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Homosexualidad y matrimonio en Estados Unidos. Historia de un acierto histórico

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Una historia de derrotas y victorias…

La historia escrita o contada nunca es idéntica a la vivida por sus protagonistas, casi siempre mudos, a la verdaderamente acontecida. Cabe aventurar que, cuanto más lejano en el tiempo se encuentre el hecho, menos ha de parecérsele el relato. Pero incluso la historia reciente, la de ayer mismo, no puede aprehenderse en su rica y desconocida complejidad. El buen historiador lo sabe, y por eso, si es honesto, huye del tono apodíctico. Su relato, por más que intente ajustarse a la realidad, es sólo su relato, por más contrastado o documentado que esté. Ha pasado, entre otros muchos filtros, el de su propia subjetividad, con todo lo que ello implica. Y ha ignorado el punto de vista, la perspectiva, de muchos otros observadores y protagonistas. Somos lo que somos, lo que creemos y decimos que somos, y lo que los demás creen y dicen que somos. En toda verdad contada hay mucho de mentira o, al menos, de silencio. No se puede evitar.

Hoy quiero contar, pinceladas de brocha gorda, cómo hemos llegado hasta aquí, quiero decir, cómo es que un día, hace poco, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América dictó una sentencia en virtud de la cual se reconocía el derecho a contraer matrimonio a las parejas del mismo sexo; matrimonio, por cierto, que, en adelante, muchas veces voy a llamar, por distintas razones, entre ellas la económica –el no (ab)uso de excesivas palabras–, «matrimonio igualitario», aunque sea consciente de que la expresión no sea nada precisa, tan imprecisa como el término «matrimonio homosexual» o, mucho peor aún, «matrimonio gay».

La verdad es que la historia, con sus mentiras y sus silencios, es esta:

Todo comenzó hace muchos, muchos años, no sabría decirles cuántos, cuando al hombre y a la mujer que se guiaban por sus deseos sexuales hacia personas del mismo sexo comenzó a considerárseles enfermos, locos, peligrosos, amorales, contranaturales… Y por eso se les comenzó a insultar y despreciar, a castigar social y jurídicamente. Comenzamos a ser, como otros ya lo eran o lo serían por otros motivos, los parias de la tierra, los excluidos, los relegados, aquellos a los que había que vigilar y castigar. En el comienzo fue el insulto, sí; y el castigo, sí. Y eso fue generando un carácter, diferente en cada uno, pero con algún rasgo común; una forma de ser y de estar; una forma de callar y de disimular, una moral de lo minoritario. Creo que ha quedado claro, así que no voy a insistir en la idea. Ya hay excelentes reflexiones sobre la cuestión gay e historias de la sexualidad que cuentan el origen, con sus mentiras y sus silencios, pero de manera muy atinada y poderosamente sugerente. A ellas les remito.

Pero un día, muchos siglos después, y tras haber librado sus ancestros y ellos mismos en el entretanto batallas a solas contra sí mismos y los demás, buscando el círculo amable, construyendo el espacio seguro, que nunca lo era del todo, algunos de esos hombres y mujeres, digo, dijeron que ya estaba bien, y la armaron buena. Ocurrió una noche de verano en Nueva York, al calor de la ya iniciada y de muy diversas maneras llamada revolución contracultural, libertaria, naturista, pacifista, y también sexual. Era la madrugada del 28 de junio de 1969, y lo que sucedió en aquel bar del Village llamado Stonewall, dio el pistoletazo de salida a la lucha abierta por el respeto a la dignidad de las personas homosexuales, transexuales y, en aquel momento, en menor medida, bisexuales. Los llamados «Disturbios de Stonewall» los protagonizaron, sobre todo, mujeres y hombres travestis y transexuales, también homosexuales, que, hartos de no poder disfrutar tranquila y alegremente de su sexualidad en su espacio de seguridad (el Stonewall Inn) a causa de las periódicas redadas policiales, se armaron de valor y, quizá, también de alguna copa de alcohol, para plantar cara a aquellos cuerpos de seguridad, alguno de ellos, por cierto, bastante corrupto. Los altercados duraron varios días. Y es así como tenemos ya fecha icónica (que no adánica) para celebrar El Orgullo.

Durante la década siguiente comienzan a surgir reivindicaciones a favor del reconocimiento del matrimonio igualitario. El primer intento de unión legal entre dos personas del mismo sexo lo protagonizan un par de activistas, dos guapos muchachos de Minnesota, Michael McConnell y Jack Baker. Su reclamación llega hasta el Tribunal Supremo de su Estado, que, como era de esperar, ratifica la decisión de una corte inferior que les niega el certificado de matrimonio, al entender que la Constitución estatal no garantiza tal tipo de unión matrimonial. Pero la batalla judicial sigue su curso y el caso Baker vs. Nelson llega en 1972 ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América. Es la primera vez que el Alto Tribunal tiene que pronunciarse acerca de la cuestión: ¿la denegación de la licencia para contraer matrimonio entre dos personas del mismo sexo supone una vulneración del derecho a un proceso justo y a la igual protección ante la ley constitucionalmente reconocidos? Naturalmente, el Tribunal Supremo dijo «no».

Michael McConnell y Jack Baker, cuatro décadas después de su boda

Pero, como el debate ya está abierto, surge el temor a que el mismo pueda avanzar por derroteros no deseados (para los rectos responsables políticos guardianes de las esencias). Y es así como Maryland inaugura en 1973 la prohibición legal explícita de que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio entre sí. Paulatinamente, claro, van sumándose otros Estados, hasta llegar a la práctica totalidad de los mismos en la década de los noventa, década en la que también se produce una contrarreacción, pues durante esos años el número de demandas a favor del matrimonio igualitario se incrementa considerablemente. Los invisibles comienzan a transmutarse, en parte muy animados por una resolución del Tribunal Supremo de Hawái de 1993 que dictamina, nada más y nada menos, que la legislación estatal que sólo permite el matrimonio a personas de sexo opuesto es «inconstitucional», a no ser que el Estado exponga una razón convincente que la justifique. Sentencia que, a su vez, también animó a más Estados a definir, con claridad y profusión de argumentos, que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer.

