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Islam, islamismo y Occidente

Islam y libertad. El malentendido histórico

MOHAMED CHARFI

Almed, Granada

Trad. de Daniele Grammatico y Rosa Tejero

288 págs.

15,03 €

Makers of Contemporary Islam

JOHN L. ESPOSITO, JOHN O. VOLL

Oxford University Press, Oxford

Islam and the Political Discourse of Modernity

ARMANDO SALVATORE

Ithaca Press, Berkshire

El islam

DAVID WAINES

Cambridge University Press, Madrid

Trad. de Consuelo Pérez-Benítez

400 págs.

20,74 €

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I

Durante los pasados meses de junio y julio la Fundación "la Caixa" presentó en Madrid una cuidada exposición de fotografías del artista iraní Abbas titulada Visiones del islam . Todas ellas en blanco y negro, sus escenarios comprendían una buena parte de lo que son hoy las tierras del islam, o incluso otras en las que, sin serlo en sentido estricto, viven comunidades significativas de musulmanes, y una amplia gama de motivos que incluían tanto mezquitas, orantes, peregrinos, niños en escuelas coránicas, sesiones místicas…, como celebraciones festivas o fúnebres, manifestaciones políticas, soldados o mujeres y niñas, la mayoría tocadas con pañuelo.

Pero al visitante de la exposición se le brindaba asimismo otro ejercicio de no menor aprovechamiento que el de la contemplación de las fotografías. Para ello no tenía más que ir al libro de visitas de la sala, hojearlo y leer parte de las impresiones allí contenidas. La mayoría oscilaba entre la expresión hiperadmirativa hacia lo contemplado (había incluso poemas escritos en árabe y persa) y la crítica, bien hacia la selección de motivos fotografiados, bien hacia otras circunstancias más de contexto. Lo que primero llamaba la atención tras la lectura de los comentarios más extremos y negativos era la presuposición de que el islam es una civilización que siempre y en todo caso ha de ser juzgada (y después, y lógicamente según el ideario de quienes se adhieren a este punto de vista, condenada). La segunda conclusión es todavía más clara: comprobamos, tal vez sin demasiada sorpresa, la tenaz pervivencia de una visión escindida y dualista en el tratamiento de muchos de los aspectos relacionados con lo islámico o lo árabe. Una visión que ha llevado a expresiones alternativas de fascinación o de temor al islam, o a la configuración de parejas de opuestos como los árabes y los moros, los moros y los saharauis o, en otro orden de cosas, los buenos árabes andalusíes –se supone que ya pulidos por el contagio hispano de su rudeza original– y las hordas almorávides y almohades que, provenientes de Marruecos, amenazaron con su intransigencia aquel paraíso de tolerancia.

Y no hay que irse lejos para comprobar la buena salud de la que goza este tipo de planteamientos dicotómicos, sea en el discurso popular, sea en el intelectual. En un reciente libro, el novelista paquistaní Tariq AlíTariq Alí: El choque de los fundamentalismos. Cruzadas, yihads y modernidad (trad. María Corniero), Madrid, Alianza Editorial, 2002, pág. 59. presentaba así la llegada a alAndalus de las ya mencionadas dinastías norteafricanas:

«De acuerdo con su particular visión del islam, el fundamentalismo bereber de corte extremista, similar al puritanismo wahhabí de siglos posteriores, se dedicó en diversos momentos a destruir palacios y edificios y a matar a cristianos, judíos y musulmanes. […] Ahora bien, en la España islámica hubo períodos que merecen denominarse "edad de oro", y es esa edad de oro la que perdura en nuestro interior, sean cuales fueren nuestros orígenes».

Es claro que lo que hace Alí es reproducir acríticamente un discurso historiográfico muy característico del orientalismo europeo y español más tradicionalista, aunque con otros objetivos. Y, además, no deja de resultar curiosa esa nostalgia de edades perfectas o míticas dentro de la historia del islam por parte de un escritor procedente del marxismo y que se define a sí mismo como «musulmán ateo».

