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José María Eça de Queirós. La reliquia

La Reliquia

José María Eça de Queirós

ha sido publicado por El Acantilado.

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Esta novela del gran novelista portugués está considerada como una obra menor. Es muy justo si nos vemos obligada a compararla con una pieza del calibre de Los Maia e incluso con otras obras que no sean ese libro cumbre de Eça, como El primo Basilio. A mí me parece que tiene más afinidad con El misterio de la carretera de Sintra, no porque sean emparejables, pues ésta es un puro relato de intriga mientras que La reliquia es una novela satírica, sino porque siendo ambas una especie de juego, consiguen una frescura y una gracia narrativa que las hace merecedoras de atención. En general, en las novelas donde prima la intriga es ésta la que condiciona al resto de la novela; es decir: los personajes y situaciones deben adaptarse al interés de la intriga y no a la inversa. La intriga funciona así como una exigencia de la que dimana todo lo demás. En las grandes novelas sucede al revés, la intriga dimana de los personajes, que son los que exigen las situaciones. Las primeras son más fáciles, pues, como manda la intriga, los personajes suelen ser de cartón-piedra o de una sola pieza y la verosimilitud se cuartea cuanto sea necesario, ya que prima la emoción, o la excitación, sobre cualquier otra consideración. Las segundas son más estrictas en cuanto al cumplimiento de las reglas que ellas mismas se marcan, pero, por lo mismo, son más ricas y complejas. Creo que un ejemplo bastará: en Madame Bovary la intriga sería imposible sin crear un personaje tan complejo y acabado como Emma Bovary; todo cuanto sucede y que nos mantiene en vilo, sucede porque ella existe, creada con absoluta plenitud; si no existiera, no habría novela. Pruebe el lector a tomar una novela en la que lo dominante es la intriga (el mismo Misterio de la carretera de Sintra) y verá cómo cualquier cambio en las características de los personajes –e incluso cambio de personajes– no alteraría el discurrir de la novela.

Todas estas consideraciones no pretenden otra cosa que centrar el comentario acerca de La reliquia; porque debo decir, ante todo, que La reliquia es una de las novelas peor articuladas que recuerdo haber leído –me refiero, claro es, a novelas de grandes autores–. Consta de cuatro partes, de las cuales la primera se corresponde con lo que llamamos «exposición» y lo hace de una manera impecable. Un muchacho huérfano es recogido en su casa por una tía solterona e histéricamente fanática de la religión. El muchacho ha de cumplir con las reglas de vida de la señora si quiere sobrevivir, pero, a partir de un momento determinado, concibe que es el único beneficiario terreno de la herencia de su rica tía; entonces no ya se somete, como hasta entonces, a la histeria de la tía sino que, movido por la ambición, se flagela con su propia humillación con tal de alcanzar el grado de santidad necesario para que la tía lo nombre heredero. Porque, como le dice uno de los suntuosos catolicones que rodean a la tía, «su rival es Jesucristo». La tía abriga la intención de dejar sus bienes a la Iglesia y Teodorico –que así se llama el joven– concibe un plan: hacer un viaje a Tierra Santa en nombre de su tía y traerle una reliquia de importancia como recuerdo del cumplimiento de esa peregrinación.

El joven, naturalmente, llevaba una doble vida y muy a escondidas había logrado entregarse con fruición a los placeres de la carne. La segunda parte cuenta el viaje a Oriente, donde se empareja con un sabio arqueólogo alemán, el doctor Topsius. Teodorico se echa en brazos de una inglesa, disfruta de la vida y se encamina a Jerusalén. Al término del capítulo, logra una reliquia que no es cualquier cosa: la corona de espinas con la que Cristo murió en la cruz. Entonces viene la tercera parte (y la más extensa): el camino a Jerusalén. La cuarta y última narra el regreso a Portugal, la llegada poco menos que en loor de santidad y el desenlace de todo el plan que concibió con tanta astucia como anhelo y necesidad.

Así expuesta la anécdota que sostiene la novela, parece que tiene una línea coherente y un acuerdo sencillo con la fórmula tradicional «exposiciónnudo-desenlace». Pero lo cierto es que, si bien puede establecerse un paralelo –por contraste– entre las partes primera y segunda, la tercera es como un polvorín que estalla al aplicarle inadvertidamente una mecha en un momento de exaltación o de entusiasmo. En ella, Teodorico se pone en camino hacia Jerusalén acompañado de Topsius para entrar en la ciudad santa al alba del día de Pascua; parten a caballo y, en medio del camino, Topsius entra en una posada que ofrece baño, vino, descanso y toda suerte de comodidades «a la manera de Roma». Y, a partir de ese momento, el tiempo se traslada y para su asombro y el del lector, Teodorico asistirá a la pasión y muerte de Jesucristo, conocerá a Pilatos, sabrá de las habladurías que relacionan a la mujer de éste con el galileo, tendrá acceso al Sanedrín, asistirá a la discusión en la que se decide entregar a Jesús, verá a Caifás, conocerá la versión de los sucesos acaecidos en el Templo –cuando el galileo expulsó a los mercaderes– por boca de un pobre mercader indignado con el proceder de Jesús. En definitiva, un viaje en el tiempo del que regresa exhausto. El estado de éxtasis por aquella vivencia lo agota y, ya de vuelta, al pasar por Alejandría, se entera de que sólo ha sido un incauto más en manos de aquella inglesa con la que pasó días felices. Regresa a Portugal, pues, desengañado, pero convencido de que heredará a su tía. Y, con suma rapidez, se suceden los hechos hasta llegar al momento en que Teodorico, que es el relator de la historia, nos descubre desde dónde habla, dónde se halla ahora –después de morir su tía y organizarse su vida– y por qué cuenta esta historia.

