cualquier guiso cuando está Skidelsky en los fogones. En realidad, lo que el economista y su hijo, filósofo, nos ofrecen es una especie de fundamentación del programa socialdemócrata sobre unos nuevos mimbres, entre los que se incluye, por cierto, la doctrina social de la Iglesia defendida por León XIII. En condiciones normales, si uno lee «fundamentación del programa socialdemócrata», tiene razones para echarse a temblar (claro que, si lee «refundación», le recomiendo directamente que queme el libro). No es este el caso. No estamos aquí ante ninguno de esos productos facturados por el servicio comercial de los partidos políticos que no buscan otra cosa que recaudar votos dotando de cierta decoración intelectual propuestas políticas que responden a fatigosas batallitas de circunstancias. En realidad, a poco que se piensa, resulta improbable que las propuestas de los Skidelsky lleguen a puerto electoral.

Anteponemos la utilidad, lo que se valora, a lo valioso, lo que es digno de ser apreciado

No está de más advertir que lo dicho –el escaso futuro político– no habla mal de la solidez de la propuesta –tampoco bien–, sino de nuestras democracias, poco dispuestas a que los votantes se enfrenten con malas noticias. Y es que resulta improbable que el ciudadano medio acepte con facilidad –o, por lo menos, con entusiasmo– la tesis central de los autores, a saber, que una vida entregada a las actividades de consumo es el camino más seguro a la desdicha. La tesis puede ser verdadera, pero llevarla a puerto requiere corregir inercias vitales muy arraigadas en las personas. Una tarea complicada, pues es sabido que los humanos ignoramos las noticias desagradables y evitamos los frentes de mayor resistencia. Vamos a lo fácil y mentirnos no es un peaje excesivo. El votante medio se parece poco al ciudadano ideal de los Skidelsky, entregado a la realización de actividades autotélicas, sin otro fin que ellas mismas, como el escultor que aspira a dar forma a un trozo de mármol, el profesor que consigue transmitir una complicada idea, en fin, personajes como aquellos que Borges inventara en su poema Los justosUn hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Jorge Luis Borges, Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 1998, p. 620.
.Les confieso que yo conozco a pocos como esos. Tres o cuatro. Aunque tal vez sea por falta de vida social.

Otra aclaración que apunta a otra singularidad: la crítica de los autores al modelo de crecimiento alentado por el capitalismo nada tiene que ver con la habitual descalificación ecologista que nos recuerda que, más temprano que tarde, nuestros modos de vida acabarán por chocar con la restricción insuperable de un planeta con recursos limitados. Al revés, los autores son críticos con esta tesis en su variante del calentamiento global y la despachan en un capítulo que no es lo mejor del libro. Su crítica al crecimiento es más esencial y arranca de una idea más potente normativamente: «una vida con menos objetos es una buena vida, deseable en sí misma». A su parecer, no haría falta meter miedo ni cargar las tintas, como hacen los ecologistas. Como diría un asesor político, hacen un discurso en positivo. Hay que apostar por la felicidad y es precisamente por eso por lo que hay que echar el freno a la máquina del crecimiento.

En todo caso, si no de fineza, el descarte del ecologismo es señal de una saludable –e infrecuente y, por eso mismo, de agradecer– disposición de los autores: no se apuntan a todas las causas, aunque jueguen a su favor. Incluso cuando acuden a investigaciones que soportan sus tesis, están lejos de incurrir en el pecado, tan común y que tanto complace al mundo editorial, de entusiasmarse con los últimos productos del bazar de las ideas. En su caso sucede con la llamada «economía de la felicidad», una creciente línea de investigación que en los últimos años ha entusiasmado a economistas de los que se mueven por las orillas de la profesiónLuigino Bruni y Pier Luigi Porta, Economics and Happiness: Framing the Analysis, Oxford, Oxford University Press, 2005.. El entusiasmo, a la vista de la calidad de muchos de los experimentos, hay que administrarlo. Dicho esto, lo cierto es que, con sus luces y sus sombras, con sus resultados y sus precipitaciones, ha servido al menos para que reparemos en una circunstancia que, si se piensa bien, no deja de resultar insólita: la despreocupación de los economistas por cómo son realmente las cosas en aquello que, supuestamente, les ocupa: el bienestar real de las personas. Una legión de investigadores entregados durante años a cultivar teorías centradas en conceptos como los de utilidad y bienestar, y ninguno parecía interesado en asomarse a los estudios experimentales sobre la felicidad o en preguntase por el significado exacto de las preferencias en su relación con la buena vida, por la calidad o el buen sentido de lo que la gente quiereDaniel Kahneman, Ed Diener y Norbert Schwarz (eds.), Well-being: The Foundations of Hedonic Psychology, Nueva York, Russell Sage Foundation, 2003..