Hasta este momento, el protagonismo de los Estados en la definición de lo que se entendía por matrimonio era absoluto. El Gobierno federal, por su parte, se limitaba a reconocer cualquier enlace matrimonial aceptado por un Estado, aunque no lo estuviera por otro, -s (como, por ejemplo, ocurría con el matrimonio interracial, que hasta 1967 estaba prohibido en algunos Estados que disponían de leyes contra el mestizaje), pero no establecía su propia definición de matrimonio. Eso era cosa de los Estados. Hasta que, en 1996, el Congreso federal, bajo la presidencia de Bill Clinton, decide aprobar la Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA:  Defense of Marriage Act), una norma de alcance federal que, aunque respeta la legislación de cada Estado sobre esta materia, define qué se entiende por matrimonio: «Una unión legal entre un hombre y una mujer como esposo y esposa» («A legal union between one man and one woman as husband and wife»). Los defensores del matrimonio igualitario lo tenían cada vez más crudo. ¿O tal vez no? Veremos.

De momento, el nuevo milenio comienza de manera esperanzadora. En 2000, el Tribunal Supremo de Vermont sentencia que excluir a las parejas del mismo sexo de los derechos vinculados al matrimonio va contra la Constitución del Estado. Vermont se convierte, así, en el primer Estado en reconocer a las parejas registradas del mismo sexo prácticamente los mismos derechos que a las parejas casadas de distinto sexo.

Las solicitudes de licencias de matrimonio comienzan a incrementarse. En 2001, siete parejas del mismo sexo presentan una demanda contra el Estado de Massachusetts porque aquellas les fueron negadas. Y dos años más tarde, el 18 de noviembre de 2003, el Tribunal Judicial Supremo de este Estado extiende el matrimonio a las parejas del mismo sexo, al entender que su prohibición viola la Constitución estatal. De este modo, Massachusetts se convierte en el primer Estado de los Estados Unidos de América que reconoce legalmente el matrimonio igualitario en una ley que entra en vigor el 17 de mayo de 2004. Sin embargo, este derecho quedará restringido a los residentes en Massachusetts, ya que una ley estatal de 1913 prohíbe que este Estado pueda casar a parejas de otros Estados en los que se encuentre prohibido algún tipo de uniones, una ley, por cierto, que fue aprobada en su momento para evitar el casamiento en Massachusetts de parejas de distintas razas residentes en otros Estados en los que el matrimonio interracial aún estaba prohibido.

Mientras tanto, aparece un dato muy revelador, avalado por la oficialidad. Según la Oficina de Contabilidad del Gobierno (GAO: U. S. Government Accountability Office), en su Informe de 23 de enero de 2004, que supone una actualización de uno anterior de 31 de enero de 1997, a fecha 31 de diciembre de 2003 han podido identificarse 1.138 disposiciones federales en virtud de las cuales el estatus matrimonial confiere beneficios, derechos y privilegios («benefits, rights and privileges») en el ámbito de los seguros sociales y médicos, las visitas hospitalarias, las obligaciones fiscales, las pensiones, las herencias, en materia de inmigración, etc., de los que carecen los no casados. La mayoría de ellos, por cierto, nada tiene que ver con la procreación. Luego verán por qué lo digo.

Otro gran hito en esta historia de muchas verdades, algunas mentiras y clamorosos silencios, acontece el 15 de mayo de 2008, fecha en la que el Tribunal Supremo de California declara inconstitucional limitar únicamente el matrimonio al que pueda contraer un hombre con una mujer, lo que en el fondo supone una legalización en toda regla del matrimonio entre personas del mismo sexo en este muy poblado y muy influyente Estado. Y los hombres comienzan alegremente a casarse con sus novios y las mujeres con sus novias bajo el sol alegre de California. Más de dieciocho mil parejas del mismo sexo en pocos meses celebran nupcias. Pero… la alegría dura poco, pues seis meses más tarde, el 4 de noviembre de 2008, se somete a referéndum en este Estado la Proposición 8 de reforma de la Constitución para limitar el matrimonio al que puedan contraer personas de sexo distinto. El resultado, aunque ajustado, no deja lugar a dudas: una mayoría del 52,5% vota a favor de la Proposición 8, frente al 47,5%, que lo hace en contra. Aprobada la Proposición 8, en California se prohíbe pro futuro contraer matrimonio a las parejas del mismo sexo, si bien se mantiene el reconocimiento de los ya celebrados.

En 2000, el Tribunal Supremo de Vermont sentencia que excluir a las parejas del mismo sexo de los derechos vinculados al matrimonio va contra la Constitución del Estado

Aunque en los meses siguientes se aprueban enmiendas similares a la californiana en Arizona y Florida, también hay otros lugares en los que el viento sopla en dirección contraria. Así, Connecticut, un Estado que ya permitía desde 2005 las uniones civiles entre personas del mismo sexo, garantizando a estas prácticamente los mismos derechos que los que disfrutan las personas casadas, pero sin las protecciones propias de las leyes federales, resuelve por boca de su Tribunal Supremo, el 10 de octubre de 2008, que las parejas del mismo sexo tienen derecho a contraer matrimonio, con lo que este Estado pasa a ser así el tercero, tras Massachusetts y, transitoriamente, California, que da luz verde a este tipo de uniones.