La narración se descuadra totalmente con la vivencia oriental. En principio, el encuentro con el Oriente tiene todo el sabor del contraste con la cerrada sociedad bienpensante portuguesa, la asfixia moral y la ñoñería religiosa. Pero pronto se desmanda y lo que nos relata parece más bien un viaje exótico cuyo interés lo tiene en sí mismo, no en relación con el origen de la narración y, sobre todo, tras un primer sueño en el que se le aparece el Diablo, está claro que se dirige a la fantástica vivencia de la semana de Pasión. Y cuando sale de este éxtasis, baja a tierra a toda carrera sin paso intermedio; por así decirlo, se quita de encima lo anterior y nos vuelve a la urgencia de resolver la novela cuanto antes según el problema planteado al inicio.

Pero, ¿qué plantea al inicio? Portugal y el Oriente quedan aislados como dos cuerpos extraños; hay dos novelas, por así decirlo, y un ataque de delirio histórico incrustado en la segunda de ellas. La modernidad de la novela –que la tiene y mucho, pues es hora de decir que resulta de lo más entretenida y divertida– se basa, sobre todo, en el uso de la sátira. Tanto el mundo de Lisboa como el de Alejandría son narrados con un sentido del humor y una evidencia de contraste verdaderamente admirables, además de ir siempre al grano y no consentirse ninguna gracejería facilona. Como se trata de una contraposición clásica (placer frente a represión) que está solventada con un humor verdaderamente inteligente, que va más allá del puro ingenio, la historia vale tanto en su época como ahora. El personaje de Teodorico es un personaje complejo porque está visto desde el lado humillante –que él acaba asumiendo y, sobre todo, fomentando– y desde el lado alegre de la búsqueda de los placeres de la vida. El placer mayor en la casa de su tía es la comida; el placer mayor fuera de ella son las mujeres. El horizonte es un horizonte de codicia que, poco a poco, va cediendo terreno ante la realidad de la vida. Y, finalmente, el éxtasis con que se le nubla el cacumen y vive su visita a Jerusalén con un énfasis catártico, viene a oponerse al olor a cerrado, miseria moral e incienso de la casa de su tía. Pero todo ello de manera deslavazada, partiendo la novela en dos mitades.

El resto de los personajes –incluida su tía– son de una pieza y cumplen a la perfección el papel de secundarios; no respecto a la intriga –que sigue su camino– sino en tanto que toques, pintorescos todos ellos, de costumbrismo; un costumbrismo al que el tono de humor redime de lado menos narrativo: el de quedarse en mero retrato de tipos y costumbres. Los curas que rodean a la tía; el notario beato y putero; Alpedrinha, el portugués perdido en ultramar; el alegre Potte; el campanudo doctor Topsius… son una compañía estupenda para el lector. En realidad, esta es una narración de lo grotesco. Un Eça satírico toma el lado grotesco de una situación de moral social, lo eleva a un ridículo sublime y lo devuelve el lector dejándolo cargado de sugerencias que lo dejarán sumido en severas consideraciones tras haber reído y disfrutado de verdad.

La novela es como uno de esos platos en los que la salsa no liga y sus componentes quedan desperdigados en el plato; sabrosos todos, pero faltos de esa reunión de sabores que es lo que da cuerpo al plato. No es fácil decir esto de una novela tan desarticulada. En 1869, Eça de Queirós, en compañía de su amigo el conde de Rezende, emprendió un viaje a Oriente que empezó en Lisboa, siguió por Cádiz y Gibraltar, pasó por Malta y llegó a Alejandría. El pretexto del viaje era asistir a la inauguración del canal de Suez, lo que hicieron, pero viajaron también por Palestina, el Sinaí y llegaron a Jerusalén. En otras palabras: cumplieron con el precepto romántico del viaje a Oriente. De este viaje quedaron varios testimonios, el más completo: el de su libro sobre Egipto; y, como se ve, La reliquia también recibió su parte, además de otras obras, principalmente artículos y cuentos. Es evidente que Eça quedó fascinado y, de hecho, la vivencia de Teodorico en Jerusalén se aparta por completo del tono humorístico del relato para crear una descripción apasionada. Eça, además, era un descriptor de primera, y, tanto para lo grotesco como para lo fantástico, su pluma afina sin renunciar al adorno para regocijo del lector. Lo que sí está construido verdaderamente bien es el sentido romántico del amor del joven Teodorico. Ahí creo que está, también, la última pulla y la última punta de este libro singular.

Así pues: un personaje complejo muy bien trazado como una moneda de dos caras; unos secundarios admirablemente fijados; una novela que se parte en dos y termina con demasiado apresuramiento y con una conclusión que es un pegote en relación con el movimiento de conciencia del personaje central; dos tonos de escritura –humorístico uno, apasionado el otro–; y un autor con una rara inteligencia para mirar a su alrededor y una mano de primera para la descripción que se deja llevar por sus impulsos. No cabe mayor desestructuración en orden a fabricar una novela y, de hecho, cuando uno la lee tiene a veces la sensación de que se le está desencuadernando y ha de sujetar las páginas para que éstas no se esparzan por el suelo. Y, a pesar de todo, confieso que es capaz de hacernos disfrutar con inteligencia y de convertirse en objeto de culto de toda una serie de buenos lectores. De donde se demuestra que el talento, aunque no lo sea todo, es mucho.

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Ficha técnica

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