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Persuadir… ¿para qué?

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A pesar de los ingentes esfuerzos de las modernas ciencias del lenguaje, de la teoría literaria contemporánea y hasta de ilustres pensadores políticos, semiólogos, etc., ha de reconocerse que para el ciudadano medio la palabra «retórica» sigue arrastrando las connotaciones que se le adhirieron a mediados del siglo pasado, si no antes, y que la convierten en sinónimo de discurso emperifollado, huero, demagógico y vacuo…; adviértase, no sin curiosidad, que en ocasiones, en ese mismo contexto, se emplea la palabra «literatura», como sinónimo de no real y artificioso, hecho este que debe, cuando menos, invitarnos a pensar en por qué se asocia lo literario, tantas veces, a lo estrictamente ornamental y «falso».

Incluso en las disciplinas literarias y en su pedagogía, durante demasiado tiempo se ha circunscrito lo retórico a su sentido más epidérmico de «tropos y figuras», generando como patética contrapartida a la «historia de la literatura» (esto es, a la historia biográfica emotiva de sus autores, seguida de un listado de sus obras y, en el mejor de los casos, la opinión sobre ellas de reputados y amojamados especialistas) un listado de términos, mejor o peor organizados, a los que se pretendía reducir todo el «misterio» de la creación literaria, como si el todo «sólo» fuera la suma de algunas de sus partes. Esa perversión de la retórica taxonomizada en «manuales de estilo», cursos de «comentario de texto» (sic) y otras arbitrariedades mejor o peor intencionadas, han hecho, si cabe, más daño a la enseñanza de la literatura que las famosas lecturas biográficas more romanticoide de autores anteriores a dicho movimiento, en claro y mentiroso paralogismo anacrónico.

Cuando lo cierto es que, si se tiene un mínimo de perspectiva histórica, la Retórica, como ciencia humana y política de la persuasión, no puede desligarse del contexto en el que y para el que nace: la polis. El descubrimiento revolucionario, allá a mediados del siglo VI a. C., del carácter político del ser humano libre, de su naturaleza común («yo contigo y las Instituciones», según la máxima aristotélica) revelada por el Discurso, por la facultad lingüística, por la sustancia narrativa de la experiencia humana convirtió a las sociedades míticas y mágicas del Peloponeso en estructuras cívicas y racionales de las que nacen todas las instituciones que, aún hoy, sostienen este edificio que conocemos como civilización occidental.

Ese impulso racionalista y creador que ha dado en llamarse «democracia ateniense» es indisoluble al estudio de la Retórica, en tanto que arte y ciencia –tejné– (conjunto de recursos y estudio de los mismos, respectivamente) por antonomasia de la Asamblea, por razones obvias, pero también, a poco que se repare en ello, armazón estructural del género más emblemático de esa polis democrática: el teatro.

La retórica, pues, nace, a la par que la ciencia, la filosofía y la sofística, en el momento en el que la religión ha dejado de regir en exclusiva la polis. Un arte tal presupone que el hombre, en tanto que animal discursivo y racional, se propone a sí mismo como un enigma más fascinante e indiscernible aún que el misterio de los dioses.

Por todas estas razones y las que van implícitas, la aparición de esta monumental Historia de la retórica moderna sólo merece ser saludada con júbilo, sobre todo si viene apadrinada por uno de los grandes maestros contemporáneos al servicio de esta ciencia, el profesor y académico Marc Fumaroli, de quien el lector especializado sin duda conoce su sobrio y luminoso tratado L'âge de l'éloquence, en el que, acompañado por una vasta y amena erudición, se explica perfectamente cómo el impulso racionalista francés de los siglos XVI y XVII, que abre las puertas a la modernidad, se funda en el mito civilizador y regenerador de la Eloquentia latina.