Meses más tarde, a partir de abril de 2009, Iowa se suma a la lista, pasando a ser el primer Estado en la zona central del país que legaliza el matrimonio igualitario. Fue también su Corte Suprema la que abrió el camino, al declarar inconstitucional una ley de 1998 que limitaba el concepto legal de matrimonio a la unión de un hombre y una mujer. El tribunal dejó claro que su decisión no afectaba a «la libertad de cada organización religiosa de definir el matrimonio de acuerdo con sus creencias», fórmula esta que luego se repetirá con frecuencia.

De manera progresiva, otros Estados fueron legalizando asimismo el matrimonio igualitario, constituyendo también hitos muy importantes, dado su simbolismo, la legalización del mismo en el Distrito de Columbia, nombre administrativo de la capital federal, Washington, en diciembre de 2009, y en Nueva York, la gran capital cultural y financiera mundial, en junio de 2011.

Igualmente relevante es que, en 2012, los Estados de Mayne, Maryland y Washington sean los primeros en que se aprueba el matrimonio igualitario por referéndum. O que, en mayo de ese mismo año, Barack Obama se convierta en el primer presidente de Estados Unidos en expresar públicamente su apoyo a este tipo de enlace matrimonial. O que, en línea con esto, en febrero de 2013, por vez primera, el Gobierno federal, por medio del fiscal general de Estados Unidos, Eric Holder, defienda en un caso ante el Tribunal Supremo, vinculado con una medida que prohibía los matrimonios igualitarios en California, el «ideal constitucional» del trato de igualdad bajo la ley. O que, en una columna publicada el 7 de marzo de ese mismo año en The Washington Post, Bill Clinton se pronuncie a favor de derogar la ley DOMA que él mismo firmó en 1996: «It’s time to overturn DOMA». O, en fin, que pocos días después, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, apoye también esta medida.

Es así como se llega a lo que ya se veía venir. En sendos pronunciamientos de 26 de junio de 2013, el Tribunal Supremo de Estados Unidosdeclara inválida, por un lado,  la sección 3ª de la ley DOMA (caso United States vs. Windsor) y, por otro, al no aceptar la apelación de los defensores de la Proposición 8 de California que prohibía los matrimonios entre personas del mismo sexo frente a una sentencia que declaraba su inconstitucionalidad, en realidad, confirma esta, con lo que el matrimonio entre personas del mismo sexo vuelve  a ser legal en California (caso Hollingsworth vs. Perry, que surge a partir de una demanda que en su momento interpusieron Kristin Perry y Sandra Stier, una pareja de lesbianas a las que un funcionario de California negó el permiso de matrimonio en 2009).

En la primera de estas sentencias (caso United States vs. Windsor), la que más nos interesa a estos efectos, el Tribunal Supremo resuelve que la ley DOMA «viola la Quinta Enmienda de la Constitución [«due process of law»] al hacer unos matrimonios más respetados que otros». Recordemos que esta norma definía el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer («la palabra “matrimonio” significa sólo unión legal entre un hombre y una mujer como marido y mujer»), al tiempo que impedía que las parejas del mismo sexo casadas legalmente en los Estados en que ya se reconocía este tipo de enlace pudieran beneficiarse de los derechos que la ley federal reconocía en numerosos ámbitos (derechos sucesorios, fiscalidad, etc.) para los matrimonios (entre personas de distinto sexo). La importancia de esta sentencia radica, entre otras cosas, en que, a partir de ahora, los hijos de las parejas del mismo sexo serán considerados tan legítimos como los demás, sus miembros tendrán los mismos beneficios que cualquier matrimonio y, en el caso de que uno de ellos sea extranjero, podrá solicitar la residencia legal en los Estados Unidos.

El Tribunal Supremo no se pronuncia sobre la situación en los Estados en que no existe aún la posibilidad de casarse para los homosexuales, obligándoles a sumarse a esta iniciativa, porque no era sobre eso sobre lo que tenía que pronunciarse. Por el contrario, lo que tenía que decidir ahora el Tribunal Supremo era el caso de Edith Windsor, una viuda de ochenta y tres años que tuvo que pagar trescientos sesenta mil dólares por recibir la herencia de su esposa, con la que estuvo emparejada durante cuarenta años, porque el Gobierno federal, en aplicación de la ley DOMA, no reconocía su matrimonio, cosa que, de haberlo hecho, le hubiese excluido de tal obligación fiscal.

Tras estas resoluciones, el Tribunal Supremo sigue dando muestras de cuál es el camino que claramente está dispuesto a recorrer. Así ha de entenderse, por ejemplo, que en octubre de 2014 inadmita a trámite los recursos presentados en cinco Estados contra el matrimonio igualitario, lo que supone su legalización de facto.

Desde otra perspectiva, una buena muestra de cuál es el clima político y social que se respira en Estados Unidos antes de que el Tribunal Supremo dicte la definitiva sentencia a que seguidamente me referiré, es la siguiente: en abril de 2015 se celebran importantes manifestaciones ciudadanas, boicots y pronunciamientos de los responsables de algunas de las mayores empresas del país (Apple, Walmart, General Electric o Yelp), así como de varios gobernadores demócratas, para obligar a rectificar a los Estados de Arizona y Arkansas, que pretendían aprobar dos leyes que amenazaban el avance de los derechos de los homosexuales amparándose en razones de libertad religiosa, cosa que finalmente se consigue.

…con encuestas de por medio…

En este contexto, muy consolidado por el hecho de que a 26 de junio de 2015, fecha de la sentencia definitiva, el matrimonio igualitario se encuentre ya reconocido en treinta y siete Estados y en la capital federal, Washington D.C., conviene detenerse también un instante en lo que las encuestas reflejan, que no es otra cosa que una indudable evolución en los últimos años hacia una aceptación cada vez mayor del matrimonio entre personas del mismo sexo.

