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Los mundos de John Elliott

ESPAÑA, EUROPA Y EL MUNDO DE ULTRAMAR (1500-1800)

John H. Elliott

Taurus, Madrid

Trad. de Juan Carlos Bayo y Marta Balcells

384 pp. 22 €

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Es ésta la tercera ocasión en que la obra menor y dispersa de John Huxtable Elliott se pone a disposición del público que no suele frecuentar los lugares (conferencias, homenajes, revistas especializadas…) para los que aquélla fue preparada. En 1990 aparecía España y su mundo: 1500-1700, y en 2002 Rafael Benítez tuvo el acierto de reunir bajo el título España en Europa: estudios de historia comparada otra muestra de la elegancia con que John Elliott ejecuta su oficio de historiador. Repárese de inicio en la similitud, en la casi intercambiable homología de los tres títulos referidos. Es común en ellos, por supuesto, la mención de España, y la ubicación de ésta ya en Europa, ya en un mundo que tanto puede ser el suyo propio como el más amplio que se extiende por ultramar. Para la cronología se intuye también que, aunque en algún caso no se especifique, el mundo de Elliott no suele retroceder mucho más allá de 1500 o aventurarse tras 1800. Es inevitable, por lo demás, que entre esta miscelánea de 2010 (edición original de 2009) y la mencionada de 2002 se hayan producido inevitables solapamientos (hasta cuatro, según mi cuenta).

Elliott ha organizado el contenido de su libro en tres partes; a saber: Europa, el mundo de ultramar y el mundo del arte. Dos de las cuatro aludidas repeticiones figuran en la primera; ello no obedece, según creo, a otra razón distinta que la fenomenal trascendencia de ambos trabajos tanto para el entendimiento de la historia de España y de Europa como para la incardinación de aquélla en ésta. Por lo demás, los dos bloques iniciales del volumen, los más pegados a la historia sin apellido, reúnen aportaciones publicadas a lo largo de las casi dos décadas que van de 1990 a 2007.

La hoja de ruta que para ellas se trazó el autor acaso se contenga en la lección inaugural que el 10 de mayo de 1991 pronunció en la Universidad de OxfordNational and Comparative History, Oxford, Oxford University Press, 1991.. Atrapado entre «los grandes acontecimientos que transformaron el rostro de la Europa central y oriental en 1989-1990» y la inmediatez de las celebraciones de 1992, el discurso del Regius Professor se proyecta en el diseño de la tarea que debe corresponder a la «historia británica» (a los historiadores británicos, entiéndase) en la nueva Europa que habría de nacer el 1 de noviembre de 1993. En otras palabras: de lo que se trata es de reubicar la historia nacional en el nuevo contexto, político y cultural, que se adivina próximo. Y la apuesta es fuerte. Sentada desde luego la primacía académica de la «British history», Elliott proclama que, sin embargo, no debe ni puede ser ésta una «historia insular». «Nuestra historia nacional –continúa– ha estado íntimamente vinculada durante muchos siglos con la historia de Europa»; y reconociéndose un tanto extraño en un medio en el que la historia nacional ha gozado hasta entonces de superior predicamento (académico), muestra su preocupación ante un claustro cuya mayoría de miembros no parece tener más horizonte que el de la propia historia. Tampoco le resulta alentadora la perspectiva de que buena parte de sus colegas se muestren incapaces de leer historia «en otra lengua que no sea el inglés». No seguiré por esta vía, salvo para indicar que similares habas cocían y cuecen por otros lares y que la excepcional posición de Elliott en aquel medio, en 1991, observada por él mismo, ha merecido también la atención de un colega como Jonathan Scott, quien, en efecto, no ha podido encontrarle otros predecesores en el oficio que David Hume (1711-1766) y Leopold von Ranke (1795-1886)England’s Troubles. Seventeenth-Century English Political Instability in European Context, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pp. 11 y ss..

