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La conquista de al-Andalus, tergiversada. ¿Mala ciencia, ensayo, ficción?

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Aunque La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado, de Alejandro García Sanjuán, es una obra a la que muy pocos reparos pueden ponerse, creo que algo puede objetársele en un aspecto muy determinado, y es que, al criticar la obra de Emilio González Ferrín desde un punto de vista científico, por mucho que la crítica sea despiadada, demoledora e irrebatible, está dándole un cierto halo de legitimidad. Porque quien se acerque al trabajo de Alejandro García Sanjuán sin haber leído antes la Historia general de Al Ándalus, del propio González Ferrín, habrá de sacar una conclusión equivocada acerca de la verdadera naturaleza de ésta. El grado del error dependerá de la capacidad intelectual y de los conocimientos del lector sobre el tema: desde el que, desfavorecido por la fortuna en ambos aspectos, resuelva que la verdad está en el término medio, hasta quien, con mayor capacidad de raciocinio y con una sólida formación cultural, concluya que la Historia general es un texto de muy escasa calidad científica, plagado de errores de bulto y marcado por la tendenciosidad. Pues bien, ambas conclusiones –y todas las intermedias posibles– son erróneas, con lo que deberíamos concluir que Alejandro García Sanjuán no ha sabido reflejar convenientemente la verdadera esencia de la obra de Emilio González Ferrín. Porque, para valorar en sus justos términos la Historia general y apreciar todos sus matices, resulta imprescindible leerla sin intermediarios. Sólo entonces podemos comprender en dónde radica el fallo de García Sanjuán: se ha tomado en serio el libro, ha creído que se enfrentaba a un mal trabajo científico cuando, en realidad, se trata de una obra de ficción. El error de García Sanjuán tiene menos disculpa si reparamos en que no sólo es que se trate de una obra de ficción, sino que está dirigida a un público especialista, el único que sabrá apreciar la ironía y el fino humor que destila, puesto que, digámoslo de una vez por todas, la Historia general de Al Ándalus es una parodia de los trabajos de investigación académicos y aburridos, una broma interna entre arabistas para que todos podamos reírnos de nuestra pomposidad y nuestra seriedad.

Cada uno de nosotros, según su especialidad, tendrá su pasaje favorito, aquél con el que más se ha divertido o, incluso, aquél en el que se ha sentido reflejado como inspirador del contrapunto burlón. Personalmente, yo me inclino por elegir uno que me llevó a sonreír de buena gana, al comprobar con qué gracejo Emilio González Ferrín se mofa de quienes nos dedicamos a la historiografía y no cejamos en el empeño de buscar antecedentes, fuentes e influencias (p. 209):

Pues bien, tan helenizada estaba, decíamos, esa incipiente forma árabe de narrar la Historia, que –por ejemplo– un libro llamado Ajbar Machmúa incluye, ni más ni menos, la versión árabe de la Anábasis de Jenofonte.

Pero, como ocurre con frecuencia, es difícil contenerse cuando se ha tenido éxito con un chiste y se corre el peligro de insistir en demasía en el tema. En ese error incurre González Ferrín cuando, envalentonado por el innegablemente brillante golpe de efecto que supone vincular la Anábasis con Ajb?r ma?m??a, no quiere frenar a tiempo su desbocada ironía y añade la Ilíada y la Eneida a la nómina de fuentes para el relato de la conquista del año 711. Lo poco agrada y lo mucho enfada.

También, como cultivador de la onomástica y la prosopografía árabes, he sabido apreciar en lo que valen las traducciones que hace de los nombres de algunos protagonistas del relato, aunque en ocasiones se le va la mano y lo que podría ser chistoso se desliza hacia lo chusco, porque convertir a Balch en «el brillante» podría pasar, pero que Kulthum se transforme en «el mofletudo» cae ya en el chascarrillo de taberna. Junto a estos hallazgos, las ocurrencias de emparentar el nombre de ??riq con los de algunos reyes godos, como el del mismo Rodrigo (Roderic), o convertir a M?sà en un trasunto de Moisés, llevando a su pueblo al otro lado de las aguas del mar, demuestran que la onomástica «creativa» es uno de los recursos humorísticos a los que acude con más asiduidad.