Pues bien, ahora Marc Fumaroli ha coordinado este ingente esfuerzo de aglutinar en síntesis la historia de quinientos años de civilización europea a la luz de la ciencia que modula, tácita o explícitamente, la construcción de esa Civiltas mediante el discurso, ese don o emergencia que nos impulsa por encima del resto de los animales y aun de los seres humanos en estadios previos de evolución en los que mandaba la ley de la sangre, de la tribu, y no la ley de la polis, del bien común –evidencia sin la que es prácticamente imposible entender las tragedias de Sófocles, especialmente, Antígona, cuyo conflicto descansa, precisamente, sobre esa hipótesis, tal y como ya subrayó el profesor Steiner–.

Para llevar a cabo esta Summa, Fumaroli ha acudido a reputados especialistas en Historia de la Retórica a los que ha encargado cada uno de los veinticinco capítulos que conforman el volumen. A los nombres señeros de Alain Michel o Cesare Vasoli se allega una pléyade de rigurosos profesionales de esta difícil y a veces un punto tediosa ciencia para conformar un libro que no tengo el menor empalago de calificar como capital, ameno, riguroso y necesario para entender un poco más y mejor la historia y evolución política, filosófica y artística (términos, desde la Retórica, casi sinónimos, como intentaré demostrar) de eso que se llamó la Cristiandad y, tras múltiples avatares, parece devenir en Unión Europea.

Nadie que haya leído a Aristóteles ignora que la base de cualquier fundamentación científica del ser humano, del homo loquens, del zoón politikón, tiene como cimiento la Retórica, en tanto que ciencia de lo constitutivamente humano (en su vertiente común): el discurso. Siguiendo el esquema de Northrop Frye podemos afirmar que los cuatro niveles de percepción de la realidad (perceptivo, conceptual, ideológico y simbólico) se corresponden, respectivamente, con cuatro niveles del discurso: descriptivo, dialéctico, retórico y poético. Quiere decirse, pues, que todo discurso poético es retórico, pero no al revés, y que la retórica sucede siempre en el ámbito o paradigma de la ideología, entendida ésta no en su monstrenco y reaccionario sentido actual (perversamente débil y posmoderno), sino como el tejido (deliberativo, judicial y demostrativo) que sostiene el edificio institucional de una sociedad dada cuando apela al bien común, es decir, indisociablemente unida a la Ética.

Quizá se entiende ahora por qué la Retórica, en este alto y aristotélico sentido, no está de moda en una sociedad como la nuestra en la que (desde Ockham para adelante) se ha privilegiado el ámbito de la voluntad y no el de la inteligencia; una sociedad que entiende la democracia no como la búsqueda de la eudaimonia, sino como «lugar de consenso». Pues bien, el lector interesado en percibir nuevos matices y apreciaciones sobre cómo se ha ido gestando la vertebración política, ideológica, pedagógica y artística de esta Europa siempre en ciernes tiene ahora una oportunidad excelente: asomarse a esta enciclopédica y monumental Histoire de la rhétorique. Allí descubrirá, acaso con estupor (y optimismo), que recuperación de la retórica y renacimiento (no confundir con los hipertrofiados «clasicismos») son movimientos sinónimos y que, como explica Fumaroli, los dos Siglos de Oro de la civilización occidental, la polis ateniense y sus derivaciones institucionales romanas, y la urbe humanista de finales del XV (ejemplarmente cristalizada en la Florencia de Lorenzo el Magnífico y su círculo de artistas y filósofos neoplatónicos) siguen a la espera de un tercero, heredero de la Ilustración, ese gran movimiento civilizador, instaurador de la Historia y del Progreso que, en mi opinión, mal influido en sus derivaciones románticas, exasperó el concepto de genio, de individuo (el «idiota» frente al «político», en sentido etimológico), de tiempo lineal (esa invención agustiniana y protestante que nos ha conducido, desde el incuestionable progreso, hasta el mismo precipicio) y dejó de lado eso que ahora (Gadamer, Ricoeur y, en otro sentido un punto atrabiliario, hasta la misma Desconstrucción) se está recuperando, retóricamente, merced a la moderna Hermenéutica: la trama, la narración, el discurso…, ese espacio simbólico, ideológico y algo más, noético, en el que el hombre investiga su realidad última y la pone al servicio de la sociedad.

