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El pasado como prólogo. El futuro glorioso y el turbio presente de las Naciones Unidas

El parlamento de la humanidad. La historia de las Naciones Unidas

Paul Kennedy

Debate, Madrid

Trad. de Ricardo García Pérez

440 pp.

24,90 €

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Paul Kennedy se decanta siempre por temas de gran alcance. Se trata de un distinguido historiador y profesor de un aclamado curso sobre grandes estrategias en la Universidad de Yale cuyo libro más famoso es Auge y caída de las grandes potencias. Cambio económico y conflicto militar. Su nuevo libro, El parlamento de la humanidad, vuelve a afrontar un tema vastísimo: una historia del nacimiento de las Naciones Unidas y de los esfuerzos llevados a cabo durante los últimos cien años para alcanzar una gobernanza global.

Kennedy es, en la tradición académica angloestadounidense, lo que se conoce como un «historiador whig»: un teleólogo histórico. Ofrece una visión de la historia caracterizada no sólo por ideas morales concretas, ideas concretas de justicia e injusticia en la historia, aquello que conforma a las buenas personas y al gobierno ilustrado, sino además, y de manera crucial, por una firme creencia (si bien sólo explícita ocasionalmente) en que la historia está elaborándose gradualmente en función de este telos, el progreso histórico hacia esos fines morales. Surge de un impulso honorable, una creencia en la capacidad de los seres humanos para ejercer colectivamente sus acciones hacia el bien, pero también suscita cuestiones de objetividad en cuanto a si la historia está realmente avanzando hacia esos fines morales –y cuándo, exactamente– y, como es natural, visiones enfrentadas sobre cuáles deberían ser esos fines morales.
La idea del progreso histórico y moral se hallaba en el centro mismo de Auge y caída de las grandes potencias, pero allí se expresaba a la inversa. Aquel libro era un tratado sobre el declive económico y político: de manera específica, el declive aparentemente inevitable de Estados Unidos, examinado moral e históricamente frente al declive de otros imperios. El declive político estadounidense sería aparentemente el resultado inevitable de la debilidad económica surgida como consecuencia de una propensión imperial hacia la guerra, el conflicto y la militarización. El ámbito histórico era enorme (de los años 1500 a 2000, aproximadamente), pero el subtexto moral era desconcertantemente reducido, centrado casi en exclusiva (así me lo pareció tanto en su publicación como al releerlo ahora) en los años finales de la guerra fría y, ya puestos, los años de Reagan y el incremento militar asociado con ellos. ¿Cinco siglos de historia con objeto de explicar cinco breves años de experiencia estadounidense, y aquellos cinco años acaeciendo justo entonces? Raramente ha estado el salto intelectualmente tan desprotegido, algo así como practicar banyi sin fijar la cuerda: desde la irreprochable, pero también poco informativa, observación de que ningún imperio ha durado eternamente en el curso de la historia hasta la afirmación de que el imperio estadounidense estaba tambaleándose. Y eso es así aun aceptando la afirmación de que el imperio estadounidense es un imperio y no un Estado hegemónico de un tipo esencialmente diferente de, digamos, la España o la Gran Bretaña imperiales.

La lección moral-histórica sotto voce tras la voz aparentemente consternada, quejumbrosa, de Kennedy quedaba suficientemente clara; el declive estadounidense es históricamente inevitable, pero en conjunto se trata, para todo el mundo, de algo bueno. Eso y (como recuerdo cuando se publicó el libro) montones de Schadenfreude (alegría por el mal ajeno) en Europa, una ufana sensación de karma político justificada por un catedrático británico en Yale explicándolo todo como Historia. Pero el karma es algo resbaladizo y, en el interminable girar de la rueda de este mundo de ilusión y deseo, fugacidad e impermanencia, el libro de Kennedy apareció en 1987, apenas dos años antes de la caída de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia, la liberación de Europa oriental y central, y la victoria estadounidense en la guerra fría. Quedó un solo hombre en pie, y no fue el comunismo soviético. ¿Declive estadounidense? Sin embargo, la reputación de Kennedy no se ha visto afectada, especialmente fuera de Estados Unidos (el libro se ha traducido a veintitrés idiomas, al fin y al cabo), porque el libro no fue siempre más que una expresión de esperanza por encima de la experiencia. Como si se dijera: «Algún día (Dios mediante) será verdad»: la esencia de la historiografía de Kennedy, una afirmación histórica unida a un ruego moral para conseguir que así sea.

El nuevo libro de Kennedy, El parlamento de la humanidad, es la otra cara de la moneda de la misma conjunción de declivismo estadounidense-progresismo histórico whig que caracterizó Auge y caída de las grandes potencias. Lo que muchos tomaron en 1987 (al menos en Estados Unidos) por pesimismo de su autor no lograron entender que era (desde el punto de vista de Kennedy y desde el punto de vista de muchos en Europa) realmente «progreso». Si el progreso se había definido en el libro anterior como el declive del poder estadounidense, en el nuevo libro se define de un modo sólo ligeramente diferente como el auge de las Naciones Unidas y la «gobernanza global». El progreso es la hegemonía (supuestamente) resultante de las instituciones de gobierno internacionales, la sustitución de la hegemonía de Estados Unidos por la hegemonía (supuestamente) emergente de las Naciones Unidas. Se entiende, sin embargo, que la aparición de la gobernanza global y la hegemonía de las Naciones Unidas dependen del (supuesto) declive del poder estadounidense. De modo que el primer y el segundo libro sólo cobran sentido realmente de forma conjunta. Son la continuación del mismo proyecto teleológico moral-histórico.

Hay aquí muchas presunciones, menos sobre el pasado que sobre el futuro. El campo académico de Kennedy es la historia, pero el motivo por el que la gente lo lee es porque es un futurista especulativo. Ambos libros pretenden ocuparse del pasado, pero lo cierto es que uno y otro utilizan el pasado para otorgar existencia a una cierta visión moral compartida del futuro. Ambos libros ofrecen este futuro moral como algo que es siempre una posibilidad histórica, ¿y por qué no, ya que las posibilidades históricas difícilmente pueden descartarse nunca a priori? Pero de alguna manera, en la vida real, la visión moral parece ser siempre un horizonte que se aleja indefinidamente. El declive estadounidense o el auge de la gobernanza global, da igual uno u otro: Kennedy lee los indicios intermitentes a lo largo de dilatados períodos de tiempo para favorecer el vaso medio lleno, llenándose poco a poco, y, sin embargo, no parece que nunca acabe de llegar del todo, nunca alcanza del todo la plenitud del tiempo. Como esos locos predicadores estadounidenses que profetizan el fin del mundo, pero que luego tienen que volver a hacer sus cálculos constantemente, la narración de la historia que plantea Kennedy es una forma de profecía.