Para la Economía, en el mejor de los casos, lo único que cuenta es la satisfacción de las preferencias. No importa qué se quiere ni por qué. En eso no se ha movido del más clásico utilitarismo, el de Bentham, sintetizado en su dictum: «A igualdad de placer, los bolos son tan buenos como la poesía». Así las cosas, no es inaudito, aunque sí extravagante, que algunos, lanzados, hayan llegado a defender explícitamente el uso de la estimulación cerebral y la ingeniería genéticaYew-Kwang Ng, «A Case for Happiness, Cardinalism, and Interpersonal Comparability», The Economic Journal, vol. 107, núm. 445 (noviembre de 1997), p. 1849.. El mundo de Matrix. Total, si se trata de suministrar chutazos de utilidad, el ideal es tener a «Dios teniendo un orgasmo en tu cerebro», por decirlo con la expresión de un camello que promocionaba sus mercancías, según nos dicen los autores. No importa cómo se alcanza la satisfacción ni qué nos satisface. Las preferencias se toman como dadas, como punto de partida, sin que importe cómo se forman, si son resultado de decisiones meditadas o arrebatos circunstanciales, simples desahogos de nuestro yo más energuménico, resultado de elecciones autónomas o de un lavado de cerebro más o menos explícito. Como punto de partida y, también de llegada, porque, inmediatamente, se asocian al bienestar.

Una transición, desde lo que se quiere hasta lo que nos proporciona bienestar, que no es tan inmediata como puede parecer. Por lo pronto, merodea peligrosamente los dominios de la falacia naturalista, el ilícito salto lógico de lo que «es» a lo que «debe ser», de los datos (lo que se desea, lo que valoramos) a lo que está bien (lo deseable, lo valioso). El paso, además de sus desórdenes inferenciales, presenta otros problemas. No sólo porque es discutible que la satisfacción de los deseos sea fuente segura de bienestar o, por decirlo con la eficacia de Oscar Wilde, porque «cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras súplicas», sino porque, como han mostrado por el derecho y por el revés mil experimentos, nuestras preferencias no son trigo limpio cuando se trata de informarnos acerca de si realmente valoramos las cosas. Sin ir más lejos, es conocido que apreciamos las cosas menos por lo que «son» que por la relación (de propiedad) que mantenemos con ellas, por ser nuestras, como lo confirma el bien conocido hecho de que no es lo mismo lo que pedimos por vender un objeto que lo que estamos dispuestos a pagar por adquirirlo. Si, como muestra uno de los experimentos, las personas queremos más un objeto después de haberlo manoseado, no parece que podamos considerar nuestros deseos una revelación divina. Más en general, no podemos tomarnos muy en serio las preferencias de las gentes, por ejemplo, a la hora de sancionar como buena normativamente –como señal de que «recoge las preferencias autónomas de las gentes»– una estructura de derechos de propiedad, cuando esos mismos derechos son los que deciden sus preferencias, cuando queremos las cosas porque son nuestrasEso en lo inmediato, ya que en la media distancia tales resultados ponen en entredicho el teorema de Coase, según el cual basta con establecer adecuadamente los derechos de propiedad para que la intervención pública deje de ser necesaria para tratar el problema de las externalidades. Véase Daniel Kahneman, Jack L. Knetsch, Richard H. Thaler, «Experimental Tests of the Endowment Effect and the Coase Theorem», en Elias L. Khalil (ed.) , The New Behavioral Economics, vol. 3, Cheltenham, Camberley y Northampton, Edward Elgar Publishing, 2009..