Pero, más importante que estos golpes de humor esporádicos, es el silente homenaje que a lo largo de toda la obra se hace a una comedia cinematográfica, hoy en día bastante olvidada; tal vez este olvido sea el causante de que muchos lectores no hayan captado la alusión a una de sus escenas más celebradas en su tiempo. Me refiero al pasaje en que el cabecilla de la rebelión triunfante toma, nada más hacerse con el poder, una serie de medidas peculiares, una de las cuales era la designación del sueco como idioma oficial de la república (Bananas, Woody Allen, 1971). ¿Cómo no rememorar esa escena cuando se intenta convencernos de que la adopción de la lengua árabe por los habitantes de Hispania se produjo por influjo de los predicadores unitarios, que consiguieron que la población se adhiriera –con más entusiasmo que los sanmarqueños de Bananas– a esa propuesta?

El montaje de Emilio González Ferrín tiene más mérito si consideramos que las parodias de este tipo suelen requerir un sólido conocimiento del ámbito sobre el que ironiza por parte del autor. Sin embargo, en este caso la experiencia previa del autor en temas andalusíes (y del islam clásico en general) era escasa, pero, a pesar de ello, obtiene en su empeño unos resultados aceptables. Bien es cierto que esa falta de familiaridad no sólo con el tema elegido, sino con los usos de la investigación científica, deja su huella, sobre todo en aspectos formales: ningún libro serio ofrecería un aparato crítico tan reducido ni descuidaría tanto el armazón argumental, que deja ver con demasiada frecuencia los remiendos y zurcidos de la trama. También habría que achacar a la inexperiencia algunos de los episodios de desmesura que hacen que la parodia degenere en esperpento; pero, en líneas generales, la Historia general cumple con la función que debe perseguir toda obra satírica: la de servir de espejo de distorsión que nos devuelve una imagen deformada de nosotros mismos y cuya máxima utilidad es la de servir de contramodelo, de imagen de aquello que debemos evitar.

Junto con sus dotes humorísticas, hay que destacar también las propias del mejor prestidigitador, que saca de la nada argumentos sorprendentes, al tiempo que escamotea ante los ojos del espectador datos y evidencias de un tamaño tal que, si no fuera por la maestría del ejecutante, nos parecería obra de brujería que desaparecieran sin dejar rastro en el escenario. Más aún, en ocasiones ni siquiera recurre a trucos de lo que, en terminología del arte de la magia, se denomina manipulación, sino que, fiándose de sus habilidades hipnóticas, hace ver a los presentes que lo que tienen ante sí no es lo que están viendo: el papiro contemporáneo de los hechos no existe, lo estampado en una moneda no dice lo que parece decir, lo grabado en una inscripción hay que entenderlo de forma diametralmente opuesta a lo que salta a la vista. Bien es verdad que sin la complicidad o la credulidad del hipnotizado es imposible que la técnica funcione, pero es indudable que se trata de un sistema efectivo cuando se aplica a un público bien predispuesto y receptivo.

Y en esto llega el aguafiestas de Alejandro García Sanjuán y estropea el espectáculo: intenta racionalizar los chistes, revela los trucos del prestidigitador y quiebra el ensueño de la hipnosis. Una grandiosa pieza de parodia del rigorismo académico queda convertida en un texto sin pies ni cabeza, sin razón de ser, sin explicación. La diversión se ha acabado, la magia se ha perdido.

Pero imaginemos por un momento que, en contra de lo que señalan claramente las evidencias, la Historia general no es un divertimento literario y que la forma en que García Sanjuán la ha interpretado es la correcta. No es una interpretación muy plausible –sigo creyendo–, pero no podemos descartarla completamente y, a la vista de ello, hemos de volver a plantearnos la cuestión de si el trabajo de García Sanjuán es necesario y conveniente, dejando claro desde el principio que, desde el punto de vista científico, sus argumentos son irreprochables y, desde el ético, su defensa del rigor científico y de la honradez intelectual, encomiable.

