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La angustia ante lo escrito

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Hace un par de años, comentando los resultados de una original encuesta planteada a un grupo de intelectuales y escritores italianos a propósito de qué libros importantes no habían leído (brindo la idea, muy apropiada para estos días de ferias del libro, a periodistas culturales dispuestos a soportar imposturas), Umberto Eco afirmaba que la importancia de ese tipo de consultas residía en que contribuían a reducir o eliminar la angustia de los lectores de a pie ante la inmensidad de lo escrito. En efecto, no haber leído, por ejemplo, Guerra y Paz, La Eneida, El ruido y la furia, La Biblia o Fortunata y Jacinta, por referirme sólo a algunas de las obras que cita Harold Bloom en los apéndices de El canon occidental, es mucho más frecuente que haberlas leído. La lista de nuestras «lagunas» literarias compartidas se acrecentaría extraordinariamente si incluyéramos los libros llamados de pensamiento, los ensayos, las obras fundamentales de la Filosofía, los grandes textos científicos y religiosos, las memorias y biografías de los grandes protagonistas de la Historia. Si, además, los consultados son gentes a quienes se les supone un especial trato con el libro, el resultado es aún más balsámico: Eco citaba a un especialista en Santo Tomás que declaraba no haber leído nunca completa la Summa Theologica, aduciendo que sólo los que hacen ediciones críticas de un libro necesitan leerlo de cabo a rabo. Otros –críticos, profesores– afirmaban no haber leído El Quijote o, incluso, las novelas del mismísimo Eco. Me imagino que a muchos lectores podría tranquilizar enterarse de que –es sólo una hipótesis–, Fernando Savater no ha leído nunca completa la Fenomenología del Espíritu, o que Javier Marías nunca pudo terminar Crimen y Castigo.

Los anglosajones, a quienes privan las listas y encuestas acerca de todo lo divino y humano (una característica acrecentada hasta el paroxismo en estos días premilenarios en los que se ha extendido la fiebre de hacer balances), han decidido recientemente cuáles son los mejores libros del siglo (tanto en ficción como en no-ficción) escritos en inglés. Los resultados, además de sorprendentes y polémicos, sirven para impulsar las ventas de libros de fondo y vaciar los almacenes de aquellas obras que no gozan de los favores del público. Un epifenómeno de las listas de los mejores –o más «importantes»– libros es la formación de un clima de ansiedad ante lo que no se ha leído. Los remedios que se dan a esta patología son variados, pero los norteamericanos siempre se han caracterizado por las soluciones prácticas. Recientemente ha caído en mis manos la reedición de una obra «ideal» para los que quieren leer libros, un auténtico «clasico sobre los clásicos», como se subraya en su solapa. The New Lifetime Reading Plan (se podría traducir como «El nuevo plan de lectura para toda la vida»), propone 130 libros –con un suplemento de otros 100 de autores del siglo XX -que toda persona culta debería leer a lo largo de su vida, con método y constancia: de Confucio o Esquilo a Samuel Beckett o Solzhenitsyn la propuesta da por hecho que los grandes libros recogen la enseñanza de otros muchos; por lo tanto, si se eligen los fundamentales se ahorra tiempo. En esta nueva edición, y de acuerdo con la peste de lo políticamente correcto, sus autores han incluido mayor cantidad de obras escritas por mujeres y por autores «no occidentales».

Hay soluciones mucho más radicales para superar la angustia ante lo que no hemos leído. Teniendo en cuenta la escasez de tiempo del hombre y la mujer contemporáneos, Inteliquest, una compañía dedicada a los «sistemas de aprendizaje», sugiere a sus clientes convertirse en «expertos en los Grandes Libros de la Literatura Mundial». La fórmula es muy sencilla y, lo que aún resulta más atractivo, para obtener el prometido resultado no hace falta leer nada. Basta con adquirir una panoplia con 100 audiocasettes de 45 minutos de duración cada una que suministrarán al hombre y la mujer inteligentes cabal conocimiento de los contenidos y circunstancias de composición de 100 libros imprescindibles de todos los tiempos. Uno puede escuchar las cintas –con textos de grandes especialistas– en el coche, mientras se dirige a la oficina, o en su casa, sentado cómodamente en la butaca favorita, con las zapatillas puestas y los niños ya felizmente acostados. Todo por sólo 295 dólares y con 30 días de garantía y posibilidad de devolución. Al lado de estas maravillas, el voluntarista programa de aprendizaje y lectura que Jay Gatsby se trazaba en la novela de Scott Fitzgerald, con el fin de ser aceptado socialmente en el mundo de Daisy Buchanan y sus elegantes amigos de Long Island, es pura arqueología.