Certificado que hay poco que esperar de los economistas contemporáneos, los autores enfilan por sendas más clásicas, las de la filosofía, y, a uña de caballo, recorren el camino entero que va de Aristóteles, que dijo mucho y bueno sobre lo que más preocupa a los humanos –la felicidad–, hasta los modernos utilitaristas, que mudaron el concepto por otro más aguado y, supuestamente, manejable –el de bienestar– en una acepción que no es, en rigor, la de los economistas. Con las ideas del estagirita desembarcan en la literatura del bienestar. Una literatura seca como el esparto y de un tecnicismo que marea al lector impaciente. Sin entrar en sus mil matices, no traicionamos mucho el género si decimos que las diversas interpretaciones aparecen como variantes de dos ideas. La primera avecina la idea de bienestar a la de autonomía, entendida como elección de lo que cada cual quiere. Lo importante son las preferencias «subjetivas». Más exactamente, su satisfacción. Sean los bolos o la poesía. La otra interpretación apunta a un inventario objetivo de bienes que estarían asociados al bienestar, a necesidades «objetivas». El niño no demandará medicamentos, pero los medicamentos –su salud, para decirlo mejor– son un requisito fundamental de su bienestar. Otro tanto sucede con la educación, que tampoco la reclamará, porque sólo reclama educación la persona educada.

A ojos de los economistas los marcianos somos los demás, capaces de hacer cosas gratia et amore y de despreciar el dinero

Las reflexiones más prometedoras se sitúan a medio camino: el bienestar tendría que ver con la posibilidad de disponer de ciertos bienes objetivos que permitan a los individuos escribir con un mínimo de buen juicio el guión de sus propias vidas, gobernarlas con algún criterio. La propuesta de los Skidelsky en una variante discretamente original. Para ellos, lo que importa es proporcionar unos bienes básicos que, a la vez que medios para la buena vida, constituyen parte sustancial de la buena vida y, por ello, constituyen la meta de la acción política. Tales bienes básicos cumplen varios requisitos: son compatibles con cualquier idea de buena vida, resultan buenos por sí mismos, no forman parte de otros bienes y son indispensables, como corresponde a las necesidades. La aplicación de tales filtros decanta una previsible lista de bienes básicos: salud, seguridad, respeto, autonomía, amistad, armonía con la naturaleza, ocio. Desde luego, si uno criba con primor neurótico, no tardará en encontrar alguna pega a la caracterización, tanto a los criterios, que se solapan, como a los bienes, que también. Con todo, la tosquedad analítica se ve sobradamente compensada por el afán de «ir a lo concreto», de no perderse en las sutiles nubes en que normalmente se desenvuelven las propuestas de los filósofos políticos, los utilitaristas y los demás, sus críticos.

Una voluntad operativa que también se detecta en el afán de precisar las propuestas políticas que allanarían el camino para conseguir tales bienes básicos. Tres son las fundamentales. La primera, la renta básica, esto es, un ingreso pagado por el Estado a cada ciudadano, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, esto es, con independencia de otras posibles fuentes de renta. La segunda, impuestos orientados a embridar el consumo, con aumentos más que proporcionales para los gastos más lujosos y exenciones al ahorro destinado a financiar la jubilación. La tercera, regulaciones destinadas a tasar la publicidad o que impidan a las empresas contabilizarla como gasto, con la intención de limitarla o, directamente, penalizarla, visto que está orientada más a alentar el consumo y a manipular las preferencias que a su genuina función: informar acerca de las opciones, de la naturaleza, calidad y precio de los bienes.