La duda surge cuando, como antes he dicho, se comprueba que las durísimas críticas que muy justificadamente hace a la Historia general no consiguen el resultado deseado, esto es, demostrar de forma palmaria que el contenido de esa obra es un atentado contra la ciencia y contra la inteligencia. Y no lo consigue porque los lectores de la Historia general que posean los suficientes elementos de juicio habrán llegado ya por sus propios medios a esas conclusiones; otros –los que, tras haberla leído, hayan dado crédito a lo que en ella se afirma– serán difíciles de convencer, porque suelen pertenecer a un tipo de personas tendentes a creer en las teorías más innovadoras por el mero hecho de serlo, sin reparar en desvaríos ni aceptar pruebas en contra. Finalmente, quienes lean la crítica de Alejandro García Sanjuán sin conocer el libro de Emilio González Ferrín sacarán, como he comentado antes, una imagen distorsionada de éste, pues pensarán que se enfrentan a una controversia entre dos propuestas científicas, aunque una de ellas esté plagada de errores de bulto. Y no es eso, porque la Historia general, tanto si la consideramos paródica como si la aceptamos como intento serio, es un trabajo no científico, situado en un plano distinto de la realidad, que no es sólo que esté plagado de errores: es que, en última instancia, resulta indiferente que tenga errores o deje de tenerlos. Es, voluntaria o involuntariamente, una obra de ficción en la que la argumentación se supedita a la defensa de la tesis del autor.

Desde siempre, los investigadores se han enfrentado a dilemas de este tipo. Ante la publicación de obras que defienden teorías tan absurdas que se descalifican a sí mismas, ¿cómo debemos reaccionar? ¿Hemos de guardar silencio para no dar importancia a lo que no la tiene, o reaccionar con viveza ante la insensatez? El problema es que no hay solución al dilema: los defensores de esas teorías –los inventores y sus seguidores– tienen una tendencia casi genética a explicarlo todo con el recurso a las conspiraciones, de modo que el silencio despreciativo es una «conspiración de silencio» para obstaculizar la difusión de las nuevas ideas, mientras que los ataques frontales son una «conjura de los académicos a la violeta» para desprestigiar al profeta y a su secta. Hay una tercera posibilidad: que el silencio sea equiparado a aceptación y ello permita al autor alegar que su tesis no ha sido rebatida (algo que, por otra parte, no tienen reparo en sostener, aunque las críticas hayan sido demoledoras).

En tiempos no muy lejanos, la actitud a adoptar hubiera sido indudablemente la del silencio (desdeñoso o caritativo), pues las quejas que pudieran surgir por parte de los defensores de las «nuevas» teorías por el desprecio al que se les sometía no tenían la menor repercusión social y, por tanto, no interferían en el normal desenvolvimiento de la vida científica. Pero el desarrollo de Internet ha supuesto un cambio radical; por primera vez, el lector tiene en sus manos un instrumento ágil y sencillo para hacer oír su voz y para difundirla por todo el planeta. Ello ha permitido comprobar con qué fruición son acogidas en determinados círculos internáuticos las teorías más asombrosas y con qué vigor son defendidas en todos los foros por sus partidarios. Ante esa evidencia, ¿es una decisión sabia la de obviar esas teorías y dejar que campen por sus respetos? Sobre todo si tenemos en cuenta que existen sectores que, aunque impere en ellos la sensatez, carecen de los conocimientos necesarios para detectar las patrañas cuando se presentan embozadas en capas de seriedad aparente. De ahí a la generalización del «recientes investigaciones han demostrado que…», donde ya se da por hecho que el imparable avance de la ciencia ha servido para demostrar que «…». En el caso que nos ocupa, hoy los puntos suspensivos deben ser sustituidos por «los árabes no invadieron nunca al-Andalus», y ésa es una idea que no sólo ha calado en círculos a los que esa visión de la Historia les conviene ideológicamente, sino también entre personas con ansias de saber, pero que no disponen de la formación necesaria para discernir lo científico de las elucubraciones sin base.