Según los datos ofrecidos por el prestigioso Pew Research Center, mientras que en 2001 el 57% de los encuestados se mostraba en contra del matrimonio igualitario, y sólo un 35% a favor, en 2011 esa tendencia ya se ha invertido, al mostrarse contrarios únicamente el 45% y a favor el 46%, tendencia que seguirá indefectiblemente esa evolución hasta 2015, año en el que, frente al 39% que muestra su rechazo a ese tipo de unión, existe un 55% que manifiesta su aceptación.

Si nos fijamos en determinados rasgos o características de los encuestados, sin otro ánimo que la mera curiosidad, podemos apreciar lo siguiente:

Por edad, son las generaciones más jóvenes las que muestran un mayor nivel de aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, si bien también ha ido aumentando el de las generaciones mayores en los últimos años. Así, mientras que en 2003 el 51% de los nacidos después de 1981 y sólo el 17% de los nacidos entre 1928 y 1945 aceptaban el matrimonio entre personas del mismo sexo, en 2015 esos porcentajes se han elevado hasta el 70% y el 39%, respectivamente.

Desde el punto de vista religioso, los datos son muy reveladores. Mientras que en 2001 el nivel de aceptación del matrimonio igualitario era el siguiente:
61% entre los que no profesaban ninguna religión
40% entre los católicos
38% entre los protestantes blancos tradicionales
30% entre los protestantes negros
13% entre los protestantes evangélicos blancos,

en 2015, tales porcentajes son estos otros:
82% entre los que no profesaban ninguna religión
57% entre los católicos
62% entre los protestantes blancos tradicionales
34% entre los protestantes negros
24% entre los protestantes evangélicos blancos

Desde una perspectiva político-partidista, en 2001 acepta el matrimonio entre personas del mismo sexo el 43% de los demócratas, el 43% de los independientes y el 21% de los republicanos; y en 2015, el 66% de los demócratas, el 61% de los independientes, y el 32% de los republicanos

Si prestamos atención al origen étnico de los encuestados, descubrimos que en 2001 acepta el matrimonio igualitario aproximadamente el mismo porcentaje de blancos que de afroamericanos (el 33%); mientras que en 2015 se produce una clara diferenciación: lo acepta el 58% de los blancos, pero sólo el 39% de los afroamericanos. Por último, si nos fijamos en el sexo de los encuestados, en 2015 acepta el matrimonio entre personas del mismo sexo el 58% de las mujeres y el 53% de los hombres.

Estas encuestas del Pew Research Center van en la misma línea que otras ofrecidas en 2011, por ejemplo, por Gallup, que destaca que el 53% de los encuestados se muestra a favor del matrimonio igualitario y el 45% en contra; o por ABC News/Washington Post y CNN/Opinion, que también señalan que la mayoría de los norteamericanos aprueba el matrimonio entre personas del mismo sexo.

…hasta el triunfo final…

Y así llegamos al momento en que el Tribunal Supremo entra a conocer el llamado caso Obergefell vs. Hodges, un caso que trae causa de las demandas judiciales que cuatro parejas del mismo sexo interpusieron frente a los Estados de Michigan, Kentucky, Ohio y Tennessee por prohibirles, en los dos primeros, el matrimonio en su Estado de residencia, o por no reconocerles, en los dos últimos, el contraído en otro Estado donde este era legal, al considerar que ello suponía una violación de su derecho a la igualdad. Todas las demandas prosperaron, esto es, cuatro jueces federales sentenciaron a favor del reconocimiento del matrimonio igualitario, pero, al haber sido todas las sentencias recurridas, su aplicación quedó en suspenso hasta que el tribunal de apelaciones tomase una decisión.

En noviembre de 2014, la Corte Federal de Apelaciones del 6º Circuito, con sede en Cincinnati (Ohio), apartándose del sentido de los pronunciamientos de otros tribunales federales de apelaciones, así como de la amplia mayoría de jueces federales que habían dictado sentencias en sentido favorable al matrimonio igualitario, decidió por mayoría de dos a uno que las sentencias recurridas habían errado o, lo que es lo mismo, que la decisión de autorizar o no el matrimonio igualitario corresponde tomarla a los Estados, sin que, por tanto, quepa apelar aquí al derecho a la igual protección ante la ley reconocido por la Decimocuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América..

Esta sentencia fue recurrida ante el Tribunal Supremo, que el 16 de enero de 2015 aceptó entrar a conocer de los cuatro casos, aunándose todos ellos en el que trae causa de Ohio, caso Obergefell vs. Hodges, cuyo periplo, muy resumidamente, fue el siguiente:

A Jim Obergefell, casado en junio de 2013 con John Arthur en Maryland, un Estado que sí permite los matrimonios entre personas del mismo sexo, el director del Departamento de Sanidad de Ohio, Richard Hodges, le había denegado el reconocimiento de su matrimonio, por entender que eso era lo que se derivaba de las leyes de Ohio. La pareja acudió a los tribunales, pero pese a conseguir una sentencia favorable de una corte federal, la Fiscalía de Ohio recurrió ante la Corte de Apelaciones del 6º Circuito, que anuló tanto esa sentencia como esas otras mencionadas más arriba que se habían dictado en otros Estados de su jurisdicción (Michigan, Kentucky y Tennessee). Aunque John Arthur falleció al poco tiempo, el 22 de octubre de 2013, a causa de una terrible y rara enfermedad neurodegenerativa, la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), su marido, Jim Obergefell, continuó pleiteando en busca del reconocimiento de su matrimonio, hasta llegar, como hemos visto, y previo paso por un largo proceso judicial, a la máxima instancia judicial del país: el Tribunal Supremo.