Quienes piensen que estamos ante la enésima presentación del buenismo deben tomarse su tiempo. En los últimos años, la renta básica ha pasado de ser una ocurrencia de filósofos políticos a una propuesta discutida entre economistas respetables que no se tumba con sentencias de café del estilo «promociona la vagancia». Por su parte, los impuestos al consumo no constituyen ninguna revolución copernicana, sino una tesis defendida hace bastante tiempo por cabezas económicas bien amuebladas, como Nicholas Kaldor, por citar un clásico reciente. En el caso de las penalizaciones a la publicidad, aunque resuenen los gastados ecos de las teorías sociológicas de la alienación, los autores buscan su respaldo en recientes investigaciones que muestran que las preferencias de los consumidores están lejos de ser un ejemplo de cordura y de racionalidad (salvo que nos creamos la mampostería intelectual de un Gary Becker, capaz de sostener que, si las preferencias de los consumidores están conformadas por las ofertas publicitarias, es porque, de entrada, estos tienen una preferencia por la manipulación de sus preferencias)Sobre esos resultados y sobre sus implicaciones, véase Richard H. Thaler y Cass R. Sunstein, Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Happiness, New Haven, Yale University Press, 2008..

Podrá ponerse pegas a la trama. La conexión entre los criterios, los bienes que pasan el filtro y las medidas está lejos de resultar inexorable. Sin que se adivine por qué, se abandonan unas sendas y se transitan otras. No se entienden las ganas de incorporar algunas genealogías intelectuales o de distanciarse de otras, como sucede con un marxismo que, en sus versiones más solventes, a la manera de un aristotelismo igualitario, camina tan cerca de las opiniones de los Skidelsky. La ligereza de la fundamentación no se mitiga cuando apuestan por sustentos doctrinales como la religión, con notable discrecionalidad interpretativa. El paso de una encíclica a una propuesta política está lejos de tener el vigor y la limpieza de una demostración matemática. Incluso el argumento se enreda un poco más por la disposición de los autores a tocar demasiadas teclas, algunas de ellas sin que se sepa muy bien qué pintan allí. Con frecuencia nos encontramos con prescindibles digresiones, que parecen más deudoras de la necesidad de que quepan las aportaciones de los dos autores que rodrigones necesarios para el sostén de la argumentación. Así las cosas, entra dentro de lo posible que, en una lectura rápida, el libro produzca cierta antipatía. El lector, que encuentra debilidades en lo que conoce, acaba por sospechar que no serán mejor las cosas en lo que ignora. No será del todo justo, y me permito recomendarle que evite perderse en la hojarasca. Todo eso es verdad, pero, con todo, las preguntas inaugurales acerca del buen sentido de nuestro mundo quedan intactas. Que las respuestas de los autores no nos resulten concluyentes no nos alivia de la inquietud que nos suscitan sus preguntas.

Perplejidades morales

Las perplejidades morales constituyen los mimbres de What Money Can’t Buy. Perplejidades ante las cosas que se llegan a vender y a comprar. El inventario de mercados abruma: los órganos para trasplantes, los niños, la aparición en passant de marcas comerciales en poemas o en relatos, los regalos de cumpleaños que no gustan, los votos, el acceso a los parlamentos, la nacionalidad, el ingreso en la universidad. No todos esos mercados existen: algunos, sí; otros han llegado a existir, pero se han acabado por prohibir; y otros no han pasado de propuestas en el papel o la pizarra. Pero en todos los casos hay alguien de por medio –que suele ser un economista– preguntándose, como aquel lendakari: «¿Qué hay de malo en ello?» A muchas personas puede parecerles un delirio que puedan comprarse y venderse esas cosas. A los economistas, no. Su ciencia, en la clásica definición, se ocupa de la asignación eficiente de recursos escasos y sucede que, a poco que se ahonda, en todos estos casos, nos encontramos con recursos escasos por asignar. Tú no tienes nada que hacer esta tarde y yo, miembro de un jurado, podría estar ganando dinero a espuertas. Tú tienes dos impecables riñones y andas falto de dinero; a mí me sucede lo contrario, que tengo unos riñones de mierda y me sobra el dinero. ¿Qué tal si hacemos negocio con ello? Al final, lo importante es dar con un precio que refleje lo que nos importan las cosas. Tú me ofreces tiempo y riñones y yo te doy dinero. Por la cuenta que nos trae, cada uno se espabilará en sacar el mejor partido a sus dotaciones.