I
 

Pero me adelanto a mí mismo. El subtítulo de El parlamento de la humanidad en esta espléndidamente realizada traducción española es «La historia de las Naciones Unidas». El subtítulo en el original inglés, más elocuente, es el «pasado, presente y futuro» de las Naciones Unidas. El parlamento de la humanidad hace referencia a un poema de 1837 del joven Alfred Lord Tennyson, «Locksley Hall». El poema ofrece una extática «visión del mundo» del futuro. Su pasaje más conocido alude a todas las «maravillas que nos aguardan» en imágenes a un tiempo modernas y románticas. Es extraordinario como visión y como poema, y Kennedy hace bien en utilizarlo como el epígrafe y el marco ideológico del libro. De hecho, una fascinante nota histórica al comienzo del libro señala que este poema en concreto tuvo un efecto en el mundo real: más de un siglo después, el presidente estadounidense Harry Truman llevaba una copia de este poema en su cartera y, cuando le preguntaban por qué apoyaba instituciones internaciones como las incipientes Naciones Unidas, lo sacaba para leerlo en voz alta.

Truman no ha sido el único en seguir el ejemplo moral de ese poema escrito hacía más de cien años; ha inspirado a los internacionalistas durante generaciones, e incluso Winston Churchill reparó en él. Pero «Locksley Hall» es también la brújula moral de Kennedy: «está presente a lo largo de este libro», dice. Define su historiografía whig y su futurismo, y es honesto a la hora de situarlo en lugar preferente. La humanidad, Kennedy deduce del poema, iba a destruirse a sí misma «a menos que inventara alguna forma de organización internacional que evitara el conflicto y promoviera el bien común de la humanidad». Pero aunque este es el tema que ha recorrido durante siglos tantísimas novelas, poemas, ensayos, artículos académicos, monografías, sermones, elogios, polémicas, jeremiadas, canciones, discursos, programas de televisión, películas, videojuegos e incluso la «segunda vida» de Internet, ¿es eso lo que nos dice este poema? De ser así, los huecos en el poema, sus cruciales intersticios, sus elisiones, presagian la posibilidad de algo muy diferente.

Tennyson escribe al comienzo de la Revolución Industrial en Gran Bretaña. Al mirar hacia delante, prevé el crecimiento del comercio global, las transacciones surcando el aire: «los cielos» –dice– llenos de dirigibles «descargando valiosos fardos». El libre comercio y la incipiente globalización económica, impulsados por la tecnología; es algo que no nos resulta desconocido en la actualidad. Pero luego esos mismos cielos se llenan de guerra, las «flotas aéreas de las naciones batallando en la bóveda azul». Porque es algo que no se nos dice. Quizá por encima de ese mismo comercio global, las naciones que luchan para cobrar ventaja sobre esos «valiosos fardos», el poeta no cuenta, pero sí imagina, por ejemplo, el futuro horror de los bombardeos aéreos, una guerra en la que «llovía un espantoso rocío». Pero finalmente, de alguna manera, después de que se librara esta guerra por los cielos, «los tambores de guerra ya no atronaban y los estandartes de batalla estaban plegados».

Luego llega la utopía planetaria, el final de los conflictos y las guerras nacionales. Pero aquí el poema se detiene en una profunda ambigüedad. Los tambores de guerra dejan de retumbar y se pliegan los estandartes de batalla, «en el parlamento de la humanidad, la federación del mundo». Pero el poema guarda silencio sobre cómo va a suceder esto. Se muestra ambiguo precisamente sobre el tema central. ¿Es este «parlamento de la humanidad», esta «federación del mundo», la causa de la paz global o, por el contrario, su efecto? ¿Cesa la guerra en el parlamento del hombre? ¿Cuál es el significado de este en? La cuestión de la causa y el efecto no es irrelevante, a pesar de que el poema la esquive. Ni tampoco es irrelevante (apenas necesita decirse) para la historia whig de Kennedy, y el quid del asunto estriba en si su libro también la esquiva.

«Locksley Hall» es, culturalmente, un producto de la Gran Bretaña del siglo XIX que aún puede llegar a remover los sentimientos de los siglos XX y XXI. Piénsese en el famoso sentimiento –mejor dicho, profecía– inscrito en la sede central de las Naciones Unidas en Nueva York, tomada del segundo capítulo de Isaías: «y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces: no alzará espada gente contra gente, ni se ensayarán más para la guerra»Por expreso deseo del autor, la traducción de esta y de posteriores citas bíblicas está tomada de la conocida como Biblia Reina-Valera (Amsterdam, 1602) dada su afinidad espiritual y cultural con respecto a la Versión Autorizada del Rey Jacobo (Londres, 1611). [N. del T.]. Pero, al contrario que Tennyson, el autor bíblico especifica, en los versos anteriores, cómo acontecerá esta condición maravillosa. Se trata del pasaje más interesante, aunque también el más pasado por alto, del capítulo, y en nada sorprende que no se haya cincelado en las paredes del edificio de la sede central en Turtle Bay:

Y acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová por cabeza de los montes, y será ensalzado sobre los collados, y correrán á él todas las gentes, y vendrán muchos pueblos, y dirán: venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del dios de Jacob, y nos enseñará en sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalem la palabra de Jehová.

En ese día, el Señor «juzgará entre las gentes, y reprenderá á muchos pueblos». Entonces –y sólo entonces– volverán sus espadas en rejas de arado y obtendrán la paz universal.
El autor de Isaías describe una paz escatológica, la paz del fin de los tiempos. Pero él entiende como algo natural que esto requiera una causa escatológica. El Jehová en la montaña de la casa de Jehová. Una sola ley que procede de un solo lugar para todas las naciones y todos los pueblos. Un solo juez ante el que acuden todas las naciones. Tennyson, por contraste, es un moderno: un moderno sin dejar de ser un romántico. Aunque proclama una paz aparentemente escatológica, no cuenta para llevarla a cabo ni con el Señor de los Ejércitos ni siquiera, al parecer, con una causa eficiente genuinamente trascendental (aunque profana). Por el contrario, lo más cerca que se sitúa «Locksley Hall» de describir la causa próxima de esta irrupción de paz global es un razonamiento pragmático y práctico, leve, en absoluto trascendental: el «sentido común de la mayoría», dice, sumirá a un «reino revuelto en el sobrecogimiento». Tras haber pasado por tiempos «revueltos» –tiempos violentos y agitados, en otras palabras–, el sentido común mayoritario provocará lo que, en términos de hoy, suena extraordinariamente parecido al «fin de la historia» de Fukuyama. La «bondadosa tierra dormirá» en el regazo de la «ley universal».