En la fase oral de exposición de argumentos ante el Tribunal Supremo, que se celebró el 28 de abril de 2015, el abogado defensor de los Estados pidió a los magistrados que «no detengan la conversación» democrática existente en la sociedad estadounidense sobre la definición que merece el matrimonio con una sentencia que imponga un criterio unívoco que, dado el caso, podría provocar un cambio social de gran magnitud. Argumento este, por cierto, sobre el que incidió después con gran vehemencia en su disenso a la sentencia el juez Antonin Scalia, hasta el punto de sostener que la misma –qué cosas– es un «golpe de Estado judicial», o que el Tribunal Supremo constituye una amenaza para la democracia estadounidense, al anteponer su opinión a lo que decidan los parlamentos estatales, acelerando de ese modo un cambio que, por otro lado, la sociedad estadounidense ya está avanzando al margen de lo que diga la ley.

Por su parte, el defensor general, Donald Verrilli, por parte del Gobierno federal, en apoyo de las parejas demandantes, comparó las leyes que prohíben el matrimonio entre personas del mismo sexo con las de la segregación racial, ya que tanto unas como otras lo que hacen es separar o diferenciar a un grupo de ciudadanos: «En un mundo en el que la participación en la sociedad de las parejas homosexuales es plena, no es posible negarles la igualdad de derechos. Se la merecen ya», sostiene Verrilli.

La Casa Blanca iluminada con los colores del arco iris

Por su parte, interesa destacar algunos de los argumentos –o dudas– manifestados en esta fase por varios de los jueces. Así, John Roberts, presidente del Tribunal Supremo, deja constancia expresa de su preocupación por «modificar una definición [la del matrimonio] que nos ha acompañado durante milenios». A lo que la juez Ruth Ginsburg responde que «la idea de matrimonio que hoy tenemos ya no es la de antes». En esta línea, Sonia Sotomayor lanza un dardo «envenenado», vinculando la discriminación por razón de orientación sexual con la vieja, pero tan presente siempre en el imaginario colectivo norteamericano, discriminación racial. Sostiene Sotomayor: «El derecho al matrimonio forma parte de nuestra Constitución»; si aceptamos que la ley no puede excluir de esta institución a las parejas interraciales, o a las que no pueden tener hijos biológicos, «¿qué justifica la exclusión de los homosexuales?». A lo que cabría sumar el argumento del juez Stephen Breyer, que también apunta a uno de los elementos clave de la discusión, al partir de una realidad ya existente, focalizada sobre la que para algunos es la razón esencial del matrimonio. Dice Breyer: «Si la finalidad del matrimonio es proteger el vínculo de los menores con sus padres, ¿no deberíamos incluir también a los hijos de parejas homosexuales, de igual forma que ya protegemos a los adoptados?» Desde una posición nítidamente crítica, para el juez Antonin Scalia la cuestión no es si existe derecho al matrimonio de las personas del mismo sexo, sino quién debe definir eso, los Estados o el Gobierno federal, siendo su opinión claramente favorable a la primera opción.

Dos meses más tarde, el 26 de junio de 2015, por fin, el Tribunal Supremo dicta sentencia. Pero antes de ver su sentido, recordemos sobre qué tenía que pronunciarse: si las parejas del mismo sexo a las que se les ha prohibido contraer matrimonio pueden contraerlo, y si los matrimonios entre parejas del mismo sexo ya celebrados válidamente en otros Estados han de ser reconocidos en los Estados en que todavía no existe tal posibilidad, a partir de la exigencias derivadas de lo dispuesto en la Decimocuarta Enmienda (Due Process and Equal Protection Clause).

Una estrecha mayoría de cinco jueces (Anthony Kennedy, Stephen Breyer, Ruth Bader Ginsburg, Sonia Sotomayor y Elena Kagan) vota a favor de ambas cuestiones, mientras que los otros cuatro jueces (John G. Roberts, presidente del tribunal, Antonin Scalia, Clarence Thomas y Samuel Alito) manifiestan su parecer contrario. La sentencia fue redactada por el juez Anthony Kennedy, nombrado en 1987 por Ronald Reagan, por cierto. En ella se sostiene, entre otras cosas, lo siguiente:

1) el matrimonio es un derecho fundamental, y la identificación y protección de los derechos fundamentales es una parte imperecedera de la obligación judicial de interpretar la Constitución;

2) prohibir ese derecho fundamental a un grupo determinado de ciudadanos vulnera la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que ampara el derecho al debido proceso y la igual protección ante la ley;

3) en consecuencia, ningún Estado podrá aprobar o aplicar una ley que limite los privilegios o beneficios que derivan del matrimonio a un grupo de ciudadanos de los Estados Unidos;

4) en conclusión, los recurrentes han reclamado un derecho que sí reconoce la Constitución –el de la igualdad ante la ley–, que está por encima de lo que dispongan los Estados; de ahí que todos ellos tengan la obligación de conceder licencias de matrimonio a parejas del mismo sexo, al ser esta una exigencia que se deriva de la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos.

Con esta sentencia, que ha sido comparada por su trascendencia, quizá con cierto exceso, con la que en 1954 declaró ilegal la segregación racial en las escuelas, el derecho al matrimonio de las personas del mismo sexo queda protegido por la Constitución de los Estados Unidos de América.

…repleta de buenos argumentos

Hasta ahora hemos tratado de seguir, aunque fuese a trompicones, algunos de los principales episodios de la batalla legal y judicial que acabó desembocando en una sentencia histórica en Estados Unidos, aquella que reconoce el derecho fundamental, constitucionalmente protegido, según el Tribunal Supremo, que asiste a las personas del mismo sexo a contraer matrimonio en igualdad de condiciones que las personas de sexo distinto. Corresponde ahora prestar alguna atención a los argumentos que condujeron a la toma de esa decisión. Algunos vieron la luz en el debate judicial y quedaron plasmados en la sentencia. Otros, no, pero merecen ser aquí expuestos, al menos, con carácter principial. Nunca está de más reforzar con buenas razones las buenas decisiones.

