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Felicidad y política: un rastro de infortunio

La ciudad del sol

Tommaso Campanella

Tecnos, Madrid

Trad. de Miguel Ángel Granada

220 pp.

13 €

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Hace tiempo que lo posible desplazó a la utopía en el terreno de la política. Tal vez porque el devenir histórico ha demostrado que la utopía, lejos de constituir un ideal irrealizable, representa lo indeseable, el infierno disfrazado de virtud. Al igual que otros proyectos utópicos, La ciudad del Sol se escribió no ya con un propósito de reforma radical, sino con un espíritu de demolición, moderado tan sólo por la impotencia ante el poder político, que en este caso se correspondía con la dominación española. Profeta, predicador, mago y taumaturgo, Tommaso Campanella (Calabria, 1568-París, 1639) luchó indistintamente contra la fractura luterana y el aristotelismo escolástico, soñó con una revolución planetaria y simuló la locura para evitar la pena de muerte. La ciudad del Sol comenzó a escribirse en prisión, hacia 1602, inspirándose en las uto­pías de Platón y Tomás Moro, pero no se publicó hasta 1623 en Fráncfort. Catolicismo o calvinismo, socialismo o utilitarismo, puede afirmarse que hay una raíz común en todo planteamiento utópico: la promoción de la felicidad por medio de la política. Curiosamente, cuando las utopías se materializan en la historia, se convierten en distopías, como es el caso del marxismo o el nacionalismo étnico, y su paso por el poder deja invariablemente un rastro de infortunio.

Las utopías rehúyen el formalismo, pues su ambición es profundamente material. Aunque se presentan como una idea, siempre están orientadas hacia la realidad, incluyendo sus aspectos más nimios, pues nada debe quedar al margen del control del Estado. Eso explica la profesión de extravagancias que producen en su planificación de un hipotético futuro, donde se regula hasta la sexualidad o, como en el caso de Campanella, el secreto de manejar el caballo con los pies. El objetivo es abolir el azar y la iniciativa individual. La libertad constituye el peligro más intolerable para una filosofía política cuyo objetivo es paralizar la rueda de la historia. Si la perfección es posible, no hay espacio para el cambio ni para la disidencia. Cuando Tommaso Campanella revisó, ya anciano, el libro que había escrito treinta y cinco años antes, estimó que no necesitaba corregir nada. Las utopías no evolucionan: siempre permanecen idénticas a sí mismas. Campanella examinó cuidadosamente las objeciones que se habían opuesto a su comunidad imaginaria y concluyó que ninguna refutaba su visión de la política. E indudablemente se trataba más de una visión que de una concepción, lo cual no era infrecuente en una época fascinada por la astrología, la numerología y las predicciones apocalípticas. Los años que precedieron a la composición de La ciudad del Sol encerraban profecías incumplidas: el 1600, compuesto por un nueve (invertido) y un siete (producto de la suma), poseía un significado mágico y escatológico. Anunciaba la desintegración de las monarquías más poderosas y el fin del mundo.

Campanella presumía que esas predicciones se cumplirían y que la humanidad se hallaba en un tiempo de espera. La intuición de habitar en la antesala de la catástrofe se hace menos incierta cuando se contempla la vida desde el interior de una celda, con la carne lacerada tras haber soportado un proceso por sedición y herejía, que había incluido los habituales procedimientos de tortura. Fracasada la conspiración para expulsar a los españoles de Calabria e implantar una república, Campanella pasaría cerca de treinta años encarcelado, buscando la forma de conciliar su sociedad perfecta con los dogmas de la Iglesia católica y la Monarquía española. Sin renunciar a su utopía, intentó reconciliarla con los poderes dominantes. Más tarde, las circunstancias lo obligarían a sustituir la Monarquía española por la francesa, pero este cambio no afectaría a los principios teóricos. La incansable escritura de Campanella sorteaba la realidad, buscando la oportunidad de influir en la historia. La magnitud de su obra iné­dita es abrumadora. Miles de páginas que aún esperan editor.