II

Y se llega así al dilema en el centro moral de la historia de Kennedy. Por un lado, la búsqueda es lograr una paz escatológica, pero con medios que son no escatológicos, de sentido común, modernos, racionales e incluso mayoritarios. De la no utopía a la utopía; pero, ¿son los medios suficientes para los fines? O, por otro lado, podríamos negar que la paz buscada es escatológica –podríamos defender, en cambio, que se trata simplemente de la tranquillitas ordinis que san Agustín convirtió en el objeto adecuado del gobierno terrenal– y que se encuentra, por tanto, dentro de nuestros medios modernos, racionalistas. Pero entonces surgen otros dos problemas. Si los medios son racionales, entonces deben ser verdaderamente racionales. Cualquier propuesta para una tranquillitas ordinis global debe tener en cuenta, por tanto, los problemas de racionalidad de la acción colectiva: la tendencia de las partes a servirse de los beneficios ofrecidos en común pero a rechazar soportar individualmente los costes. «Locksley Hall» se refiere de pasada a la «mayoría» de la gente y a su «sentido común» como la solución a este problema. Pero es precisamente el sentido común –la racionalidad– el que aconseja que cada uno prometa públicamente apoyar el bienestar general, pero luego desertar en cambio privadamente y jugar a «empobrecer a tu vecino». Este es el problema que siempre han suscitado los realistas de las relaciones internacionales, en temas globales que van de la seguridad internacional al Protocolo de Kioto.

Además, si los fines, y no simplemente los medios, son meramente racionales, pragmáticos y de sentido común, ¿por qué toda la empresa de los organismos internacionales está permanentemente envuelta e imbuida de tanto idealismo como para parecer, sí, escatológica? ¿Gloriosa paz perpetua y todo eso? La retórica ideológica que rodea a las Naciones Unidas –la retórica que impregna El parlamento de la humanidad– tiene un tropo constante y peculiar, que mira siempre más allá del lúgubre, sórdido y no infrecuentemente corrupto presente de las Naciones Unidas hacia el glorioso futuro trascendental ofertado de gobernanza global. Es como si las actuales Naciones Unidas fueran un árbol joven y enfermizo, pero aun así debiéramos, todas y cada una de las veces, perdonar sus debilidades porque esperamos ilusionados que surja el maravilloso y frondoso árbol de la gobernanza global en que habrá de convertirse el arbolillo. Esto es, grosso modo, el libro de Kennedy: es su historia moral whig condensada en una sola metáfora. El resto del libro trata más o menos de convencernos de aguantar con el arbolillo enfermizo que nunca, sin embargo, acaba de crecer para convertirse en ese árbol.

La grandiosa empresa podría juzgarse seguramente, en algún punto, de errónea. ¿No podría ser lo mejor el enemigo de lo bueno? ¿Podría la esperanza de los optimistas resultar ser falsa: que pueda perseguirse una ONU «pragmática», «eficiente», que ejerza la «buena gobernanza», de fines y ambiciones y limitados, con un mandato circunscrito al presente, y, simultáneamente, perseguir el vasto ideal de una genuina gobernanza global para el futuro, un mundo del mañana verdaderamente federal? ¿Una proposición falsa, al menos por las pruebas acumuladas? Quizá la aceptación del ideal visionario para el futuro impide insidiosamente de algún modo (corrompe, para ser preciso, y la toma como rehén) la posibilidad de una ONU del presente más modesta, pero también más eficaz. Un artículo del periodista británico John Carlin, publicado en El País el pasado 7 de septiembre, se quejaba de la relativa invisibilidad del actual secretario general, Ban Ki Moon, al menos en comparación con su antecesor, Kofi Annan; se queja por extensión de que la ONU en su conjunto es menos visible de lo que lo era hace unos años. Ciertamente el deseo de Ban Ki Moon, diplomático por antonomasia, de ser menos visible que su antecesor «estrella del rock» está claro en sus propios términos, pero quizá Ban Ki Moon está también buscando, con razón, reestructurar la idea y las expectativas de las Naciones Unidas lejos del glorioso árbol futuro para favorecer otra visión global de la ONU, una ONU con pocas pretensiones de una gloriosa gobernanza global, una ONU que aspire no a un árbol frondoso, sino a crear en cambio una serie de hileras bajas, robustas y limitadas de setos que lleven a cabo de modo competente sus funciones precisas y limitadas. ¿No sería ésta una visión mejor de las Naciones Unidas que una visión paulkennediana que resulta totalmente irrealizable y que, lo que es peor, al anunciarse a voz en grito pero fracasando en su empeño, provocará un gran daño a su paso? Pero esta es una doctrina difícil de predicar en la Unión Europea, por supuesto, donde enteros departamentos universitarios, institutos o centros de estudios avanzados (todos bien subvencionados por la propia Unión Europea) se dedican exactamente a ese optimismo en relación con la propia Unión Europea como un orden constitucional y, con notable frecuencia, a la visión de que la propia estructura constitucional puede ampliarse por analogía desde la Unión Europea al mundo en su conjunto.

Pero incluso este escepticismo sobre la fe de los optimistas adopta aún la conveniencia moral de esta visión de la ONU en sus propios términos morales. Suscita simplemente un escepticismo realista sobre si es posible llegar hasta ahí. Podría además discutirse (como hago yo, ciertamente) si la visión de Kennedy de la gobernanza global es moralmente la acertada. Yo propondría, en cambio, una visión del orden global basado en torno a la robusta cooperación multilateral de Estados soberanos democráticos que, sin embargo, siguen siendo democráticos y soberanos porque son la expresión legítima de comunidades políticas concretas de un modo en que el «mundo» no puede serlo jamás. Pero, aun aceptando la premisa de la visión moral de Kennedy, ¿debe el presente francamente mediocre de la ONU ser justificado eternamente recurriendo al glorioso futuro venidero de la ONU, sólo con que perseveremos? ¿Puede justificarse eternamente de ese modo? Es desgraciadamente característico de las anteojeras que se pone el propio Kennedy –anteojeras que impone sin más a sus lectores– que dedique, por ejemplo, una sola frase al escándalo del programa del petróleo por alimentos, en el que Saddam pudo corromper el programa de sanciones de la ONU con un coste de miles de millones de dólares y un coste aún mayor para su propio pueblo. De hecho, en una increíble y falsa caracterización, Kennedy desvía hábilmente de la ONU toda acusación de culpa por la corrupción de la institución (la «úlcera de Irak», lo llama con magistral imprecisión) y termina volviendo, finalmente, a Estados Unidos por su insistencia en que la ONU impusiera sanciones al régimen de Saddam. La calidad intelectual de este libro se vería considerablemente mejorada si su postura por defecto no fuera que puede acabarse echando la culpa de cualquier cosa mala a Estados Unidos.