Un caso interesante son los mercados de futuros. Me comprometo hoy a pagarte cierto precio por una mercancía de aquí a un tiempo. Si, llegada la fecha, el precio es más alto, eso que gano. Así funciona en el caso del petróleo o, más domésticamente, cada fin de semana cuando se cruzan apuestas acerca de si Messi marcará uno o dos goles. Los precios, en estos casos, nos trasmitirían buena información acerca de lo que puede pasar. El gol de Messi, casi una certidumbre matemática, se pagará poco y el de Casillas –improbable–, mucho. Como cada uno se juega su dinero, tendrá razones para informarse y, con sus apuestas, nos proporciona una interesante información acerca de –lo que cree– que puede suceder. Y, de nuevo como el lendakari, la pregunta es casi inexorable: ¿por qué no establecemos apuestas –mercados de futuros– acerca de cualquier acontecimiento? Pensemos en algunos ejemplos de posibles mercados: que yo encuentre a la mujer de mis sueños, que se produzca un atentado terrorista en París, que el año que viene muera un famoso que tiene muy mala pinta, que mi empleado tenga un accidente. Dejo al lector adivinar cuál es el único de los cuatro ejemplos que no es real.

Al autor del libro estas cosas no le parecen bien. No se opone al mercado, sino a la sociedad de mercado. Normalmente, la expresión «sociedad de mercado» no significa nada. Michael Sandel la dota de contenido: la extensión del mercado a cualquier tipo de bienes. A su parecer, cuando eso sucede, pasan cosas y no siempre son buenas. Una opinión que, en general, no compartirían los economistas, para quienes los bienes permanecen intactos cuando les ponemos precio. Sería como pesarlos, que no los modifica. Sandel, por el contrario, cree que, en muchos casos, al ponerles un precio cambiamos su naturaleza. La amistad comprada no es amistad. Las caricias pagadas no transmiten afecto. Imponer una multa por devolver tarde un libro en una biblioteca –en lugar de castigar con la cancelación temporal del derecho al préstamo– reescribe la naturaleza del trámite: la condena moral se muda en la adquisición del derecho a la desidia. Sencillamente, cuando media el dinero, estamos ante nuevos productos. Sería como el chocolate caliente, que cambia de sabor con el color de la taza en que se sirveVéase Betina Piqueras-Fiszman y Charles Spence, «Do the material properties of cutlery affect the perception of the food you eat? An exploratory study», Journal of Sensory Studies, vol. 26, núm. 5 (octubre de 2011), pp. 358-362..

Puede que Sandel no abuse de la pincelada fina y se le escape algún pormenor. Es un filósofo analítico, interesado en el sentido exacto de las palabras, pero sin exageraciones. En estricto proceder, debería gestionar la tentación de la metáfora y dedicar algunas páginas a precisar en qué consiste ese cambio. Tal vez debiera recuperar el viejo léxico de Locke y decirnos que, con la introducción de los precios, quedan intactas las cualidades primarias («intrínsecas») de los bienes y otras propiedades quedan alteradas: las secundarias o relacionales. Eso, o algo parecido. Vamos que, cuando se les pone precio, más que cambiar, es que las vemos con otros ojos. Como el chocolate.

