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El naufragio argentino y el FMI

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El día que, a finales de 2001, el efímero presidente Rodríguez Saá anunció solemnemente en la Cámara que Argentina dejaba de pagar su deuda externa, los diputados, puestos en pie, le dedicaron una entusiasta ovación, al grito, emocionado y patriótico, de: «¡Argentina, Argentina!». El telón de fondo de este anuncio era un país que llevaba ya tres años con caídas en el PIB, con un desempleo entre el 15 y el 20 por 100 de la población activa y que se embarcaba, en ese mismo momento, en uno de los mayores, si no el mayor, default, de deuda externa de la historia, unos 140.000 millones de dólares. Atrás quedaba, inevitablemente, la estabilidad lograda durante un decenio.

Sobre Argentina, su historia, su, digamos, psicología colectiva, sus mitos, bellezas y desastres se han escrito muchos libros, se han puesto en circulación centenares de chistes y se ha elucubrado más que sobre ningún otro país latinoamericano. Es probable que muchas cosas tengan su origen en el peronismo, una práctica política folletinesca, demagógica y corporativa de la que Argentina, obviamente, no se ha curadoVéase el espléndido artículo «Perón regresa de la tumba» de Carlos Alberto Montaner. Los Domingos de ABC, 6-1-02. .

Durante las últimas semanas los argentinos han demostrado que, a pesar de la tempestad, siguen en plena posesión de dos de sus capacidades más sobresalientes: la primera, saber cerrar, con absoluta determinación, los ojos a la realidad, no aceptar que la realidad estropee el encantamiento; y, la segunda, sobrevivir en medio de enormes dificultades, improvisando soluciones originales, quizás no duraderas, pero astutas, incluso, a veces, muy inteligentes.

Algunos ejemplos. El gasto público descontrolado y el moribundo sistema fiscal han llevado, entre otras muchas cosas, a la proliferación de bonos-moneda, emitidos por los gobiernos de las provincias; estas monedas suman ya un valor equivalente a un tercio de la circulación en pesos de curso legal. Algunos gobernadores provinciales sostienen que la emisión de estos bonos-moneda ha sido un recurso desesperado para impedir el caos social, y desórdenes y violencias de toda clase. Es posible que tengan razón.

En algunos barrios de Buenos Aires, la falta de numerario y de ingresos en muchas familias ha llevado a las operaciones de trueque. Se da el caso de trabajadores de diversos oficios que pagan sus compras en las tiendas con vales al portador –por ejemplo, «Vale por 2 horas de reparaciones de fontanería»– que, garantizados por el párroco más cercano, circulan como dinero, nunca mejor dicho, fiduciario. La multiplicidad de monedas o cuasi-monedas ­­desde esos vales al portador hasta los pesos de curso legal, pasando por una decena de bonos-moneda provinciales– plantea conflictos a la hora de pagar en las tiendas pero, aun así, hacen posible mantener un tráfico económico que estaría, al menos a corto plazo, aún más colapsado en su ausencia. Desde cualquier punto de vista ortodoxo o a medio y largo plazo es un auténtico horror, pero vaya usted a decírselo a quien consigue comprar algo con esos vales o bonos.

Otro hecho digno de mención es la posición de parte de la Administración de Justicia en relación con el denominado «corralito», que es la congelación de los depósitos bancarios decidida, ante la amenaza de retirada masiva por parte de los clientes, para evitar la quiebra de los bancos. Aunque enseguida ha aparecido, a través de Internet, un mercado a través del cual los titulares de depósitos congelados en el «corralito» los pueden vender contra efectivo, aceptando ciertos descuentos, otros muchos han optado por reclamar judicialmente sus depósitos (unos 200.000, según las informaciones disponibles) y eso ha dado origen a algunas situaciones insólitas. Varios jueces se han dirigido a los bancos para que expliquen por qué no pueden devolver los depósitos a su clientela; los bancos comerciales y el Banco Central han explicado a los jueces que en ningún país podría el sistema bancario (que no utilice un coeficiente de liquidez del 100%, es decir, cualquier sistema bancario que cree dinero a través del crédito), devolver todos los depósitos si todos los clientes lo reclaman al mismo tiempo. Pero, algunos jueces argentinos no están convencidos, o consideran que ahí debe haber alguna estafa encubierta, y piden más explicaciones.