Hay una razón que, aunque tiene algo de banal, también tiene mucho de fundamental. Es la que en la propia sentencia se formula, más o menos, del modo siguiente: si los Estados permiten que las personas residentes en los mismos se casen con otras personas del sexo opuesto de su elección, deben de permitir también que esas personas hagan la misma elección cuando su deseo es casarse con personas de su mismo sexo.

Es algo banal este argumento porque, obviamente, la existencia del derecho no puede fundamentarse en la protección de la libre elección de cada persona. Es más, si se redujera a eso, sencillamente, no habría derecho. Pero es fundamental porque, si nos fijamos en su intención y finalidad, a través del mismo se trata de garantizar un valor esencial en democracia: el de la libertad, que, en sus múltiples manifestaciones, entronca con un principio fundamental del Derecho: «No ha de prohibirse lo que a ti no te perjudica y a otro beneficia», traducción de la máxima latina «Quod tibi non nocet et alii prodest non prohibetur», como nos recordaba en su momento José María Miquel González, uno de nuestros más ilustres civilistas, cuando andábamos enzarzados en la lucha por conseguir que en nuestro país el Tribunal Constitucional reconociese que el matrimonio entre personas del mismo sexo era perfectamente constitucional, tal y como felizmente acabó sucediendo.

Es, por tanto, una cuestión de libertad frente a prohibición, aunque no sea, lógicamente, sólo eso. Y lo es porque, como ha demostrado la evidencia científica, respaldada por las principales asociaciones de psicólogos, psiquiatras, médicos y trabajadores sociales, el matrimonio entre personas del mismo sexo no atenta contra la institución del matrimonio, y, además, no daña a los hijos habidos en el seno del mismo (o al margen de él), porque la homosexualidad es una expresión normal (en el sentido de sana) de la sexualidad humana. Las personas homosexuales, en definitiva, son igual de capaces (o incapaces) de formar relaciones estables y comprometidas que las heterosexuales; y las parejas del mismo sexo no son menos aptas (tampoco más) que las de sexo diferente para criar hijos; y los hijos de aquellas no son menos sanos (aunque tampoco más, como es obvio), desde un punto de vista psicológico, que los de las parejas de sexo diferente. He obviado hasta ahora la pregunta que a muchos preocupa: la de la procreación. Lo he hecho intencionadamente, no por olvido: más adelante me referiré a ella.

En íntima conexión con la libre elección del cónyuge y la no prohibición de lo que no perjudica a nadie, pero beneficia a algunos, hemos de traer a colación otra cuestión que no es baladí: la extensión de un derecho civil a un grupo minoritario, en este caso, del derecho a contraer matrimonio de las personas homosexuales (o bisexuales) con otras de su mismo sexo. Sé que alguien estará pensando, permítaseme la licencia: «Qué pesado es este Arroyo. No se da cuenta de que el problema no es el derecho, sino la institución, que es previa; y que hay instituciones que excluyen de su seno a determinado tipo de personas, por lo que carece de sentido reconocerles a estas un derecho que no tienen». Por favor, un poco de paciencia. Seguimos…

Se ha dicho también que no hay nada comparable con el matrimonio que no sea el propio matrimonio. En realidad, quería decirse que la entrada en la relación matrimonial trae consigo el reconocimiento de una serie de derechos derivados (en materia fiscal, de herencia y propiedad, de seguros médicos, de toma de decisiones en el ámbito hospitalario, de permisos laborales, de adopción y custodia de los hijos, etc., etc.) que no existen fuera de la relación matrimonial. Recordemos el Informe de 31 enero de 2004 de la Oficina de Contabilidad del Gobierno de Estados Unidos al que se ha hecho referencia más arriba. En él se identificaban 1.138 normas federales que otorgaban determinados derechos a los cónyuges de los que carecían las parejas no casadas. Y en ese momento se señalaba también que la inmensa mayoría de ellos nada tenía que ver con la procreación. Un poco más de paciencia, por favor.

Es, por tanto, también una cuestión de derechos.

Otro argumento que surgió en el debate, y que ya se ha apuntado, es aquel que equipara, tal vez con algún exceso, la prohibición del matrimonio igualitario y la prohibición del matrimonio interracial. Que hasta 1967 no fuera legal en todo Estados Unidos (caso Loving vs. Virginia) el matrimonio entre «blancos» y «afroamericanos» (utilizo estos términos porque son los más usuales y permiten el fácil entendimiento, no porque me gusten) me parece que nos lleva inevitablemente a hacernos alguna reflexión de fondo. Y como ya estoy extendiéndome más de lo aconsejable, iré sin rodeos a la que, no por evidente, deja de ser crucial. Esa prohibición, allá donde existía, tenía un único fundamento (por más que se apelase, de manera vergonzante, a otros): la distinta (inferior) consideración que merecían las personas afroamericanas en comparación con las blancas. Podría decirse de otras muchas maneras, algunas muy descarnadas, pero es ahí donde se encontraba el auténtico «problema».

Según el juez Kennedy, cualquier norma que disponga un trato diferente para estas personas resulta, por ese solo hecho, sospechosa

Sin ánimo alguno de establecer una equivalencia total entre la situación vivida (ayer, sobre todo, pero también todavía hoy) por las personas afroamericanas y las homosexuales, lo cierto es que existe un punto de conexión indudable, aunque pretenda negarse: la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo deriva, en último término, de la distinta (inferior) consideración que han merecido (merecen aún en muchos lugares y para mucha gente, por distintos motivos de carácter ideológico, religioso, etc.) las personas homosexuales frente a las heterosexuales: exactamente lo mismo que lo que ocurre con los afroamericanos en comparación con los blancos. Naturalmente, en el primer caso se acude a «argumentos» de un tipo y en el segundo a «argumentos» de otro calibre, pero, en el fondo, el problema es ese: la diferente consideración de unas personas (blancos y heterosexuales) y otras (afroamericanos y homosexuales), que las convierte, según se dice, en no aptas para celebrar matrimonio entre sí.

