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JOSÉ MARÍA VAZ DE SOTO. SÍNDROME DE OSLO

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Sería bueno que desde alguna instancia académica se estudiara cuánto hay de genuino y cuánto de importado en los materiales nutricios de muchas de nuestras novelas de más éxito. Probablemente no sólo se constataría la abundancia, incluso el predominio, del material de importación, sino que estaríamos además ante un poco advertido traslado de medio, pues suele ser desde el cine, y más concretamente desde el cine norteamericano, desde donde nos llegan los mayores impactos.

Difícil asunto ya lo sé, puesto que la autonomía de lo literario parece que hoy obligara a desprenderse de la realidad como si se tratara de un lastre o de una amarra de la que hay que liberarse para alzar el vuelo y poder alcanzar aquellas glorias. Pero se me ocurre que muchas veces lo que tomamos por supresión del referente es sencillamente la sustitución de un referente por otro; de modo que, en ese no tan viejo dilema de hacer de la novela deudora de la vida o de la literatura, no es raro que hasta quienes eligen la vida, al rechazar, sin embargo, el referente de la vida española, eligen otra vida que en buena medida sólo conocen, dicho sea de paso, de referencia, como recreación previa de la literatura y el cine ajenos. Y así la atmósfera, las relaciones personales, a veces los mismos nombres de los personajes, y, desde luego, la trama de nuestras novelas reflejan con frecuencia este referente exótico de segundo orden o de segunda instancia.

Tamañas lucubraciones vendrían a explicar el primer atractivo de Síndrome de Oslo. José María Vaz de Soto parece partir de un reconocimiento expreso de esta situación para elaborar una novela paradójicamente distinta, en la que ese reconocimiento actúa como un guiño o acaso una venia, para permitirse ir al grano, o sea para novelar con desparpajo desde y sobre el propio entorno. En la novela se asume incluso que los dos personajes protagonistas, el ex comisario de policía jubilado y el profesor de la Universidad de Sevilla que la narra en primera persona, son una especie de trasunto de los dos célebres personajes detectivescos de Arthur Conan Doyle. Así, el ex comisario del Cuerpo Nacional de Policía, Cayetano Pedrero, de más de setenta años, que es quien viene a ser Sherlock Holmes, ha sido para más inri, falangista y ha estado combatiendo contra el comunismo en la División Azul, lo que nos sitúa no sólo a contracorriente de lo habitual, sino en una especie de colmo de lo políticamente incorrecto. Le acompaña naturalmente el doctor Watson, en este caso llamado Manuel Domínguez Vélez, profesor en la Universidad de Sevilla, de más de cincuenta años, que es quien nos cuenta la historia.

El propio narrador, al hablar sobre qué clase de Sherlock Holmes resultaría ser este ex comisario de policía, dice, en boca de uno de sus personajes, que tendría menos personalidad, aunque tal vez mayor complejidad. «Bien entendido que él (el ex comisario) no sería ese personaje, sino el referente de ese personaje».

Y por ahí vamos. Porque hay más reflexiones de este tenor. Los protagonistas hablan y se comportan un tanto sanchopancescamente con tino y un poco de alocamiento, lo que, como se sabe, es muy propio también del escudero de don Quijote. El profesor narrador opina que si entre los nuevos novelistas españoles están otra vez de moda los temas policiacos es por aquello de la afición al pan y chocolate. Y a uno se le ocurre añadir que no en vano es en lo policiaco, expreso o tácito, donde más se cuela cuanto decíamos más arriba, o sea el referente del imperio, si se me permite la licencia.

De ahí, pues, la gracia y la pertinencia de Síndrome de Oslo. Los dos personajes, émulos declarados de los héroes detectivescos de Arthur Conan Doyle, son, sin embargo, españoles, andaluces, provincianos, que razonan, hablan y discursean casi a ritmo de tertulia mediterránea, que no sólo reflexionan sobre el hecho criminal que investigan, sino también sobre la naturaleza y el ritmo de las mareas en la costa de Huelva.

Los hechos se originan en un lugar de esa costa, no lejos de Sevilla, como se aclara en el texto. Un secuestro que inicialmente es un calco del que se produjo hace todavía poco tiempo en la persona de Anabel Segura y que acabó tan trágicamente, una chica joven que hace footing es introducida a la fuerza por dos individuos en una furgoneta. Lo insólito es que los secuestradores exigen que el rescate de un buen montón de millones de pesetas sea pagado nada menos que en la muy lejana Noruega. Nuestro ex comisario de policía y su compadre, el profesor de Universidad, son los encargados de llevar el dinero y entregarlo.

Sorprende el escenario elegido que, sin embargo, queda justificado en la novela, dando lugar además a bien aliñados comentarios en forma de diálogos de los protagonistas durante el viaje, aunque haya algo, o bastante, de rocambolesco en toda esta parte, entre tantas idas y venidas, escuchas a través de las puertas, persecuciones, seguimientos, etc.

Siempre ha tenido José María Vaz de Soto predilección por los diálogos, habiendo escrito alguna novela sólo con diálogos, y eso también se nota en Síndrome de Oslo, en la que los dos personajes principales se comportan sin especial dramatismo aun en las más apuradas y difíciles situaciones, tan socrática como sanchopancescamente –es siempre estupendo el tono distendido de las reflexiones y el fluir barojiano de los hechos– aunque, todo hay que decirlo, llegado el momento no duden en irrumpir pistola en mano en el piso de los secuestradores, un poco a la manera del mismísimo Harrison Ford, lo que acaso haya que considerar más un guiño, otro más, que una servidumbre a ese referente imperial de segundo orden o de segunda instancia de que hemos hablado al comienzo de estas líneas.

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Ficha técnica

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