Por eso ya no es posible permanecer inactivos ante retos como éste, ya que el silencio puede otorgar patente de corso a quienes navegan sin atenerse a las normas vigentes, y el desdén no es arma suficiente para combatir la mala ciencia. Hay que levantar la voz para oponerse a todos los cultivadores de la falacia y la tergiversación, poner coto a sus desmesuras y colocarlos en el lugar que les corresponde (o, mejor dicho, dar las coordenadas del lugar en el que ellos se han colocado voluntariamente).

La duda está en cómo materializar esta voluntad de clarificación. La forma que ha elegido Alejandro García Sanjuán es la más ardua y más lenta (estoy seguro de que ha empleado más tiempo en redactar su libro que el que dedicó González Ferrín a su Historia general). Desmontar uno por uno todos sus argumentos no es especialmente complicado, pero implica un esfuerzo notable, tanto por la cantidad de argumentos que hay que rebatir como por la diversidad de disciplinas por las que va sobrevolando el discurso de González Ferrín. Como ya he repetido anteriormente, el objetivo de García Sanjuán se ve alcanzado de forma plena y en su libro se pone de manifiesto la falta de rigor y la frivolidad con que se ha escrito la Historia general.

Pero, a pesar de ello, sigo pensando que, al igual que la inanidad de las propuestas de Emilio González Ferrín se camuflan tras su mareante acopio de indicios carentes del menor valor probatorio, la contundencia de las alegaciones de Alejandro García Sanjuán se diluye un tanto por la prolija sucesión de pruebas y evidencias que, en muchos casos, se ven contaminadas por la condición de nimias que tienen las teorías que a su vez combaten. Da la sensación de que no consigue abordar el fondo de la cuestión –o, alternativamente, que profundiza tanto que se pierde en las simas abisales– y que deja escapar a su contrincante, en no muy buen estado, pero con posibilidades de volver a la lid. Si se tratara de un combate de boxeo, podríamos decir que Alejandro García Sanjuán ha colocado todos sus golpes con precisión y ha sido muy superior a su rival, pero que la victoria ha sido a los puntos y no por K.O.
Prueba de ello es que Emilio González Ferrín no se ha dado por vencido y ha vuelto a la carga en la nota publicada en Revista de Libros. Si Groucho Marx decía «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros», Emilio González Ferrín proclama que, si le echan abajo sus argumentos, tiene también otros, tanto nuevos como reciclados.

De entre todos ellos, quisiera fijarme en uno en especial, porque creo que reúne todos los requisitos para ser una de las pruebas definitivas que invalidan el meollo de las teorías de González Ferrín y, además, proporciona elementos muy claros para valorar apropiadamente los métodos y la seriedad de su autor.

En La conquista islámica (p. 247), Alejandro García Sanjuán hacía notar que la historicidad de M?sà b. Nu?ayr, el conquistador de al-Andalus, estaba fuera de toda duda gracias, entre otras muchas evidencias, a que «su nombre se menciona en el papiro Aphrodito 1350, escrito en griego, preservado en el British Museum y fechado a finales de enero de 710».

Es evidente que un testimonio documental contemporáneo de los hechos, en el que M?sà aparece como persona de carne y hueso, y no como una figura creada a partir de las vidas de santones locales –caracterización que propugna Emilio González Ferrín–, debe tener trascendencia. Si resulta que disponemos de pruebas fehacientes de que M?sà b. Nu?ayr existió realmente, que desempeñaba un cargo oficial en la administración omeya –el papiro no lo especifica, pero debía de ser gobernador de Ifr?qiya– y que se hallaba en el lugar y la fecha que describen las crónicas, justo el año antes de que se inicie la «supuesta» conquista de al-Andalus, ¿no supone esto un muy duro revés para la tesis de Emilio González Ferrín?