No es que El parlamento de la humanidad se niegue simplemente a reconocer bien los fracasos de las actuales Naciones Unidas, bien la justificación de su fracaso continuado, apelando al futuro. Los defensores intelectuales de las Naciones Unidas como Kennedy simplemente no ven en las numerosas contradicciones ningún serio problema intelectual. Las incongruencias se consideran, en cambio, una oportunidad para, en constante vaivén, cambiar a voluntad de una justificación a otra. Idealismo, utopismo y glorioso futuro de gobernanza global en un momento; y pragmatismo, precisa racionalidad y resolución práctica de problemas en el presente a renglón seguido. Lo que podría haberse pensado que era grave incongruencia, bamboleo intelectual, se ofrece en cambio como el mejor de todos los mundos intelectuales.

Kennedy salta, por tanto, libremente entre estas posiciones intelectuales para contar, tal y como él la ve, una «historia de cómo los seres humanos avanzan a tientas hacia un fin común, hacia un futuro de dignidad, prosperidad y tolerancia mutuas mediante el control compartido de instrumentos internacionales» (p. 23). El parlamento de la humanidad parece en ocasiones buscar un puente de lo racional a lo trascendente. Otras veces recula para sugerir que la organización internacional tiene finalmente toda ella como objetivo un pragmatismo limitado. Estos vaivenes me parecen insostenibles. Pero, en cualquier caso, la narración moral que le gustaría contar a El parlamento de la humanidad –del ascenso gradual, ascendente, evolutivo, de la cooperación humana entre Estados-nación hasta llegar finalmente a una genuina gobernanza global– se ve eclipsada por tener que explicar la persistente brecha entre los límites aparentes de la cooperación racional y los ideales utópicos que se supone que animan toda la empresa. La brecha domina la historia de Kennedy de las Naciones Unidas; es lo que finalmente debe explicarse. Las Naciones Unidas son también, señala, «un relato plagado de múltiples reveses y decepciones». Pero Kennedy narra este cuento del modo en que un sacerdote devoto escribe sobre la Iglesia. La gobernanza global es, en fin de cuentas, la religión de Kennedy, por lo que los constantes alejamientos de la virtud y la bondad y la racionalidad por parte de las Naciones Unidas se explican como los errores inevitables de una iglesia peregrina en pos de su camino, no como un motivo para dudar de la fe.
 

III

Kennedy comienza diferenciando las Naciones Unidas y su fundación a partir de la precedente Liga de Naciones. Los aliados, escribe, que fundaron las Naciones Unidas tenían una idea razonablemente clara de por qué había fracasado la Liga: un exceso de idealismo más que realismo, unido al hecho de que la Liga pecaba de algunas nociones específica y espectacularmente equivocadas de cómo podría funcionar la seguridad colectiva, o no. Los fundadores de las Naciones Unidas buscaron construir la nueva organización con estructuras que reconocieran el mundo tal como existía realmente. El relato que hace Kennedy de los actores mientras se encontraban moldeando la arquitectura fundamental de las Naciones Unidas en los años 1941-1945 –su sentido heroico de la misión de la posguerra aun en medio de la guerra, al tiempo que su consciencia muy marcada de que la estructura de estas nuevas Naciones Unidas había de basarse en intereses y no meramente en ideales– constituye la mejor parte del libro. Es historia diplomática observada con agudeza y constituirá una exposición de referencia durante años. La guerra misma, observa Kennedy, afiló en aquellos diplomáticos la sensación de la necesidad de vigilar firmemente los intereses y no sólo los ideales. De hecho, podemos añadir, su consigna bien podría haber sido: «No más pactos Kellog-Briand», instrumentos internacionales que prometen una fácil paz universal pero que no pueden procurarla de ninguna manera y, mucho peor, que procuran la guerra como la consecuencia de sus promesas mal concebidas.

Pero, en otro sentido, aquellos fundadores en tiempos de guerra prosiguieron con todos los mismos viejos idealismos e introdujeron algunos nuevos, principalmente añadiendo la idea de los derechos humanos como un ideal fundacional junto al ideal de la paz internacional. No hay duda de que estos nuevos ideales tienen raíces profundas; no hay duda también de que introducen nuevas tensiones y demandas en un sistema internacional que comienza con el objetivo de la paz y la seguridad internacionales (algo que es ya seguramente lo bastante difícil), pero que gradualmente incorpora la aparente suma de todos los valores humanos, y la mayoría de ellos expresados en el lenguaje no sólo de la aspiración, sino del derecho. Con objeto de comprender este despliegue gradual de su misión, Kennedy pasa de la comparación con la Liga a la parte principal del libro, una serie de capítulos temáticos que exponen paralelamente los principales valores y, por extensión, la labor de las Naciones Unidas. El parlamento de la humanidad no es de ninguna manera una guía de la ONU institucional: no es en absoluto, dice Kennedy, una guía a la «sopa de letras» de las agencias de la ONU. Pero exactamente por esa razón, y a pesar de mis reservas sobre la agenda de Kennedy, este es un libro excelente para explicar la ONU y, dadas sus profundas afinidades con el organismo, uno de los mejores esfuerzos de la diplomacia pública en pro de la ONU, de acuerdo con sus deseos y dentro de su propia ideología. Kennedy trata los amplios temas de la labor de la ONU en tres categorías (que se anuncian, en cualquier caso, en el primer capítulo de la Carta de las Naciones Unidas): seguridad colectiva; agendas económicas del norte y sur globales, y desarrollo internacional; y derechos humanos y «valores» universales.

La seguridad colectiva de las Naciones Unidas surgió de dos impulsos contradictorios. Por un lado, empezó con el reconocimiento realista de que la seguridad colectiva debe hacerse respetar por las grandes potencias y, como consecuencia, debe estar en consonancia con sus intereses o, al menos, no ser demasiado directamente contraria a ninguno de ellos. Por otro lado, interiorizó una expectativa idealista de que el Consejo de Seguridad evolucionaría gradualmente como una institución no sólo para entablar conversaciones entre grandes potencias, sino de genuina gobernanza global, aquello que el antiguo secretario general de la ONU, Kofi Annan, describió en una fecha tan reciente como 2005 como «nuestro sistema de seguridad colectiva global en ciernes». Sesenta años funcionando y, sin embargo, «en ciernes» debería seguramente hacer sonar algunas campanas de alarma intelectuales. Entonces, ¿qué es lo que ha de ser? ¿Una mesa de negociaciones en la que las grandes potencias puedan probar y negociar acuerdos multilaterales, una tertulia preferible, allí donde sea posible, a la guerra? Así era, dice Kennedy, como Dwight Eisenhower alababa a la ONU en los años cincuenta. Pero esa visión del multilateralismo de las grandes potencias, añade Kennedy, sigue «distando mucho de la concepción original de una federación del mundo», y del sistema de seguridad colectivo, en ciernes o no, que Annan afirmaba e imaginaba simultáneamente al completar su segundo mandato en el cargo. No es imposible ser ambas cosas, como dicen siempre los optimistas; una, la realidad cotidiana, y la otra «evolucionando» en espera del futuro, y ésta es la esperanza de Kennedy: historia whig, una vez más.