Parece evidente que es dentro de esta visión dualista donde quedan situados los dos discursos hoy más visibles y publicitados, dedicados ambos al análisis de lo que de manera genérica podría denominarse el islam político que, como también viene siendo frecuente, incorporan en gran medida referencias o enjuiciamientos del islam en su conjunto. Así, al discurso apocalíptico o denigratorio –representado por un Huntington o una Fallaci– se opondría otro de corte beatífico, no menos esencialista que el primero, y de simple contenido exculpatorio y hasta apologético. No conviene olvidar, por otra parte, que estos discursos enfrentados han tenido y tienen formulaciones variadas y que en su descripción y análisis nunca ha de estar ausente el conocimiento de las también variadas fuentes ideológicas de las que proceden y los alimentan.

II

Si bien es posible detectar en el discurso islamófobo actual un poso de los viejos clichés antimusulmanes acuñados siglos atrás, lo cierto es que su antecedente inmediato no reside ahí sino en el discurso orientalista europeo del siglo XIX –entendido a la manera saidiana–, con sus correspondientes prolongaciones actuales, nutrido igualmente –y en altísima medida– de pensamiento conservador e incluso ultraconservador, y elevado a rango de triunfal discurso dominante tras los sucesos del 11 de septiembre.

En igual medida, sería factible rastrear en algunas manifestaciones del discurso contrario la pervivencia de imágenes románticas, hijas de esa fascinación por los aspectos más estetizantes y espirituales de la civilización islámica que, cierto es, nunca han dejado de estar presentes en la visión que la cultura occidental ha tenido de la musulmana. Sin embargo, y al igual que sucedía en el caso anterior, se hace imperioso encontrar unas referencias ideológicas más precisas y más cercanas en el tiempo. Hay en este segundo discurso una innegable influencia del pensamiento de izquierdas de los años sesenta y setenta que, en su análisis concreto de las sociedades árabes e islámicas, adoptó una clara defensa militante de causas como la palestina o la argelina, defendió ideologías percibidas como modernizadoras, nacionalistas y laicas (el naserismo, el baazismo o, dicho de forma genérica, el panarabismo) y criticó con dureza la política de injerencia estadounidense en la región. En la medida en que el islam no era por entonces un elemento fundamental en la configuración política de aquellos países, ni en la teoría intelectual que nutría las ideologías dominantes, aquellos estudios renovadores –que implícita o explícitamente discutían las tesis esencialistas y tradicionalistas del orientalismo clásico– no le concedieron un tratamiento destacado.

Sin embargo, en los años setenta empezó a producirse en las sociedades árabe-islámicas un proceso de evidente retradicionalización ideológica que condujo a un auge del papel del islam como factor social y político y que, tal vez inesperadamente para muchos, comenzó a tener poco tiempo después un cierto eco favorable en Occidente, en especial entre quienes se adherían con más fervor a las propuestas del posmodernismo y de una de sus disciplinas afines: la teoría poscolonial.

La visión posmodernista de la historia, su crítica y rechazo a la Ilustración en tanto que gran relato totalizador y etnocéntrico, la atención que prestaba a individuos o colectivos antes ocultos o menospreciados por las teorías culturales en uso y, sobre todo, su defensa del relativismo cultural (que abogaba porque cada cultura fuese valorada en exclusiva por sus propios principios, entendiendo además que todos ellos eran igualmente legítimos), resultaron –y resultan– conceptos sumamente atrayentes para ciertos estudiosos que, conscientes de la crisis que sufrían los valores del pensamiento de izquierda y del fracaso de los modelos políticos de raíz occidental desarrollados en los países musulmanes, comenzaron a mirar con buenos ojos el surgimiento de un contradiscurso autóctono y renovado –el islamismo– que, por un lado, hacía gala de esa misma argumentación posmodernista –sin llamarla así, claro– y, por otro, experimentaba sobre el terreno sus primeros y aplaudidos éxitos políticos cuando la revolución iraní de 1979 logró acabar con el corrupto, aborrecido y occidentalizado régimen del Shah.

