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Cristología posmoderna

JESÚS, SÍMBOLO DE DIOS

Roger Haight

Trotta, Madrid

Trad. de Antonio Piñero

592 pp.

40 €

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No hay ninguna manera tan eficaz de llamar la atención sobre un libro como una condena del Vaticano, y en 2005 este libro conocía ya su sexta edición en inglés. Por lealtad, la Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre los «serios errores» que contiene, firmada en 2004 por el Papa actual, se encuentra impresa en la contracubierta del libro. Roger Haight es un antiguo presidente de la Sociedad Teológica Católica de Estados Unidos, y la Notificación va seguida de una declaración de la junta directiva de la sociedad, lamentando la Notificación y arguyendo que impedirá la animada discusión a que ya había dado lugar el libro. A pesar de los cuatro años de diálogo que precedieron a la Notificación, la junta también apunta que al autor se le negó la oportunidad de defender adecuadamente sus puntos de vista, y señala que la medida disciplinaria que prohíbe a Haight dar clases de teología católica constituye una afrenta a su integridad y responsabilidad personal. Haight fue apartado de su puesto en la Western School of Theology, regentada por los jesuitas, y pasó a ocupar otro en el multiconfesional Union Seminary de Nueva York. El asunto no se quedó ahí y debe añadirse que a finales de 2008 una nueva resolución sin precedentes de la Congregación para la Doctrina de la Fe le impidió enseñar ningún tipo de teología sistemática que estuviera conectada con la cristología. Sin embargo, en un lugar destacado de la cubierta del libro, se lee el juicio de un compañero jesuita: «Un libro maravilloso, esclarecedor, un hito». ¿Qué es lo que ha provocado tanta disputa?

En primer lugar debemos esbozar el proyecto del libro. El autor se propone que las doctrinas tradicionales de la cristología resulten inteligibles en la época posmoderna. Recela de definir el posmodernismo demasiado a fondo, pero en la segunda mitad del libro enumera cuatro de sus características: un cierto pesimismo por el carácter destructivo del siglo XX; una conciencia social crítica; una falta de certidumbre de un sistema firme de valores entre los jóvenes, y una conciencia cósmica. De hecho, el rasgo más frecuentemente expresado a lo largo del libro es la tendencia a impacientarse al abordar entidades míticas y espirituales como si fueran piezas de un ajedrez o piezas que deben encajar unas con otras como las de Lego. Ejemplos concretos son la reificación de metáforas y la hipostatización de personificaciones. Como todo lo que se dice sobre Dios trata íntegramente de lo trascendente, ninguna afirmación teológica ofrece un dato de conocimiento; las Escrituras son un libro de símbolos religiosos y ninguna predicación sobre Dios puede ser literal. Se produce un intento constante (que decae abiertamente en el último capítulo sobre la Trinidad) de evitar el lenguaje familiar y no explicativo. El título del libro constituye un ejemplo de esto: más familiar y menos incendiario que «Símbolo de Dios» sería «Sacramento de Dios», pero pasan casi dos centenares de páginas hasta que Haight admite tímidamente que «hace algunas décadas los teólogos católicos redescubrieron el concepto de símbolo» y lo aplicaron a Jesucristo, la Iglesia y los sacramentos, y son necesarias otro centenar de páginas para que cite a Schubert Ogden como la persona que aplicó el concepto de sacramento a Cristo, a pesar de que fue un pilar del Vaticano II. Sin embargo, en medio de toda una serie de preliminares verdaderamente esclarecedores, Haight explica claramente lo que quiere decir cuando afirma que Jesucristo es el símbolo concreto de Dios. Él es el elemento central para la mediación de la revelación cristiana de Dios, un símbolo clásico, intemporal, universalmente relevante y que se resiste a una interpretación definitiva. El capítulo preliminar concluye con una brillante serie de seis aspectos a los que una cristología posmoderna debe dar una explicación satisfactoria: la figura histórica de Jesús de Nazaret, la resurrección de Jesús, el sufrimiento humano, la relación de Jesucristo con otras religiones, el significado de la salvación y la divinidad de Jesús. Aquí, como en todo momento, el libro es un modelo de pedagogía, exponiendo el esquema y las proposiciones que han de examinarse, haciendo un resumen de los resultados y repitiendo las conclusiones importantes. Así, el segundo capítulo establece términos y principios que serán relevantes. De nuevo, está lleno de discernimientos brillantes, no sólo sobre el asunto central del símbolo, sino también sobre temas como la importancia de la imaginación en teología o la necesidad de una cristología válida para inspirar y reforzar la vida cristiana.