Kennedy recorre el camino en su mayor parte descarrilado del Consejo de Seguridad hasta llegar a la guerra fría, y luego plenamente instalados en ella, con el Consejo de Seguridad paralizado entre los dos grandes antagonistas. El Consejo de Seguridad era en aquellos años poco más que una tertulia, y a menudo ni siquiera eso. Pero por entonces imperó un cierto tipo de seguridad colectiva, no debido a la ONU, sino a que los dos antagonistas eran fundamentalmente potencias de statu quo poco deseosas de correr el riesgo de una conflagración general. Las esperanzas para la ONU se desataron a finales de la guerra fría, con la llamada de Bush padre a un nuevo orden mundial basado aparentemente en torno a las organizaciones internacionales, con la seguridad colectiva custodiada finalmente en el Consejo de Seguridad, con la gobernanza global por fin en el horizonte; es difícil exagerar la emoción que sintieron muchos internacionalistas liberales en aquellos días vertiginosos de la caída del muro de Berlín. De hecho, en un sentido perverso, la invasión y anexión de Kuwait por parte de Saddam fue un golpe de suerte, desde el punto de vista abstracto de la evolución de la gobernanza global, porque constituía una violación tan manifiesta de todo aquello que defendía la Carta de las Naciones Unidas valiéndose de la agresión, la conquista territorial, las más burdas violaciones de la paz y seguridad internacionales, y el genocidio y los crímenes contra la humanidad internos y, por añadidura, contra los kurdos. Todo lo malo en un solo paquete, por así decirlo; un perchero para que todos los intervencionistas colgaran su sombrero.
 

IV

Las guerras posteriores en la antigua Yugoslavia y en Ruanda en los años noventa obligaron a que todos volvieran a caer en la cuenta de que las grandes potencias tenían intereses, y que tenían asimismo no intereses, y además que la seguridad colectiva en el Consejo de Seguridad, con el final de la guerra fría, no había resuelto el problema de la acción colectiva y del gorroneo. Pero es significativo que Kennedy trate el problema de la acción colectiva como propio del sistema mundial en su conjunto, el clásico problema de la acción colectiva de la seguridad colectiva, las promesas insinceras y la fácil deserción, y el gorroneo. Este es la versión tradicional de las relaciones internacionales, y Kennedy la acepta. Pero, como consecuencia, trata por tanto a Estados Unidos simplemente como un caso especial de un actor especialmente poderoso, dominante, incluso hegemónico (sobre todo al dar cuenta del trajín diplomático en la ONU previo a la invasión de Irak en 2003), dentro del sistema mundial unitario. Esto es verdad hasta cierto punto –este problema de la acción colectiva es, por supuesto, real–, pero no capta del todo el verdadero meollo de la acción colectiva de la ONU y la seguridad colectiva, ni explica por completo el papel de Estados Unidos.

La descripción más cierta de la situación de la seguridad internacional desde 1990 es que se trata de un sistema conjunto y paralelo Naciones Unidas-Estados Unidos. Como mejor puede describirse es como dos sistemas de seguridad paralelos, interconectados: uno débil, el aparato de seguridad colectiva de Naciones Unidas, y uno fuerte, la garantía de seguridad de Estados Unidos. Entendido de este modo, Estados Unidos no es meramente un, o incluso el, actor dominante y más poderoso. Estados Unidos ofrece más bien un sistema genuinamente alternativo de paz y seguridad internacionales. Y la buena disposición del actor dominante a extender una garantía de seguridad a una considerable parte del planeta, explícita e implícitamente, modifica el significado, la necesidad y el tipo de seguridad colectiva en las propias Naciones Unidas. Hay dos escenarios diferentes de teoría de juegos: un actor dominante dentro de un «juego» de relaciones internacionales de la ONU seguridad colectiva-deserción; frente a un actor que ofrece su propio paquete de seguridad además del de la ONU en un «juego» de seguridad colectiva paralelo. En un sistema diplomático caracterizado (en términos de teoría de juegos) por promesas públicas insinceras, fácil deserción, riesgo moral y gorroneo, se mantiene asiduamente la fachada de que la ONU constituye, u ofrece al menos, un sistema de seguridad colectiva. Mientras que, de hecho, la mayoría de los jugadores más importantes en Europa, Asia y Latinoamérica, e incluso en Oriente Próximo, no están dispuestos a poner a prueba la fortaleza de este sistema: insincera adhesión de boquilla al sistema de la ONU al tiempo que se confía realmente en Estados Unidos.

Un realista podría decir, en otras palabras, que a pesar de todas las quejas formuladas por las élites y el antiamericanismo populista, un notable número de países han calculado los costes de adherirse a la promesa de seguridad de Estados Unidos y les ha parecido mucho mejor que las suyas, y mejor que la de la ONU, y mejor que cualquier otra cosa ofertada, en relación tanto con los beneficios como con los costes. Al fin y al cabo, Estados Unidos no se preocupa especialmente cuando aquellos países protegidos por su hegemonía de seguridad (que se extiende mucho más allá de sus aliados o clientes para proporcionar, perversamente, importantes beneficios de estabilidad incluso a los enemigos reconocidos de Estados Unidos) derrochan improperios sobre ella (justificados o no) porque, en el gran esquema de las cosas, comprende (aunque sea de forma incompleta e inconstante) que el sistema incorpora (a menudo sinceros pero, en el resultado final de la política, insinceros) rechazo y protesta públicos por parte de los beneficiarios del sistema. Estados Unidos no es imperial de un modo que suscite grandes preocupaciones. Parte de la aceptación de la hegemonía de seguridad estadounidense por sus beneficiarios incluye su deseo racional de desplazar los costes de seguridad a otra parte, a pesar de que esa parte suministradora tenga, por tanto, razones igualmente racionales para mirar primero por sus propios intereses, ya que corre de una forma tan abrumadora con el pago de los costes.