El mismo juez Kennedy, ponente de la sentencia que hemos analizado, identifica el meollo del problema cuando califica la orientación sexual de gais, lesbianas o bisexuales, como «de naturaleza inmutable», al tiempo que recuerda algo sobradamente conocido, pero que viene al caso: «Durante gran parte del siglo XX la homosexualidad fue considerada una enfermedad. Mientras tanto, las relaciones íntimas entre personas del mismo sexo en la mayoría de las naciones occidentales habían sido largamente condenadas por contrarias a la moral por el propio Estado; una opinión que con frecuencia se llevó a la legislación penal. Hoy en día el sexo entre dos hombres o dos mujeres sigue siendo un crimen en muchos Estados; a los gáis y lesbianas se les ha prohibido el acceso al empleo público, se les ha excluido del servicio militar, de las leyes de inmigración, han sido objetivo de la policía y se les ha impedido el derecho de asociación». Es, por tanto, también, y sobre todo, una cuestión de discriminación (por razón de orientación sexual). Aunque no se sepa o quiera ignorarse, la minusvaloración de que (todavía hoy) son objeto las personas homosexuales se encuentra en la base del razonamiento que trata de justificar por qué no puede reconocerse el matrimonio entre personas del mismo sexo. De ahí la importancia, y la potencialidad, del argumento utilizado por el juez Kennedy, pues a partir del mismo cabría derivar que, como ya ocurre con el sexo o la raza, se abre la puerta a que la orientación sexual sea merecedora del más alto escrutinio cuando se trate de determinar si alguna norma, federal o estatal, atenta contra el trato igual que merecen aquellos colectivos o grupos que han sido históricamente discriminados, como los homosexuales y bisexuales. O dicho de otro modo: cualquier norma que disponga un trato diferente para estas personas resulta, por ese solo hecho, sospechosa, y, en consecuencia, habrá de ser analizada rigurosamente para decidir si la diferencia de trato que contiene está verdaderamente justificada o si, por el contrario, es discriminatoria, lo que conduciría a su eventual invalidez. La repercusión que este argumento pueda tener en futuros pronunciamientos judiciales es, como señalaba antes, inconmensurable.

Vamos llegando al final. Y en el final de la sentencia nos encontramos con unas palabras que, si somos capaces de leer atentamente y sin prejuicios, nos daremos cuenta de que dicen mucho más de lo que parece, y que bajo su aparente «cursilería» se encuentra, en realidad, un pensamiento más profundo, en tanto que entronca con la gran cuestión que hasta ahora hemos bordeado, pero que ya hay que afrontar abiertamente: ¿Qué es el matrimonio? Son estas:

Ninguna unión es más profunda que el matrimonio, ya que este encarna los más altos ideales de amor, fidelidad, entrega, sacrificio y familia. En la formación de una unión matrimonial, dos personas se convierten en algo más grande de lo que eran. Como algunos de los demandantes de estos casos han demostrado, el matrimonio representa un amor que puede incluso perdurar más allá de la muerte. Sería malinterpretar a estos hombres y mujeres afirmar que faltan al respeto a la idea de matrimonio. Su demanda se produce porque la respetan, la respetan tan profundamente que tratan de poder llevarla a cabo ellos mismos. Su esperanza es no estar condenados a vivir en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igual dignidad a los ojos de la ley. La Constitución les otorga ese derecho [«No union is more profound than marriage, for it embodies the highest ideals of love, fidelity, devotion, sacrifice, and family. In forming a marital union, two people become something greater than once they were. As some of the petitioners in these cases demonstrate, marriage embodies a love that may endure even past death. It would misunderstand these men and women to say they disrespect the idea of marriage. Their plea is that they do respect it, respect it so deeply that they seek to find its fulfillment for themselves. Their hope is not to be condemned to live in loneliness, excluded from one of civilization’s oldest institutions. They ask for equal dignity in the eyes of the law. The Constitution grants them that right»].

Ni una sola referencia a la procreación. El matrimonio, que en su origen se encontraba estrechamente vinculado a la idea de procreación y consecuente crianza de los hijos, ha evolucionado considerablemente a lo largo de los siglos, de modo que hoy día carece por completo de sentido mantener inescindiblemente ese vínculo, aun sin negar, como es lógico, que pueda darse y que ello tenga consecuencias. Pero lo verdaderamente importante es que el matrimonio, como modo primario de organización de la vida personal y social, no exige como requisito inexcusable que quienes lo contraigan sean procreadores naturales (a través de la cópula) y, menos aún, que ejerzan esa posibilidad. Antes bien, el matrimonio, aun pudiendo albergar en su seno, como suele ocurrir con frecuencia, esa posibilidad, se sostiene hoy en día, en nuestra universo cultural, como un modo de organización social de la vida de dos personas que deciden libremente acceder a ciertos derechos y asumir determinadas obligaciones, para con la otra parte y, en su caso, para con los hijos que vengan.

Primeros matrimonios del mismo sexo en el estado de Washington

¿Supone eso una «desnaturalización» de la milenaria institución matrimonial? Ese parece ser el fondo que subyace en el argumento del presidente Roberts, cuando sostiene que «el matrimonio es una solución socialmente organizada para el problema de lograr que las personas permanezcan unidas y cuiden a sus hijos, pues el mero deseo de tener hijos y el sexo que hace posible que haya niños, no lo resuelve». El problema es que este es un argumento contrafáctico y, por tanto, falso, al establecer una conexión identitaria entre unión de dos personas para determinados fines (matrimonio) y tenencia (procreación) y cuidado de los hijos. Primero, porque no se pone en cuestión que el matrimonio entre dos personas incapaces de procrear a través de la cópula sea matrimonio. Y, segundo, porque la forma de tener hijos ya no se reduce únicamente a este tipo de relación carnal.