Se trata de una escuela de pensamiento hoy muy de moda en ciertos círculos académicos norteamericanos (aunque tampoco deje de estar presente, por supuesto, en el mundo editorial o mediático europeo) que, de vez en cuando, recibe su parcela de crítica por parte de estudiosos todavía defensores sin complejos del laicismo (tanto para las sociedades occidentales como para las árabes) y, lo que les convierte en más rara avis, aún creyentes en una razón universal, mejorable sin duda, pero irrenunciable. Así opinaba la investigadora Nadje Al-Ali en un reciente libro dedicado al estudio del movimiento feminista egipcio: «Esta tendencia se caracteriza por presentar a los islamistas como la única fuerza alternativa a la creciente invasión occidental, por un énfasis en la heterogeneidad de los islamistas (mientras se uniformizan las tendencias laicistas) y por condenar toda crítica a la idea defendida por el islamismo de que el feminismo es etnocéntrico»Nadje Al-Ali: Secularism, Gender and theState in the Middle East. Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pág. 25. .

El hecho de tratarse de discursos radicalmente opuestos y de difícil o imposible intercomunicación parecería empujar a un incierto callejón sin salida a todos aquellos que se niegan por principio a desempeñar el papel de fiscal o el de abogado defensor –o a sumarse a sus respectivos argumentos–, que no piensan que las civilizaciones sean causas, sino realidades infinitamente más complejas, y que siguen creyendo más en las virtudes del pensamiento crítico que en relativismos culturales de variado cuño.

III

¿Qué hacer, pues? Empezar por el principio parecería una propuesta lógica y sensata. Comprender los fundamentos del islam como religión, como sistema intelectual y como fenómeno histórico es lo que nos permite hacer el libro del profesor del Departamento de Estudios Religiosos de la Universidad de Lancaster, David Waines, El islam, una excelente muestra de esa alta divulgación anglosajona, que no renuncia al rigor para poder llegar a un amplio segmento de público lector culto no especializado.

Situada dentro de una disciplina, aquí no muy desarrollada, como es la islamología, esta obra trata de cuestiones cruciales para entender no sólo el islam medieval, sino también el moderno y contemporáneo en el que el revivalismo islámico ha vuelto a poner en el escenario intelectual y político un vocabulario, unos conceptos y unas referencias de clara raíz medieval. David Waines señala los hitos más determinantes en la génesis del Corán, repasa los contenidos doctrinales básicos del Libro para a continuación analizar con detenimiento las variadas formas de pensamiento islámico clásico: la jurisprudencia –estudio del Corán y de otros textos secundarios para fijar luego la sharía, o ley islámica–, la teología y la falsafa , o corriente de pensamiento surgida en el islam tras la recepción del legado científico y filosófico griego.

La centralidad del Corán en el desarrollo de estas disciplinas especulativas es innegable, pero no se debe olvidar la existencia de una cantidad ingente de textos derivados –en su rango superior, los llamados «comentarios coránicos»– que fueron, y son, los encargados de interpretar histórica e ideológicamente aquel mensaje, por origen, divino e inmutable. El islam entiende la revelación como conclusa, sin duda, pero nunca ha cerrado del todo –y en su etapa clásica, hasta el siglo XII , lo desarrolló con abundancia y brillantez– las puertas a su interpretación y reactualización. Esta labor exegética cumplía efectuarla a los ulemas y se servía primordialmente del procedimiento llamado ichtihad, esto es, la labor de estudio y contraste del texto coránico con otros –completada también con el propio discernimiento del ulema– para ampliar o revisar los contenidos teóricos y las prácticas individuales, sociales o políticas de la civilización islámica. El mero reconocimiento de este dinamismo textual –tan característico de la génesis del saber islámico clásico– debería disuadir a tanto citador de aleyas coránicas de frecuentar sólo y exclusivamente el texto coránico para intentar demostrar el intrínseco belicismo del islam, la radical animosidad islámica hacia gentes de otras creencias o la innata misoginia de la cultura musulmana, con independencia de épocas históricas, tendencias intelectuales, ortodoxias o heteredoxias.