CRÍTICAS DE IZQUIERDAS, DE DERECHAS, Y DE IZQUIERDAS Y DERECHAS

La crisis mexicana de 1994-1995, la asiática y la rusa de 1997-1998, fueron crisis que explotaron en pocas semanas, crisis no esperadas, por más que hubiera indicios y síntomas. No es el caso de Argentina. La crisis argentina ha sido, donde las haya, una crisis anunciada. Pero ni todos la anunciaron a la vez, ni todos hicieron el mismo anuncio, ni todos los anuncios que se hicieron se han cumplido. Y, además, muchos de los que ahora señalan con el dedo, no anunciaron nada.

Como siempre ocurre, es fácil apuntarse al «ya lo decía yo…», o recordar argumentos que se manejaron como meras hipótesis para reclamar el «mérito» de una previsión y de una lucidez que, realmente, no existieron. Aunque es verdad que a partir de 1998 las voces de alarma proliferaron y subieron de tono, no es difícil comprobar que entre 1991 y 1998, ni los organismos financieros internacionales, ni los grandes bancos de inversión y sus estupendos equipos de analistas, ni los premios Nobel de economía, ni casi nadie, dudaba del éxito de Argentina.

Ahora se pueden escuchar o leer dos familias de críticas post factum. Una de esas familias es, digamos, de «derechas», y la otra es, digamos, de «izquierdas», pero tienen puntos de contacto; en algún momento, se acercan bastante.

Por un lado, están los que, tanto desde dentro de Argentina, como desde fuera, acusan a los «mercados financieros internacionales» y a los «inversores extranjeros» (en versión popular-callejera, «los gallegos»). Según estas críticas, que se consideran a sí mismas de «izquierdas», el desastre argentino tendría, claro, causas internas –la política de los «liberales» argentinos y su control de la política económica durante el decenio de los noventa–, pero no serían tan importantes como las consecuencias del pillaje de las grandes multinacionales, las grandes oligarquías financieras y los inversores extranjeros, pillaje y explotación que explicarían tanto el colapso productivo, como el de la financiación externa. Por supuesto, estas críticas no se olvidan de los organismos financieros internacionales y, en primer lugar, de su bestia negra, el Fondo Monetario Internacional. El FMI habría actuado como supremo ideólogo de esas fuerzas del capitalismo «global», dándoles cobertura ideológica y promoviendo políticas monetarias y fiscales que han sido apoyo, en última instancia, del pillaje de la riqueza argentina.

La segunda familia de críticas, que parece más de «derechas», tiene dos aspectos: por un lado, se dice, la experiencia argentina no podía terminar bien, porque ni la regla de la convertibilidad de 1999, ni el crecimiento económico y el apoyo encontrado en los mercados financieros internacionales durante la primera mitad de los años noventa impulsaron a los dirigentes argentinos a reformar su sistema político y las instituciones. Por ejemplo, entre otras cosas, reducir la corrupción y el gasto público, o mejorar la Administración de Justicia, o mejorar el sistema fiscal, una reforma fundamental pendiente desde la reforma constitucional de 1994.

Pero, en segundo lugar, para estos críticos, el FMI también tiene una gran responsabilidad, porque –como dice Michael Mussa, que fue el jefe de los economistas del FMI durante gran parte de los años noventa– esta institución, que firmó seis acuerdos de financiación con Argentina entre julio de 1991 y enero de 2001, por un importe total de más de 29.000 millones de dólares, de los que Argentina dispuso de 18.000, y aún debe 13.000­­, no quiso ver la degradación política y económica del país. Y no lo quiso ver, dicen estos críticos, por la misma razón por la que un banco se resiste, a veces, a reconocer la ruina de su deudor: si mi deudor está arruinado y no me puede devolver el crédito, eso significa que me equivoqué cuando le di el préstamo. Esta crítica puede tener cierta justificación. Estados Unidos es el principal contribuyente a, y responsable por los recursos del FMI –cerca de una quinta parte de la financiación a disposición del FMI viene de Estados Unidos– y era lógico que sus autoridades se resistieran a dejar de prestar a Argentina después de 1996, cuando las cosas empezaron a ir mal y cuando dejar de prestar a Argentina, además de verse por muchos como una discriminación contra Latinoamérica, después de las grandes operaciones de ayuda a países asiáticos en 1997-1998, habría significado el reconocimiento de errores cometidos, en primer lugar, por los propios responsables del Tesoro norteamericano.