Por supuesto que sí, pero la reacción de este último es tan rápida como clarificadora. En la ya mencionada nota de Revista de Libros replica con actitud desdeñosa, casi sin mirar a su oponente:

Nabia Abbot, por su parte, tradujo en 1938 el célebre papiro Kurra?, en el que se percibe la transición desde una administración norteafricana en griego y una inicial arabización a comienzos del siglo VIII, dirigida en todo momento a los lazos comerciales. En esos textos resulta evidente que aparece un tal Musa. Sin embargo, ¿sobre qué base lo convertimos en gobernador dependiente de Damasco que organizó una invasión? ¿Por qué islamizarlo (Musa es Moisés)? ¿Qué tiene que ver ese personaje histórico con el mito cronístico del anciano conquistador Musa, siendo éste a los efectos literarios el viejo Moisés que llevó a su pueblo al otro lado de las aguas, en clara intertextualidad veterotestamentaria, al igual que ésta queda patente en otros lugares?

La personalidad del M?sà de Emilio González Ferrín se ve así enriquecida: ya no es sólo la personificación de santones locales o de un predicador unitario, sino que ahora se le unen unos toques del Moisés bíblico para, por un lado, seguir negando la historicidad de M?sà b. Nu?ayr y, por otro, añadir una prueba más en defensa de su teoría de que las crónicas árabes son continuadoras de textos de la tradición judía y de la Antigüedad clásica (o algo así: no tengo muy clara esa línea argumental).

Si el lector se pregunta en qué se basa Emilio González Ferrín para hacer esta afirmación, podrá suponer, a la vista de sus propias palabras, que ha recurrido al documento original para hallar en él los indicios que le permitan contrarrestar, sin mencionarlo, el alegato de Alejandro García Sanjuán. El problema es que, si hubiera consultado –como pretende– el trabajo de Nabia Abbott sobre «el célebre papiro Kurra?» habría llegado a otras conclusiones. En efecto, ni existe «el célebre papiro Kurra?» ni Abbott estudia el papiro en que se menciona a M?sà b. Nu?ayr.

Los papiros de Aphrodito (que en alguna ocasión han sido denominados «papiros de Qurra») son una amplia colección de documentos escritos en ese soporte en los que se recoge mayoritariamente la correspondencia enviada por el gobernador de Egipto entre los años 709 y 714, Qurra b. Šar?k, al encargado del distrito de Aphrodito (actual K?m Išq?w, en el Alto Nilo, cincuenta kilómetros al sur de Asyut). Poco tiene que ver la gestión administrativa de tan apartado lugar con al-Andalus, pero en uno de los documentos de ese archivo, redactado en griego (hay cartas escritas en griego, en árabe, bilingües y en copto), Qurra escribe al administrador de Aphrodito, Basilius, en el año 710 (traducción de Paul Sebag, «Les expéditions maritimes arabes du VIIIe siècle», Les Cahiers de Tunisie, núm. 31 (1960), pp. 73-82):

Nous ne savons pas, parmi les marins partis pour le kourson d’Afrique avec ?A?â ibn Râfi? et renvoyés par Mûsâ ibn Nu?ayr, le nombre de ceux qui s’en sont retournés dans ta circonscription, ni de ceux qui sont restés en Afrique même (pp. 81-82)

Lo curioso del caso es que esta expedición de ?A??? b. R?fi? nos es perfectamente conocida gracias al relato de una de esas crónicas tardías y carentes de toda credibilidad, según Emilio González Ferrín, el Kit?b al-Im?ma. En ese mismo trabajo de Sebag se da cuenta de la historia: ?A??? b. R?fi? llega a Ifr?qiya con la flota egipcia con la orden de atacar Cerdeña. El gobernador de la provincia, M?sà b. Nu?ayr, le aconseja que espere a la época del año propicia para la navegación, pero ?A??? hace oídos sordos al consejo y emprende la expedición en el año 703. Aunque consiguieron un rico botín en sus correrías, de nada les sirvió, pues una violenta tempestad hizo que acabaran naufragando en las costas de Ifr?qiya. M?sà b. Nu?ayr acogió a los supervivientes del naufragio.

Es evidente que el «tal M?sà» que aparece mencionado en el papiro no es un oscuro personaje a quien los investigadores «oficialistas» convierten frívolamente en gobernador dependiente de Damasco e islamizan sin venir a cuento. El «tal M?sà» es nuestro querido M?sà b. Nu?ayr, gobernador de Ifr?qiya y que interviene en unos hechos que se encuentran registrados en las crónicas con un relato totalmente compatible con el testimonio del papiro.