Historia nacional sí, pero historia de radio mayor (europeo) también, y al unísono, para que la comparación surja como quien no quiere la cosa, de forma espontánea. Aunque esto es sólo el principio. La «redefinición» que cabe exigir a los historiadores ante el proceso de construcción europea debería exigir, asimismo, que tampoco se diera la espalda a «estas extensiones históricas de nosotros mismos» que son las Américas, española e inglesa. Cinco años después de escritas estas líneas, aparecían sus Imperios del mundo atlántico.

De España, de Europa y de las Américas van, pues, las tres partes de la obra, las tres observadas con tantos ojos, desde tantos ángulos, como el caso requiera. Voy a los ejemplos. Sean las páginas sobre las llamadas «monarquías compuestas». Apunto simplemente que se trata de un colosal semillero de ideas que atañe no sólo a la historia de la propia España (y a su imperio), sino a la totalidad de la Europa del Antiguo Régimen. No en vano se abre con una sugestiva y provocadora cita de Charles Tilly: mientras que hacia el año 1500 existían unas «quinientas unidades políticas más o menos independientes», en 1900 la lista se había reducido a veinticinco. Más que de construcción del Estado, el programa consiste, pues, en un análisis de las condiciones que propiciaron tanto la eliminación de la mayoría de aquéllas como la supervivencia de las menos; de la pugna entre las fuerzas internas y externas que en la sociedad política alentaron dicho proceso, y, en el caso de las extinciones, del impenitente triunfo de lo que Norbert Elias llamó el «royal mechanism» (Königsmechanismus), esto es, el uso que hicieron príncipes y potentados de su poder moderador entre aquellas fuerzas para reducirlas o anularlas a la menor oportunidad que se les ofrecieseHelmut G. Koenigsberger, «Dominium Regale or Dominium Politicum et Regale. Monarchies and Parliaments in Early Modern Europe», Politicians and Virtuosi. Essays in Early Modern History, Londres, The Hambledon Press, 1986, pp. 1-25.. El repaso a tres o cuatro siglos de estas experiencias a lo largo y ancho de la Europa de entonces no parece fácil. Y, sin embargo, pocas veces he leído una exhibición de buen hacer y de sentido común históricos como los que aquí se ofrecen. Apuesto a que se trata de uno de los trabajos históricos más citados de la década.