Y en medio de esta reflexión de fondo, el lector se topará con una cantidad ingente de datos, de historias, de modelos pedagógicos que han sostenido este desportillado edificio durante los últimos cinco siglos. Descubrirá así la importancia del neoplatonismo en la configuración del paradigma renacentista, o del modelo retórico jesuítico (base del Ratio studiorum hasta principios del siglo XX) en la arquitectura contrarreformista, enfrentado a los dogmas ramistas y protestantes en general. Aprovecho para recomendar muy encarecidamente el capítulo quinto: La Reforme protestante et la rhétorique, para descubrir hasta qué punto el cambio de paradigma está cimentado en un nuevo discurso interpretativo, teniendo además en cuenta que, en nuestro país, el discurso protestante ha sido perversamente dejado a un lado casi siempre, por deformación, ignorancia o necedad. Asistirá a la querella de la lengua, a la de los antiguos y los modernos, a los encendidos enfrentamientos sobre la imitatio, a la absorción de la Poética en los límites, cada vez más estrechos y esclerotizados de la Retórica (entendida no como ciencia del Discurso, sino exclusivamente como «ornato»), a la desarticulación de esta hojarasca dentro, primero de la dialéctica, y más tarde a la Filosofía: de hecho, cuando, con Baumgarten la Estética se independice de la Gnoseología, nuestra Retórica descascarillada se desvanecerá en su propia necrópolis.

Sabrá el lector por qué quedará tan desprestigiada durante la revolucionaria Ilustración, a la par que una mente tan lúcida e inteligente como Vico la defiende, o cómo es utilizada, pro domo sua, por las mentes más lúcidas de la renovación romántica y esteticista del siglo pasado hasta que, finalmente, desaparece incluso de los planes de estudio, siendo sustituida (gracias al benemérito esfuerzo de gente como Gustave Lanson) por el pujante historicismo, ciencia eminente cuyas derivaciones estultas ya hemos denunciado arriba. Y advertirá cómo, al menos en Francia, la supresión de la retórica de la enseñanza no puede disociarse de una convicción laica y republicana (todo este libro, en puridad, obedece a esa misma concepción política): la enseñanza de la retórica estaba en manos de los jesuitas, la supresión de esa retórica daba primacía al nuevo paradigma progresista, laico e ilustrado.

Insisto, para terminar, en la evidencia de que no se puede disociar la ciencia del discurso de la política, de la ética, de la instalación del hombre en sociedad: entramado común desde el que se tejen los discursos deliberativos, aquellos que hablan sobre lo que no existe, el futuro, y al hablar de él según criterios de conveniencia y utilidad, inventarlo, organizarlo, proyectarlo. Cómo, en definitiva, la retórica, citando el título de un famoso libro sobre los «actos de habla», hace cosas con palabras. Parafraseando a Fumaroli, en el capítulo final de este magno volumen, diré que nunca como hoy, la presente situación de las democracias occidentales demanda menos de premios Nobel o metafísicos de despacho, metamorfoseados en moralistas todo terreno, que de homines boni dicendi periti, esto es, modernos oradores capaces de asociar, de nuevo, belleza, verdad y bien como conceptos dialécticos (¡no canónicos!) y políticos.

Una última observación. La conveniencia de que este libro se traduzca y publique en España, acaso ampliado en aquellos aspectos de nuestra tradición que un exceso de «galicanismo» ha obviado en este volumen. Pero no seré yo quien caiga en el chauvinista error de lamentar la ausencia de nuestros ilustres rhetores et philologi (apenas si Gracián, y a vuelapluma, a propósito de la agudeza) en una obra tan importante y «francesa» como esta. En todo caso, escuela hay en España, profesores y alumnos suficientes (el círculo de investigadores del CSIC está trabajando muy bien a este respecto) como para tomar nota sobre lo que supone esta gran obra y obrar en consecuencia dentro de nuestro ámbito estrictamente hispánico.

Mientras tanto, amable lector, tienes en tus manos una síntesis rigurosa de cómo el discurso retórico ha conformado el espíritu francés en particular, y europeo en general, a lo largo de quinientos años de luminosa, convulsa y contradictoria historia del devenir occidental. Casi nada.

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