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Un edificio sobre un lago

La casa de la laguna

ROSARIO FERRÉ

Emecé Eds., Barcelona, 1996

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Un edificio levantado sobre un lago, una casona modernista construida sobre el agua que huye: la imagen es elegida por la puertorriqueña Rosario Ferré en calidad de símbolo, la alegoría de un mundo sobre cimientos inestables. Cabe pensar que la metáfora, subrayada desde el título de esta última y poderosa novela suya, lo es realmente; es decir, que pretende funcionar así, evocando segundos sentidos, puesto que de común Ferré suele hacerlo. Suele elegir frases, sintagmas concentrados capaces de sintetizar el significado de toda la construcción narrativa. Desde su primer libro de cuentos –Papeles de Pandora (1976)– hasta la revista creada por ella y dirigida a publicar joven narrativa de su país –Zona de carga y descarga–, el nombre sirve para evocar el contenido o el fin de lo que se escribe. No olvidemos que Rosario Ferré es ante todo poeta y trabaja simbólicamente, llevando y trayendo estas fórmulas que en sus manos se vuelven extremadamente peligrosas o, por lo menos, combativas. Mientras que en el interior de sus versos adquiere tintes más ambiguos, en la narración de Rosario, en cambio, la metáfora sirve para potenciar un arsenal subversivo, un retrato ácido y una cierta reivindicación –sea feminista, cultural, política, social…–. Por eso, el presente texto encierra bajo esa imagen elocuente y delicada, esa casa en una laguna, la evolución confusa de Puerto Rico desde la independencia pactada en el 98, la libertad en régimen de servidumbre y la constitución de una identidad que no acaba de serlo, o lo es sólo a medias y no sin conflictos. La novela maneja entonces como asunto una realidad frágilmente fundada en terreno que se diluye. A partir de ahí construye una dinastía, una saga también perecedera. La narrativa latinoamericana no consigue librarse del deber de fundar signo y linaje, fundar patria o imaginar historia. Y aunque Ferré, con su sabia elegancia, busca escribir de cuestiones ideológicas sin caer en la ideología –un problema que le obsesiona en otros narradores como Vargas Llosa–, no puede desentenderse de ese deber nacional ni obviarlo. La literatura, también en ella, parece querer suplir los defectos de la memoria y del archivo, suministrar los hechos históricos, como si marcharan ineludiblemente unidas –citando a Lezama– la adquisición de una forma y de un reino. Ninguno precede al otro; se dan a la vez el suceso y el documento que lo consigna. En consecuencia, el género novelístico padece en América, como lo denuncia Guillermo Sucre, cierto síndrome o superstición de representatividad: las obras que engendre tienen que ser enunciativas, constituyentes y fundacionales. Y esto lo persigue con el estilo entronizado al efecto: un omnímodo realismo mágico que ha hecho proliferar Macondos por todo el cono sur. Ferré conserva la cabeza fría y sólo en ocasiones se deja tentar por este modus operandi ya consagrado. Hay que agradecer sus esfuerzos para retener la hipérbole, el prodigio natural, la magia negra, el olor turístico de la guayaba o la pasión hacia clanes ingentes y familias numerosas. Todo esto se ha convertido en sofocante, pero ella lo mantiene dentro de límites sanos, dictados por la prudencia y el buen gusto. Un detalle melquiádico e inclusivo, sin embargo, se le desliza para bien: el texto dentro del texto, el manuscrito que habla del manuscrito, la mise en abyme que el documento horada en sí mismo. De hecho, la novela no es sino el relato que escondidamente traza Isabel interpretando su pasado, sus ancestros y los de su marido, Quintín, a su vez lector a escondidas del manuscrito de su esposa. La obra transita entre ambos gestos: una escritura oculta y una lectura disimulada, estando la nuestra condicionada por las dos. Nosotros progresamos en el libro a medida que Isabel y Quintín lo hacen. Cuando éste se dedica a corregir al margen los errores de aquélla, otra pieza comienza a jugar en el conjunto: la convicción de que no hay una sola verdad sino múltiples, aun opuestas, y que la literatura pone en escena el baile contradictorio de todas. La novela consigue así incorporar su crítica, su disensión futura, incluso sus malas interpretaciones, y se convierte en un macrotexto, una visión totalizadora pero flexible en la que hasta nosotros estamos de alguna forma previstos. De este modo la metáfora de arranque, absolutista y eficaz, pasa a simbolizar igualmente el proceso narrativo: ésta es una novela insegura –la inseguridad es parte de su andamiaje–, que se niega a sí misma, que tiembla, levantada sobre su propio peligro como un edificio sobre un lago. Toda esa estructura en medio de las aguas contará, con voz que no enturbia su limpieza, la crónica de un tiempo anterior inane, difícil y de su presente más violento.

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Ficha técnica

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