La tercera parte del libro de Waines se dedica a plantear el problema del islam en el mundo moderno. Es interesante ver cómo ya antes de la penetración colonial europea, en Irán, India o la península árabe habían surgido intentos de reforma espiritual de un islam que vivía un estado de profunda decadencia. Pero si la reinterpretación literalista y fundamentalista de un Muhámmad ibn Abd al-Wahhab en el siglo XVIII atendía sólo a factores internos –por lo que esa figura debe verse como uno de los últimos renovadores islámicos al modo clásico–, los reformistas de finales del XIX y comienzos del XX (Afgani, Abduh, Rida…) tuvieron ya que contar obligatoriamente con el reto político e intelectual que suponía el dominio colonial europeo en sus tierras. El punto de partida de unos y otros era semejante –había que revivificar el mensaje original, volver a las fuentes primeras y alejarse de las desfiguraciones producidas por la acumulación de interpretaciones erróneas–, pero no el de llegada. Para el wahhabismo no existía la necesidad de adaptarse a ninguna realidad nueva, pero para aquel primer reformismo islámico de los siglos XIX y XX , sí. El mundo ya era otro y si el islam quería sobrevivir y ganar la confrontación con otras tendencias de pensamiento ya por entonces presentes en el mundo islámico tenía que trabajar dentro de un nuevo sistema de referencias. La conocida frase de Muhámmad Abduh: «He visto islam en Francia, pero no musulmanes; mientras que aquí veo musulmanes, pero no islam», es mucho más que un simple pensamiento paradójico. Implica el reconocimiento de Occidente como referente esencial, y también la posibilidad de responder a sus retos políticos e intelectuales desde la posible y deseada reforma interna del islam. Algo que igualmente está en la base doctrinal del pensamiento islamista contemporáneo, aunque cosa bien distinta sea preguntarse por los límites y la viabilidad última de dicho proyecto.

IV

Entendiendo como es debido los efectos, hasta hoy presentes, del impacto que supuso el dominio colonial de Occidente sobre el mundo islámico, y su subsiguiente imposición como paradigma dominante de desarrollo, el profesor de la Universidad Humboldt de Berlín Armando Salvatore ha acuñado en el libro Islam and the Political Discourse of Modernity la expresión «espacio transcultural», concepto que resulta de entender dinámicamente la producción de discursos –en este caso los surgidos en Occidente y en el islam– y también su posterior interacción. Es, asimismo, un intento de superar la tendencia a la esencialización de las respectivas culturas (dentro de ese nuevo campo epistemológico, expresiones como «lucha de civilizaciones» pierden todo sentido) y de huir de los manidos planteamientos dicotómicos, tan falseadores de la realidad de las cosas, pero que tanto éxito siguen teniendo –aquí y allí, cabría decir–, como demuestra el profesor Bernard Lewis en su último libro traducido al españolBernard Lewis: ¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta de Oriente Próximo (trad. Víctor Gallego), Madrid, Siglo XXI, 2002. , donde, en vez del análisis anunciado en su título, sólo hallamos una cumplida lista de fracasos acumulados, sin que al final se nos brinde una respuesta convincente para saber su razón.

La obra de Salvatore, que es en origen su aplaudida tesis doctoral, se concentra primordialmente en analizar los discursos producidos en y después de la década de los setenta, años en los que el empleo del petróleo como arma de presión frente a Occidente y el triunfo de la revolución islámica en Irán acentuaron la percepción negativa del islam en Europa y Estados Unidos, al tiempo que el llamado islam político (o fundamentalismo, islam radical o revivalismo islámico) ganaba terreno espectacularmente dentro de las sociedades islámicas, fuera en el campo de la especulación teórica, fuera en el escenario social y político.

Tratándose, como es el caso, de una obra de gran vuelo teórico, y cuyo autor demuestra un excepcional conocimiento de la historia intelectual árabe y occidental, resultaría imposible comentarla ahora en todos sus detalles. Me limitaré, por tanto, a resumir la que creo que es su aportación fundamental: la historización y el análisis de los principales discursos surgidos aquí y allí –«círculos hermenéuticos», en sus palabras–, pero que cada vez son menos sólo de aquí y de allí. Y otra virtud nada desdeñable: Salvatore nos enseña que la cuestión no es tanto saber qué es el islam o el islamismo, sino saber quién dice lo que son o no son.