Tal vez la razón de que Emilio González Ferrín haya interpretado de forma tan sesgada la información del papiro se deba a que no lo ha consultado. Si su fuente es el trabajo de Nabia Abbott no es extraño, porque esta investigadora centró su trabajo (Chicago, 1938) en los papiros árabes y, como ya hemos mencionado, el que menciona a M?sà es griego. El texto puede consultarse en el propio artículo de Sebag y aquí.

Otro papiro de Aphrodito, éste mucho menos conocido, conserva la mención de un hijo de M?sà b. Nu?ayr, ?Abd All?h, que quedó como gobernador de Ifr?qiya tras el regreso a Oriente de su padre. De nuevo los datos de las crónicas concuerdan perfectamente con la documentación de archivo contemporánea de los hechos. El papiro es bilingüe, árabe y griego, está fechado en el año 95 y puede consultarse en estas páginas de la Universidad de Zúrich, la Universidad de Halle-Witenberg y la Duke University.

El testimonio de estos dos papiros –junto con el del conjunto de los de Aphrodito y, en general, de todos los conservados de esta época– es claro e incuestionable. Los datos que podemos extraer de ellos son como si observáramos la realidad a través de la grieta de un muro: sólo nos permite ver escenas muy concretas y delimitadas en el tiempo y en el espacio, fogonazos de realidad que, durante un instante, iluminan la escena que se desarrolla al otro lado, pero, ¡oh, sorpresa!, esos atisbos resultan ser totalmente compatibles con lo que sabemos por las tardías, manipuladas y desacreditadas crónicas. Las fechas coinciden, los lugares son los mismos, los personajes que aparecen en los papiros son viejos conocidos: el entrañable y nada fabuloso M?sà b. Nu?ayr; su hijo y sucesor en Ifr?qiya, ?Abd All?h; el gobernador de Egipto, Qurra b. Šar?k; su antecesor en el cargo, ?Abd All?h b. ?Abd al-Malik; el infortunado «almirante» ?A??? b. R?fi?.

A esto debemos añadir que en los papiros de la época de la conquista de al-Andalus, y en otros muy anteriores, se utiliza un árabe tan «clásico» que deja en evidencia la sorprendente afirmación de Emilio González Ferrín de que el árabe, en aquel momento, era un «idioma que aún no había tenido tiempo de salir de la península Arábiga». El hecho de que las cartas oficiales recogidas en esos papiros estén llenas de las habituales fórmulas religiosas musulmanas, empezando por la basmala, y siguiendo por la frase, en las versiones griegas, ????? ????????? ???? (Mu?ammad, enviado de Dios), tampoco parece compadecerse con las interpretaciones de González Ferrín.

Resulta evidente que, únicamente con el recurso a unos documentos tan valiosos como son los papiros, quedan invalidadas, más allá de toda duda razonable (ante las irracionales no podemos hacer nada), las suposiciones de Emilio González Ferrín sobre las circunstancias de la conquista de al-Andalus. Toda la importante información que se encierra en esos documentos confirma que la interpretación «tradicional», basada en textos, numismática, epigrafía, arqueología y algunas ciencias más, es esencialmente correcta.

Lo que dice la Ciencia (sin adjetivos, no hablemos de «Ciencia histórica», que parece tener connotaciones indeseables en ocasiones) es eso. A partir de ahí, quien quiera mantenerse al margen de ella está en su perfecto derecho, pero que no utilice su nombre en vano quien, de forma voluntaria y consciente, incluso proclamándolo con orgullo, se aparta de la práctica y de los usos científicos, descalificando a quienes los siguen, pero, al mismo tiempo, intenta alcanzar reconocimiento y aceptación. El ensayo o la ficción son géneros literarios muy dignos: no hay motivo para abjurar de ellos.

Luis Molina es investigador científico en la Escuela de Estudios Árabes (CSIC).

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