Cuando ambas familias de críticas se solapan y se mezclan, el resultado es una confusa amalgama donde todo explica todo y nada explica nada. En esta historia, es evidente que muchos han tenido que cometer errores. Pero, algunos han cometido muchos errores muy graves y son muy responsables; otros, han cometido algunos errores y son también responsables, pero menos; y no todos los errores han sido de igual naturaleza.

EL CAMINO HACIA EL PRECIPICIO

La Ley de Convertibilidad de Domingo Cavallo de 1991 acabó con la inflación y dio unos años muy buenos a la economía argentina. En esencia, la Ley de Convertibilidad disciplinó la mecánica de emisión de dinero, haciendo imposible la emisión inflacionista; pero no estableció limitaciones al endeudamiento público. Y, si fuésemos a elegir una causa, ésta ha sido la grieta principal a través de la cual la riada del gasto público ha derrumbado todo el edificio.

El encadenamiento de causas y efectos que ha dado al traste con el éxito inicial de la convertibilidad y que ha colocado a Argentina en una de las crisis más graves de su historia es, sin embargo, más complejo que, meramente, el que señala a la evolución del gasto público. La regla central del Plan de Convertibilidad, el tipo de cambio fijado en 1 peso = 1 dólar USA, tuvo, junto a claras ventajas en el terreno de la estabilidad de precios, desventajas en relación con la competitividad externa de la economía argentina, en una situación de inflexibilidad de salarios y de agotamiento, hacia mediados de los noventa, de las ganancias en la productividad, derivadas del fin de la hiperinflación, de la entrada de capital extranjero y de las privatizaciones.

En 1995, Argentina consiguió superar el contagio de la crisis mexicana ­­el denominado «tequilazo»–, pero, a partir de aquí, el ajuste exterior fue cada vez más difícil, porque no había margen ni en el tipo de cambio, ni en los costes laborales. Argentina tuvo, además, mala suerte, porque el dólar y con él, el peso, no dejó de apreciarse a partir de 1995, y mantuvo una gran fortaleza –mantiene todavía hoy una gran fortaleza– que perjudicaba, a través del 1 peso = 1 dólar, a su capacidad exportadora y hacía crecer el déficit corriente en su balanza de pagos. Pero, aun reconociendo el impacto del tipo de cambio fijo en el desarrollo de la crisis, tampoco es el tipo de cambio la raíz última del problema.

Muchos creen que si la regla de la convertibilidad –es decir, limitar la emisión monetaria, más o menos estrictamente, al importe de pesos que estuviera respaldado por las reservas exteriores del Banco Central de Argentina– se hubiera complementado con una limitación estricta del endeudamiento público, Argentina no estaría hoy donde está, y ello por dos razones principales: la deuda externa no habría crecido como ha crecido y, no menos importante, aunque no sea cuantificable, esa misma limitación habría limitado el gasto público, favoreciendo reformas económicas que habrían impulsado la eficiencia y la productividad y, con ello, la competitividad exterior.

A veces, se responde a este argumento señalando que ha habido otro factor que ha contribuido al desastre: el castigo excesivo de los mercados financieros internacionales, que fueron elevando los tipos de interés exigidos en las nuevas financiaciones y refinanciaciones a partir de 1995.