Un tema central del libro es que una cristología válida debe hacerse «desde abajo», debe tener como su punto de partida la figura histórica de Jesús de Nazaret. Así, el tercer capítulo es un brillante esbozo del Jesús histórico, recogiendo y evaluando una serie de interpretaciones modernas de esta figura. Aparece visto como un profeta escatológico, para quien el Reino de Dios era un símbolo de su misión, aunque Haight insiste en que no hay necesidad de postular que Jesús tiene ningún conocimiento objetivo de una disposición concreta del Reino. El siguiente capítulo es una presentación igualmente sensible del Dios de Jesús, el Dios del judaísmo, un Dios que salva, que actúa en la historia, que juzga, castiga, perdona, otorga, bendice, responde a las plegarias. Este es el Dios al que encontramos en Jesús, con su escandalosa compasión (el Hijo Pródigo), una fuerza subversiva y no conservadora en la sociedad.

Con el quinto capítulo sobre la resurrección empiezan las dificultades, ya que hermenéutica significa mantener unidos los datos en el marco de la tarea constructiva de descubrir un sentido que resulte aceptable en la época posmoderna. Haight explica cuidadosamente lo que quiere decir al afirmar que la resurrección no es un hecho histórico, puesto que es metahistórico y metaempírico, no un incidente imaginable de este mundo. Además, «los relatos imaginativos del Nuevo Testamento son vehículos simbólicos para expresar la fe en la resurrección de Jesús y afirmar su realidad», «ejemplos de predicación querigmática». La verdadera prueba de la resurrección no son esas historias ni la tumba vacía, sino la inversión del tímido temor de los discípulos. Aquí llega la primera intervención vaticana, que objeta que «las apariciones del Señor resucitado y la tumba vacía son el fundamento de la fe de los discípulos en la Resurrección de Cristo, y no viceversa». Haight afirma realmente que «la historicidad de la tumba vacía y las narraciones de la aparición no resultan esenciales para la fe-esperanza en la resurrección», y en la misma nota a pie de página explica que «conocer en el sentido de encontrar a Jesús resucitado en una experiencia de Cristo como Espíritu» constituye un elemento esencial en el «florecimiento» de la creencia de que Jesús estaba vivo y exaltado. Muchos aceptarían que la tumba vacía no era la causa de la creencia en la resurrección (Pablo no lo menciona), pero es justa la crítica de que Haight no es claro en relación con la importancia de los encuentros con el Señor resucitado. El recuerdo de los discípulos de la autoridad y poder de Jesús durante su ministerio es, por supuesto, una condición necesaria pero no suficiente del florecimiento de su fe.

El siguiente capítulo sobre la diversidad de cristologías en el Nuevo Testamento y sobre la importancia de que exista tal diversidad vuelve a ser un trabajo excelente. Muestra los numerosos modos y figuras con los que la tradición intentó expresar cómo Dios opera en Jesús. Haight insiste una y otra vez en que Jesús no se considera en absoluto separado de Dios, llamando la atención sobre «el carácter figurativo, simbólico de términos como Espíritu, Sabiduría, Gloria de Dios, Dedo de Dios, Palabra de Dios». Hay personificación, pero no hipostatización. Apoyándose en Dunn para gran parte de su exposición sobre la cristología de la sabiduría, Haight cuestiona la aceptación por parte de Dunn de que haya una afirmación significativa de preexistencia del Logos; es poética e imaginativa, y no debe malinterpretarse. No hay ciertamente ningún peligro de hacer de Jesús un segundo Dios, pero Haight resta quizás importancia a la relevancia del culto dada a Jesús en textos como Filipenses 2:9-11 y 1 Corintios 8:6, por no mencionar la enormemente relevante cristología del Apocalipsis, que ni siquiera llega a mencionarse.

Estamos ya listos para adentrarnos en cuatro capítulos de clara y detallada exposición del desarrollo posterior de la cristología en los primeros padres y en las controversias que culminaron y alcanzaron su cenit en los concilios de Nicea y Calcedonia. Haight se basa profusa y abiertamente en obras clásicas como las de Grillmeier, Pelikan y Kelly, pero nunca he encontrado una exposición tan nítida, sucinta y esclarecedora de autores como Ireneo, Orígenes y las corrientes opuestas de las escuelas alejandrina y antioquena. El resultado final, sin embargo, es que las cosas empezaron a decaer con Ireneo. Con él, la cristología del Logos de Juan empezó a imponerse sobre el resto, haciéndolas desaparecer a la larga y, además, en un mundo de pensamiento habitado por entidades espirituales, poderes y demiurgos independientes. Sus oponentes indujeron a error a Ireneo al presentar al Logos del mismo modo. El camino quedaba entonces expedito para que los filósofos-teólogos griegos probaran con lo que eran originalmente personificaciones poéticas de los poderes de Dios como si fueran hipóstasis independientes: «Lo que era una figura del lenguaje pasó a entenderse no como una figura del lenguaje sino como algo que hacía referencia a un “ser real”». Quedaba entonces únicamente encontrar un «encaje» satisfactorio de tres personas en un único Dios. Éste fue el compromiso calcedonio. Haight considera este proceso «una fábula mitológica», inaceptable para la mente posmoderna. Y no es tampoco una cristología satisfactoria, pues el Logos «asume como propia una naturaleza humana como su instrumento», de modo que el sujeto que actúa no es un ser humano libre sino Dios. En su determinación de modelar una cristología posmoderna, Haight echa realmente por tierra todo el edificio de la explicación clásica, decantándose por la cristología de los evangelios sinópticos, insistiendo, por un lado, en que Jesús es plenamente humano en el mismo sentido en que lo somos nosotros (¡sin duda ortodoxo!) y, por otro, repitiendo el mantra levemente extraño «la unión de nada menos que Dios con la persona humana Jesús». Esto lo considera compatible con una visión antioquena de Dios habitando dentro de nosotros. Aquí la ira del Santo Oficio se concentra principalmente en la negación de que el Hijo de Dios eterno se hiciera hombre.