En definitivas cuentas, y acabo ya con este cuento, el matrimonio, que tiene un origen estrechamente vinculado a la procreación y al cuidado de los hijos, ha experimentado considerables transformaciones a lo largo de su larga historia, como institución viva que es, no ajena, por tanto, a las evoluciones que la sociedad en que vive también ha ido experimentando. Quienes defiendan las esencias de esa institución y continúen centrando el núcleo de su discurso en esa inescindible vinculación van a encontrarse con alguna dificultad para defender su pureza incontaminada de otras adherencias ideológicas (o religiosas) cuando tengan que enfrentarse a la cuestión de por qué durante tanto tiempo en Estados Unidos, por ejemplo, estuvo prohibido el matrimonio interracial, siendo este como es perfectamente reproductor. ¿No será que el matrimonio es algo más que eso? O, mejor dicho, ¿no será que el matrimonio ha servido para cosas distintas, en función de cuál fuera el grupo socialmente dominante en cada momento y lugar?

Pero, con ser esas transformaciones de la institución matrimonial dignas de ser tomadas en consideración, me temo que nada comprenderíamos bien si no reconociésemos que la gran transformación que se ha producido en los últimos años en la sociedad occidental, de la que Estados Unidos forma parte, ha sido la experimentada por la consideración que la homosexualidad merece a los ojos del grupo socialmente dominante. Aunque las personas homosexuales (y las bisexuales y, más aún, las transexuales) siguen siendo objeto preferente de desconsideración social (o, dicho más claramente, de discriminación), lo cierto es que, gracias, sobre todo, al trabajo de las asociaciones y colectivos de defensa de los derechos civiles de las personas LGTB (acrónimo usual de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales), en el discurso público ha comenzado a triunfar la idea de que las mismas merecen una igual consideración y, en consecuencia, un igual trato legal. Sólo a partir del momento en que se dio por cerrada la discusión acerca de si los afroamericanos eran merecedores de la misma consideración que los blancos se acabó con la legislación que prohibía los matrimonios interraciales, cosa que sucedió hace unos pocos años (1967). El mismo tipo de razonamiento cabe aplicar en relación con las personas homosexuales. Únicamente cuando se les reconoció su igual dignidad pudo acometerse con éxito el debate acerca de la posibilidad de abrir la institución matrimonial a personas del mismo sexo.

Lo vimos con mucha claridad en España. Bastó con cambiar en el Código Civil los términos «hombre» y «mujer» por «cónyuge» para permitir que dos mujeres o dos hombres pudieran contraer matrimonio, con los mismos derechos y las mismas obligaciones. No fue preciso modificar nada más, porque nada más había en la institución matrimonial que no pudiese ser predicado de una pareja del mismo sexo.

¿Y el nombre? ¿No hubiese sido preferible utilizar otro nombre distinto a «matrimonio» para reconocer ese tipo de uniones, dado que este tiene un anclaje histórico muy determinado, vinculado, como decíamos, a la idea de procreación y crianza y protección de los hijos, que puede «ofender» a quienes consideran diferente el contraído por personas de sexo distinto del que puedan contraer personas del mismo sexo? La respuesta, categórica, sólo puede ser esta: no. No, porque no tiene sentido denominar con un nombre diferente lo que se quiere igual (iguales derechos y obligaciones de los cónyuges, sean de diferente o del mismo sexo). Y no porque, en realidad, no es igual lo que se denomina de forma diferente.

El matrimonio es una vieja institución que ha experimentado una importante evolución a lo largo de la historia, sometida primero a un proceso de sacralización que, desde hace algún tiempo, en nuestras sociedades se ha revertido, desacralizándola, con las consecuencias que ello tiene. Esa es la historia. La posibilidad de formalizar el contrato que da lugar a que dos personas se conviertan en cónyuges (en un matrimonio) es un derecho que reconocen las constituciones de nuestra cultura jurídico-política. Un derecho fundamental. De igual manera que es un derecho fundamental el derecho a no ser discriminado por razón de la orientación sexual. Así lo prevén la Constitución de los Estados Unidos y la Constitución española. O así cabe derivarlo de ellas de manera indubitada, según sus máximos intérpretes han tenido ocasión de señalar. Por eso, si alguien se empeñase en mantener que entre el nombre de la institución, por razones históricas, y el derecho o, mejor dicho, los derechos fundamentales, existe algún conflicto, que no le quepa duda de que estos últimos han de primar, a no ser que se nos expongan argumentos suficientemente persuasivos o convincentes que justifiquen lo contrario, esto es, que el mantenimiento del significado de las denominaciones históricas se antepone a la vigencia plena de los derechos fundamentales presentes. Francamente, ninguno de los argumentos que he leído, pese al respeto que me merezca el esfuerzo realizado por sus autores, me ha persuadido convincentemente. Por eso, entiendo que el fallo de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América en el caso Obergefell vs. Hodges es un acierto. Un acierto histórico.

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de numerosos artículos científicos sobre organización territorial del poder y derechos fundamentales, así como de los libros El federalismo alemán en la encrucijada (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006) y La reforma constitucional del federalismo alemán (Barcelona, IEA, 2009). Compagina su faceta profesional, docente e investigadora con el activismo social y político. Es miembro de COGAM (Colectivo de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales de Madrid) y premio Pedro Zerolo a la Trayectoria 2015 por su defensa de los derechos de las personas LGTB y del matrimonio igualitario.

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