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La ciudad criolla

LOS CUATRO VIENTOS. LAS CIUDADES DE LA AMÉRICA HISPÁNICA

Manuel Lucena Giraldo

A Fundación Carolina/Marcial Pons, Madrid

2.466 pp.

18 euros

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Este es un libro de historia de la América hispana colonial (14921810) que la cuenta sirviéndose para ello de las ciudades creadas –o recreadas– por los españoles. Como estos días he tenido entre manos una Histoire de l'Amérique Française (de Gilles Havard y Cécile Vidal) que a cada trecho menciona como característico de sus primeras entradas la inmediata construcción de una forteresse en el lugar elegido para habitation, cabe aceptar que la fundación de núcleos urbanos haya sido, en efecto, característica propia de la colonización española, y, por lo mismo, que sea congruente privilegiar el uso de un dispositivo –la ciudad– que puede revelarse francamente útil para relatar su historia.

Así se hace aquí a lo largo de cuatro capítulos flanqueados por una introducción y un epílogo. Los capítulos en cuestión (segundo, tercero y cuarto) se adecuan a un orden cronológico secular ( XVI, XVII y XVIII ) a los que ha dado paso otro inicial (el primero) que atiende especialmente al proceso de Conquista. Ésta se desmenuza de acuerdo con el sentido del progreso geográfico: comienza, pues, en Las Antillas, con la fundación de Isabela (1494), para cerrarse en Buenos Aires (1580). En estas primeras treinta páginas el lector se habrá familiarizado ya con hechos, expresiones y conceptos que le ayuden a entender lo que sigue, que no es otra cosa que un ágil, bien escrito y entretenido relato de tres siglos de historia colonial hispana vista desde sus ciudades. A este respecto no hay duda de que «el hecho urbano formó parte determinante» de la experiencia americana, desde el momento en que «impuso a los recién llegados un proyecto de permanencia y vecindad». Isabela o Santo Domingo no fueron ni feitorias ni forteresses, y en algún «momento», tal vez no suficientemente aclarado, tuvo lugar la mutación e imposición de la tradición castellana sobre los precedentes italoportugueses que acaso don Cristóbal llevara en el equipaje. La Conquista fue también, pues, réplica de la Reconquista, en cuanto que el territorio fue organizado siguiendo las pautas jurídicas y administrativas metropolitanas propias de un feudalismo cuyos únicos señores fueron aquí los cabildos urbanos. Esto es lo original.Y como no podía ser de otro modo, el autor dedica buen número de páginas a hacernos comprender la osamenta institucional de la por él llamada «ciudad política». No extrañará tampoco que sus figuras suenen como de casa: hay corregidores, procuradores, almotacenes y alféreces…; también hallamos, por supuesto, al «protector» de indios. Tal fue el grado de identificación entre los grupos de conquistadores y los cabildos urbanos, que de 181 individuos (de una muestra de 682 pertenecientes a distintas huestes) que obtuvieron cargo en alguno de aquéllos, apenas el 10% decidió en algún momento dejarlo todo y regresar a España (pp. 84-85).

