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Historias de dineros

"Trabajos, dineros y negocios". Teresa de Jesús y la economía del siglo XVI (1562-1582)

JOSÉ ANTONIO ÁLVAREZ VÁZQUEZ

Trotta, Madrid, 310 págs.

Política monetaria en Castilla durante el siglo VII

JAVIER DE SANTIAGO FERNÁNDEZ

Junta de Castilla Y león, Valladolid, 302 págs.

La bancarrota del virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780-1810

CARLOS MARCHAL

Fondo de Cultura Económica, México

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«Dineros nos dé Dios, que habilidad no nos falta a nos.» Este dicho, recogido por Gonzalo Correas para su Vocabulario de refranes, bien podría haber salido en alguna ocasión de los labios de Teresa de Jesús a juzgar por las aptitudes que para su manejo, el del dinero, constan en el libro que firma José Antonio Álvarez Vázquez. Una extensa lista de juicios encomiásticos, ya en la introducción, nos introduce de lleno en el asunto. Era Teresa, al parecer, «profunda conocedora de la economía y la sociedad de su tiempo»; estaba dotada de un acusado «carácter innovador desde el punto de vista económico e institucional»; en todo tiempo la adornaron exquisitas «sabiduría y conducta económicas», lo mismo que «experiencia y autoridad» en tal materia, resultando ser al cabo «uno de los testigos más lúcidos de la prosperidad económica castellana y del inicio de su decadencia», etc. Tamañas cualidades permiten incluso postular la existencia de un «esquema económico teresiano» (pág. 14), cúmulo de actuaciones y opiniones que la santa de Ávila habría puesto al servicio de sus múltiples establecimientos, exitosos todos.

De testigo y protagonista tan excepcional de nuestro pasado económico cabría esperar que su biógrafo ofreciera, en primer término, transcripción de sus observaciones al respecto, habiendo existido en los veinte años abarcados por el título materia más que sobrada para ello. Sin embargo, no constan en este libro sino poco más que un par de juicios «económicos» de la santa, siendo, por cierto, alguno de ellos tan elemental como la maquinaria del sonajero (como cuando de Burgos se dice en 1582 que ya «no está con la prosperidad que solía») o francamente discutibles otros (Salamanca es calificada en 1570 de «lugar muy pobre»). Por consiguiente, la maestría de Teresa en materia económica debe de haberla deducido el autor del éxito de sus fundaciones, traducido en la perdurabilidad de las mismas. Ésta, a su vez, sería fruto de tomas de decisiones dignas de un cerebro realmente privilegiado en estos menesteres. Ofreceré un ejemplo, en cuya excepcionalidad tal vez el autor no haya reparado lo suficiente. Teresa de Jesús decide abrir casa en Sevilla y lo hace en 1575, a no dudarlo uno de los años más aflictivos en la vida económica de Castilla. La compra de la vivienda, valorada en la nada despreciable suma de 6.000 ducados, se hace entregando 400 que le adelanta Lorenzo de Cepeda; para el resto, como cualquier mortal, la santa se empeña mediante un censo. De la mitad de esta deuda, sin embargo, es capaz de liberarse ¡a los dos años!, y sólo una década después la comunidad se traslada a una nueva sede tasada, según San Juan de la Cruz, en «casi catorce mil ducados, [si bien] vale más de veinte mil» (pág. 291). Y estas operaciones tienen lugar en una ciudad –añadiré por mi parte– en la que en 1576 quiebran seis firmas bancarias, una en 1577 y otra en 1581, dos más en 1582 y la undécima de la serie el mismo año en el que las monjas de Teresa se cambian de casa… La santa burla, pues, los infortunios que a su alrededor pululan, y progresa donde otros fracasan.