Ante todo tranquilidad. La solución a la ansiedad por lo que aún no se ha leído no reside en aceptar la sugerencia que el maestro Hitchcock propone desde la ilustración de este artículo. Para nada. Como decía José Gaos (a quien cita Gabriel Zaid en su hermoso artículo «Los demasiados libros»), toda biblioteca personal es un proyecto de lectura, de manera que, en principio, nada impide que vaya usted a la librería más próxima y adquiera –si los encuentra, que esa es otra– los libros que le gustaría leer. Ya lo hará cuando pueda. Y, para su consuelo, el mismo Zaid afirma que «la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan». Y eso se puede obtener con Ser y tiempo, La montaña mágica, La Celestina, Drácula o cualquier novela de kiosko. Hay mucho donde elegir.

En 1998 se publicaron en España algo más de 60.000 títulos, incluyendo novedades y reediciones. Las tiradas medias siguen siendo bajas, pero este año se han incrementado un 10%: de cada título se hacen teóricamente 4.246 ejemplares. Como ya he indicado en alguna ocasión, para mí, que llevo trabajando muchos años en el mundo del libro, el mayor misterio de la vida cultural española contemporánea es, precisamente, adónde van esos libros, quién los compra, quién los lee, qué existencia manifiestan. Sobre todo si se tiene en cuenta que hay casi un 50% de adultos que jamás lee uno, que la red de bibliotecas públicas no absorbe más que una cantidad ridícula de esa enorme producción –no muy lejana de la de, por ejemplo, Estados Unidos– y que la mejoría evidente de nuestras exportaciones a Hispanoamérica tampoco explica una producción tan monstruosa. De verdad, nunca he podido entenderlo.

En cualquier caso, y para lo que nos ocupa, podemos establecer algunos cálculos basados en la experiencia y el sentido común. Un adulto que trabaja podría dedicar un máximo de dos o tres horas diarias a la lectura de libros; una novela de unas 500 páginas requiere, según el nivel de dificultad, unos tres o cuatro días. Los ensayos y los textos científicos y filosóficos, bastante más. Así, una biblioteca personal de unos 2.000 volúmenes requeriría un tiempo de lectura –a ojo de buen cubero– de unos 8.000 días, unos 22 años de lectura a razón de tres horas diarias. Y eso sin releer nada. ¡Uff!: qué angustia.

Y hablando de releer. Me acaba de llegar una nueva edición francesa de Á larecherche du temps perdu. Toda entera en un volumen: con el texto canónico establecido por Jean-Yves Tadié para la colección de La Pléiade, pero sin las engorrosas notas que han provocado que la haya dejado (totalmente deprimido) un par de veces sin pasar de Sodome et Gomorrhe. A lo mejor la termino este verano. Y, si no, el que viene. O en una larga convalecencia. O en la forzada inmovilidad del refugio atómico, si se extiende lo de Kosovo y consigo un enchufe para acceder a uno. ¡Ah! Y no se olviden de llevarse un libro a su isla desierta. Como Borrell, que ahora tendrá tiempo de sobra.

REFERENCIAS:

HAROLD BLOOM: El canon occidental. Anagrama. Barcelona, 1995.
CLIFTON FADIMAN y JOHN S. MAJOR: The New Lifetime Reading Plan. Harper Collins. 1998. FRANCIS SCOTT FITZGERALD: El gran Gatsby. Alfaguara. Madrid, 1983.
GABRIEL ZAID: La feria del progreso. Taurus. Madrid, 1982. También en Anagrama (Los demasiados libros).
MARCEL PROUST: Á la recherche du temps perdu. Gallimard (Quarto). París. 1999.

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