El primer círculo sería el del orientalismo clásico, europeo y norteamericano. Un orientalismo que según su crítico más duro, Edward SaidAcaba de aparecer la segunda edición española de su Orientalismo (trad. Mª Luisa Fuentes), Barcelona, Debate, 2002., fue un discurso esencializador y un saber que alimentó y sostuvo el dominio colonial occidental sobre el mundo islámico. Al concebir al islam como intrínsecamente renuente al cambio y –por ende– a la modernidad, presenta una visión del islam fosilizada en la que no cabría hacer ninguna diferencia entre lo religioso y lo político (o entre lo religioso y cualquier otra cosa), ya que todo es, fue y será lo mismo. Si Von Grunebaum –un profesor austríaco emigrado a Estados Unidos tras el ascenso de los nazis– fue uno de sus más notables representantes, hoy es el norteamericano Bernard Lewis quien con más justeza encarna este tipo de discurso. Un orientalista, por cierto, cuyas obras conocen en estos últimos tiempos un gran éxito de traducción y de publicación en nuestro país. Pero, además de en la disciplina académica a la que acabamos de referirnos, es fácil hallar opiniones semejantes en otro tipo de saberes. El caso estudiado por Salvatore es el de Max Weber, un autor que desde la sociología validó la idea del islam como un cúmulo de déficit con respecto a Occidente y como una civilización dominada por un ethos guerrero, características todas ellas que serían responsables en última instancia de la imposible modernización del islam.

El segundo círculo, surgido tras la segunda guerra mundial, representó una tendencia menos esencializadora que el anterior, y aunque era todavía muy dependiente de la visión orientalista tradicional, admitía, sin embargo, la posibilidad de discontinuidades mayores en la historia del islam. En general –y recordando que este discurso cristalizó en los años sesenta, es decir, antes del revivalismo islámico– fue crítico con el islamismo, al que entendía como la expresión del fracaso de otras ideologías. En palabras del propio Salvatore: «Este círculo fue el responsable de consolidar el carácter ontológico del esquema dicotómico "tradicional vs. moderno"».

El tercer círculo, personalizado en Bassam Tibi, profesor de la Universidad de Göttingen y sirio de origenExiste traducción española de una obra suya: La conspiración. El trauma de la política árabe (trad. Angela Ackermann), Barcelona, Herder, 2001 (2ª ed.)., concibe al islamismo como la respuesta patológica a la imposición de modelos culturales y políticos exógenos y al propio fracaso del reformismo islámico de finales del siglo XIX y principios del XX . En su óptica, el islamismo no puede ser de ninguna manera una ideología de progreso, sino un retroceso a formas de gobierno y cultura medievales. Partiendo de la crítica de Habermas a la posmodernidad (entendida como una tendencia antiilustrada y desmanteladora de la razón), Tibi concebirá al islamismo como una manifestación peculiar de posmodernidad, de irracionalidad, y en ningún caso de modernidad.

Sami Zubaida, un sociólogo iraquí radicado en Gran Bretaña, encarnaría bien el cuarto círculo, cuyos representantes manejan argumentos y aportan conclusiones absolutamente opuestos a los del tercer círculo. Al adherirse a la idea de que no hay un único paradigma de modernidad –y al abuso que encierra la pretensión occidental de imponer el suyo–, ven al islamismo como una propuesta autóctona y válida de progreso y modernidad. Enfatizan la distancia existente entre esta ideología –cuyos antecedentes están en el reformismo islámico de Abduh– y el islam tradicional, patriarcal y funcionarizado, y también su carácter de oposición a los gobiernos dictatoriales árabes y al neocolonialismo occidental. No existe, en su óptica, contradicción alguna entre islamismo, por un lado, y democracia, libertad, derechos humanos o feminismo, por otro.

La cuestión de la mujer –y aquí me aparto de la línea argumental de Salvatore, quien no se ocupa en particular de este asunto, e introduzco la mía propia– dentro de este discurso resulta destacable, tanto por la cantidad de literatura especializada que está produciendo como por el tipo de argumentos aducidos. Para quienes se adhieren a esta modalidad de discurso, el así llamado feminismo islamista contiene una verdadera propuesta de progreso y de cambio debido –recalcan– a que el papel de la mujer que se promueve no es el tradicional, es decir, el caracterizado por la sumisión al hombre y el enclaustramiento en el espacio doméstico, sino otro activo y participativo en la sociedad y la política. El uso del pañuelo o velo, o en general de la indumentaria islámica, no se percibe –y analiza– como una coerción, sino como una protección –libremente elegida, añaden– necesaria ante el riesgo que supone el contacto con los hombres en el espacio público. Resultaría imposible ahora entrar a fondo a desmontar los argumentos esgrimidos, cuya endeblez teórica es manifiestaVéase mi artículo: «Nuevas cuestiones sobre el discurso feminista árabe», en El Magreb y Europa: Literatura y traducción , Escuela de Traductores de Toledo, 1999, págs. 21-44.. El papel de la mujer que defiende este islamismo es distinto al tradicional, cierto, pero por un lado se olvida decir que el propio cambio social y cultural de las sociedades árabes había propiciado hacía ya tiempo este avance (ahí está el papel de las primeras feministas árabes liberales, o la incorporación de la mujer a la universidad en los años veinte, o su posterior inserción en el mundo laboral, profesional o político) y, por otro, se evita entrar a precisar los límites que tiene esa publicitada salida de la mujer al mundo del trabajo. Porque el modelo femenino que se defiende y fomenta es, en primera instancia, el de esposa y madre, y en caso de colisión de derechos y obligaciones también resulta evidente que la elección siempre ha de ser ésta.