Campanella se consideraba un visionario frustrado por la necedad de sus contemporáneos, escépticos ante la posibilidad de establecer el cielo en la tierra. Su utopía no es la primera, pero sí se encuentra entre los escritos fundacionales de un género trascendental en la literatura política. El obelisco que lleva su nombre en la Plaza Roja de Moscú lo reconoce como uno de los padres de la Revolución rusa. En el ya clásico estudio de Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, El pensamiento utópico en el mundo occidental, se afirma que Campanella no es un teórico de la política, sino un salvador inspirado por una conciencia mesiánica. Su obra es «un babel de vaticinios». Miguel Ángel Granada, que ha realizado una excelente edición de la obra, incluyendo la redacción original en italiano, revisada ya en siglo xx por Norberto Bobbio, y la posterior traducción al latín del propio Campanella (1613-1614), apunta que La ciudad del Sol pretende esbozar ese milenio de justicia, donde el gobierno de Cristo precederá al Juicio Final. Su perspectiva difiere de la de Tomás Moro en que la inspiración ya no procede del humanismo erasmista, sino de una escatología marcada por el pesimismo antropológico. La corrupción del hombre sólo puede contrarrestarse con un poder absoluto e indivisible. Esa concepción del poder, que excluye el consenso, la negociación y la independencia de las instituciones, coincide parcialmente con las tesis de Maquiavelo, pero sin llegar a la reducción de la política a la condición de mera técnica separada de la ética. Además, Campanella no instrumentaliza la religión, sino que reconoce su valor esencial como fundamento. La mente humana está ordenada de tal forma que puede descubrir por sí misma la religión natural y racional, pese a no haberse beneficiado de la Revelación cristiana, pero ese hecho sólo confirma la providencia de Dios, que ha infundido en todos los hombres el sentimiento religioso. Las leyes naturales están tan cerca del cristianismo que nadie puede alegar ignorancia para justificar su complicidad con el mal.

Es imposible comentar todos los detalles del diálogo entre el caballero de la orden de los hospitalarios y un capitán de navío genovés. El platonismo de Campanella determinó la forma literaria, excluyendo el uso del tratado, más próximo al espíritu aristotélico. La elección de un genovés es una alusión a Colón, que descubrió un mundo donde la cultura occidental se enfrentaba a la responsabilidad de ­crear una sociedad capaz de gobernar a una humanidad ignorante de Cristo y la civilización. El caballero hospitalario, encargado de proteger a los peregrinos cristianos en su viaje a Tierra Santa, refleja la universalidad del cristianismo, abocado a extenderse por todo el orbe. En la ciudad del Sol, la educación no es menos importante que en la República platónica. Las semejanzas no acaban ahí. La propiedad privada divide a la sociedad, por lo que se impone la comunidad de ­bienes. Las mujeres también son propiedad común, sin que esto determine su exclusión de los deberes ciudadanos. La sexualidad está regulada por una política eugenésica. El amor propio y el amor hacia los demás se transfiere a la comunidad. Se elige a los gobernantes por medio de selecciones intelectuales, que reconocen la excelencia y la virtud. Sólo hay una familia común, pues los hijos no son responsabilidad de los padres, sino de todos. Los vínculos biológicos pierden su importancia con la educación de las emociones.

La enseñanza se basa en las imágenes, mucho más eficaces que los discursos. Aunque Campanella no los menciona, podría afirmarse lo mismo de los mitos. El blanco es el color de las túnicas que sirven de vestido, pues es el color que simboliza la revolución espiritual. Al igual que los reformistas luteranos, Campanella considera que la naturaleza humana está corrompida de raíz y sin el temor a Dios y la ley sería ingobernable. Sin embargo, desprecia el comercio, el dinero y reduce la jornada laboral a cuatro horas. Siguiendo las enseñanzas del último Platón (Las Leyes), se prohíbe el ateís­mo. Los habitantes de la ciudad del Sol creen en la inmortalidad, pero no en el infinito corpóreo y explican el mal como ausencia de bien. Conocen el arte de volar y, gracias a unos auriculares, pueden escuchar la música de las esferas.
La arbitrariedad y el disparate proliferan en la utopía de Campanella, pero no menos que en otros proyectos utópicos. Se asegura que los sabios engendran una prole flaca debido a la mucha especulación. Se prohíbe el juego de mesa, pero no los juegos que impliquen actividad física. Es obligatorio saber nadar y se excluye la dispensa del trabajo en viejos y enfermos, pues cualquiera es útil para el Estado. Se elogian los sacrificios humanos, pero de carácter voluntario. Las ejecuciones son públicas y colectivas y se persuade al reo hasta que acepta y desea su condena, pues sólo así podrá expiar su delito. Se utiliza la hoguera y la lapidación. En caso de delitos menores, se perdona la vida si hay autoinculpación y se acepta la reeducación.