En todo caso, como no pierde de vista lo importante, no es muy grave que no se demore en el detalle. Sandel no será un analítico neurasténico, pero sí es un notable filósofo moral. Le importa el paisaje de fondo, los aspectos normativos de la mercantilización. Y esto lo describe bien. Dos consecuencias patológicas en particular le parecen indeseables: la corrupción del bien y la desigualdad. El primer aspecto ya se ha anticipado en sus trazas fundamentales mediante unos cuantos ejemplos, esa estrategia intelectual tan cobarde, según Pessoa. Es posible que tuviera razón Vespasiano con aquello de que «pecunia non olet». El dinero no olerá, pero ciertos bienes, cuando se intercambian por dinero, sí que huelen. Mucho y, a veces, mal. Se corrompen. Pasamos a tratarlos con normas sociales inferiores a las que les corresponde. A nadie se le ocurre comprar sentencias judiciales, notas escolares o cargos políticos. Estos bienes juegan en otras ligas, regidas por otros principios o procedimientos: la imparcialidad, el mérito, el voto. El problema es más serio de lo que parece, porque hay muchas maneras de mercadear. En unos casos, los precios están encubiertos. Para algunos, que pueden permitirse el pago de una multa, resultará una tentación «experimentar el placer» de lanzar una lata al Gran Cañón. Otras veces los precios se esconden mediante un sistema de cupos, como sucede con el mercado de derechos de polución (entre países ricos y pobres), que propicia una visión instrumental de la naturaleza.

Resulta improbable que el ciudadano medio acepte con facilidad la tesis central de los autores: que una vida entregada al consumo es el camino a la desdicha

Al final, de un modo un otro, se corrompe lo que se merca. En más de un sentido. En uno muy fundamental, al poner precios, se promueve cierta actitud hacia el bien que se intercambia. Lo resume bien el diálogo del clásico chiste: «Perdone, ¿usted se acostaría conmigo por un millón de dólares?» «No sé, me lo tendría que pensar» «¿Y por cincuenta?» «Pero, ¿quién se cree que soy yo?» «No, si eso ya está claro. Ahora hablábamos del precio». En otro sentido, corromper se refiere no tanto al bien como a la aproximación intelectual al bien. Hay aquí, también, diversos hilos entremezclados. Por una parte, la reescritura en clave mercantil, como productos a retribuir, nos lleva a reordenar mentalmente muchas actividades que acaban por ingresar en el negociado de los costes y beneficiosRobert E. Lane, The Market Experience, Nueva York, Cambridge University Press, 1991; Kathleen D. Vohs, Nicole L. Mead, Miranda R. Goode, «The Psychological Consequences of Money», Science, vol. 314, núm. 5802 (17 de noviembre de 2006), pp. 1154-1156.. Si me pagan por un trabajo en la comunidad que hasta ahora hacía de balde, quizá me sienta ofendido y deje de hacerlo, gratis o por dinero. Incluso pudiera suceder que, dispuesto a aceptar dinero, una vez que he recalificado mi actividad de contribución voluntaria a «trabajo retribuido», me abstenga, puesto que no me pagan lo que verdaderamente vale mi colaboración profesional.

Pero hay más. La mirada calculadora del economista, una vez empieza a funcionar, es imparable. Arrastra con bastante naturalidad a asumir supuestos discutibles. El primero: que la virtud es un bien escaso. Pareciera que si soy generoso en unas cosas ya no me queda generosidad para otras. Como si no cupiera la posibilidad de que la virtud sea como un músculo, que se fortalezca con su uso, que la práctica de la bondad allane el camino de la bondad. El segundo: que toda intervención pública es inevitablemente costosa y no hay otra que diseñar incentivos, que retribuir para conseguir los objetivos. Algo que desmentían los ciudadanos suizos dispuestos a aceptar la presencia de la central nuclear. El respeto a las normas es ahorro en policía. La virtud sale a cuenta.