Las constantes referencias a la moralidad de la mujer musulmana y la necesidad de protegerla mediante una vestimenta apropiada –una forma de advertir de los riesgos que comporta su presencia pública y, en último término, de su incómoda ocupación de un espacio visto como primordialmente masculino– rebajan drásticamente las pretendidas potencialidades liberadoras y modernizadoras de este pensamiento.

Los tres últimos círculos hermenéuticos estudiados por Salvatore son ya discursos autóctonos, desarrollados en árabe (o en inglés en algún caso), dentro de un marco referencial islámico. El quinto círculo estaría constituido por aquellos intelectuales (en el libro se analizan las obras de sendos profesores universitarios de Filosofía, el egipcio Hasan Hánafi y el marroquí Muhámmad Ábid al-Yábiri) que trabajan en el proyecto de releer desde la contemporaneidad el patrimonio cultural árabe-islámico para demostrar su vitalidad y su validez –una vez realizada su deconstrucción crítica– como modelo intelectual, social y político.

Siendo su labor fundamentalmente intelectual –que se concreta en unas obras densas y complejas–, no han desdeñado, sin embargo, entrar en la actividad política. Al-Yábiri se sitúa en la órbita de la Unión Socialista de Fuerzas Populares y Hánafi perteneció un tiempo a los Hermanos Musulmanes. En lo que respecta a la cuestión del estado islámico, ambos la afrontan desde el plano teórico, sin darle una especial relevancia práctica. Hánafi, quien ha acuñado la expresión izquierda islámica para definir su ideología, dirá que lo importante, en todo caso, ha de ser la obligación de ese estado de implementar la justicia social antes que muchas otras cosas. Como es obvio, tanto el proyecto de al-YábiriEn español disponemos de la única traducción de una obra completa suya a una lengua europea. Mohamed Ábed Yabri: El legado filosófico árabe. Alfarabi, Avicena, Avempace, Averroes, Abenjaldún. Lecturas contemporáneas (trad. Manuel Feria), Madrid, Trotta, 2001. de encontrar en el racionalismo de un Averroes o un Ibn Jaldún modelos intelectuales válidos para el presente, como el de Hánafi de revitalizar el ichtihad para instituir una sociedad justa y democrática (su fascinación por la teología de la liberación cristiana, que él conoce bien, es fácil de entender) resultan discutibles y ciertamente ambiguos, por lo que ambos han recibido críticas, bien de los sectores islamistas, bien de los laicistas.

El sexto círculo sería el de los neutralistas , según palabras de Salvatore, en alusión a su postura frente al estado islámico. Concretado en el egipcio Muhámmad Áhmad Jalafallah, este discurso se caracteriza por efectuar una lectura abierta del texto coránico y por defender la idea de que el islam es ante todo religión y modo de vida, pero no necesariamente sistema político. La ley religiosa debe ser implementada, cierto, pero sin que ello implique la obligación de crear un estado islámico.

Y, por último, el séptimo círculo, el de los solucionistas, término derivado del conocido y publicitado lema «El islam es la solución». Se trata, en efecto, del discurso islamista más radical en el sentido literal del adjetivo: aquel que propugna y argumenta la obligación de restituir la sharía en todos los órdenes de la realidad, para lo que se hace preciso proclamar un estado islámico como único y necesario garante. Este discurso –igualmente matizado según representantes, países o disciplinas de aplicación– sería la base ideológica general de partidos políticos de ideario islamista, o de subdiscursos teóricos como la así denominada economía islámica o el ya mencionado, feminismo islámico. El egipcio Yúsuf al-Qaradawi y el sudanés Hasan Turabi son los ejemplos aducidos por Salvatore.