A continuación se examina la trayectoria de la soteriología en claros capítulos sobre Anselmo, Abelardo, Lutero y Calvino, modelos de exposición una vez más. La carga de la explicación posmoderna de Haight es aquí que la muerte expiatoria de Jesús es repulsiva. ¿Cómo puede agradar a un Dios justo una muerte injusta, y la muerte de una víctima inocente en lugar del culpable? El secreto de la muerte de Jesús es que constituye la expresión suprema de su obediencia al padre y, como tal, resume toda su vida como símbolo de Dios. No es la sangre y el dolor de Jesús lo que redime, sino su comportamiento durante estos hechos; son simplemente símbolos de regalo del yo, «la intensidad simbólica suprema» del amor (con una útil referencia a Jon Sobrino). En este punto, el Santo Oficio señala que Haight rechaza toda la tradición del lenguaje eclesiástico. Creo que gran parte de la dificultad surge aquí del lenguaje poco moderado de Haight. Buena parte de este choque en concreto podría haberse evitado si Haight se hubiera ocupado con sensibilidad del uso que hace Pablo de las imágenes sacrificiales judías en Romanos 3:25, así como la insistencia de Pablo en el valor salvífico de la obediencia de Jesús en Romanos 5:15-21. Otro problema mucho mayor surge de la afirmación de Haight de que no es necesario que Jesús piense en sí mismo como el salvador universal. El Santo Oficio señala que esto se encuentra en desacuerdo con la tradición y, en concreto, con las palabras de la institución de la Eucaristía. El problema del conocimiento de Jesús suele ser espinoso, pero también aquí un uso sensible de la alusión de Jesús en la Última Cena a las profecías del Siervo Sufriente del Señor podría haber acercado ambas posiciones.

Uno de los seis problemas para la mentalidad posmoderna anunciados en el primer capítulo es la relación de Jesucristo con otras religiones. En 1999 este problema, apremiante para muchos cristianos, se haría enseguida famoso en relación con los intentos de Jacques Dupuis por resolverlo. Se esbozan cuatro posturas mantenidas actualmente, que van del exclusivismo al pluralismo. ¿Puede conseguirse la salvación sólo por medio de un contacto histórico explícito con Jesucristo y con la fe en él? ¿Es Jesucristo la causa de la salvación incluso para aquellos «cristianos anónimos» que no saben que son salvados por él? ¿Es la salvación por medio de Jesucristo la norma, pero no la única vía de salvación? ¿O están todas las religiones al mismo nivel? Haight mantiene que es urgente pasar «de un cristomonismo a un teocentrismo», ya que el Dios de los cristianos no puede concebirse como un Dios únicamente para los cristianos y la trascendencia de Dios descarta el exclusivismo de la experiencia religiosa cristiana. El Santo Oficio replica enérgicamente que cualquier reconocimiento de otras religiones como mediadoras de la salvación de Dios «al mismo nivel que el cristianismo» niega la misión salvífica universal de Cristo y la Iglesia.

Debemos concluir que en esta materia, como en otras, Roger Haight ha realizado una importante labor al identificar ámbitos en los que el lenguaje tradicional y las soluciones tradicionales no se ocupan adecuadamente de las preocupaciones de cristianos reflexivos en el siglo XXI. La labor del Santo Oficio no es poner fin al debate, sino señalar dónde las soluciones no resultan aún satisfactorias. Es de esperar que la Notificación se convierta en un estímulo para continuar con la búsqueda de soluciones a los problemas planteados por Haight con una claridad y originalidad tan atractivas.
 

Traducción de Luis Gago.

Este texto ha sido escrito por Henry Wansbrough especialmente para Revista de Libros.

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Ficha técnica

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