La aceptación incluye también una valoración realista de las alternativas: ¿preferiría Europa (por no hablar de Japón, Corea del Sur, Taiwán, Indonesia, India, Filipinas, Nueva Zelanda, o Australia, o incluso Rusia), por ejemplo, la hegemonía china a la estadounidense? La crisis en Georgia ha provocado una cierta discusión –menos de lo que han sugerido los recientes titulares de los periódicos, sin embargo– sobre la misión y el papel de la OTAN. Por un lado, Europa está inmersa en un caos estretégico con la reafirmación de la voluntad imperial regional rusa; los intereses de quienes están cerca de ella son diferentes de los que están lejos, y en algún momento incluso Estados Unidos se preguntará, como una cuestión de presupuesto y de planes de defensa, por el valor de la OTAN, económica y políticamente: ¿durante cuánto tiempo mantiene un Estado hegemónico a sus gorrones? Los prudentes pensadores aronianos de Europa recelarán, sobre todo, de los estadounidenses internacionalistas liberales con sus regalos de multilateralismo bajo el brazo: unos Estados Unidos que no afirmen, enérgica y bruscamente, sus propios intereses y puntos de vista en primer lugar por medio de la OTAN y en otras organizaciones como el Consejo de Seguridad de la ONU, unos Estados Unidos que canten dulces canciones de interdependencia multilateral son, seguramente, una superpotencia recién domeñada y amansada que ha decidido simplemente secundar lo que hacen todos los demás, que es otro modo de decir que se ha cansado de apoyar a los gorrones, que es otro modo de decir que, también ellos, dicen una cosa pero podrían hacer otra, y lo que podrían hacer es no revelar cuándo se necesitan finalmente los grandes batallones. Los europeos sabios, herederos de Aron, temen y no confían, sobre todo, en unos Estados Unidos que no pongan sus propios intereses notoriamente en primer lugar y lleven al resto de los países en comandita. Europa se enfrentará muy pronto a un arma nuclear iraní, lo que se unirá a su dependencia masiva del gas natural ruso, a pesar de que su fuerza militar declina año tras año –hora tras hora– y en aspectos importantes es hoy al menos posiblemente más dependiente de la garantía de seguridad estadounidense, no menos, que en cualquier período anterior a 1990.

Así las cosas, no se oye un gran clamor entre los europeos exigiendo la seguridad colectiva de la ONU, en forma de peticiones a la resolución de la crisis de Georgia por medio de la intervención del Consejo de Seguridad, y eso es así por razones obvias. Y, sin embargo, si se renuncia a la idea del Consejo de Seguridad como la sede de la gobernanza de la seguridad colectiva y se toma, en cambio, por la tertulia de las grandes potencias, entonces es que lo hizo tan bien como cabría esperar. No resolvió nada, por supuesto, pero la arquitectura del Consejo de Seguridad en la Carta de las Naciones Unidas ya prevé que en un conflicto entre grandes potencias presentes en el Consejo, por supuesto que no puede resolver nada. Pero que sirvió de tertulia, en la que se dio por sentado que allí tendrían lugar discusiones activas y relativamente públicas, y que además tendrían lugar no simplemente entre antagonistas, sino de forma mucho más pública con otras grandes potencias, e incluso con no grandes potencias representadas por rotación en el Consejo. El Consejo de Seguridad lo hizo bien en la crisis de Georgia y, teniendo en cuenta lo que es, no lo hizo nada mal.

Pero si estamos realmente encaminándonos hacia un mundo más multipolar –al menos en ciertas regiones, el «extranjero cercano» ruso o la periferia china–, entonces los conflictos de las grandes potencias prometen pasar a ser más intensos, no menos. Como ha señalado David Rieff, la multipolaridad es por definición competitiva, no cooperativa. En un mundo de estas características, el Consejo de Seguridad lleva a cabo una función esencial, pero forzosamente limitada, como tertulia multilateral para estos conflictos, y su capacidad, como uno espera que comprendan Ban Ki Moon y sus asesores, para llevar a cabo esa función depende fundamentalmente de la aceptación de sus limitaciones. Las extáticas fantasías de gobernanza global que ocupan un lugar tan destacado entre los internacionalistas liberales –el profesor Kennedy y casi todos los profesores de Derecho Internacional, por ejemplo– no son simplemente una extraña reliquia en un mundo multipolar, sino que se encuentran hoy en un peligro afirmativo, porque tientan a las instituciones más allá de sus límites en tiempos de crisis. La gran ironía, para la que Georgia sirve quizá como un presagio, es que el momento más propicio para soñar con la gobernanza global fue precisamente cuando Estados Unidos poseía su máxima fuerza, en gran medida sin oposición, porque le permitía a gran parte del mundo, gran parte del mundo democrático industrializado, el lujo de imaginar que su seguridad era una cosa, cuando lo cierto es que era otra.
 

Hay personas en el mundo que deben confiar en el aparato de seguridad colectiva de las Naciones Unidas; y no para su provecho. ¿Por qué? Porque ni siquiera la combinación peculiarmente cambiante de intereses e ideales de Estados Unidos se extiende por doquier: Darfur y Congo, por ejemplo. Una razón importante por la que persiste el sistema dual es que Estados Unidos, junto con el mundo industrializado que recibe su estabilidad de la hegemonía estadounidense, entienden que el sistema de la ONU es el menos costoso para hacer que se respete un mínimo orden en el mundo desesperanzado de Estados malogrados y en vías de malograrse, lugares donde no patrullarán, y donde no pueden hacerlo de un modo realista (pace Afganistán). Pero todo esto no es rotundamente el sistema tal como lo describe Kennedy; él ofrece, en cambio, el clásico problema de la acción colectiva situado en la propia ONU, en una parte no pequeña porque encaja con su visión moral a priori del auge de una hegemonía de la ONU de resultas necesariamente de un declive estadounidense. Kennedy podría pensar provechosamente que el sistema existente de la ONU está públicamente en perpetua crisis y, sin embargo, de alguna manera, debido a la garantía de seguridad paralela estadounidense, nunca se ha visto abocado a una encrucijada. Parece más plausible ver el sistema de seguridad colectiva de la ONU no como algo que se irrita por las restricciones que le imponen bien los problemas endémicos de la acción colectiva, bien los intereses de los Estados Unidos como superpotencia, sino, en cambio, como un sistema que ha alcanzado un equilibrio estable, en el que los actores importantes que participan en él han logrado aproximadamente lo que quieren, a pesar de que ese equilibrio no sea sólo de estabilidad, sino también de estancamiento. Incluso las protestas esporádicas de «crisis» y «¡Tenemos que hacer más!» constituyen una parte integral del teatro cotidiano del callejón sin salida de la ONU.

En casi cualquier indicador que se elija –población, influencia, poder militar–, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad no son en ningún caso representativos del mundo; Kennedy dedica al tema un estudio pormenorizado, como cabría esperar si se piensa que el Consejo de Seguridad debiera ser algún día el principal órgano de la seguridad global. Al fin y al cabo, el Consejo ha dejado de ser siquiera especialmente un grupo de las grandes potencias. Este tema se convirtió (estúpidamente) en la discusión dominante en las en gran medida frustradas negociaciones de reforma de la ONU que tuvieron lugar en 2004-2005: cómo alterar la composición del Consejo de Seguridad para convertirlo de forma más realista en un lugar de encuentro de las grandes potencias, y cómo hacerlo más representativo del mundo como una institución idealizada de la gobernanza global. Kennedy reconoce cándidamente que no existe solución a este problema; Kofi Annan, dicho sea en su favor, instó a los principales actores de la reforma de la ONU a dejar de lado esta cuestión y decantarse, en cambio, por temas más urgentes que sí que podían resolverse. El principal antagonista no era Estados Unidos, cuyo lugar en el Consejo está fuera de toda duda y se encuentra por ello en la extraña posición de ser un «agente honesto» relativamente neutral sobre el tema. Las disputas surgieron, por el contrario, entre las potencias militares menores y en declive, Francia y Gran Bretaña, enfrentadas a los clamores de Japón, India, Nigeria, Brasil e incluso a la económicamente poderosa pero desmilitarizada Alemania. Pero aun en el caso de que los cinco miembros permanentes existentes, con derecho a veto, aceptaran cualquier tipo de alteración, en la vida real Japón se ve frenado por China, India por Pakistán, Brasil por sus vecinos latinoamericanos, Alemania por la retirada global ante un tercer miembro permanente de la Unión Europea y, ¡ay!, está lejos de resultar descabellado que, en el próximo cuarto de siglo, Nigeria no pueda verse envuelta en una grave guerra civil.