Para Sandel, la introducción de los precios tiene, además, una consecuencia cognitiva política no menos insalubre: introduce un sesgo tecnocrático en la vida pública que hace parecer un cretino fundamentalista a cualquiera que apele a consideraciones morales. Aquí ya no es tan claro lo que quiere contarnos y da la impresión de que se le ha ido la mano. En algún momento, pareciera participar de un sesgo «antinumérico» difícil de compartir, como aquel del joven Marx cuando contraponía «las abstractas medias aritméticas» a la «vida real» para sostener que «los promedios son insultos en toda regla, injurias contra los individuos reales, singulares»Comentario de Marx a un elogio de Guillaume Prevost a David Ricardo, porque este trabajaba con promedios matemáticos. Véase Obras de Marx y Engels, vol. 5, Barcelona, Crítica, 1978, p. 272.. Sería exagerado pensar que Sandel comparte ese desatino y confunde las propiedades de las cosas con las propiedades de las teorías sobre las cosas, que cree, dándole la vuelta a la broma de Einstein, que el análisis químico de la sopa debe tener sabor a sopa, pero no puede ignorarse que están lejos de resultar convincentes algunos de sus argumentos para despachar lo que no dejan de ser simples herramientas analíticas. Utilizar, por ejemplo, el método coste-beneficio en la sanidad no es enlodar la vida. No impide tomar decisiones basadas en principios: tan solo ayuda a saber su precioSon de mucho interés en ese sentido las matizadas apreciaciones sobre el análisis coste beneficio de Cass R. Sunstein, Riesgo y razón: seguridad, ley y medioambiente, trad. de José María Lebrón, Madrid, Katz, 2006.. Es un modo de saber exactamente dónde comienza la moral. No resulta fuera de lugar saber cuánto cuestan las cosas, siempre que no ignoremos que el cuento no acaba ahí, que es sólo una parte del cuadro en el que basar las decisiones. Precisamente, si podemos decir, como Sandel, que la virtud nos sale a cuenta, que nos ahorra recursos, es porque el cálculo económico tiene algún sentido y no contamina la realidad. Parafraseando a Goethe, la grisura de la inteligencia no ensucia el verde de la vida.

La otra consecuencia patológica del mercado sin restricciones afecta a la igualdad. El problema no es, como tal, la desigualdad en los ingresos que, por lo general, acompaña al mercado (al real, no al de los libros de texto). El problema es cuando la desigualdad en la renta se traduce en desigualdad de derechos o de opciones vitales, que es lo que sucede cuando todo puede comprarse y venderse. Parece razonable que una casa se la quede quien más puje por ella, pero no lo parece tanto que deba ocurrir lo mismo cuando se trata de asignar un corazón para transplante, obtener una cátedra o acceder a un representante político. Los corazones, las cátedras y el tiempo de los diputados son recursos escasos, como las casas o los Ferraris, pero la oportunidad de disponer de ellos no parece que deba estar relacionada con el nivel de ingresos.

Su crítica al crecimiento es más esencial y arranca de una idea más potente: «una vida con menos objetos es una buena vida, deseable en sí misma»

Tomarse en serio la igualdad obliga a revisar algunos lugares comunes. Por ejemplo, nos conduce a reparar en que la existencia de un mercado para un bien no es un argumento moral en su favor. Un juicio menos obvio de lo que parece. Muchos pobres estarían dispuestos a vender sus riñones o sus hijos. A partir de esa circunstancia, un fundamentalista del mercado no tendría reparo en concluir que, puesto que los protagonistas del intercambio eligen y prefieren el resultado de la transacción a la situación anterior, la situación final es, por definición, más deseable, mejor. Si no quisieran, no se produciría el intercambio. El acuerdo libre sería la definitiva prueba de su bondad. Si se produce, es que es bueno.

El argumento fundamentalista es potente, pero no definitivo. Atiende tan solo a una parte del cuadro. Los pobres podrán vender hijos o riñones, pero es casi seguro que lo hacen porque rige la jurisdicción del hambre de la que hablaba Cervantes. Resulta exagerado calificar como un ejercicio de libertad la transacción de alguien que vende un riñón porque no tiene para vivir. Quizá, dado el escenario de miseria material, la transacción sea la mejor opción. Pero pueden echarse otras cuentas, pensarse en otras alternativas. Los mercados no son instrucciones escritas en las tablas de la ley, en las leyes de la naturaleza o en los genes de la especie humanaLo que no quiere decir que no pueda existir una disposición innata (si se quiere, un módulo especializado) que en numerosas situaciones nos lleva a evaluar e interactuar en clave de intercambio. Así, Alan Fiske, entre los cuatro modelos básicos de interacción asentados en las estructuras de la mente humana, incluye uno de proporcionalidad (market pricing) responsable de una suerte de métrica universal (en precio, utilidad, o tiempo) con la cual pueden compararse cuantitativamente personas y recursos (los otros son comunidad, autoridad e igualdad). Véase Structures of Social Life. The Four Elementary Forms of Human Relations, Nueva York, The Free Press, 1991. Pero el mercado es bastante más que esa disposición, como el Estado es mucho más que la disposición a la autoridad., sino construcciones humanas. Un diseño institucional entre otrosPara una detallada descripción del entramado de presupuestos institucionales del mercado, véase Alex Marshall, The Surprising Design of Market Economies, Austin, University of Texas Press, 2012.. Existen modos alternativos de organizar las cosas, de asignar los recursos y, antes de dar por santo y bueno el intercambio, es razonable considerarlos. Sobre ese contraste debemos tasar el resultado final. Una vez ampliado el foco de valoración, comparada la transacción no sólo con la situación anterior, sino con otras alternativas, deja de resultar inmediata la bondad de los intercambios, al menos de aquellos en los que la desigualdad de riqueza se traduce en desigualdades de derechos.