La pregunta sobreviene por sí misma: ¿de qué «clave económica oculta» (pág. 299) pudo valerse la monja de Ávila para alcanzar semejantes cimas? Mucho me temo que nos quedaremos sin saberlo mientras no se pueda disponer de mejor información sobre la «estructura del ingreso» (pág. 277), esto es, tanto del peso relativo de cada uno de sus componentes como de sus eventuales alteraciones en el tiempo. A la vista de lo que aquí hay, condecorar a Teresa con la clase de juicios que arriba quedaron consignados se antoja en exceso aventurado. Por otra parte, el mero propósito de encuadrar la erección y perdurabilidad de las fundaciones teresianas dentro de las variables propias de la economía mercantil y financiera de la época no parece tampoco lo más afortunado, al igual que tratar de ver en sus gestores –en Teresa y sus hermanas– un trasunto de los operadores económicos castellanos del siglo XVI. Los establecimientos eclesiásticos, en general, no parece que hayan experimentado jamás la clase de «quiebra» que tan común podía ser para otras «empresas». Su fortuna se regía por otros parámetros. Una pista: ya en el año 633 advertía el IV Concilio de Toledo a los libertos eclesiásticos que jamás se verían libres de su actual condición puesto que «su patrona [la Iglesia] no muere nunca».

El dinero de Teresa, ahora también materialmente considerado, conoció en Castilla durante el siglo siguiente avatares decisivos. La Política monetaria arriba reseñada, segunda entrega de esta recensión, constituye una cómoda, apretada y en ocasiones original excursión por un tópico que no por repetido ha sido necesariamente bien tratado. Veamos. A los Austrias llamados «menores» se atribuye el delito, otro más, de haber usado la moneda, alguna de ella, con propósitos fiscalistas. Un «fetichismo» predicado de Carlos I y Felipe II contrasta así con el envilecimiento al que sus herederos sometieron a determinados especímenes monetarios. El orden dispuesto por Isabel y Fernando en 1497 habría sido quebrado por su tataranieto Felipe III al poco de acceder al trono. Desde aquel entonces hasta principios del siglo XVII, especies de oro, plata y vellón convivieron armónicamente de puertas adentro, al precio, sin embargo, de su exportación clandestina, pues dicha armonía incluía también determinadas paridades entre las distintas monedas que no valuaban las de metal noble en su justa medida, como sí se hacía desde fuera. Este esquema debe, al parecer, ser revisado, pues de «ruptura» se nos informa. Ésta tuvo lugar en 1566, afectó ya entonces al vellón, y lo hizo en el mismo sentido en el que se produjeron las alteraciones del siglo XVII : Felipe II ordenó entonces batir un «vellón rico» cuya diferencia entre valor intrínseco y facial resultaba ser del 12% en marco, diferencia que se embolsaba el fisco. Con todo, parece que el objetivo de la disposición fue sobre todo el de colmar la escasez de moneda fraccionaria, pues la cantidad aducida como beneficio –2.380.000 maravedís– no era como para sacar de apuros a nadie. Es más: cuenta Hamilton (Tesoro americano, pág. 88) que Felipe II rechazó en el mismo año otra operación de parecido signo que le hubiera proporcionado por encima de 150.000 ducados. El «fetichismo», pues, seguía mandando, porque tampoco la operación de 1596 levantó el vuelo por mucho tiempo. Fueron, sin duda, «primeros pasos hacia la inflación [monetaria]», si bien sus efectos en tal sentido ya el mismo Hamilton los reputó como nulos («no he conseguido observar ni un solo caso de premio en una operación de cambio de vellón por plata o un descuento sobre el vellón pagado por mercancías o servicios»).

Otro escenario se descubre a partir de 1602. Felipe III heredó de su padre una bolsa literalmente vacía. El uso fiscalista de la regalía de acuñar tenía ya precedentes, y los manuales suelen citar como paradigmático lo realizado por Enrique VIII Tudor. Para lo que ahora nos ocupa, Javier de Santiago precisa, frente a Hamilton, que las emisiones de puro cobre comenzaron tras la pragmática de 13 de junio de 1602 y no en 1599. Pero lo sustantivo residió en que el beneficio fiscal saltaba ahora al 79%, y que disposiciones de similar género siguieron en 1603. El fisco obtenía como 500.000 ducados, pero el virus del «premio» comenzaba a dañar ya los intercambios. Para cauterizar la herida, las Cortes proponían –y lograban– sustituir los frutos de estas regalia fisci por una contribución –los millones de 1608– que estimaban menos dañina.