La consecuencia inmediata de este fenómeno no fue otra que la pronta aparición de sucesivas «capas» de españoles americanos (tercer capítulo: «La metrópoli criolla»). El milhojas cuidadosamente trabajado a lo largo de años y años de una emigración no fácil de cuantificar (pp. 90-91) compareció finalmente para estropear la sobremesa a más de uno. En este sentido, resulta oportuno que Manuel Lucena haga arrancar el tercer capítulo con el episodio del jesuita que subió al púlpito en 1618 y puso a caldo al virrey de Nueva España, marqués de Guadalcázar, por su decisión de sacar a la venta ciertos oficios públicos «de prestigio» facultando para la compra a los postulantes criollos Espléndido resumen de la cuestión en el capítulo tercero («Los españoles») de Jonathan I. Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, 16101670, México, Fondo de Cultura Económica, 1980. . Eso de entregar por precio los cargos públicos soslayando el mérito (propio o heredado, más bien lo segundo) estuvo siempre muy mal visto, y desde luego en la propia metrópoli. Aquí se impuso a su majestad la temporal suspensión de dicha mala práctica (1601) argumentando, entre otras razones, el doloroso relevo de la virtud por el dinero. Pero a nadie se le ocurrió imaginar que las compras pudieran hacer llegar los cargos a manos de individuos de dudosa fidelidad a la Corona. Allá, sin embargo, por más que el venerable obispo Palafox insistiera a mediados del siglo XVII en que los criollos no eran sino «verdaderos españoles», el jesuita predicador atrás mentado no hacía más que poner al descubierto lo que ya en 1567 pensaba el gobernador García de Castro: «La gente de esta tierra es otra que la de antes». Hubo, al parecer, un antes y un después que ya a estas alturas era manifiesto. No descartaría yo la filiación peruana de esta madrugadora alienación sabiendo lo que en este virreinato –especialmente en éste– ocurrió desde 1542, cuando se vio rodar la cabeza de un virrey a manos de quienes, precisamente, no consideraron que sus méritos hubiesen sido todo lo reconocidos que ellos esperaban. La famosa carta de Lope de Aguirre a Felipe II no se despacha así como así, calificándola como la obra de un loco.

Hubo, en fin, una «edad de la impotencia» para el poder metropolitano en la que poco a poco, y a pesar del jesuita predicante, los criollos fueron haciéndose con los resortes del poder urbano y ya más tarde, con Carlos II, a partir de 1687, también con los de la judicatura. Don Gerónimo Castillo de Bovadilla decía allá por 1600 que los jueces debían aparecer en su momento y como las cigueñas: llegando de lejos. En ello radicaba una de las más firmes garantías de su imparcialidad (a don Gerónimo le habría dado un yuyu si alguien le hubiese hablado de la mera existencia de un «juez de proximidad»…). Un nuevo «orden», en cualquier caso, se reclamaba a fin de combatir la infausta autonomía alcanzada por el «estado criollo» y a eso se aplicaron los gobernantes metropolitanos cuando pudieron hacerlo, quizá demasiado tarde Mark A. Burkholder y Dewitt S. Chandler, De la impotencia a la autoridad. LaCorona española y las Audiencias en América, 1687-1808, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.. No fue ésta, sin embargo, una operación de rescate que se desarrollara exclusivamente en tierras americanas. Conviene dejar bien claro que también aquí campaban a sus anchas poderes que parecía aconsejable rescatar. En ambos extremos del Atlántico se asiste a un proceso de «deconstrucción del Estado» –allá «criollo», y aquí, ¿qué?– que fue, desde luego, algo más que mero experimento culinario. Manuel Lucena hace bien en distinguir aquí entre la inocua aparición en la ciudad de «artefactos novedosos como alamedas y cuarteles» (pero también academias, jardines botánicos, iluminación, alcantarillado, etcétera) y los proyectos de refundación de la «ciudad política […] deteriorada por la falta de amor al rey y la pujanza de los intereses particulares» (p. 135). Se sabe que no fue fácil echar a andar aquellos proyectos, como tampoco lo fue en la metrópoli. José de Gálvez llegó a México en 1765 y tardó veinte años en ver aprobado el decreto por el que se introducía en la Nueva España el llamado régimen de Intendencias, la varita mágica con la que los administradores borbónicos creían poder hacer surgir aquí y allí la felicidad de los súbditos. Nada hay que reprocharle, sin embargo: la propia historia de ese régimen administrativo a este lado del charco es la de un guadiana político corriendo de Felipe V a Carlos IV, ocultándose y surgiendo de trecho en trecho. Tal vez no hubiera estado fuera de lugar la mención de los episodios de contestación política –urbana, por supuesto– a las reformas emprendidas por los mentados administradores, en las que tan reveladoras fueron las posiciones criollas. Quede para otra ocasión.