No obstante, Kennedy insiste en gran medida en contar la historia del Consejo de Seguridad en el período de la posguerra fría como, en buena parte, una historia de «Estados Unidos frente al mundo», una alegoría moral de los heroicos internacionalistas liberales derrotados por la intransigencia del Partido Republicano. Es tanto tedioso como gravemente engañoso dedicar una parte tan importante del texto a temas menores y particulares de la política estadounidense en lo que se supone que es un estudio del sistema mundial. Es como si Kennedy, cuya prosa es por lo demás lapidaria, increíblemente clara, y desprovista por completo de la jerga académica, padeciera una especie de síndrome de Tourette político que le provocara repentina e inexplicablemente lanzarse a formular críticas irrelevantes de Estados Unidos por uno u otro motivo. ¿Qué importancia podría llegar a tener, por ejemplo, su digresión de antiimperialista inglés sobre la virtud de los noticiarios de la BBC sobre los estadounidenses, o cualquiera del resto de las diversas licencias que se toma?

Estados Unidos, como afirmó en una famosa frase Madeleine Albright, es la «parte indispensable», pero lo que importa no son los pedacitos de maldad política interna estadounidense que Kennedy no puede apartar de su mente sino, en cambio, un hecho mucho más básico: que gran parte del mundo industrializado acepta el papel estadounidense y depende de él independientemente de lo que se diga. Kennedy no consigue dar cuenta de un sistema de seguridad conjunto Naciones Unidas-Estados Unidos en el que figura de manera prominente la insinceridad diplomática. Da por sentada además, como siempre, una dirección normativa específica para el «progreso», hacia un sistema de seguridad colectiva genuinamente característico de la ONU. ¿Ha de suponerse, en cambio, que la seguridad colectiva de la ONU es lo que todo el mundo quiere en teoría pero que nadie desea en la práctica? En cualquier caso, la aparición de un mundo nuevo, multipolar –no el declive de los Estados Unidos como tal sino, por el contrario, como defiende Fareed Zakaria en un nuevo libro, The Post American World, la aparición de nuevas potencias como India y China, y los riesgos globales planteados por «Estados autoritarios con extracción de recursos» como Rusia, Venezuela, Arabia Saudí e Irán–, ofrece la oportunidad de ver cuántos de los aliados y amigos de Estados Unidos, y en la práctica sus enemigos, quieren realmente renunciar a la estabilidad ofrecida por la garantía de seguridad de Estados Unidos. Ese nuevo mundo podría ofrecer mucho en términos de Schadenfreude, pero es posible que no fuera, sin embargo, un lugar especialmente hermoso, ni bueno, ni siquiera seguro.
 

V

Las agendas económicas entre el norte y el sur globales, el desarrollo y el crecimiento económico internacional en general, constituyen la sección menos elaborada del libro. No se avienen con excesiva facilidad a la historia diplomática. En cualquier caso, aunque a lo largo de la histora de la ONU las diferencias ideológicas sobre lo que constituye el desarrollo económico han sido muy marcadas –¿transferencias permanentes de rentas del mundo rico al pobre, por ejemplo, o crecimiento económico permanente, en cambio, en el mundo en desarrollo?–, muchas de las discusiones en la actualidad son sobre medios, no sobre fines. Las discusiones sobre lo que funciona en el desarrollo internacional son a veces enconadas y a veces acerbas, pero son fundamentalmente sobre lo que funciona, no sobre la conveniencia del desarrollo. El parlamento de la humanidad muestra un interés sólo moderado por estos debates de expertos, fundamentalmente económicos, y prefiere decantarse por una discusión más amplia sobre los valores y, a la postre, sobre el auge de los derechos humanos en la ONU. Pero aquí hay un aspecto importante que no puede dejarse de lado. Está muy extendida la opinión de que algunas agencias de la ONU –la Organización Mundial de la Salud, por ejemplo, o el Programa Mundial de Alimentos– son buenas en lo que hacen. La competencia suele ir de la mano de una función técnica, apolítica, pero no siempre. Generalmente se ha pensado que las misiones para el mantenimiento de la paz, por ejemplo (aparte de los grandes escándalos de corrupción que están saliendo a la luz, en los que hay envueltas grandes sumas de dinero en contratos de suministro), eran razonablemente eficaces en su misión, aunque ésta es intrínsecamente política.

La eficacia de la ONU tiene, de hecho, un sencillo indicador, en el que Kennedy podría haber reparado, de no ser porque no acaba de encajar en su narración. ¿Quién paga? ¿Ante quién es la agencia responsable y de quién es dependiente fiscalmente? Las agencias que son responsables ante, y que subsisten gracias al presupuesto de, la Asamblea General son generalmente malas en lo que hacen. Las agencias que se sufragan independientemente con contribuciones voluntarias de países donantes son en la práctica mucho más eficaces. Las implicaciones políticas están claras. De hecho, hace tiempo que han estado más claras para las agencias de ayuda europeas que para Estados Unidos. Concédanse fondos a las cosas que funcionan y exíjase responsabilidad por las contribuciones voluntarias. El presupuesto regular de la Asamblea General de la ONU para 2004-2005 fue de aproximadamente 1.800 millones de dólares; el presupuesto para las misiones de paz, que es voluntario (aunque, por motivos de planificación, se acuerda sin embargo cuál es por valoración entre los donantes), fue de 3.900 millones de dólares. Lo que equivale a decir –Kennedy nunca cae en la cuenta de este punto– que las agencias de ayuda de los países desarrollados y los donantes de grandes fundaciones privadas han estado llevando a cabo en la práctica una compra apalancada de las agencias funcionales y eficaces de la ONU durante más de una década. Una compra apalancada en las Naciones Unidas, de hecho, con Europa llevando la delantera, silenciosamente, sin embargo, y sin llegar nunca a reconocerlo del todo. Una privatización, o al menos una «relateralización» entre los países ricos, de las instituciones internacionales y la gobernanza global, si se quiere.