Es cierto que entre 1995 y 2000 los tipos de interés que ha tenido que pagar Argentina por su financiación externa crecieron de forma sostenida, en total, unos tres puntos porcentuales para el conjunto de la deuda externa. Si el tipo de interés de toda la deuda externa argentina se hubiese mantenido, a lo largo del período 1996-2000, al mismo nivel que en 1995, el ahorro en el pago de intereses durante todo ese período habría sido, en relación a lo que efectivamente tuvo que pagarse, de unos 5.000 millones de dólares: esta cifra es importante, pero no explica el desastre. El aumento en el «riesgo-país» no fue producto de ninguna conspiración anti-argentina, no fue consecuencia –como está a la vista– de errores de cálculo o apreciación por parte de los mercados. Éstos reaccionaron ante el descontrol de las finanzas públicas argentinas, las ineficiencias de su sistema fiscal, la corrupción, la irresponsabilidad de su clase política, la falta de voluntad para, realmente, liberalizar la economía y abrirla al exterior (Argentina es uno de los países más cerrados del mundo, según el último World Development Report del Banco Mundial), así como ante las actitudes populistas y demagógicas de muchos de sus dirigentes. En definitiva, los mercados financieros internacionales fueron subiendo el precio de su financiación porque cada vez había menos inversores dispuestos a arriesgar su dinero en Argentina.

Entre 1996 y el año 2000, el déficit público acumulado (incluyendo el déficit federal, provincial y local) fue, según los informes del FMI, de unos 41.000 millones de dólaresEsta cifra está basada en datos publicados por las autoridades argentinas, pero hay que advertir que aunque resulte sorprendente, éstas no elaboran un presupuesto consolidado con los tres niveles de gasto público, federal, provincial y municipal. De hecho, este presupuesto consolidado y, por consiguiente, el saldo público consolidado, ha sido una de las peticiones planteadas por la misión del FMI a las autoridades argentinas en abril de 2002. Existen, entre los expertos, bastantes dudas sobre la fiabilidad de las cuentas públicas argentinas. . Este déficit equivale, aproximadamente, al pago de intereses de la deuda externa, pues Argentina mantuvo superávit primarios (es decir, cuando se considera todo el gasto público menos el pago de intereses) a lo largo de ese período, excepto en 1999. En esos cinco años, la deuda externa total de Argentina se incrementó en unos 46.000 millones de dólares, por lo que podemos deducir, con bastante aproximación, que Argentina tuvo que incrementar su deuda externa en los años 1996-2000, fundamentalmente, para atender al pago de intereses y de las amortizaciones de la propia deuda externa. Para evitarlo, Argentina tenía que haber mantenido, durante la segunda mitad de los años noventa, superávit primarios por encima del 3% del PIB, muy superiores a los que alcanzó realmente, y esto es lo que Argentina, simplemente, no hizo: los políticos argentinos prefirieron seguir en su tradición de clientelismo y demagogia populistaPara dar una idea de las consecuencias de ese clientelismo y ese populismo, puede señalarse que, entre otros muchos problemas, según explica el FMI, las administraciones públicas argentinas, incluyendo los niveles federal, provincial y local, tendrían que reducir su nómina en nada menos que 375.000 empleados, algo menos de un tercio del total, y que aún pagando a cada uno de estos empleados públicos cesantes un seguro de desempleo medio de 575 pesos mensuales, se conseguiría un ahorro en el gasto público consolidado de unos 2.000 millones de pesos al año. El caso de Buenos Aires es particularmente significativo: el número de empleados públicos pasó de 258.000 a casi 400.000, un aumento superior al 50% en el período 1995-2000; en ese período, la provincia fue gobernada por el actual presidente Duhalde y por el actual ministro de Asuntos Exteriores; y el ministro de Economía provincial fue el actual ministro de Economía, Sr. Lemicov. .

¿POR QUÉ NO SE HIZO ALGO ANTES?

Si el sistema político no permitía otra cosa; si el dólar se iba apreciando y arrastraba al peso argentino hacia una situación cada vez peor de competitividad; si los mercados financieros castigaban a Argentina con un continuo incremento en el denominado «riesgopaís» a partir de 1997, la pregunta que muchos se hacen ahora es: ¿por qué no se abandonó antes la regla de la convertibilidad y el 1 peso = 1 dólar, por qué no se dejó flotar el peso frente al dólar, al estilo brasileño, evitando así la catástrofe final, con la caída brutal en el PIB, el enorme aumento del desempleo y el default en la deuda externa?