Concluyo. Hay una historia de la América hispana colonial satisfactoriamente entendible desde la óptica urbana. No tengo duda. La única, paradójicamente, que ha presidido toda mi lectura de este libro es la que hace referencia al uso de la palabra ciudad por el autor, duda que se concentra de forma especial en el primer capítulo. Me explico. Damos en castellano un uso genérico a la palabra ciudad, como en francés se hace con ville y en inglés con town. Nuestros antepasados no solían hacerlo, y por lo general eran mucho más finos que nosotros a la hora de pegar etiquetas. «La realidad es que nadie sabe muy bien cómo definir una ciudad», confiesa perplejo el autor desde el principio (p. 16). Nadie parece saberlo hoy, ciertamente, pero sí que más de uno supo entonces cómo hacerlo. Sebastián de Covarrubias, autor de un Tesoro de la lengua castellana o española (1611), es la única autoridad invitada por el autor, y para el caso tal vez no la mejor acreditada. La suya suena a Platón, cuando el maestro de ceremonias hasta la Revolución Francesa en esta suerte de danza fue Aristóteles. Robert Filmer llegó a decir, más o menos, que, en política, lo que no estaba en la Escritura podía ser sustentado en el filósofo griego Robert Filmer, Patriarcha and Other Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 240. El escrito en cuestión lleva por título «Observations upon Aristotle's Politics touching Forms of Government».. Aristóteles produjo una definición de ciudad, cuyo desarrollo no viene ahora al caso, que recorrió el Occidente cristiano a lo largo y ancho del llamado Antiguo Régimen. Francis Bacon fue el primero en combatirla, pero costó algunas generaciones más eliminarla.

Pero ciudad era también especie perteneciente a un género jurídicoadministrativo en el que entraban también la villa y la aldea o lugar. Por esto «el descubridor debía declarar si fundaba ciudad, villa o lugar» (p. 66); por lo mismo, «en el reino de Guatemala también se fundaron hasta 1600 otras 44 villas y ciudades» (p. 49); por ello Zacatecas y Guanajuato surgieron en 1546 y 1554, pero una y otra «adquirieron el estatuto de ciudades en 1585 y 1741, respectivamente» (p. 48). Ni siquiera las ciudades eran todas de la misma especie, como el autor reconoce (p. 72).

Véase esto último como prurito de erudición excipiente. Lo consigno a fin de que los estudios de historia urbana prescindan de una vez de esa sarta inicial de conceptos o definiciones de ciudad a cada cual –por lo común– más impertinente. Manuel Lucena vincula al «nihilismo conceptual» la que afirma que «en todo país existe ciudad cuando los hombres de este país tienen la impresión de estar en una ciudad». Como memez tampoco está mal… Consuélese, no obstante, el lector sabiendo que en esta cuestión también cuecen habas por otros pagos. Jacques Le Goff, tan perplejo como nuestro autor en punto a definiciones de ciudad, se despacha diciendo que «una ciudad es ante todo un estado de ánimo» Jacques Le Goff, «Ordres mendiants et urbanisation dans la France médiévale», Annales ESC, 1970, pp. 924-946.. (Ya nos había advertido el difunto Geoffrey R. Elton que «lo absurdo siempre suena mejor en francés» Geoffrey R. Elton, Return to Essentials.Some Reflections on the Present State ofHistorical Study, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, p. 28..)
Otro caso para rematar: la ciudad de Santander, la que tengo más cercana, ha conmemorado en 2005 la concesión del título de ciudad por Fernando VI en 1755, ignorante de que un año antes ya lo había hecho el papa Benedicto XIV. Nadie advirtió a los munícipes de que los pontífices fueron los primeros en otorgar tales «condecoraciones», y que más de un siglo después los reyes se decidieron a imitarles. En otras palabras: antes de que los reyes hicieran ciudades, ya las hacían los papas; y después también.

 

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