Confieso también mi deuda y admiración por otra de las joyitas del cofre: «Una sociedad no revolucionaria: Castilla en la década de 1640». Acaso sea preciso también aquí rebobinar en busca de precedentes. El propio autor había, en efecto, expresado treinta años antes su estupefacción ante la facilidad con que Cataluña y Portugal se deslizaron en 1640 por la senda de la revuelta ante el «temor» (sic) de que la ola de fiscalismo que también entonces inundaba Castilla, Nápoles o Sicilia pudiera alcanzarles. Sobresalía, de rebote, en tal tesitura, como «uno de los rasgos más notables de esta década [1640-1649]», el hecho de que «el corazón de la Monarquía española, Castilla», principal sufridora de la presión, se hubiera mantenido «firme»«Revueltas en la Monarquía española», en Jack P. Greene y Robert Forster (eds.), Revoluciones y rebeliones en la Europa moderna, trad. de Blanca Paredes, Madrid, Alianza, 1972, pp. 123-144. La edición original es de 1970 y el coloquio que dio lugar a la publicación se celebró durante el curso académico 1968-1969.. Elliott compartía así la sorpresa que cuatro décadas antes también había expresado el más grande de los hispanistas a la sazón en ejercicio: Roger Bigelow MerrimanSix Contemporaneous Revolutions, Oxford, Clarendon Press, 1938, pp. 26 y 91. El título alude a los sucesos acaecidos en Portugal, Nápoles, Francia, Cataluña, Inglaterra y las Provincias Unidas en la década de 1640.. Pero mientras que éste permaneció mudo en punto a posibles hipótesis explicativas, en 1990 Elliott ofreció la suya. El coraje de Felipe IV al deshacerse de Olivares a comienzos de 1643 propició «una disminución inmediata de [las] tensiones» a lo que se ve más que suficiente para evitar males mayores. «Un cambio revolucionario, o así lo parecía, había sido alcanzado sin recurrir a la revolución». El ajuste partió, pues, de una oportuna acción del monarca, que desde luego no parece poder aclararlo todo. Consciente de ello, Elliott otorga también su papel a los gobernados, a una Castilla «inusualmente leal», cuya actitud, en cualquier caso, no se intuye ni graciosa, ni antropológica, ni sobrevenida. Me sorprende, sin embargo, que Elliott pase aquí por alto alguna de las observaciones que él mismo redactó en 1973 para una miscelánea en torno a los orígenes de la guerra civil inglesa«England and Europe: A Common Malady?», en Conrad Russell (ed.), The Origins of the English Civil War, Londres, Macmillan, 1981 (reimpresión). Hasta donde mi conocimiento alcanza, este artículo no ha sido traducido al español.. Veamos. El editor del volumen al que me refiero le endosó el más excéntrico, el menos British, de los cometidos. Traducida, la encomienda rezaba así: «Inglaterra y Europa: ¿una misma enfermedad?». Russell parecía estar persuadido de que sólo Elliott podía cruzar el Canal y mostrar en su peregrinaje de acá para allá, y viceversa, lo que de common pudiera haber existido entre todas aquellas contemporary revolutions. Si mi lectura es correcta, lo distintivo de la revolución inglesa comenzada en 1640 consistió, a medida que ésta avanzaba, en la explosiva conjunción de una larga serie de malestares (¿enfermedades? ¿dolencias? ¿molestias?) comunes a las que simultánemente (contemporáneamente) padecía Europa, aderezados, no obstante, con lo específicamente English de aquella circunstancia, a saber, «la munición de la disensión religiosa». Como advertía aquel comandante del frente de Cataluña en 1639 a la hora de trazar similitudes entre la rebeldía catalana y la de las Provincias Unidas: aquí sólo faltaba que vinieran los curas para que tanto la fe como la obediencia acabaran perdiéndose. No hubo, pues, aquí, como tampoco en Francia o en otras partes, lo que hizo de la rebelión revolución. La primera, definida por Conrad Russell como el movimiento capaz de «forzar un cambio de política y un cambio de ministros», pudiera ser de aplicación a Francia o a Nápoles; y si en enero de 1643 Felipe IV cambió de golpe tanto de ministro(s) como de política (esto más dudoso), evitó desde luego, como apunta Elliott, que tales mudanzas le fueran a la postre impuestas, como ocurrió en otros casos. Castilla ocupó así el escalón menos peligroso. La historia, en cualquier caso, depara singulares paradojas para los revolucionarios y las revoluciones: «La oposición conjunta, política y religiosa, que desafió al gobierno de Carlos I se parecía muchísimo a la versión a destiempo de un tipo de movimiento que casi había desaparecido en el continente. No era la única vez en la historia en que las Islas Británicas se encontraban a dos o tres generaciones por detrás de los tiempos».