La suspensión duró hasta 1617, hasta la víspera de la Guerra de los Treinta Años. Las nuevas acuñaciones –ésta y la que siguió en 1621– mostraron ya, sin duda alguna, que Castilla unía a sus varios problemas económicos el específicamente monetario, pues en 1625 el premio de la plata sobre el vellón alcanzaba nada menos que un 50%. Hubo entonces intentos, fallidos intentos, de arreglo, que el autor glosa, lo mismo que el irremisible deterioro que siguió a raíz de la guerra con Francia (1635), las revueltas de Cataluña y Portugal (1640) o el intento de aprovechar la Fronda de nuestros vecinos (1651) para echarles del Principado, cosa que efectivamente se logró al año siguiente. Paradojas para anotar: el vellón que no corría en Cataluña, sirvió manipulado en Castilla para que el 13 de junio de 1652 pudieran entrar en Barcelona las tropas de Felipe IV. El autor aclara, finalmente, los justos términos de las reformas que en 1680 significaron la erección de unos cimientos con garantía de estabilidad; su afirmación de que lo actuado merece el calificativo de «éxito», a condición de agregarle la coletilla «a largo plazo», es muestra tanto de la gravedad alcanzada por el mal como de la dosis de buen juicio que preside esta obra, en la que incluso se nos regala una docena de páginas sobre reformas monetarias en el siglo siguiente.

Época esta última de la Ilustración, de las Luces, donde la historiografía sobre la moneda se ha detenido bastante menos, y ello tal vez tanto porque el problema dejó de ser entonces de los de primer plano, como en razón de que la reducción de los envíos coloniales a la metrópoli desde el siglo anterior debilitó, asimismo, el atractivo de la ecuación remesas americanas-moneda castellana-preponderancia política que tan buenos frutos deparó a los interesados en ella. Este panorama, no obstante, se ha corregido de algunos años a esta parte, impelido, especialmente, desde aquella orilla, y con la vista puesta en el re-examen del flujo argénteo llegado a Cádiz. Un reciente volumen coordinado por A. M. Bernal (Dinero, moneda y crédito en la Monarquía Hispánica, Madrid, 2000) es buena prueba de lo dicho. Carlos Marichal recoge en la tercera de las obras reseñadas varias de las preocupaciones que a las historiografías española y americanista –un binomio que por desgracia sigue siendo tal, salvo excepciones como la presente– acosan últimamente. Primero reconstruye el monto de los ingresos fiscales novohispanos en la segunda mitad del siglo XVIII, flanqueados por los metropolitanos. Cumple, además, respecto a los primeros, entrar en los efectos sobre ellos de las reformas administrativas arbitradas a partir de 1765 (Gálvez). El resultado es una imagen de la Nueva España, de sus habitantes, gravada bastante por encima de lo que por los mismos años se estilaba en la metrópoli, y ello sin computar los «donativos» y «préstamos forzosos» que de tanto en tanto (de hecho se repartieron 27 expedientes de uno u otro género entre 1781 y 1803) se añadían a las contribuciones ordinarias. En su conjunto, las colonias americanas –ya no sólo México– aportaban al fisco imperial como un 15% por término medio de 1763 a 1785 e incluso el 25 hasta 1811. Lo más notable, sin embargo, es que estas transferencias se producían después de que las colonias se autofinanciaran, lo que no es poco si se consideran los gastos defensivos a los que hubo que hacer frente a partir de 1779 o los derivados de la contemporánea «revolución administrativa». El mapa que figura entre las páginas 36 y 37, donde se recoge la salida del flujo fiscal novohispano desde Veracruz, sus diversas etapas por el Caribe, del inmenso Caribe que se abre entre La Florida y Venezuela, y el definitivo salto de lo que resta hacia la metrópoli, sintetiza de maravilla lo mucho bueno que esta obra contiene.

Hacia 1810, para concluir, Nueva España se encontraba en «virtual suspensión de pagos» como resultado del cúmulo de exigencias que sobre ella habían pesado en los treinta últimos años y de los efectos de la «insurgencia» que la invasión napoleónica de la metrópoli estaba alentando. Es tentador dejarse seducir por la idea de que existe una relación causal entre los acontecimientos de septiembre y la sistemática explotación a la que la metrópoli sometió a la colonia en las referidas tres décadas. No lo hace Marichal. De lo que no parece haber duda, desde luego, es de que la particular Guerra de Independencia novohispana acabó haciendo saltar por los aires lo que quedaba en pie de la confianza hacia la administración colonial, con efectos colaterales sobre el propio desarrollo de la otra Guerra de Independencia y del porvenir de ambas naciones.

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