V

Otro punto de partida bien distinto es el que han adoptado John Esposito, profesor en la Universidad de Georgetown y fundador del Center for Muslim-Christian Understanding, y John Voll, también profesor en Georgetown, para redactar su obra Makers of Contemporary Islam. En ella, y como se aprecia ya desde el mismo título, el énfasis está puesto en las personas y no tanto en los discursos, aunque lógicamente éstos aparezcan entre las vicisitudes biográficas de sus protagonistas y sean también punto de interés para los autores de la obra.

En ella se nos presenta un islam diverso, según procedencias nacionales, visiones ideológicas o áreas de trabajo de sus representantes. Un islam árabe, como el de Ismail Ragi al-Faruqi (un profesor universitario palestino, residente en Estados Unidos hasta su violenta muerte en 1986 y que encarnaría el nada infrecuente trasvase ideológico que condujo a tantos desde un arabismo cultural y político a un islamismo militante), el de Hasan Hánafi, el de Rashid Ghannoushi (el político tunecino, líder del partido al-Nahda, hoy exiliado) o el del sudanés Hasan Turabi (uno de los más conocidos ideólogos del islamismo radical, con responsabilidades políticas en el Sudán de Numeiri y en el de Ómar Hasan al-Bashir). Un islam de conversos, como el de Maryam Jameelah (una estadounidense de origen judío, residente en Pakistán desde los años sesenta). Un islam pakistaní, como el de Khurshid Ahmad (uno de los padres de la moderna economía islámica). O un islam iraní, como el del interesantísimo intelectual Abdolkarim Soroush, cuya obra ha de ser seguida con atención; o malayo, como el del ex ministro Anwar Ibrahim; o indonesio, como el de Abdurrahman Wahid, el ex presidente del país con mayor número de musulmanes en el mundo.

Como digo, el atractivo mayor del libro está en permitirnos conocer la biografía personal, intelectual y/o política de estas figuras: sus orígenes familiares, el tipo de educación recibida, su formación universitaria (en muchos casos realizada en Occidente), su alejamiento del islam tradicional y su teorización de uno nuevo, para el que trabajarán las más de las veces desde el activismo político. Y, si bien la caracterización de este islamismo es peculiar en cada caso estudiado, se podrían resumir sus principales rasgos generales en los dos puntos siguientes:

Se parte de la consideración del islam como un sistema global, abarcador de todos los ámbitos de la existencia humana: el individual, el familiar, el social, el intelectual, el político. De esta idea-marco se derivarán nuevas apreciaciones, como la condena al laicismo (imposible –dirán– separar lo mundano de lo religioso), la necesaria islamización del conocimiento o la obligación de crear un estado islámico, como preciso garante de dicha globalidad.

El islam es perfectamente compatible con la modernidad o, mejor dicho, es capaz de generar su propia modernidad, puesto que no existe un único y exclusivo modelo de desarrollo, tal como sostiene Occidente. La renovación del mensaje primigenio es algo consustancial al islam, y el recurso al ichtiyad –como ya propugnaron los primeros reformistas modernos– es el mecanismo propicio para efectuar la adaptación del islam al mundo de hoy. Nada está terminado, todo es pensable, y de la multiplicidad de lecturas y consideraciones puede surgir la crítica y el disenso, que son lógicos y deben ser publicitados y admitidos. Algunos teóricos –entre ellos Turabi– dirán incluso que la práctica del ichtihad no ha de quedar restringida a los ulemas en ejercicio (no ha de haber interpretación oficial, dicho de otra manera), sino que toda la comunidad es potencialmente capaz de practicarlo.

A partir de aquí se derivarán otras diversas líneas argumentales, igualmente propias de este pensamiento islamista: su postura frente a la mujer –a la que ya hemos aludido–, su visión de Occidente (en la que no sólo existen consideraciones de orden político, sino también prejuicios culturales: «Si en Occidente la centralidad del mundo la ocupa el hombre, en el islam ese puesto lo ocupa Dios», dirá Ghannoushi), o el complicado acomodo entre el mantenimiento de un ideal de comunidad y de estado situados en el pasado remoto, y la pretendida y perfecta adecuación del mensaje islámico a las complejidades de la modernidad. Porque, en fin de cuentas, es evidente que se trata de un pensamiento utópico –de raíz y esencia religiosas, no lo olvidemos– cuyas limitaciones surgen ya desde la propia teoría, y cuyas inconsistencias se demuestran más abiertamente en su confrontación con la realidad.