El análisis comparatista continúa hacia los imperios español y británico desde la base del previo interés del autor por el primero. Hay, así, en esta segunda parte muestras de una y otra preocupaciones. No es fácil resumir en pocas líneas la riqueza de puntos de vista con los que el autor observa cada uno de estos imperios, o los dos a un tiempo. Destacaré no obstante, a título de síntesis, la circulación de préstamos que se produce entre ambos mundos (hispánico y británico), en una dirección (del primero hacia el segundo) por lo que hace al siglo XVI, dando paso a la contraria a medida que se transita del XVII al XVIII. Uno aprende del otro y éste acaba haciéndolo de aquél cuando se ve sobrepasado por el pupilo. Ambos, por lo demás, miran hacia el pionero portugués que tanto en África como en Asia había demostrado su extraordinaria capacidad organizativaPara los préstamos hispano-portugueses, véase Sanjay Subrahmanyam, «Holding the World in Balance: The Connected Histories of the Iberian Overseas Empires, 1500-1640», The American Historical Review, núm. 112 (2007), pp. 1359-1385.. Por las páginas de esta segunda parte se mueven, por tanto, desde las motivaciones (económicas, religiosas) que alientan las respectivas «apropiaciones», su ratio jurídica o las distintas instituciones que habilitan tanto la misma organización de los viajes como la efectiva ocupación del territorio. Portugal alumbró unas Casas (de Guinea y de la India) desde las que atender el comercio con ultramar, Castilla hizo otro tanto (la de la Contratación), y a punto estuvo el modelo de ser imitado por fin en Inglaterra. Aunque también sucedió que la misma circulación de experiencias propiciara la divergencia. Hubo de todo en este fenomenal laboratorio que fueron los mundos coloniales (también Francia, las Provincias Unidas) entre 1500 y 1800. Por ejemplo: en 1584, Richard Hakluyt se valió del título de Defensor Fidei concedido a Enrique VIII por León X en 1521 para tratar de sustentar un derecho de ocupación homologable al concedido a Fernando e Isabel en 1493. Sin embargo, mientras que Francisco de Vitoria era incorporado al arsenal jurídico con que desmantelar las pretensiones hispanas, la Historia natural del padre Acosta servía a su vez para echar leña al fuego de la naturaleza bestial de ciertas comunidades indígenas para luego poder proceder en derecho a su «desposesión»Andrew Fitzmaurice, «Moral Uncertainty in the Dispossession of Native Americans», en Peter C. Mancall (ed.), The Atlantic World and Virginia, 1550-1624, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, pp. 383-409.. Es difícil pedir más en punto a influencias.

Cierro con una breve alusión a los tres estudios relativos al mundo del arte, del género de los que ya figuraban en España y su mundo. En éstos el despliegue se produce tanto hacia las circunstancias históricas del trasplante de un artista singular –El Greco– desde el Mediterráneo a Toledo, como a un análisis comparativo de algunas de las cortes más relevantes (en cuanto dispensadoras de patronazgo artístico) de la Europa Moderna, para concluir con la aportación del autor al libro-catálogo de la magna exposición velazqueña que la National Gallery de Londres organizó en 2006. Es de justicia mencionar aquí que el libro de Elliott está dedicado a Jonathan Brown, autor de un Velázquez, pintor y cortesano. En la última entrega de esta tercera parte el autor reitera el peso de la corte en la producción de un artista que no en vano pasó en ella treinta y siete de sus setenta y un años, traído por la mano de quien (Olivares) en 1623 le puso en bandeja el nombramiento de pintor real. Felipe IV murió en 1665 y Velázquez en 1660. A lo largo de estas cuatro décadas el pintor y cortesano dejó compuesto un retrato panorámico del reinado al que sólo faltó la instantánea con la que Charles le Brun y Adam Frans van der Meulen inmortalizaron la entrevista de Luis XIV y Felipe IV en la isla de los Faisanes, en la desembocadura del Bidasoa, aquel mismo año de 1660. Es este cuadro el que corona la serie de ilustraciones del libro. Poco antes de morir Velázquez se había ocupado personalmente de aderezar la «barraca», donde se vieron suegro y yerno, escenario que la pintura recoge. Se trata de una composición que guarda una cierta similitud compositiva con La rendición de Breda (por la disposición y actitudes de los personajes), con el foco puesto en el preciso momento en que ambos monarcas inclinan suavemente troncos y cabezasJosé Luis Colomer, «Paz política, rivalidad suntuaria. Francia y España en la isla de los Faisanes», en José Luis Colomer (ed.), Arte y diplomacia de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII, Madrid, Fernando Villaverde, 2003, pp. 61-88. . En un juego posicional que no creo inocente, Felipe actúa de cara mientras que Luis ofrece el perfil derecho de hombro y mejilla; a mayores, el rey de España ocupa el lugar que en 1625 había correspondido a Spinola, mientras que el de Francia toma el del entonces vencido Justino de Nassau. Bonita paradoja para una escena que retrata el tránsito de la preponderance española a la francesa tras el fin de la guerra sellada con la Paz de los Pirineos (1659). Ahora entiendo por qué el trabajo se titula «Apariencia y realidad en la España de Velázquez».

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