La respuesta a esta pregunta es, bien mirada, dramática: está en la falta de confianza de los políticos y de la clase dirigente argentina respecto a su capacidad para no recaer en la inflación y en el caos monetario en ausencia de la regla de la convertibilidad; o, dicho de otro modo, en el temor, bien fundado en la historia y en las condiciones políticas y sindicales del país, de que, en ausencia de la regla de la convertibilidad, se volvería a la emisión monetaria para financiar un gasto público descontrolado, a la inflación y, quizá, a la hiperinflación de los años ochenta.

A partir de 1998, ante las presiones para abandonar la convertibilidad, cuando los mercados financieros internacionales empezaron a dar señales de desconfianza creciente hacia Argentina, los herederos del esfuerzo de estabilidad de la primera mitad de los noventa, ligados al equipo de Cavallo y al Banco Central, trataron de convencer al país, a los organismos financieros internacionales y al Tesoro de los Estados Unidos de que la dolarización total sería para Argentina una solución mejor que el abandono de 1 peso = 1 dólar y la flotación libre del peso. Pero, no lo consiguieron. Se planteaba, para empezar, el problema del reparto con el Tesoro argentino del señoreaje (la rentabilidad de la emisión de dinero, lo que se llamaba «el privilegio de emisión») de los dólares que fueran a constituir la circulación fiduciaria en Argentina, algo que no le hacía ninguna gracia al Tesoro norteamericano y que tampoco hubiera tenido una vida fácil en el Congreso de los Estados Unidos; se llegó a preparar un proyecto de ley sobre la cuestión106th Congress, Senate, «International Monetary Stability Act», Report 24/7/2000. , pero fue abandonado con el cambio a la Administración republicana en el año 2000. Tampoco convenció, por diversas razones, incluidos argumentos de corte nacionalista, a los propios argentinos; y el FMI estimó, que en ausencia de una reforma política y fiscal profunda, la dolarización no podría ayudar, ni ser duradera; y en caso de reforma, no sería necesaria.

LOS ATAJOS «TÉCNICOS» NO CAMBIAN A LAS SOCIEDADES… NI A LAS PERSONAS

Si tratamos de recapitular, parecen imponerse algunas conclusiones, aunque no puede esperarse que sean muy populares.

La primera es que ninguna regla, digamos, «técnica» o «tecnocrática», puede hacer el trabajo de las instituciones políticas. No es posible imponer a una clase política, o a una sociedad, por vía «neutral» o «técnica», lo que esa clase política o esa sociedad rechaza, el sacrificio o el esfuerzo que no considera necesario. La convertibilidad de 1991 permitió introducir una firme disciplina monetaria sin necesidad de que los dirigentes argentinos reformasen su sistema político y las reglas de su federalismo fiscal; en realidad, ni siquiera se plantearon el problema. Durante algunos años funcionó, pero, a partir de 1995, la falta de reforma política, la falta de una auténtica voluntad para mejorar las instituciones del Estado y los comportamientos de los partidos y de sus dirigentes pasaron la inevitable factura: el gasto público volvió a crecer, a veces, alocadamente, y fue inevitable tomar más y más financiación externa para que la bicicleta de la deuda externa siguiera su camino sin caer al suelo.

La segunda conclusión se refiere al trabajo de los organismos financieros internacionales y, en primer lugar, al trabajo del FMI. Dejando a un lado las críticas respecto al papel del FMI como supuesto «ideólogo» de la globalización y del imperialismo de las multinacionales y conglomerados financieros, y centrándonos en su papel como financiador, se «acusa» al FMI, como señalamos al comienzo, de haber sido laxo con Argentina, haber tolerado una evolución fiscal incompatible con el mantenimiento de la convertibilidad, el crecimiento económico y la sostenibilidad de la deuda externa. Pero, el FMI no puede –al menos con sus actuales estatutos– proponer o exigir reformas políticas radicales, que son las únicas que, quizá, podrían haber evitado el desastre de haberse adoptado a mediados de los años noventa.