También aquí la argumentación de Sandel es convincente, aunque no concluyente. Llega bastante lejos, pero menos lejos de lo que sostiene. Sus críticas al mercado no alcanzan al mercado incondicionalmente. Así, a veces de la impresión de que limita el repertorio de alternativas para llevar el agua a su molino. Se precipita, por ejemplo, al contraponer los principios morales a los precios, como si no hubiera otra que escoger entre mercado y moral como mecanismos de asignación. Seguramente merecerían mayor atención otras propuestas institucionales, que no son mercados estrictos ni moralidad desnuda y en los que la eficiencia es un criterio de decisión relevante. De eso precisamente, de las asignaciones en mercados centralizados, se han ocupado los premios Nobel del último año, Lloyd Shapley y Alvin Roth. Tampoco explora con el suficiente detalle la posibilidad de hacer compatibles la igualdad que interesa –o el valor relevante que debe regular el bien en cuestión– y las interesantes propiedades asignadoras del mercado. Después de todo, si se redistribuye la renta, si se corrige la desigualdad, pierde bastante de su fuerza –no toda– la descalificación moral de la venta del riñón. Pasaríamos del «es que no me queda otra» al «yo dispongo de mi cuerpo como me da la gana», ese mismo principio al que, por simple afán de lucro, podría apelar alguien que vendiera partes de su cuerpo para tatuarse publicidad. En condiciones de igualdad de dotaciones, el mercado gana mucho. Nos lo demuestra esa elegante pieza teórica –y escasamente práctica– llamada el Segundo Teorema del Bienestar: una apropiada redistribución de los recursos de los agentes –que requiere una centralización inicial, eso sí– puede dar pie a una asignación eficiente con el mercado de por medio. Se asegura la deseada distribución de los recursos iniciales y, a partir de ahí, se deja funcionar al mecanismo competitivo (asumiendo, claro, una serie de supuestos un tanto fantasiosos sobre rendimientos de los procesos productivos y las preferencias de los consumidores).

Estas consideraciones pueden parecer filigranas teóricas, que no afectan al argumento central. Y seguramente es así. Pero no está de más recordar que las cosas no son tan en blanco y negro, que también en las preguntas morales hay que evitar los golpes de pecho y afinar el matiz. Que las preguntas inaugurales sean sencillas no quiere decir que deban ser simples. Son lecciones antiguas que nunca debemos olvidar, pero tampoco debemos olvidar que, de vez en cuando, las preguntas perplejas, incluso las de trazo grueso, son las que, en su ingenuidad, nos ayudan a ordenar las piezas. No sea que después de discutir acerca del tocado del rey no reparemos en que el rey anda desnudo.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Sus últimos libros son Proceso abierto: el socialismo después del socialismo (Barcelona, Tusquets, 2005), Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo (Buenos Aires/Madrid, Katz, 2008) y La trama estéril: izquierda y nacionalismo (Mataró, Montesinos, 2011). Su próximo libro, El compromiso del creador. Ética de la estética, será publicado por Galaxia Gutenberg.

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