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Las revoluciones perdidas

La caída de Madrid

RAFAEL CHIRBES

Anagrama, Barcelona, 318 págs.

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Cada novela de Rafael Chirbes vuelve a confirmar que, a pesar de la tendencia a la desideologización en el arte y la cultura de nuestro tiempo, aún queda un espacio necesario para la literatura alternativa, arriesgada en contenidos y formas, y para un tipo de novela a contracorriente de las propuestas comerciales que, con una estructura lineal y unas tramas explícitas, únicamente buscan la complacencia y la comodidad del lector. Las novelas de Chirbes responden, por el contrario, a la visión del mundo y a la actitud comprometida de la literatura social, y buscan, en consonancia, la implicación imprescindible del lector. Son novelas que se enfrentan a la realidad histórica e insisten en la opción que la teoría marxista, tan olvidada hoy día, asigna a la literatura: la de revelar, en ningún caso de manera neutral, las relaciones entre el mundo y el ser humano para que cada cual asuma sus responsabilidades.

La caída de Madrid es una novela histórica en el sentido marxista del término, ya que narra una ficción verosímil que analiza y explica un tiempo histórico concreto y presenta a un conjunto de personajes enfrentados al último día del franquismo, el 19 de noviembre de 1975, cuyas aptitudes y formas distintas de ver la realidad van a configurar los cambios históricos que desde entonces se han producido en la sociedad actual. Es la literatura concebida como hecho social que nace en una sociedad determinada y revierte en esa sociedad para despertar su conciencia acomodada o subvertir sus esquemas de pensamiento.

Chirbes narra ese día desde la objetividad, con el aparente distanciamiento de quien dispone un relato testimonial. Pero el narrador no lo hace, como veremos, con la mirada exterior del cronista, sino con la interior y subjetiva de los personajes que lo están viviendo. Franco agoniza en La Paz, Madrid va a caer, y con él todo lo que representa, y los españoles están a la espera, unos frente al temor de un futuro incierto sin el símbolo que ha mantenido el orden, y otros frente a la esperanza del cambio, e incluso de la revolución; unos jugando sus cartas en una especie de calculada y santa alianza para acomodarse a la nueva situación con tal de mantener o alcanzar el poder, y otros, como trágicos héroes solitarios, dejando la piel y la vida en la cuneta o permaneciendo solos donde estaban, en los subterráneos del metro, que no son otros que los subterráneos de la Historia.

Cae Madrid, en efecto, pero no pasa nada que no haya pasado o esté pasando ya. Todo está atado y bien atado, porque todos tienen razones, legítimas o no, morales o no, para pensar lo que piensan y hacer lo que hacen; porque el poder, el dinero y las armas no están en manos de los jóvenes obreros que han soñado con la revolución ni en las de los universitarios que la han intelectualizado sin posibilidad de desclasarse, sino en las de los políticos y empresarios franquistas, en las de sus familias, en las de la policía político-social y en las de quienes, aun con un supuesto pasado antifranquista, ven en la nueva situación un camino llano para su promoción social. No está de más decir que tampoco están en las de las mujeres –burguesas, estudiantes y obreras con un peso fundamental en la realidad de la novela–, que son consideradas por los hombres como simples comparsas.

La novela hace un amplio recuento de personajes. Su plena caracterización narrativa y su significación social en la época –franquistas con sus mujeres y delfines, policías secretas con sus mujeres y amantes, estudiantes y profesores comprometidos, incluido un exiliado, obreros en lucha armada, etc.– revelan un mundo complejo de relaciones humanas e implicaciones históricas en un rompecabezas cuyas piezas ha de ir montando y desmontando el lector. Esto es así porque el novelista ha organizado los veinte capítulos del relato con un entramado de secuencias y retazos de vidas paralelas que se entrecruzan y superponen en el collage de la narración mediante un contrapunto de aspecto caleidoscópico y numerosas elipsis que dejan de narrar incluso los acontecimientos relevantes anunciados desde el comienzo.

Esos personajes y esas secuencias van progresando hasta el clímax narrativo e ideológico de la novela, es decir, hasta dejar a cada uno en su sitio, en el estrato social que le corresponde por inercia casi natural, y mostrar el determinismo histórico con que las ideologías y las acciones humanas construyen el futuro inmediato. La caída de Madrid certifica que aquel 20 de noviembre de 1975 fue determinante para los veinticinco años transcurridos hasta hoy, ya que mantuvo a los españoles, incluido el PCE, pendientes de la «normalización» que evitara imprevistos, que permitiera a unos, por puros intereses, entrar en el nuevo juego democrático e hiciera renunciar a otros, también por intereses, a movilizaciones inoportunas. El resultado, que se adivina ya en las actitudes de los personajes, es el previsto: la normalización efectiva, el olvido de las ideologías y los compromisos y una Historia que cambia las cosas para que todo siga igual.

El narrador de Chirbes, decía antes, no cuenta los hechos con la mirada exterior del cronista. No recurre a la omnisciencia tradicional que maneja a los personajes a su antojo y los caracteriza mediante el retrato de lo que son, de lo que dicen o de lo que hacen, sino al pensamiento, la acción, la mirada y el recuerdo de los propios personajes para que sean ellos quienes se vayan creando a sí mismos en el decurso progresivo del relato a través de monólogos interiores y de constantes insertos en estilo indirecto libre. La clave está en el manejo del punto de vista que se desplaza continuamente del narrador a los personajes y viceversa. Léanse como muestra los distintos modos de discurso de los personajes en el logrado capítulo 7, los diálogos con aspecto de monólogo interior en el 14 o el monólogo de Quini en el 18, que aclara además muchas claves de la novela.

Aquí es donde Rafael Chirbes demuestra que ha escrito su mejor novela, no sólo la más valiente al enfrentarse a unos temas que sus coetáneos suelen escamotear, sino también la más dura. Ya en sus novelas anteriores (La buena letra, Los disparos del cazador o La larga marcha) dio el novelista buenos ejemplos de su técnica narrativa, de su pericia en el manejo de los monólogos y del estilo indirecto libre, pero es en La caída de Madrid donde estos recursos han llegado a un nivel que no admite objeciones.

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