Así, por ejemplo, la idea de la práctica del ichtihad por parte de la comunidad pierde toda su potencial virtud si recordamos que Hasan Turabi –uno de los defensores de tal mecanismo–, siendo ministro de Justicia, condenó a muerte a su compatriota Muhámmad Mahmud Taha por haber realizado éste otra lectura del Corán, menos rigorista y más liberal. El problema no es, pues, saber qué dicen las palabras, sino –como ya nos instruyera el reverendo Carroll– saber quién es su dueño y qué quiere éste que signifiquen.

VI

Son justamente este tipo de críticas las que abundan en el libro Islam y libertad , escrito por el político –fue ministro de Educación desde 1989 a 1994– y profesor universitario tunecino Mohamed Charfi, y con las que trata de desmontar las bases ideológicas y las prácticas concretas del discurso islamista. Situado él mismo en la órbita del laicismo, del gobierno liberal democrático –del que reconoce sus insuficiencias en los estados árabes modernos– y del pensamiento ilustrado, la obra es también en sus referencias y menciones a intelectuales árabes del inmediato pasado o de ahora mismo un necesario homenaje a ese pensamiento abierto y secular hoy casi desaparecido –silenciado o en exilio– e interesadamente oculto por los islamistas y sus defensores. Nombres propios que no es fácil que digan mucho a los lectores europeos, pero sí a los árabes: Qásim Amín, Ali Abd al-Ráziq, Táhir Haddad, Taha Husain, Farag Foda, Naguib Mahfuz o Hámid Abu Zaid.

Charfi parte de la consideración del integrismo islámico como un pensamiento conservador y antimoderno –lo que, y a pesar de las pretensiones contrarias, hace que mantenga fuertes vínculos conceptuales con el islam tradicional– y, a continuación, desarrolla en dos largos capítulos sucesivos los temas de «Islam y Derecho» (poniendo de manifiesto el carácter discriminatorio de la sharía en lo relativo a la mujer y a las minorías, o la espinosa cuestión de los castigos corporales) y de «Islam y Estado» (donde arguye que en el Corán no existe ninguna teoría del estado y que además el islam, en su raíz, es una religión y ninguna otra cosa).

Es cierto, como se observa, que algunas de las opiniones de Charfi son discutibles o que, al menos, requerirían estar mucho más matizadas y argumentadas. Cierto también que a veces sus frecuentes apelaciones a la necesidad de la autocrítica –por otro lado, tan, tan necesaria– le llevan a excesos, como afirmar que «si fuimos colonizados es porque nos habíamos vuelto colonizables». Sin embargo, hay que recordar que el libro que comentamos no es un denso tratado de análisis filosófico ni un ensayo de deconstrucción del pensamiento islamista. No: su objetivo es otro y el tipo de lector al que se dirige, también. Sus virtudes residen fundamentalmente en la claridad de ideas y de exposición, y luego en algo más extratextual: en la salutífera comprobación de que dentro del islam sigue habiendo voces críticas, continuadoras de aquellas pasadas generaciones de hombres y mujeres que, sin dejar de sentirse árabes y musulmanes, quisieron construir un mundo basado en ideas más universalistas, democráticas y emancipadoras.

De lo expuesto hasta aquí, tal vez se concluya la posibilidad de pensar al islamismo desde múltiples puntos de vista: como ideología, como utopía, como actividad de relectura –y reinvención– de su propia tradición religiosa y cultural, como pensamiento de cruce con el occidental, y luego también, por supuesto, como actividad política, sin negar tampoco sus particulares derivas terroristas. Pero no todo es lo mismo. El análisis crítico, en el que el recurso a disciplinas variadas resulta imprescindible, habrá de dar cuenta de la complejidad del fenómeno en vez de reducirlo más de lo necesario a fuer de enfocarlo única y exclusivamente desde el ángulo político.

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