Podemos imaginar el escándalo que habría provocado entre los «antiglobalizadores» y nacionalistas de diverso cuño el hecho de que desde el FMI se hubiera exigido a las autoridades argentinas modificar el pacto fiscal entre la nación y las provincias; o las normas sobre pensiones y jubilaciones de los cargos políticos; o exigir cambios en la política de personal de las diversas Administraciones; o exigir que quedasen sujetas al impuesto sobre la renta diversas categorías de exentos; o si hubiera exigido un plan contundente de lucha contra la corrupción que es, en Argentina, mucho más grave de lo que se suele reconocer. El FMI no podía hacer esto, y considerarlo corresponsable del desastre por no haberlo hecho roza, realmente, el cinismo, porque son los que manejan esta «acusación» los primeros que, a su vez, habrían acusado al Fondo, en los peores términos, de intromisión imperialista o «globalizadora» en caso de haberlo intentado.

No menos rechazable es otra queja que circula por ahí, según la cual el Fondo tenía que haber acudido más «generosamente» y más rápidamente en ayuda de Argentina. Como ya hemos señalado, el FMI suministró financiación a Argentina entre 1991 y 2001 por unos 18.000 millones de dólares; los 6.000 millones de dólares que Argentina recibió en septiembre de 2001 fueron, efectivamente, muy generosos, dada la situación. Si el FMI hubiera rehusado conceder esta financiación en aquel momento, la opinión pública internacional, los mercados financieros, el gobierno argentino y los gobiernos de diferentes países le habrían señalado como directamente responsable del default de deuda y del fin de la convertibilidad.

Una tercera reflexión se refiere al papel de los mercados financieros internacionales y de los inversores extranjeros. El secretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) ha afirmado recientementeJ. A. Ocampo, Clarín, Buenos Aires, 1 de abril de 2002. que «es importante reflexionar sobre el papel que jugó la comunidad financiera internacional en la generación de las condiciones que finalmente se tradujeron en el colapso del régimen monetario y financieros [de Argentina]. Las expectativas favorables alimentaron una avalancha de capitales privados; su huida posterior fue un ingrediente importante de la crisis».

Esta afirmación, que muchos pueden aceptar por venir de donde viene y por lo sencillo del argumento, no distingue entre dos tipos de flujos de capital que hay que distinguir para no confundir más las cosas. Cuando se habla de «avalancha de capitales privados» muchos entenderán que se está hablando de inversiones directas. Pues bien, es, desde luego, inexacto que las grandes inversiones extranjeras directas recibidas por Argentina en el decenio de los noventa hayan «huido» del país. Las grandes inversiones en telecomunicaciones, sector petrolífero, fondos de pensiones, banca y otros sectores siguen en Argentina, no han huido, y son, a veces, las que más duramente están sufriendo las consecuencias del desastre.

Si hablamos de la deuda externa argentina y, en particular, la deuda pública, es absurdo hablar de «huida». Simplemente, los prestamistas internacionales (ya fueran bancos, fondos de inversión, fondos de pensiones, compañías de seguros, inversores privados, etc.) fueron elevando los tipos de interés que exigían a Argentina para nuevas financiaciones o para refinanciar las deudas existentes. Iban elevando su precio, porque había cada vez más demanda de financiación desde Argentina y menos oferta desde los mercados, debido a la creciente desconfianza –bien justificada a la vista de lo ocurrido– por lo que estaba pasando. Considerar esta conducta por parte de los prestamistas como una «huida» no tiene sentido. En suma, echar culpas a los mercados financieros internacionales por haber prestado a Argentina fondos, que finalmente Argentina no podrá devolver –o no podrá devolver en gran medida– es un argumento que gustará a algunos, será «políticamente correcto» para cierta izquierda «antiglobalizadora», pero es, realmente, tan falso como cínico. .

Al final, en esta cuestión, como en tantas otras, los atajos no funcionan. Argentina sólo saldrá de su historia de desastres cuando la sociedad y sus dirigentes cambien su forma de entender la realidad de su país, el contexto internacional y actúen en consecuencia. ¿Qué más tiene que ocurrir para que sobrevengan estos cambios y Argentina recupere la confianza de los demás países, de los mercados financieros internacionales, y, no menos importante, la confianza en sí mismos? No lo sabemos.

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