El resto queda en su mayor parte en manos, y en el presupuesto, de la Asamblea General. Financiado por cuotas obligatorias, el presupuesto de la Asamblea General es pagado abrumadoramente por un número reducido de países ricos. El parlamento de la humanidad opera a una altitud demasiado elevada como para prestar atención al dinero. No contiene, asombrosamente, ninguna discusión seria sobre financiación, a pesar de que podría pensarse que el primer mecanismo para comprender la organización es seguir la pista del dinero; como podría decir la teoría de la elección pública o, en realidad, un marxista, seguir las condiciones materiales subyacentes en la ideología de la ONU para identificar así sus «intereses objetivos». ¿Tantas, tantísimas páginas diseccionando propuestas para reformar el Consejo de Seguridad que no irán, en la práctica, a ninguna parte, pero ni un solo análisis serio del tema económico? En realidad, Kennedy es en el fondo un platónico. Rastrear cómo y dónde va el dinero es ligeramente más difícil de lo que parece, sin embargo, ya que la ONU no tiene un presupuesto unificado, la Secretaría admite que no sabe realmente cuánto gasta o incluso cuántos empleados tiene. Las cuotas de los diez primeros países ascendieron a alrededor del 76% del presupuesto regular para 2004-2005 (Estados Unidos es el primero con el 22% y España es el número ocho con el 2,5%, justo por delante de China con el 2,07%), lo que quiere decir que los restantes ciento ochenta países aproximadamente representan no más de una cuarta parte de ese presupuesto, y el centenar de países del tramo inferior no representan en la práctica nada de nada.

Sea cual sea la justicia distributiva de ese acuerdo, supone también un claro incentivo para que la mayoría que no paga en la Asamblea General obtenga cada vez más recursos de la minoría que paga. Es un juego al que los pocos que pagan pusieron fin hace unos años (encabezados, lo que supuso un dato interesante, por Alemania). La política de facto de los países desarrollados en la actualidad está clara, a pesar de que nunca se haya anunciado como tal: privar de financiación a la Asamblea General, o al menos mantenerla lo más cerca posible de los gastos corrientes, y dedicar en cambio pocos recursos a agencias concretas por medio de contribuciones voluntarias. El dinero que se envía al cuidado y la alimentación de la Secretaría General se evapora rápidamente entre la búsqueda de rentas, el riesgo moral, la ineficacia, los subsidios y salarios impresionantemente altos de la ONU, y la corrupción y el fraude sin ambages. Es una lástima, como mínimo, que Kennedy sencillamente ignore estos hechos; enfrentado a las sórdidas realidades, él, como tantos otros observadores, prefiere quejarse en general sobre cómo la corrupción y la búsqueda de rentas son males generalizados en todas partes, y retirarse a las categorías platónicas del glorioso futuro de la gobernanza global. Debe señalarse, no obstante, que la búsqueda de rentas e incluso la corrupción, la competencia y las cambiantes alianzas y jerarquías de propiedad sobre los recursos a disposición de la Asamblea General, contribuyen a su modo a la estabilidad, el estancamiento y la paralización generales que caracterizan a la ONU; el aparentemente inamovible «la ONU en un callejón sin salida» refleja en parte la estabilidad de los tratos y acuerdos privados y la búsqueda de rentas por encima de los recursos de la Asamblea General.

VI
 

Pero la Asamblea General y el presupuesto de la Asamblea General financian directamente gran parte del aparato de «valores» de las Naciones Unidas, los conceptos subyacentes a los que Kennedy presta una atención tan entusiasta. Pero se trata de una discusión curiosamente anticuada. La narración retoma el hilo del auge de los derechos humanos a partir de 1945, y la explosión del discurso y las preocupaciones por los derechos humanos tras la conclusión de la guerra fría. Está bien. Otro tanto con el auge de la «sociedad civil global», las ONG internacionales que, comenzando con la campaña de prohibición de las minas antipersona de la década de 1990, reivindicaron sus derechos de ser los «representantes» de los «pueblos del mundo» (como dijo Annan en 2000) en los organismos internacionales; está bien, asimismo, aunque los críticos de años recientes han dedicado mucho tiempo a echar por tierra las exageradas pretensiones de «representatividad». Pero el auge de los derechos humanos y los valores universales debe también tener en cuenta actualmente otros dos fenómenos relacionados, ninguno de los cuales se asimila fácilmente al auge histórico del discurso de los derechos.

Uno es la gradual transformación del lenguaje de los derechos humanos –liberalismo universal, realmente– en el curso de los años noventa hacia un lenguaje de multiculturalismo y políticas de identidad, basadas en torno a la religión, la etnicidad, la raza, el género y el estatus poscolonial. Todo ello vienen a ser reivindicaciones de privilegio político para grupos concretos que están seriamente enfrentados al liberalismo universal, pero que se expresan en el lenguaje y están imbuidas del estatus sagrado de «derechos». Lo que se considera en el relato de Kennedy, históricamente y en el futuro, «internacionalismo liberal» con derechos legítimos a la gobernanza global se expresaría con más precisión en la actualidad como «internacionalismo multiculturalista», e igualmente con derechos legítimos a la gobernanza global.

Las diferencias, a pesar de la idéntica retórica de los derechos, son profundas, y afectan en la actualidad como una realidad política en su mayor parte a la tensa relación entre el islam y los musulmanes globalmente, por un lado, y el liberalismo universal, profano, incluidos los derechos humanos genuinamente universales, por otro. Este último está acomodándose gradualmente a los primeros, no viceversa. Expresado con mayor precisión, al menos en lo que respecta a los órganos de la Asamblea General, el contenido de los «derechos humanos» está cada vez más subordinado a los deseos, intereses, ideologías y doctrinas religiosas de los países de la Conferencia Islámica. El discurso de los derechos, al menos en lo que respecta a las instituciones de derechos humanos más importantes de la ONU, ya ha dejado de tratar sobre el liberalismo universal. El discurso sobre los derechos ha pasado a incluir la protección y la afirmación de la identidad religiosa en general y del islam (con más precisión, la «musulmanidad», tratada como una especie de identidad étnica constitutiva, facilitando así la caracterización de cualquier crítica de él o de su contenido doctrinal como racismo) en particular. Existe una desconexión fundamental entre, por ejemplo, España manteniendo un serio debate sobre el estatus de los «derechos» de los grandes simios, con un ajuste exquisitamente calibrado de una ideología de los derechos humanos que tome en consideración a los vecinos genéticos cercanos, mientras que, al mismo tiempo, la ideología de los derechos está siendo redefinida en la ONU –sin apenas un quejido de protesta, y ninguna eficaz– para dejar hecha añicos la orgullosa herencia de Voltaire: está bien, disfrutad del juego de los abalorios mientras dure.

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