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Intimismo coral

Melalcor

FLAVIA COMPANY

Edición 62, Barcelona

Muchnik, Barcelona, 248 págs.

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Desde la publicación de Dame placer, Flavia Company (Buenos Aires, 1963) se ha erigido en dueña y señora de un espacio narrativo que no tiene doble en la literatura española actual. Se diría que gusta de transitar por una senda al filo de la navaja, sin concesiones, que conduce al corazón mismo del sentimiento. En Dame placer (Emecé, 1999) asistíamos a la amarga confesión de una paciente que explicaba al psiquiatra su deseo obsesivo por otra mujer. Era un texto desgarrado, que crecía como el testimonio de un alma rota por el desamor y al borde de la locura. Aun así, ya se percibía en él una modulación clave en la narrativa flaviana: trascender el sexo de los protagonistas, planteando la historia desde la audacia temática y expresiva. Ahora, en Melalcor, la novelista prosigue y amplía la indagación de aquel territorio desde una perspectiva menos intimista, más abierta a sensaciones o situaciones generales.

De nuevo, la lectura de la obra arroja un escueto balance argumental: las penurias de dos jóvenes lesbianas cuyo amor se erige en piedra de escándalo en un pueblo de la costa mediterránea. Es difícil saber cómo habría abordado Carmen Martín Gaite, por ejemplo, un tema semejante en los años cincuenta, o cómo lo habría resuelto el Bardem de Calle Mayor. Pero las heroínas de Melalcor también han de enfrentarse al severo juicio de los otros, ya sea en el seno de la propia familia o en el de la comunidad. Ajena a los parámetros del realismo, Flavia Company elige un enfoque más libre donde las piezas del tablero adquieren una fisonomía simbólica. Así, rebautiza instituciones, personas o ideas con la voluntad de transgredir los rigurosos preceptos de la educación judeocristiana. En efecto, la familia para Company es claramente «la Institución Caduca»; Dios, «la Fuerza Creadora», que sólo admite el blanco o el negro y abomina de aquellas criaturas que se rebelan en su diferencia; el Diablo es «la Fuerza Destructora», que alienta las bajas pasiones; «la Gran Culpa», el sentimiento terrible que nos exige cuentas de nuestros actos y provoca un bloqueo existencial, un gran cortocircuito que impide vivirnos en libertad.

La novela recurre, pues, a la ironía para abordar temas como la soledad, la angustia, la intransigencia de la tribu, el fracaso de las emociones o la tortura del sexo. En este sentido, hay más voluntad iconoclasta que logros deslumbrantes o finuras excelsas. Pero la ironía es un instrumento nuevo en manos de una autora que sabe que sus temas y nuestra época admiten ya escaso margen para las sutilezas. Quizá sólo queda la rabia, el puñetazo sin excesivos miramientos. Y desde este ángulo, la novela cumple sus propósitos. Otro de sus atractivos reside en la voz del narrador: una joven matemática de alma hermafrodita, o al menos con una capacidad camaleónica para plegarse a los apetitos de sus amantes masculinos o femeninos. Aunque siente como una mujer, su lectura racional del mundo, su actitud demoledora hacia los modos burgueses o su disociación implacable entre el deseo, el amor o el sexo le acercan más a un seductor luciferino. No es una opción gratuita: sólo un verdadero seductor conoce las grandezas y servidumbres de la ambigüedad. Si pensamos en la poesía de Gil de Biedma, es obvio el alto rendimiento literario que puede dimanar de ello. Pero nuestra novela, en cambio, no suele transitar por dichos territorios. Y eso se nota en los jóvenes narradores. Aunque esta última obra de Company no alcance tampoco el dramatismo de Dame placer, ni esté tan lograda como artefacto verbal, resulta más asequible, más abierta a voces y personajes, como si se erigiera en síntesis de los dos caminos, el intimista y el coral, por los que ha discurrido toda su osada literatura. En suma, Melalcor constituye un alegato en clave de humor contra quienes siegan la legítima expansión del individuo. La autora viene a decirnos que sólo golpeando el muro de las convenciones puede recobrarse al ser amado con la promesa de que siempre nos quedará un París, donde los amantes sean libres y las lágrimas caídas no suenen a aguacero.

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Ficha técnica

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