Más que al pensamiento utópico, nos enfrentamos al pensamiento totalitario, plasmado en las ideolo­gías que gobernaron Europa durante cerca de setenta años en el pasado siglo. Los planes eugenésicos constituyen la médula del totalitarismo, pues el poder absoluto exige el control de la vida, su producción, despliegue y extinción. La destrucción de la propiedad privada en nombre de la comunidad de bienes convierte al Estado en el único propietario, no ya con el objetivo de distribuir la riqueza, sino con el propósito de disociar el trabajo de la libertad. El Estado acumula el producto del trabajo y asigna a cada individuo la tarea que, de acuerdo con las necesidades nacionales, le corresponde, sin ofrecerle ningún margen de decisión. Por ejemplo, en la ciudad del Sol la música queda en manos de las mujeres, pues su sensibilidad está mejor dotada para la creación y la interpretación musical. El Estado no interviene sólo en la producción y en el ocio, sino que asume el papel de la familia. Ningún valor está por encima del amor a la comunidad. El Estado es tan duro como un padre, pero antes de ejecutar la pena capital persuade al condenado para que desee el castigo.

Al releer la utopía de Campanella en esta espléndida edición he descubierto una inquietante semejanza entre sus propuestas y las de Gustavo Bueno de cara al siglo por el que transitamos. Se repite la referencia a un horizonte milenario en diez puntos que solicitan la restauración de la pena de muerte («eutanasia procesal»), la obligación de la milicia para ambos sexos, sin posibilidad de objeción de conciencia, la planificación estatal de la cultura, las sustitución de las jubilaciones por tareas de interés público y la utilización de ociosos y desempleados en actividades beneficiosas para la comunidad. Cuando Gustavo Bueno afirma que el suicidio es la única opción para un asesino sinceramente arrepentido, reproduce el fundamentalismo ético de Osama Bin Laden, según el cual «el hombre culpable sólo es feliz si recibe su castigo».

Durante un tiempo, se estimó que la utopía representaba la excelencia, lo mejor que puede concebir el ser humano en su afán de perfección. Sin embargo, ahora sabemos que el anhelo de perfección es estrictamente inhumano, pues fija una meta incompatible con lo posible, que es el espacio en el que transcurre la historia. La utopía es casi siempre el desahogo del nihilismo. Cuando es imposible o no se sabe administrar el presente, siempre cabe el recurso de provocar una hecatombe con la promesa de reconstruirlo todo a partir de las ruinas. Desde cero, cuando aún humean los restos de la destrucción desatada, el futuro parece menos reacio a tomar la forma de ambiciosas utopías que garantizan la felicidad universal. A pesar de su carácter visionario y utópico, Campanella intuyó la de­ses­peración que encierra este planteamiento. Tal vez eso explica que definiera el mal como «la inclinación al no ser» (p. 86). Destruir lo real, propagar la nada (pura negatividad, absoluta deficiencia), es el sueño de los que se rebelan contra la obstinación de la vida, tan incontenible como imperfecta. El objeto de la política es la vida; la utopía sólo comercia con la muerte. La utopía de Campanella no pertenece a la historia, sino a los sueños incumplidos de una humanidad que de vez en cuando se refugia en islas imaginarias, sin ignorar la necesidad de regresar a Siracusa para no claudicar ante los tiranos ni ante las filigranas especulativas.

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